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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 198 | Septiembre 1998

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Guatemala

Caso Gerardi: se cierra el cerco a la paz

En Guatemala, un país que vive hoy a la vez varias transiciones, hacer gobierno significa crear un Estado y ordenar una sociedad. El gobierno de Alvaro Arzú no ha estado a la altura de este desafío. Y el asesinato de Monseñor Gerardi lo ha colocado ante el mayor de sus dilemas, cerrando el cerco en torno al proceso de paz.

Edgar Gutiérrez

La noche del 26 de abril de 1998 fue asesinado al llegar a su casa el Obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Guatemala, Juan José Gerardi Conedera. Dos días antes el prelado había presentado públicamente el informe más comprehensivo elaborado hasta ahora sobre las atrocidades de los 36 años de guerra interna: "Guatemala Nunca Más". En 1980, siendo obispo de El Quiché -la región más azotada por la violencia política- y presidente de la Conferencia Episcopal Guatemalteca, Gerardi había sido expulsado del país por los militares. A su regreso fundó la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala desde donde dirigió acres denuncias contra las violaciones a los derechos de la población civil. Aunque su asesinato tiene claras connotaciones políticas, las investigaciones judiciales permanecen estancadas, tomando giros que tienden a echar una cortina de humo sobre su trasfondo político.



Ante un crucial dilema

Está claro que el asesinato de Monseñor Juan Gerardi marca un quiebre en la transición que se inició en Guatemala con la firma del Acuerdo de Paz Firme y Duradera el 29 de diciembre de 1996. El asesinato ha colocado al gobierno del Presidente Alvaro Arzú ante un dilema ineludible: o renuncia a los objetivos reformistas de la agenda de paz y acepta la contracción de su poder real, o decide romper los esquemas de los tres gobiernos civiles que le precedieron -Vinicio Cerezo, Jorge Serrano y Ramiro de León: cada quien con su propia cuenta de casos paradigmáticos de violaciones de los derechos humanos- y se lanza a desmantelar el aparato del poder paralelo, el poder de los escuadrones de la muerte.

El dilema no es fácil. El proceso de paz no venía gozando de buena salud. Un mal augurio en las vísperas de la firma de la paz fue el encubrimiento del caso Mincho -guerrillero desaparecido en octubre de 1996- hecho en el que se vio involucrado el Estado Mayor Presidencial y su entonces jefe, el general Marco Tulio Espinoza, hoy día el hombre más poderoso del Ejército. Después, el clima de inseguridad ciudadana generalizada y las urgentes expectativas sociales y económicas que se montaron sobre el proceso crearon un relativo vacío social al ponerse en marcha el cronograma de la paz. Finalmente, la política de dos carriles que el gobierno destapó desde inicios de 1997, mediante la cual el programa del partido de gobierno, el PAN, comenzó a subordinar la agenda de paz del Estado, tuvo como efecto un boicot a la transición. En estas condiciones, sin aliados internos y ante el escepticismo de la población, el gobierno no pudo pasar, en febrero de 1998, la primera prueba de fuego del programa de las reformas de paz: la aplicación del impuesto único sobre inmuebles (IUSI), corazón de la primera reforma fiscal progresiva que el país iba a conocer en sus últimos 30 años.



Se ha cerrado el cerco

El caso Gerardi cierra el cerco contra el gobierno de Arzú pues le crea una brecha con la sociedad civil organizada y enfría el entusiasmo de la comunidad internacional que ha apostado a este proceso de paz. Agravan la situación las reacciones del gobernante. El Presidente Arzú no se ha distinguido hasta ahora por su habilidad al utilizar las críticas y presiones externas para apuntalar la agenda de Estado. Se ha comprado muchos pleitos gratuitos, en especial con los medios. El gobierno ha tenido una percepción desproporcionada de su propia fortaleza. Su error de estrategia ha sido serio: ha malgastado energías, ha perdido aliados y ha dejado infiltrar sus trincheras en la batalla que quiso emprender, a partir de que pusiera en el tablero al "alfil" Alfredo Moreno.

Alfredo Moreno, un civil ex-colaborador de la inteligencia militar y ex-funcionario aduanero, fue capturado en septiembre de 1996 acusado de ser la cabeza de una bien organizada mafia de contrabando, en cuya red estaría involucrado un selecto grupo de altos mandos militares y ex-militares que tuvieron una destacada participación en la guerra de contrainsurgencia a principios de los años 80. Moreno permanece detenido desde entonces sin haber recibido sentencia de los tribunales. Su captura fue anunciada por el gobierno como "un rudo golpe contra el crimen organizado", pero este primer paso no tuvo continuidad y no fue hasta mediados de 1998 que la administración Arzú emprendió otro esfuerzo contra "la caja negra" de la corrupción en el Ejército, aunque ya en condiciones de mayor debilidad política.

