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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 264 | Marzo 2004

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Nicaragua

La globalización de un barrio

En 1996-97 el autor, un antropólogo inglés, vivió durante un año en un barrio pobre de Managua realizando una investigación sobre pobreza, violencia y desarrollo local. En febrero de 2002 Rodgers visitó durante dos meses el mismo barrio. Y lo encontró ya “globalizado”.

Dennis Rodgers

El eslogan de Arnoldo Alemán durante sus años de gobierno, de enero 1997 a enero 2002, era Nicaragua cambia. Para alguien como yo, que regresaba a Nicaragua, a Managua, y al barrio que me había acogido, tras cinco años de ausencia, la consigna era cierta. Mucho había cambiado.

Y VOLVER, VOLVER, VOLVER...
A OTRA NICARAGUA, A OTRA MANAGUA

Managua me pareció casi otra ciudad de la que había conocido a mediados de los años 90. Entre sus nuevos rasgos predominaban los suntuosos: los centros comerciales de Metrocentro y Plaza Inter, hoteles de lujo como el Inter de Metrocentro, el Princess, el Holiday Inn, lugares de diversión como el casino Pharaohs, el McDonald’s o el Hard Rock Café, la infraestructura del renovado aeropuerto internacional, el imponente edificio del Grupo Pellas y vías de comunicación muy mejoradas entrecruzando la capital. Más allá de Managua, mucho parecía haber cambiado también. Granada y León estaban transformadas. Se habían desarrollado iniciativas de ecoturismo en el volcán Mombacho y a lo largo del río San Juan, y San Juan del Sur se había convertido de un soñoliento y pequeño pueblo a la orilla del mar en un verdadero resort turístico. Por todas partes aprecié novedades, nuevos trazos, nuevas prácticas, hasta una nueva sociedad de consumo.

Mi primera reacción fue interpretar estas transformaciones como muestras del rápido avance de Nicaragua en la globalización y de su paulatina integración en la nueva economía planetaria. Aunque este juicio me parecía algo disparatado, considerando la larga historia de subdesarrollo del país y su crónico estancamiento económico, me resistía a desdeñar la hipótesis de que todos estos cambios reflejaran el inicio de un proceso de desarrollo más positivo.

Mi resistencia duró muy poco. Rápidamente me di cuenta que muchas de estas transformaciones tenían un alcance muy limitado y estaban beneficiando casi exclusivamente a un grupo muy pequeño de nicaragüenses, a las élites de siempre y a algunas nuevas. La mayoría, los pobres, ese noventa por ciento de la población nacional, no participaba de estas novedades, más allá del trabajo conseguido por algunos como vigilantes o empleados de segunda o porque en los parqueos de los nuevos centros de diversión adolescentes, niños y niñas limpiaban carros o mendigaban unos centavos o porque la gente de los barrios pobres de Managua se acercaban algún que otro domingo a los nuevos malls aunque fuera sólo a “mirar cosas bonitas”... Las nuevas vías de comunicación conectaban especialmente los espacios por los que circulaban los de más dinero: del aeropuerto a los centros comerciales, de los ministerios a Las Colinas, de los nuevos negocios a la Plaza España, de Managua a El Crucero, donde estaba la finca de Alemán...

MIRANDO “DESDE ABAJO”

Para medir y valorar adecuadamente los cambios entre la Nicaragua de 1997 y la de 2002 era necesario superar la visión que se obtiene desde las ventanas del Hotel Intercontinental o desde los vidrios polarizados de los centenares de camionetonas de lujo que circulan por las vías centrales de Managua.

Esta mirada “desde arriba” aporta poco. Hay que mirar “desde abajo”. La perspectiva del antropólogo es ésa: la que mira desde abajo. Para alcanzarla, el antropólogo debe sumergirse en una comunidad local para estudiarla, generalmente durante un tiempo prolongado, involucrándose en la vida cotidiana de la gente. Practica así lo que se denomina una “observación participante”. Así hice yo durante un año entre julio de 1996 y julio de 1997: viví en un barrio popular de la zona oriental de Managua para realizar una investigación sobre pobreza, violencia y desarrollo local. En febrero de 2002, patrocinado por el Programa de Estados en Crisis de la Escuela de Economía de Londres, tuve la oportunidad de regresar al mismo barrio por un par de meses para conocer cómo había evolucionado la vida de la gente. Al contrario de lo que pensaba, no encontré estancamiento y deterioro, sino cambio y mutación, aunque en formas inesperadas.

“LA MISERIA MATA LA ESPERANZA”

En 1996-1997, el barrio en el que viví -al que daré el seudónimo de barrio Luis Fanor Hernández para mejor proteger la privacidad y seguridad de sus pobladores- era visiblemente pobre, estaba afligido por altos índices de desempleo, habitado por familias de muy bajos ingresos, con mala infraestructura, y con características de atomización y de desintegración social. Según un censo que realicé entonces, la tasa combinada de desempleo y de subempleo llegaba a más del 70% de la fuerza laboral del barrio y el desempleo abierto afectaba casi al 45%.

