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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 321 | Diciembre 2008

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Centroamérica

Reflexiones de una nómada

Jacinta Escudos, escritora salvadoreña, presentó este texto en la mesa “Literatura, migración y exilio”, en el Encuentro Internacional de Poblaciones Migrantes y Derechos Humanos en América Latina, celebrado por la Universidad Nacional de Costa Rica en Heredia hace unos años. Su vigencia es indiscutible. Por su voz hablan muchas otras voces centroamericanas.

Jacinta Escudos

Dicen que quienes nacen frente al mar están destinados a viajar. Yo no nací frente al mar, pero estoy destinada a viajar. Quizás por mi abuela romaní, que terminó anclada en El Salvador a finales de siglo XIX, parte de una oleada de “húngaros”, como se conoció en aquella época a los gitanos que atravesaron el Atlántico y se fueron radicando en varios países, desde México hasta Colombia y Venezuela, países estos donde aún se encuentran núcleos de gitanos que conservan su lengua y sus costumbres.

Las migraciones marcan los tiempos modernos como han marcado, de hecho, la historia de la humanidad. Los primeros habitantes del planeta fueron nómadas y aunque conocieron el sedentarismo, siempre ha habido aquellos que por un motivo u otro han continuado moviéndose, caminando, navegando, volando, huyendo, regresando, encontrando, reencontrando, descubriendo.

Definir estos movimientos puede ser amplio: exilio interior, exilio político, migración económica, turismo, aventura. Los motivos para el movimiento son diversos como diversa es la gente y los medios por los que se ejecuta. Aviones, autobuses, vehículos, balsas, trenes, pateras, caminatas. Diverso es también el paisaje que se atraviesa, los riesgos que se corren. Pero algo unifica toda esta experiencia: el deseo del nómada por compartirla, por controlarla, por hacerla conocer a otros, sea como un testimonio de éxito, como una medida para prevenir de peligros a otros que estén por emprender la misma ruta, como un relato del asombro que provoca el paisaje y el descubrimiento, como una manera de comprender lo que se dejó atrás, una manera de aprehenderlo, sea a fin de cuentas, como una purga de nostalgias y melancolías.

Literatura y movimiento van de la mano. Desde el cuento oral que le hace un centroamericano a algún desconocido en una cantina de Tijuana y que repetirá, de seguro, a todo el que tenga oídos para escucharlo hasta llegar a su meta, pasando por los reportajes periodísticos cada vez más abundantes en la prensa, que enumeran las experiencias, condiciones y resultados de migrantes y exiliados, terminando en las crónicas de viaje, uno de los primeros y más antiguos géneros literarios, el ser humano se ha visto siempre en la necesidad de ambas cosas: viajar y contar su viaje.

Examinado el caso de Centroamérica, nos enfrentamos a detalles muy curiosos. Es amplia la cantidad de escritores que han realizado buena parte de su obra fuera de sus países de origen. Es difícil explicar esta circunstancia y lo único que se me ocurre pensar es que quizás la realidad centroamericana es tan abrumadora que el escritor sólo puede comenzara acercarse a ella desde la frialdad y el distorsionador espejo de la distancia, donde el no estar congela imágenes, sonidos, olores, colores, sabores y recuerdos de una realidad que en nuestras latitudes ha confirmado, en innumerables situaciones, superar todo tipo de ficción.

¿Qué sería de la literatura centroamericana, cuáles serían sus limitaciones actuales, de no haber sido por los pioneros escritores que se atrevieron o se vieron obligados a dejar su tierra y ejercer su oficio literario en otras fronteras? ¿Hubiera variado radicalmente el rumbo del modernismo si Rubén Darío no hubiera vivido en Europa? ¿Podríamos imaginarnos una literatura guatemalteca sin las influencias europeas y mexicanas y sin, curiosamente, la reafirmación de lo nacional guatemalteco, sin los exitos y viajes de Miguel Ángel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Mario Monteforte Toledo y Augusto Monterroso? ¿Qué sería de la obra de Roque Dalton sin “Taberna y otro lugares” o el testimonio de Miguel Mármol, ambos libros concebidos y trabajados durante sus estancias en Praga, Cuba y México? ¿Será que Joaquín Gutiérrez, en su estadía chilena, vio con claridad lo que inspiró la mayor parte de su obra, evocaciones inequívocas del Caribe y el ser costarricense? ¿Contribuyeron los exilios mexicanos de Eunice Odio y Yolanda Oreamuno a contactarlas con el exilio interior y a arrancar del silencio algunos de los versos más intensos que se han escrito en nuestra región?