El asesinato de Gerardi no sólo cierra el cerco contra el gobierno y la agenda de paz, sino que realinea a una serie de fuerzas políticas hasta ahora dispersas y sin liderazgo en torno a los principales socios del aparato, a la vez que reabre el expediente de la confrontación ideológica bajo las claves -que ya creíamos desactualizadas- de la guerra fría. En estas condiciones, el aparato le ha dejado una ventana al gobierno para que su capitulación sea honrosa: la tesis del "crimen pasional" que, aunque increíble, es la que necesitan creer -o por lo menos poner en duda- algunos sectores, incluyendo a una parte del gobierno, a fin de justificar la neutralización de la que son víctimas, de limitar el daño al sistema y finalmente, de encubrir el crimen.
Refugiarse en la tesis del "crimen pasional" equivale a activar la agonía del proceso de paz y a provocar una crisis interna en el gobierno y en el PAN, a las puertas de un proceso electoral (1999) que ya cierne en el escenario nubarrones violentos al ponerse de manifiesto un riesgoso vacío de poder legítimo. La pregunta es: ¿con quién va a decidir cogobernar el presidente en los escasos meses que le quedan de vida a su administración?


Evocando a Gerardi

No recuerdo exactamente cómo conocí a Monseñor Gerardi, ni cuándo. Sería hace unos diez años y no me extrañaría que Myrna Mack haya sido el vínculo. Sin darme cuenta se hizo familiar en mi vida y conversaciones, se convirtió en amigo y maestro. Alguien con quien se puede contar porque siempre va a estar ahí. El sentido absoluto de la lealtad fue básico en su sistema de valores y relaciones. Lo sabría este hombre de 75 años que vivió en el corazón de la guerra en El Quiché la década pasada.

Era del tipo de personas que no necesitaba palabras extensas para demostrar sentimientos, ni prédicas morales grandilocuentes para sustentar sus causas. Pero tampoco era difícil comprenderlo, pues tenía una coherencia impecable entre pensamiento y acción. Era un extraño caso para nuestro medio: hacía más de lo que hablaba.

Eso sí, no tenía remilgo en mostrar orgullo por sus obras. "No esperaban algo así ¿verdad vos?", me repetía tras la presentación pública del Informe de REMHI. "Monseñor está tan feliz, es un momento trascendental en su trabajo pastoral", decía uno de sus más cercanos amigos y colaboradores. Con los ojos muy abiertos al concluir una alocución o presentar una propuesta preguntaba siempre: "¿Cómo te pareció?" E inmediatamente se reía extendiendo ambos brazos y hundiendo la cabeza entre los hombros.

No era solemne y siempre tuvo a la mano la vacuna del sarcasmo, el refrán exacto o el chiste picaresco. Se reía de sí mismo y despreciaba las lisonjas. Tenía sentido de la realidad y sinceridad para descubrirse interiormente, que es la condición para rechazar la mentira social o política.



"Soy un soldado raso"

Como parte del trabajo de reconstruir la memoria, algunos de REMHI conversamos con Gerardi durante dos días, en un apartado pueblo de Sololá, sobre sus recuerdos de los 36 años del conflicto armado y el papel en él de la Iglesia católica. Y nunca dejó de sorprenderme su fidelidad a los hechos y la justa proporción de su papel en el escenario.

Esa vez aprendimos no sólo de historia del país para escribir muchas páginas. También nos mostró sus sentimientos ante el engaño y la traición, la soledad y la impotencia, el bloqueo que le produjo el trauma de la violencia. Dos expresiones suyas me quedaron grabadas: "No había lugar para tercerismos, la libertad estaba anulada, querían (los bandos en pugna) que les sirviéramos para considerarse nuestros amigos... No entendían que nosotros sólo servimos a la gente por encima de los proyectos políticos". Y luego una conclusión muy dura cuando resumió ese período: "Hemos fracasado como sociedad".

"¿Qué espera un hombre a mi edad?" pensaba en voz alta. Nunca le oi una respuesta directa. Solo vi las acciones. Cuando su salud estuvo amenazada, con una disciplina alegre dejó de fumar, cambió hábitos culinarios, realizó largas caminatas en las madrugadas. Pronto agarró un segundo aire y continuó siendo el lector voraz que siempre estaba circulando literatura, comentando sobre nuevas teorías, explorando la era de la globalización y apartándonos buenas horas de la semana para analizar la situación política del país. "¿Qué quién soy? -me respondió una vez- Pues un soldado raso de la Iglesia". Y se echó a reir, celebrando su ocurrencia.