La iniciativa privada era escasa y no iba mucho más allá de la que representan el hurto y otras formas de delincuencia. Y para una mano de obra no cualificada, como era la mayoritaria, las oportunidades fuera del barrio eran muy pocas. La mayoría de quienes trabajaban lo hacían informalmente y el ingreso mensual promedio en los hogares era más o menos de 700 córdobas, unos 85 dólares en ese entonces. La infraestructura del barrio mostraba un pésimo estado, las casas -hechas principalmente de madera- se estaban derrumbando, los espacios públicos eran basureros, y las calles estaban totalmente agujeradas por baches de todo tamaño.

Había en el barrio muy poca noción de identidad colectiva y la organización comunitaria era virtualmente inexistente. Más exactamente, se percibía una gran desconfianza entre los vecinos, sospechaban de todo y de todos y como rutina rechazaban compartir cualquier cosa u obligarse a cualquier tarea. Don Sergio, habitante del barrio, quien en los años 80 había sido un organizador nato de su comunidad, me describía así la situación en una entrevista que le hice: Ahora nadie hace nada por nadie, nadie se ayuda, nadie se preocupa por su vecino, nadie hace cosas para el bien de la comunidad como antes. Hay una gran falta de confianza: no se sabe si alguien te devolverá tus favores o si te va a robar cuando no estás mirando. La miseria mata la esperanza y hoy lo que hay aquí es la ley de la selva, cada quién por su lado. Nos estamos comiendo, como dice la Biblia.

Después de un año de investigaciones en el barrio, yo había llegado a una conclusión más o menos similar a la de don Sergio y me fui de Nicaragua en julio de 1997 sumido en un profundo pesimismo acerca de las posibilidades de desarrollo del país. Desde Europa -en donde me radiqué y pasé estos cinco años- no tuve ninguna información que alimentara en mí alguna esperanza. Así que cuando regresé al barrio en febrero de 2002 llegué con la peor de las expectativas: todo estaría igual o tal vez habría empeorado... Por eso fue para mí una gran sorpresa entrar en el barrio y ver que una gran mayoría de las casas tenían señales muy visibles de mejoría.

UNA GRAN TRANSFORMACIÓN
SOSTENIDA POR TRES PROCESOS ECONÓMICOS

Era evidente: la mitad de lo que antes era un barrio relativamente uniforme de casas desvencijadas y monótonas había mejorado mucho y bastantes casas eran ahora de ladrillo, eran más grandes y estaban pintadas de colores alegres. En gran contraste con el pasado, mucha gente del barrio vestía ahora buena ropa -hasta de marca en bastantes casos- que varios adornaban con joyería ostentosa. En muchas casas pude ver televisores Sony de 21 pulgadas, aparatos de sonido enormes, ya no de casettes sino de CD, y hasta consolas de juegos nintendo.

Era evidente también que el proceso de mejoría no había alcanzado a todo el mundo. Aunque muchas de las casas del barrio habían cambiado, también había muchas que seguían igual, siendo ahora más chocante el contraste entre unas y otras. Los nuevos contrastes entre los ricos y los pobres del barrio no sólo se expresaban en la vivienda, también en los patrones de consumo y era obvio que sólo quienes vivían en las casas mejores tenían electrodomésticos nuevos y vestían con buena ropa. Era obvio también que todos los cambios que observaba eran el resultado de la iniciativa privada y no de proyectos públicos, porque las calles del barrio seguían llenas de baches, las áreas comunitarias seguían siendo basureros y en las noches las calles permanecían oscuras, sin iluminación pública.

A pesar de todo, los cambios eran impresionantes si los comparaba con el pasado que guardaba en mi memoria. De inmediato, me dispuse a investigar el significado de aquellas transformaciones. Tras un par de semanas, descubrí dos cosas. Primera, los progresos económicos del barrio eran relativamente recientes, habían ocurrido en apenas un par de años. Segunda, los sostenían tres procesos diferentes: un cambio en los patrones migratorios del barrio con un aumento del envío de remesas de quienes emigraron; un aumento notable de automóviles en el barrio; y la emergencia de una nueva oportunidad económica a nivel local con el tráfico de drogas. De maneras diferentes, y generalmente tocando a hogares distintos, estos tres procesos habían generado los recursos que explicaban las casas más bonitas, los aparatos de sonido y la ropa de marca.