Si se hiciera un análisis estadístico de la cantidad, pero sobre todo, de la calidad de la obra que los centroamericanos han escrito fuera de sus países, estoy bastante segura que nos sorprenderíamos de los resultados.

Los tiempos modernos no han variado esta situación. Pareciera, por lo contrario, verse incrementada. Los diversos sucesos económicos y políticos de las décadas de los 80 y 90 han obligado a migraciones masivas de ciudadanos, sobre todo de El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua, hacia otros países donde buscar, en muchos casos, nuevos comienzos, o una vida “para mientras”, para mientras el país de origen retorna, añorado, a un orden previo. Premisa ingenua, si se me permite decirlo, pues el orden del mundo camina hacia delante y nunca hacia la recuperación de su pasado.

En el caso de El Salvador, muchos escritores asumieron compromisos políticos que los forzaron al exilio. Muchos de ellos se vieron animados a retornar al país luego de la firma de los así llamados Acuerdos de Paz de 1992. Pero la distancia, la desadaptación, la falta de políticas de reintegración por parte del partido Arena, en el poder desde antes de dichos acuerdos, ha hecho que muchos hayan vuelto a salir, al no encontrar ni medios para publicar su trabajo ni medios para compaginar la sobrevivencia económica con el oficio literario, al que me gusta comparar con un amante posesivo, exigente, abrumador, de ésos que te piden todo tu tiempo, tu cerebro, tu corazón, tu cordura, tu pasión, y cuando se van, te dejan escanciado, vaciado, abrumado, sin palabras, abatido, caído, como un estropajo exprimido, agotado pero feliz.

Muchos de los escritores salvadoreños contemporáneos hemos escrito nuestra obra en el exilio. Manlio Argueta, Horacio Castellanos Moya, Rafael Menjívar Ochoa, Alfonso Quijada Urías, Róger Lindo, René Rodas, yo misma. Muchos otros autores centroamericanos se encuentran en este momento, por motivos diversos, fuera de sus países: Arturo Arias, Dante Liano, Franz Galich, Gioconda Belli, Nicasio Urbina, Uriel Quesada, Gloria Guardia y varios más.

Viajar (sea por turismo, por exilio o por migración, de manera voluntaria o de manera forzada), no implica solamente el roce con un paisaje diferente. Los viajes, la permanencia en otro país, implican un intercambio cultural en el cual
el viajero-migrante-exiliado conoce otros mundos y otros seres.
Los viajes enriquecen. Los viajes ejercitan y fortalecen el músculo de la tolerancia y el músculo del asombro. Los viajes te hacen conocer otras literaturas. Amplían el horizonte, nos dan un baño de humildad, nos hacen reconocer que el mundo es grande pero que no necesariamente es siempre ajeno.

Estoy convencida de que para un escritor los viajes son necesarios. Nos ayudan a ampliar nuestra visión del mundo, a complementarla. El roce con otras literaturas, con el sonido y el ritmo de otras lenguas, la soledad con la que nos contactamos en los cuartos de hotel o en los vagones de un tren o en la filas de espera en las oficinas migratorias donde la angustia se convierte en una compañera permanente, todos esos instantes y situaciones nos inundan de pensamientos y fantasías que, en el momento oportuno, harán presencia como pequeños cuervos negros de buen augurio, palabras que aparecen en la página en blanco para convertirse en literatura.

Me ha tocado conocer estos tres tipos de viaje: el de turismo, el de exilio, el de migración. El movimiento es siempre el mismo, pero el ánimo cambia.