La violencia del post-conflicto

La noche del 26 de abril, el blanco de los asesinos no era sólo Monseñor Gerardi. Si así hubiera sido quizá habrían resuelto su eliminación al viejo estilo: rociándolo de balas en plena calle a la luz del día, como lo planearon ciertos oficiales del Ejército en San Antonio Ilotenango, El Quiché, en junio de 1980.

La retorcida trama montada alrededor de este caso ha establecido el uso y los alcances de la violencia política en la época del postconflicto armado, esta etapa que algunos consideran como de conflicto de baja intensidad y otros como de guerra por otros medios. Mataron físicamente a Monseñor Gerardi. Y buscaron matar la base legítima de su trabajo pastoral, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado y el proyecto REMHI. Por eso acusan a un sacerdote, al padre Orantes, por eso el recurso al "crimen pasional", al escándalo institucional -¡asesinato dentro de la Iglesia!-. Esta línea logra el efecto de "ablandamiento del enemigo", según el lenguaje de los estrategas militares. Esta línea incluye la intención de neutralizar o de manipular mediante el chantaje.



"Crimen pasional": plan diabólico

La selección del lugar de la muerte -la casa parroquial- no fue casual. Cualquier mente criminalista -como la de algunos asesores militares españoles- buscaría con ahinco en el propio domicilio de Gerardi a los presuntos responsables. Tampoco fue al azar la forma: usar un objeto contundente para destrozar escandalosamente la cara y el cráneo -una marca reconocida de los crímenes pasionales en ciertas ciudades del Primer Mundo-. Ni fue asunto de última hora que un hombre con el torso desnudo se exhibiera ante los indigentes en el parque San Sebastián a las diez de la noche.

Se trataba de sembrar la sospecha. Explotar el morbo. Estimular las bolas -una forma de comunicación muy extendida en las sociedades históricamente reprimidas, como la nuestra-. Crear una telenovela -por entregas- a través de la prensa. Y al final no llegar a nada. No concluir. Dejar en el limbo la resolución. Dar a entender que hubo componenda. Y que ahora hay un nuevo cómplice de la impunidad, que ya no tendrá autoridad mañana para levantar la voz por la justicia.

Estos son los componentes de la conspiración contra la labor pastoral de la Iglesia. Un plan diabólicamente brillante. Una intriga digna de los altos claustros de la política, a donde la luz de la democracia jamás ha llegado.

Simbólicamente, destruir la cara de Monseñor Gerardi buscaba destruir la cara de la Iglesia. La implicación desorbitadamente pública del padre Orantes -el manejo de reservas por parte de los fiscales, la filtración a cuentagotas a la opinión pública de datos que alimentan la maledicencia- intenta dañar la autoridad moral de la institución que no pudo ser alineada a los pactos políticos -algunos de ellos secretos- que dieron paso a esta época del postconflicto.



Arzú "compró" la historia

De alguna manera el presidente Arzú se compró parte de la historia y ahora, los criminales han explotado su enojo contra la Iglesia, cuya labor pastoral el Presidente consideraba cercana a la desestabilización. Al diario español El País, el mandatario aseguraba el año pasado que la Iglesia era opositora al proceso de paz. A un ministro extranjero le confiaba a inicios de este año que el único "problema" que enfrentaba su gobierno era la Iglesia. Su declaración en Colombia en agosto, durante la toma de posesión del nuevo Presidente Andrés Pastrana, insinúa esa misma línea: el Ejército es leal con la paz, pero la comunidad de derechos humanos medra con los muertos. Una forma hepática de calificar -por parte del representante de la unidad nacional- la dinámica política en un país todavía gobernado por la impunidad y que aspira a una forma de vida democrática.



"Investigar" para confundir

Cuando el Estado de Derecho funciona, las investigaciones se llevan a cabo normalmente y de manera exclusiva por los órganos competentes, de forma discreta y profesional. Las pruebas son analizadas objetivamente y el fiscal se asesora científicamente. No se da un paso sin estar plenamente convencido, sobre todo porque una orden de captura -máxime si es escandalosa- o la publicidad de nombres -sean de militares o de sacerdotes- sin fundamento pleno pueden provocar daños irreparables al honor y a la dignidad de las personas.