MÁS EMIGRANTES
Y MAYOR ENVÍO DE REMESAS

El número de emigrantes ha crecido notablemente en Nicaragua en los últimos cinco años, los años en los que estuve ausente. También en este barrio. Tan notable como este crecimiento es el cambio que se ha producido en el comportamiento de quienes abandonaron el país en relación a las remesas que envían a sus familias.
Cuando en 1997 realicé un censo de la situación migratoria del barrio, encontré que el 48% de los hogares tenía por lo menos un miembro fuera del país, pero sólo un 46% de estos migrantes enviaba remesas a sus familias. Aunque por falta de tiempo esta vez no me fue posible hacer otro censo, en base a una muestra informal y a lo que me dijeron algunos informantes clave pude calcular que hasta el 60% de los hogares tenía ahora al menos un miembro en el extranjero -con mucha frecuencia, más de uno-, y un dato aún más significativo: el 75-80% de estos emigrantes envía remesas a sus familias, en efectivo o en mercancías.

Que la emigración haya aumentado en Nicaragua no me resultó nada sorprendente considerando la pésima situación económica del país. Más inesperado me pareció el dato sobre el aumento de las remesas. Esto parece estar ligado a dos factores. El primer factor es la amnistía que el Servicio de Inmigración de Estados Unidos concedió en noviembre de 1997 a los emigrantes ilegales nicaragüenses. Se triplicó el número previsto y nada menos que unos 180 mil nicas que residían en Estados Unidos legalizaron su situación. Ya legales, comenzaron a viajar a Nicaragua sin el miedo de no poder volver a entrar a Estados Unidos. Esos regresos, esos viajes de ida y vuelta, los envolvieron inevitablemente en madejas de obligaciones con sus familiares que los recibían y despedían en Nicaragua, lo que se tradujo en presiones para que enviaran dinero. Hay que tener en cuenta también que, antes de la amnistía, la comunidad emigrante en Estados Unidos tenía fundados temores de que el Servicio de Inmigración supervisaba a las compañías de transferencia de remesas -como la Western Union- y eso, seguramente, inhibía a los emigrantes ilegales de enviarlas.

UN NUEVO MODELO: LA MIGRACIÓN CIRCULAR
DE QUIENES SALEN Y ENTRAN

Se había consolidado ya en el país, también en el barrio, un tipo de migración: más que una decisión permanente, definitiva, como era en los años 80 y 90, estaba imponiéndose un proceso de “migración circular”: mujeres y hombres que abandonaban Nicaragua por seis meses, volvían durante varios meses y salían de nuevo. En este modelo migratorio, las relaciones con los que quedan aquí son más estrechas y esto propicia el envío de remesas. Además, quienes viajan periódicamente lo hacen siempre trayendo todo tipo de productos.

La migración circular en el barrio Luis Fanor Hernández se dirigía fundamentalmente a Guatemala y a Costa Rica, más que a Estados Unidos, destino más adecuado en el modelo de migración definitiva. En el barrio, Estados Unidos continuaba ocupando el primer lugar en la meta de la emigración, tal como era a mediados de los años 90. Lo novedoso era la cantidad creciente de emigrantes que elegían como destino Centroamérica. En febrero de 2002, Guatemala ocupaba el segundo lugar, después de Estados Unidos.

En el barrio se habían incrementado tanto la emigración como el regreso de quienes se fueron, especialmente a Estados Unidos, tendencia que parecía explicarse por la generalizada opinión entre los que vivían fuera de que Nicaragua era ya un mejor lugar para vivir, idea a su vez ligada a la modernización de Managua con autopistas y rotondas. Sin embargo, la mayoría de los emigrantes que habían vuelto al barrio con quienes hablé parecían lamentar su regreso: Managua no era un lugar tan cambiado ni tan bueno para vivir, a no ser que uno regresara a Las Colinas o a Los Altos de Santo Domingo. Muchas de las casas más renovadas y cómodas que observé en el barrio pertenecían a individuos o a familias que habían vuelto de Estados Unidos después de un período de tiempo relativamente largo -en promedio, diez-doce años- y que habían regresado con ahorros sustanciales y a menudo hasta con un vehículo comprado allá. Sus casas eran las más aseguradas tras verjas y muros.

DE UN NEGOCIO REDONDO
SURGIÓ UN BARRIO DE TAXEROS

El segundo proceso observable que explicaba las mejorías económicas en el barrio Luis Fanor Hernández era el aumento de personas propietarias de vehículos. En cinco años el cambio era notable. En 1996-97 había apenas cinco carros en todo el barrio, ahora conté más de setenta. Y casi todos eran taxis. El barrio se había convertido en un barrio de taxeros.

Según mis informadores taxeros, este boom de taxis comenzó en el año 2000 y estaba ligado al negocio, iniciado a fines de 1999, de un grupo de empresarios que empezaron importar autos de segunda mano, inicialmente de Japón y enseguida y principalmente de Taiwán y de Corea del Sur. Estos empresarios -nicaragüenses y surasiáticos, a menudo en calidad de socios- ganaban mucho: carros que compraban en Corea en unos 500 dólares y que enviaban desde Corea al puerto de Corinto en Nicaragua en hornadas de doscientos o trescientos, invirtiendo en el viaje de cada carro otros 500 dólares, podían venderlos después en Managua entre 2,600 y 5,500 dólares, dependiendo de la marca y de los años del carro. Un Hyundai Elentra del 93 se vendía en febrero de 2002 a 3,600 dólares.