El viaje de turismo implica una ilusión por lo desconocido y también el privilegio del ocio en una sociedad que cada día nos incita más a la enajenación, a la competencia, a la acumulación, a la mecanización del individuo que, con el correr de los años se convierte en una pieza desechable, sustituible, finiquitable. La imposición del exilio, un viaje nunca deseado, con aristas y variantes que por lo general implican aterrizar en tierras no escogidas voluntariamente, con la muerte pellizcando tus talones, porque a fin de cuentas, exiliarse es intentar salvar la vida de fuerzas oscuras. Expresar la opinión, obrar a conciencia, protestar contra la injusticia, pueden causar en otros el temor hacia nuestra persona, un temor tan profundo que los mueve a desear e incrementar nuestra aniquilación.

La migración es un viaje hacia lo desconocido, con una mezcla de sentimientos, mezcla quizás de turismo y exilio, seleccionando al azar de lo posible un nuevo comienzo, en una nueva tierra desconocida, como los navegantes y exploradores antiguos que tuvieron la necesidad de crecer en una luminosa tierra prometida, a la cual no sabremos con certeza si llegaremos algún día.

En estos tres casos se comparte la enfermedad de la nostalgia por la tierra dejada atrás. Y la tierra dejada atrás se convierte en espejismo. Uno sueña regresar, pero en realidad, no regresará jamás. Veinte años no es nada, decía Gardel, pero Gardel mintió.

Veinte años después de no estar en mi país, retorné. Y el país era una tierra de extraños y hostiles, con calles desconocidas, con paisajes destrozados por un trastornado sentido del progreso, con habitantes cuyas costumbres me son ajenas, con un oxígeno que me es imposible respirar.

Retornar ya no es posible para el que parte. Nunca la tierra a la que se retorna es la misma. Y nunca el viajero-migrante-exiliado es el mismo que partió. La emoción del viaje y el dolor de la distancia lo habrán de cambiar todo, de mil y una maneras diferentes. Ya no encontrará a sus compañeros de infancia, a su familia estática como una foto enmarcada sobre la mesa de la sala, ya no comprenderá a los demás ni será comprendido, ya no encontrará la sensación de hogar en el espacio abandonado.

¿Y qué se puede hacer entonces? ¿Convertirse en algo que uno no quiere ser, un habitante amargado y paranoico en una tierra extraña de caudillos y malhechores, o seguir buscando la personal tierra prometida? Partí de nuevo con la certeza del rompimiento definitivo, con una sensación de orfandad y con el mal de la nostalgia purgado y curado.

En mi caso, me rendí ante la certeza del eterno movimiento al que fui condenada desde el primer viaje en el que mi abuela, montada en barco con su familia, atravesó el océano en la búsqueda de una vida mejor.

Desafortunadamente, los gitanos no creen en la palabra escrita. Y lo que se sabe de su historia ha sido por lo general documentado por terceros. No sé cómo se habrá sentido mi abuela. Jamás la conocí personalmente. Para mí, ella fue una fotografía en un marco ovalado de madera pintada de blanco y las historias que mi padre contaba sobre ella, reiterándome a cada instante que yo era su vivo retrato.

Sin embargo, muchas veces, en todos mis viajes, pienso en ella. En cómo, sin conocernos, me heredó sus pies viajeros, su pequeño bulto de viaje y la nostalgia de un hogar al que no habrá de volver jamás.

He sido turista, exiliada y migrante. He vivido la mayor parte de mi vida fuera del país en el que nací y me crié. Esto ha hecho difusos ciertos conceptos que para otros parecen de vital trascendencia, como “identidad”, “patria”, “nacionalidad”, al punto de modificarlos y recrearlos en nuevas y personales concepciones. A estas alturas, como los navegantes de antaño, sé apenas de qué puerto salí, sé que el viaje continúa y que con toda certeza, concluirá el día de mi muerte no sé en qué tierra o frontera.

Sé que soy escritora y que ésa es mi única y real identidad. Y si alguna nacionalidad tengo, si a alguna patria pertenezco, es a la Republica de las Letras, desde donde escribo, con toda la libertad que me permite mi sempiterna condición de nómada.

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