Cuando un Estado de Derecho no funciona, el proceso judicial se utiliza como show y la prensa es usada como caja de resonancia. No se trata de juicios que se pueden ganar o perder en la opinión pública, sino de este juicio en particular, en el que la investigación es usada para provocar la confusión entre la opinión pública, como recurso de impunidad y para descrédito de la justicia. El asesinato de Monseñor Gerardi está siendo empleado para cualquier cosa, menos para hacer justicia. Los recursos de la justicia son manipulados para emprender lo que a todas luces resulta una campaña contra la Iglesia católica, explotando el escándalo, desatando rumores, señalando a personas. Se hace -y especialmente se dice- todo y de todo, menos esclarecer el asesinato. En estos meses ya ha existido una impunidad de la palabra y una vulgarización de la justicia.



"Informar" para destruir

Al final, toda la investigación puede resultar en un juego de destrucción de personas e instituciones que aleje a Guatemala de una paz estable y con justicia. El sistema de justicia se degradará aún más. Las autoridades serán vistas con mayor recelo y desconfianza. Y ese golpe contra la Iglesia, que representa el asesinato de Monseñor Gerardi, se utilizará ya no para seguirla destruyendo físicamente, sino para dañarla moralmente. O como dicen en muchas parroquias: "Para perseguir a la Iglesia".

Un ejemplo ocurrió el sábado 15 de agosto, cuando varios diarios publicaron que esa tarde serían capturados dos sacerdotes y un monseñor vinculados al caso Gerardi. Sin duda que los periodistas no se inventaron la noticia. Tuvieron que haberla obtenido de una fuente oficial. Y esa fuente es el fiscal, el juez o la policía. El fiscal negó esa misma mañana haber sido. Ese día nadie fue capturado. Pero el daño ante la opinión pública fue, de nuevo, para los miembros de la Iglesia señalados. Y también para la prensa, vista como propaladora de rumores.



Dos grandes responsables

Cuando el cansancio y un renovado escepticismo en la justicia comienzan a hacer presa de la opinión pública, y cuando el caso Gerardi comienza a ser usado como distractor de otros asuntos económicos y políticos que afectan a la ciudadanía, es bueno reflexionar sobre el camino recorrido.
Existen en el caso dos responsabilidades principales. Una, la del Fiscal General, para quien resulta pertinente realizar un balance de la conducción del caso Gerardi por parte del fiscal especial, pues no es únicamente la persona la que se expone con un trabajo inadecuadamente conducido, sino el Ministerio Público, una institución vital para la instauración del Estado de Derecho en Guatemala. Otra, igualmente seria, es la responsabilidad del gobierno central. Es inaceptable que la figura del Presidente entre en el juego con declaraciones crípticas contribuyendo a la confusión y, por tanto, a las especulaciones. Sigue siendo fundamental rescatar la credibilidad en la justicia mediante una investigación penal seria y profesional.


Ejército: saltos hacia atrás

¿Dónde está el Ejército en este caso? En términos ideológicos -y también políticos- el Ejército de Guatemala ha dado un salto hacia atrás en el último año, lo que se hizo sobradamente notorio después del asesinato de Monseñor Gerardi, cuando hasta oficiales en retiro de tendencia moderada adoptaron un discurso duro, propio de la guerra fría. Ha sido una característica institucional que la inercia de la polarización surta efectos inmediatos de cohesión militar y que la fuerza del cambio pierda fácilmente su impulso.
La línea de endurecimiento en el Ejército se marca a partir de la salida del general Julio Balconi del Ministerio de la Defensa y de la llegada del general Marco Tulio Espinoza a la jefatura del Estado Mayor de la Defensa. Esos cambios en el alto mando mostraron que la línea de reconversión militar negociada en el acuerdo de fortalecimiento del poder civil, de septiembre de 1996, no está todavía consolidada. Y que el estilo del liderazgo militar marca en gran medida el paso de la institución. Con Espinoza, el Ejército perdió el proyecto proactivo y puso en marcha a sus fuerzas reactivas. Este giro incluye la invención de enemigos internos para justificar sus espacios en la política interna. Esto explica los traspiés que en 1998 han dado los acuerdos de paz.



1998: año clave para el Ejército

1998 es un año clave para el Ejército. Representa la oportunidad de que la institución militar se abra a la sociedad. El proceso de reconversión del Ejército, por ejemplo, ha ocurrido -¿ha ocurrido?- dentro de los cuarteles, a puerta cerrada, de espaldas a la opinión pública. Se ha tratado como secreto militar, sin fiscalización política, bajo el ejercicio de esa autonomía típica de la que ha gozado el Ejército en los últimos 40 años. Otro ejemplo: el alto mando ha violado el acuerdo que creó la Comisión del Esclarecimiento Histórico con su indisposición a dar información sustantiva sobre los planes, operaciones y estructuras de la guerra. Sobran los dedos de una mano para contar a los oficiales que han acudido voluntariamente a prestar su testimonio a la Comisión.