A los compradores que pagaran en efectivo se les descontaba un 10% del precio. Muy significativo me pareció que los empresarios aceptaban vender los carros a crédito, con una tasa de interés de alrededor de un 2% mensual, reducido en el contexto financiero en el que se mueven los pobres en Nicaragua, donde son muy habituales los prestamistas -auténticos usureros- que prestan al 20% de interés mensual. (Los bancos, por supuesto, no le prestan a los pobres). En el barrio conocí cómo funcionaba esta modalidad de crédito: después de un pago inicial de entre 250-500 dólares -la suma dependía del grado de confianza del vendedor en el comprador-, los compradores pagaban una cuota diaria durante un año. Para el Hyundai Elentra del 93, por ejemplo, el pago inicial era de 400 dólares y la cuota de 11.34 dólares diarios, lo que significaba que al final pagaban por el carro 4,540 dólares: los 3,600 en que lo tasó el vendedor, más una tasa de interés anual efectiva del 25% por la facilidad del crédito.
La manera más frecuente para asegurarse el poder pagar la cuota diaria era hacer “trabajar” el auto como taxi. Esto explicaba también la sorprendente cantidad de taxis que vi en el barrio. Convertir un carro privado en taxi es en Nicaragua un proceso complicado. Los taxeros de Managua están organizados en cooperativas bastante cerradas en las que resulta difícil entrar. A menudo, para ser admitido es necesario sobornar al presidente de una de esas cooperativas, admisión que es una condición previa para obtener una licencia para el taxi. Pero esto no basta. Para conseguir la licencia es frecuentemente necesario pagar varias “mordidas” a varios funcionarios: a las autoridades municipales que regulan el transporte de Managua, a los inspectores que prueban los niveles de emisión de gas del carro, a los funcionarios del catastro municipal donde se registra el carro, a veces hasta a los concejales municipales.

EN UN LABERINTO DE LIMITACIONES

Dada la naturaleza laberíntica del proceso para obtener una licencia de taxi, no me sorprendió el desarrollo de todo un mercado informal en torno a este negocio. Algunos, teniendo ya la licencia pero no teniendo el taxi, alquilaban su identidad a quienes tenían el carro pero no la licencia. A veces se hacía al revés: gente con carro lo alquilaba a gente con licencia. Sorprendente también que uno de los privilegios auto-atribuidos de los concejales municipales de Managua fuera el derecho a distribuir cada año diez licencias de taxi a quienes quisieran, lo que a menudo significaba al mejor postor: a quien se las comprara a mejor precio.

Muchas veces, el dueño del taxi con licencia no lo manejaba sino que lo alquilaba a un “cadete” por 200 córdobas (unos 15 dólares) el turno. En Managua, la cantidad de taxis en la calle -unos 12 mil-, había llegado ser tal, superando claramente la oferta a la demanda, que se estableció, bajo pena de multa, que los taxeros sólo podrían trabajar en un turno del día, según el número de la placa del carro -se fijaron dos turnos: de 6 de la mañana a 2 de la tarde y de 2 de la tarde a 10 de la noche-, quedando libre para quien quisiera el taxear durante la noche. Había una gran renuencia por parte de los dueños a alquilar sus taxis en esas horas porque los vehículos se dañaban más porque los choferes no podían ver los baches o porque corrían mayor peligro de ser asaltados.

Trabajando durante las ocho horas de un turno, un taxero podía pagar su cuota diaria y ganar algo para comprarse al menos un tiempo de comida, aunque generalmente este plus lo dedicaba al mantenimiento del carro. Quienes compraron carros a crédito apostaban a ganarse unos 150-200 córdobas diarios, después de haber pagado el costo del vehículo en un año, lo que les equivaldría a un ingreso mensual de 3,600-4,800 córdobas (unos 260-350 dólares), “salario” bastante alto para el contexto del barrio, donde el promedio mensual de quienes trabajaban en otros empleos era de unos 1,500 córdobas (110 dólares) mensuales, cantidad que parecería un aumento sustancial al compararla con los 700 córdobas que era el salario promedio cinco años atrás, en mi visita anterior, pero que cobraba su verdadera dimensión teniendo en cuenta la inflación, que hace insignificante el aumento en términos reales.

Los carros asiáticos importados eran relativamente viejos -en general, tenían entre ocho y diez años y un promedio de 175-250 mil kilómetros rodados- y tendían a fallar con frecuencia, requiriendo constantes reparaciones después de más o menos año y medio de uso. Con un manejo cuidadoso, algunos taxeros lograban extender su vida útil, pero los que no lo lograban, terminaban vendiendo los vehículos que habían comprado para piezas de repuesto. A pesar de todas estas limitaciones, el taxeo generalizado había mejorado las condiciones de vida de muchos, pero no podía resolver fundamentalmente los problemas de empobrecimiento del barrio, ni explicar todas las mejorías que observaba. Descubrí pronto la explicación fundamental.

LA ECONOMÍA DE LA DROGA ES PIRAMIDAL:
NARCO-->PÚSHERES-->MULEROS

El tercero, y sin duda el más importante, de los procesos que habían contribuido al mejoramiento económico del barrio era el tráfico de drogas. No era una actividad totalmente nueva. En 1996-97 se vendía ya en el barrio mucha marihuana, aunque el negocio era de pequeña escala. La sembraban y la vendían dos individuos y prácticamente todos sus clientes eran los pandilleros del barrio y los de barrios cercanos.

Cinco años después pude observar cómo aquel comercio artesanal se había transformado: era una actividad de gran escala y se había especializado en la venta de cocaína, especialmente en forma de crack, conocido en Nicaragua como piedra. La forma más pura de la cocaína es un polvo blanco, el clorhidrato de cocaína. La forma adulterada son pepitas grisáceas, una combinación cocida de cocaína y de bicarbonato de sodio. Estas piedras son mucho menos costosas que el polvo, son la “cocaína de los pobres”.

En el barrio Luis Fanor Hernández la economía de la cocaína estaba muy bien organizada en una pirámide con tres niveles. En la punta de la pirámide estaba el narco, también conocido como el más grande o el poderoso. Según mis informantes, el narco traía la cocaína al barrio “por el kilo” y vendía su mercancía sólo al por mayor, principalmente a los púsheres locales -ubicados en la mitad de la pirámide-, quienes la revendían en cantidades más pequeñas o la utilizaban para cocinar la piedra. La vendían desde sus casas, principalmente a una clientela regular que incluía a los muleros, colocados en la base de la pirámide y vendedores de las piedras en cualquier calle o esquina del barrio a cualquier tipo de cliente.

En febrero del año 2002 la pirámide de la droga en el barrio Luis Fanor Hernández estaba compuesta directamente por unos treinta individuos: un narco, nueve púsheres y diecinueve muleros. El narco, los púsheres y los muleros eran todos originarios del barrio y eran todos pandilleros o ex-pandilleros, o estaban muy relacionados con ellos. 16 de los 19 muleros eran pandilleros, los otros tres lo habían sido. El narco y todos los muleros eran varones. Había dos mujeres púsheres, con un historial de cercana conexión a la pandilla del barrio, como mujeres de ex-pandilleros.

Una gran cantidad de habitantes del barrio estaba implicada indirectamente en el tráfico de drogas y actuaban como bodegueros, escondiendo droga en sus casas para el narco o para los púsheres. La estrategia de esconderla en pequeñas cantidades en diferentes hogares facilitaba enfrentar mejor la situación en caso de una incursión de la policía. Implicar a un mayor número de gente en el tráfico reducía también el riesgo de denuncias. Un bodeguero podía esperar recibir entre 200 y 1,000 córdobas (15-70 dólares) por el servicio de esconder la droga en su casa, dependiendo de la cantidad y del tiempo en que la mantenía oculta.

ALTOS MÁRGENES DE BENEFICIO
EN LOS TRES NIVELES DE LA PIRÁMIDE

Aunque el narco y los púsheres movían obviamente cantidades mayores, eran los muleros los que vendían la droga con más frecuencia, aunque en una escala mucho más pequeña. Los muleros compraban la piedra a los púsheres en pequeñas pepitas de más o menos el tamaño de la primera falange del dedo pulgar, a los que llamaban tucos, generalmente por 500 córdobas (36 dólares) cada uno. Después las reducían de tamaño picando los tucos en tuquitos de dos milímetros, de entre un décimo de gramo y medio gramo, las envolvían en papel de aluminio y las envasaban en paquetitos de a dos piedritas. Cada paquete lo vendían a 10 córdobas (70 centavos de dólar).

En promedio, un mulero vendía 40-50 paquetes diarios y hasta 80-100 el viernes y sábado, siendo el domingo el día de menor venta: 10-20 paquetes. Una proporción significativa de los clientes de los muleros eran habitantes del barrio, pero la mayoría venían de afuera, incluyéndose entre los clientes habituales tanto gente rica como gente pobre, tanto nicaragüenses como extranjeros -aunque abundaban más, naturalmente, los nicaragüenses- y claramente más varones que mujeres. Los clientes llegaban al barrio en carro o caminando, en mayor número después del atardecer, aunque bastantes llegaban a comprar a pleno día.

Los muleros tenían altos márgenes de beneficio. De cada piedra comprada en 500 córdobas sacaban 160-190 tuquitos, dependiendo de la habilidad del mulero para cortarla y de cuántas guardaba para su propio consumo. Con estos pedacitos hacían 80-95 paquetes. Vendiéndolos a 10 córdobas cada uno el beneficio neto por cada inversión de 500 córdobas era de unos 300-450 córdobas (22-32 dólares), teniendo que descontar 12 córdobas por el papel de aluminio y 5 más por bolsitas plásticas para envasar. En la base de la pirámide un mulero podía ganar entre 5,000-8,500 córdobas (350-600 dólares) por mes, dependiendo del volumen de ventas y de las otras actividades relacionadas con el negocio que realizara.

EL “NARCO”:
EL INDISCUTIBLE REY DEL BARRIO

En la cúspide de la pirámide los beneficios para los púsheres y para el narco eran mucho más sustanciales, aunque nunca sumas tan altas como las que pueblan el imaginario popular cuando se habla del narcotráfico. Aunque traté de que mis contactos con el narco fueran mínimos -por obvias razones de seguridad- y esto limita mi información sobre el volumen de sus ventas, estaba demasiado claro que tenía muy buenos ingresos. Entre sus activos visibles estaban dos casas en el barrio, una en un barrio vecino y una más en otra parte de la ciudad. Estaba construyendo otra en el barrio para sus padres. Tenía también una flotilla de ocho taxis y mantenía a dos mujeres y a media docena de hijos.

Con frecuencia, el narco hacía variados favores a sus vecinos: desde distribución gratuita de alimentos hasta préstamos de dinero sin intereses o a una tarifa reducida. A pesar de esto, el desigual desarrollo que observaba en el barrio me indicaba que esa generosidad no era equitativa ni tampoco una norma general. Aunque los púsheres y los muleros también compartían parte de sus ganancias con otra gente, lo hacían generalmente sólo con miembros de su familia extendida. Sin embargo, en un barrio con más de cuarenta años de historia de empobrecimiento, esta vía de redistribución era suficiente para que las señales de la mejoría económica se extendieran mucho más allá de los hogares directamente implicados en el narcotráfico.

DE LA MARIHUANA EN PEQUEÑA ESCALA
A LA COCAÍNA EN CRECIENTE ESCALA

Según mis informantes, tanto los involucrados en el narcotráfico como los no involucrados, el tráfico de cocaína se inició en este barrio a mediados de 1999, al comienzo en volúmenes muy reducidos y como un negocio de pequeña escala en manos de un solo individuo, el actual narco. Posteriormente, creció muy rápidamente y a mediados del año 2000 ya estaba instalada la estructura piramidal que hoy funciona. En los años 90, aunque en Nicaragua se podían obtener pequeñas cantidades de drogas duras -cocaína o crack-, éstas no eran muy comunes. La marihuana, producida en zonas rurales y vendida en todo el país, aunque a escala relativamente pequeña, era la droga más conocida y usada, a la par del pegamento de zapatos para inhalar, destructiva droga que merece otro tipo de análisis.

Hay razones nacionales e internacionales que explican el boom del tráfico de cocaína en Nicaragua. Durante la segunda mitad de los años 90 se produjo una diversificación de las rutas del narcotráfico entre Colombia -el productor de cocaína más importante del mundo- y Estados Unidos, el mercado de drogas más grande del mundo. Hasta entonces, el Caribe había sido la ruta tradicional por la que se movía casi el 80% del total de los flujos Sur-Norte. Pero desde 1994, y como resultado del incremento de esfuerzos de las autoridades antidrogas de Estados Unidos, en particular de la DEA, para controlar este tráfico, y también como resultado de la firma de acuerdos anti-contrabando entre Estados Unidos y los Estados del Caribe -a excepción de Cuba-, los flujos de cocaína comenzaron a trasladarse hacia el istmo centroamericano. Actualmente, la DEA estima que dos tercios de la droga que llega a Estados Unidos transitan por el corredor Centroamérica-México.

Por su proximidad geográfica a la isla de San Andrés -en posesión de Colombia-, las costas del Caribe de Nicaragua son el primer punto de esta ruta. No lo habían sido hasta mediados de los años 90 porque la infraestructura de transporte en esta zona del país era mala y escasa y esto dificultaba que el traslado de la droga hacia otros puntos pasara desapercibido. A este problema se sumaba la situación de inseguridad que existía en el país en los años de postguerra, plagados de grupos rearmados.

UNA CADENA CON MUCHOS ESLABONES

El limitado flujo de drogas que en los años 80 y en la primera mitad de los 90 circulaba por el corredor centroamericano apenas tocaba las costas caribeñas de Nicaragua. Las costas de Honduras y las de Guatemala eran la meta. En octubre de 1998, Nicaragua fue devastada por el huracán Mitch. A las ya limitadas capacidades de prevención del narcotráfico de las instituciones estatales, en particular de la Policía Nacional, se sumó una cierta mejora en la infraestructura de carreteras y caminos nacionales -por otra parte, una de las prioridades del gobierno Alemán, “el presidente constructor”- como parte de los esfuerzos de reconstrucción post-Mitch. Estas mejoras tuvieron consecuencias no previstas: se incrementó el tráfico en las carreteras de Nicaragua, en particular en la carretera panamericana, lo que facilitó condiciones al narcotráfico entre Nicaragua y Honduras.

Una variedad de intermediarios, que se dice incluyen a ex-soldados, ex-contras, pescadores, indígenas, extranjeros, guías turísticos y hasta funcionarios de la iglesia católica y del gobierno, se fueron involucrando en el tráfico de drogas en una cadena que comienza en la recogida de la droga en la Costa Caribe y que se orienta a su transporte hasta Managua y más allá. Muchos de los involucrados en los eslabones de esta cadena toman parte de la droga como salario y perciben buenas ganancias revendiéndola.

Existen auténticas “economías de droga” muy prósperas en la ciudad de Bluefields y en la pequeña Laguna de Perlas, dos de las principales zonas de arribo de la cocaína a la Costa Caribe. También existen en varios barrios de Managua, principal meta del tráfico nacional. Aunque en Managua el tráfico de la droga está muy extendido, parece que son solamente unos cuantos barrios de la capital los que la reciben regularmente. Uno de ellos es el barrio Luis Fanor Hernández. La razón parece hallarse en los vínculos personales: el narco del barrio, originario de Bluefields, logró construir por sus lazos familiares una red que le asegurara un suministro regular.

ADICCIÓN Y AGRESIÓN:
“NUNCA SE SABE LO QUE VAN A HACER”

Aunque muchos hogares del barrio Luis Fanor Hernández se beneficiaban claramente del narcotráfico, sentí que la opinión en torno a las mejorías económicas derivadas del tráfico eran muy ambivalentes, incluso entre los más beneficiados. En gran medida, por los efectos de la droga en la salud de los consumidores. El crack es muy adictivo y tiene consecuencias muy graves para el organismo humano: traumatismos pulmonares, hemorragias, paros respiratorios y hasta fallos cardíacos. En dos años, una media docena de drogadictos ya había muerto a causa de enfermedades atribuibles a un excesivo consumo de la piedra. Otros exhibían ostensiblemente dramáticas pérdidas de peso y rasgos físicos tan grotescos y llamativos que en el barrio los llamaban gárgolas.

Las opiniones ambivalentes se fundamentaban también en el incremento de inseguridad que se vivía en el barrio y que todo el mundo relacionaba con el consumo de la piedra. El crack genera agresividad, reacciones violentas e imprevisibles, lo que convierte a los consumidores en gente socialmente inestable, poco fiable, peligrosa. La vida en el barrio se había hecho muy insegura. Doña Adilia, una de mis informantes, me lo explicó así: Cualquiera puede ser peligroso cuando fuma eso. Nunca se sabe lo que va hacer un drogadicto, andan endrogados y querés decirles algo y les dio ganas de darte y te dan. Con esta droga, con la piedra, la gente se pone más violenta, más agresiva, les vale verga todo, no se sabe lo que están pensando o aún si están pensando. Si te pueden matar, te matan.

Todos aquellos con quienes hablé me contaron que en el barrio habían aumentado de una manera notable los robos, los asaltos y todas las expresiones de la delincuencia común, cada día también más brutal. Yo mismo lo pude comprobar: había más actos espontáneos e imprevisibles de violencia cotidiana que cinco años antes, y muchos los protagonizaban drogadictos. Los cuchillos, los machetes y las armas de fuego eran portados abiertamente y salían a relucir con mucha más frecuencia y más rápidamente en cualquier pleito que lo que ya había visto en el pasado.

UN NEGOCIO REGULADO POR LA VIOLENCIA

Aunque el consumo de la piedra explicaba la creciente violencia y la incrementada inseguridad, éstas eran también una consecuencia del mismo desarrollo del tráfico de drogas. Una economía ilegal, como es la de la droga, no puede confiar en los mecanismos clásicos de regulación ni en la aplicación del contrato legal. Los mecanismos informales alternativos para un negocio como éste son los que imponen una regularidad y una previsibilidad en las transacciones y, como lo han analizado varios famosos teóricos de la economía política, la forma más básica de regulación es el uso y la amenaza de la violencia.

En Nicaragua, un país con un acumulado histórico de tantas violencias, no debe sorprender que la violencia surja como método de gestión en la economía de la droga. Tampoco es casual que el narcotráfico esté en manos de pandilleros, quienes protagonizan la violencia en el barrio. Era evidente que los implicados en el tráfico de drogas eran muy temidos. Y no faltaban razones: en varias ocasiones habían demostrado que no vacilaban en recurrir a la violencia, matando o hiriendo con impunidad a quienes se les ocurría cuestionarlos o desafiarlos.

En el barrio la presencia de la Policía no era casi nunca significativa. Aunque vi circular por las calles más patrullas que antes, realmente sólo hacían acto de presencia: entraban por una calle, daban una vuelta y salían por otra, obviando lo evidente: los muleros parados en las esquinas y dispuestos para la venta. Durante mi estancia en el barrio, la única vez que vi una patrulla policial detenerse en el barrio fue cuando se bajaron para comprar ellos mismos unos paquetes de crack... Sólo de vez en cuando ha habido incursiones en el barrio con el objetivo de quebrar expendios. Pero fueron quiebras algo ineficaces. Generalmente, no encontraban nada porque, previamente y con frecuencia, un policía cómplice le avisaba al púsher. Así me lo contó un púsher después de una de estas redadas. A veces sí encontraban algo, pero esto parecía ocurrir solamente con la colaboración del narco, que manipulaba así a la Policía para quebrar a púsheres demasiado exitosos y ambiciosos, a quienes veía como rivales y como una amenaza potencial a su liderazgo. En el barrio era consenso general que la Policía estaba comprada por el narco.

LAS OPCIONES SON POCAS
Y LA LÓGICA ES LA DE LA GLOBALIZACIÓN

Todas las mutaciones que pude observar en el barrio cinco años después tenían una lógica, y era evidentemente la lógica de la globalización. El aumento de la migración laboral y el incremento de las remesas, el “bisnes” de la importación de carros asiáticos de segunda mano, y la emergencia del país como un actor cada vez más importante en la ilegal economía de la droga eran todas formas de integración en una economía cada vez más globalizada. De hecho, estos tres procesos constituyen tal vez las formas más exitosas que ha encontrado Nicaragua para integrarse en la nueva economía mundial.
El problema de Nicaragua no es hoy tanto su falta de integración, sino su particular y acelerada integración. A un cierto nivel, esto sucede por la estructuración que Estados Unidos está haciendo de la economía regional, expresada finalmente en las negociaciones y resultados del TLC Estados Unidos-Centroamérica. A lo largo de los años 90 la balanza comercial de Nicaragua con Estados Unidos ha sido negativa y ha estado empeorando constantemente: Entre 1990 y 2000, Estados Unidos quintuplicó el volumen de sus exportaciones a Nicaragua, mientras que sus importaciones de Nicaragua sólo se duplicaron: pasaron del 12 al 26%, a pesar de que en esos años Estados Unidos se convirtió en el primer destino de las exportaciones nicaragüenses, pasando de absorber del 7 al 40%.

Datos como éstos resultan clave para entender mejor las formas de integración a la economía global que están consolidándose actualmente en Nicaragua. La economía nicaragüense sufre un creciente y severo desequilibrio, y está estructuralmente encorsetada en un crítico desbalance importación-exportación. Tanto sus rubros tradicionales de exportación como los no tradicionales son cada día menos competitivos y las posibilidades de desarrollar nuevos rubros son muy débiles.

Dentro del actual contexto internacional y dada su estructura económica, Nicaragua no tiene muchas opciones y no le queda de otra que desarrollar formas no tradicionales de acumulación de capital. La migración internacional, las remesas, la importación de coches de segunda mano desechados en los países asiáticos ya industrializados y el sacar provecho de su posición geográfica en las nuevas rutas del tráfico hemisférico de drogas son precisamente eso: formas no tradicionales de acumulación de capital. Representan adaptaciones exitosas a los apremios y restricciones que afligen al país y son procesos propios de la actual globalización, aprovechados localmente por muchísimas personas para hallar nuevas oportunidades con las que mejorar sus vidas.

DONDE HAY VIDA HAY ESPERANZA

La cuestión de sí estas oportunidades son trayectorias sostenibles requiere de otras respuestas. Lo que estos tres procesos vividos en el barrio en apenas cinco años me demostraron es que la vida, aún en contextos de crisis severas, continúa inevitablemente, inexorablemente, y a veces, sólo puede hacer eso: seguir, continuar, seguir...

Pero como dice el dicho: “donde hay vida hay esperanza”. Hace cinco años, cuando estuve en Nicaragua durante un año la esperanza me pareció un bien tremendamente escaso. Cinco años después, aunque los medios por los que los habitantes del barrio Luis Fanor Hernández han podido no sólo sobrevivir sino progresar, son evidentemente ambiguos, contradictorios, hasta riesgosos, han transformado el pesimismo que me invadió después de mi primera visita a Nicaragua. He encontrado vida donde no pensaba hallarla. Y si hay vida... hay esperanza. Sólo por eso mi regreso al barrio valió la pena.

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