Está claro que si el gobierno de Alvaro Arzú quiere recuperar el proceso de paz debe sustituir al actual alto mando, debe romper el tabú de que la democracia y los derechos humanos atentan contra el Ejército, debe abrir el debate -y los cuarteles- para que la reconversión militar deje de ser un secreto y debe permitir reformas constitucionales sustantivas en el capítulo de seguridad e inteligencia. De lo contrario, Guatemala seguirá navegando en las aguas de una transición que no ancla en el puerto seguro de la democracia y tendrán que lamentarse más muertes, violencia e impunidad.



Es poco el optimismo

1998 es un año clave para el proceso de paz. 1997 fue el año del arranque y 1999 será un año electoral, que es lo mismo que decir un año de voces frívolas y promesas vacías. Por tanto, lo que se pudiera avanzar en 1998 en términos de cumplimiento de los acuerdos sustantivos debería de forjar la base para la nueva correlación de fuerzas que surgirá de los comicios.

Lo que ocurrió en el primer semestre de 1998 no invita al optimismo. Los datos más graves son, tanto en lo socioeconómico como en lo político, el asesinato de Gerardi y la impunidad que rodea el crimen cinco meses después de ocurrido.

Los acuerdos de paz sometieron a la clase política a una prueba de transformaciones institucionales, legales y culturales que no ha sido superada. Ni los partidos políticos ni los líderes ni la sociedad civil organizada han tenido capacidad para conducir una transición ordenada.

El PAN creó un círculo exclusivo de familias empresariales que tiene un acceso ventajoso a los negocios de la modernización económica. Y eso ha generado una sensación de exclusión entre la mayoría de los empresarios, sobre todo entre aquellos que aspiran a mantener sus ganancias y posiciones de entrada privilegiada al poder político.
Pero eso no es lo más grave. Fue sólo el inicio del aislamiento del actual gobierno del conjunto de la sociedad y de la clase política, aislamiento reflejado dramáticamente durante los primeros meses de 1998 en la ruptura del Presidente con la prensa y en su intento de someterla por la vía de la coacción financiera. Ni las veintitantas comisiones derivadas de los acuerdos de paz, ni las dos versiones de los Encuentros de Actualización convocados por el gobierno han logrado contrarrestar la tendencia gubernamental a hacer política al margen del método consensual.



¿Sólo paz de baja intensidad?

Un partido que gana el gobierno tiene pleno derecho a ejercer el poder y a hacer las cosas a su manera. Pero en Guatemala, un país en que se desataron de manera simultánea varias transiciones y se adoptó, a partir de los acuerdos de paz, un modelo de transformación, la tarea de hacer gobierno adquiere otra significación: la de crear un Estado y ordenar una sociedad. No es una misión para tiempos ordinarios ni corresponde a partidos ni a líderes ordinarios.

Es una tarea de trascendencia histórica que va más allá de los períodos electorales. Crear consensos no significa forzosamente que todos los guatemaltecos estén de acuerdo. Significa básicamente una base de legitimidad política que una élite forja a través de múltiples vías que convergen en un solo objetivo común.

Esto es lo que parece no haber entendido el PAN. Por eso Guatemala navega aún en las aguas de la inestabilidad política y la aplicación de los acuerdos de paz sólo nos anuncian, siendo optimistas, una paz de baja intensidad. Los dos partidos más fuertes -el Partido de Avanzada Nacional de Alvaro Arzú y el Frente Republicano Guatemalteco del general Efraín Ríos Montt, ¿adoptarán los acuerdos de paz como programa de gobierno en la próxima campaña?

La realidad es que entre los acuerdos y la expectativa de la población se ha generado una gran brecha. Los acuerdos de paz no son populares porque no ofrecen soluciones efectivas a la urgencia del desempleo, a las magras condiciones de sobrevivencia de la mayoría y a la inseguridad campante.

Los grandes acontecimientos y las enormes tragedias son también oportunidades para dar viajes. Pero ni el fracaso del impuesto IUSI ni el caso Gerardi ni tal vez tampoco la negociación de la próxima reforma constitucional, parecen estar siendo tragedias o acontecimientos de tal envergadura como para abrir un nuevo horizonte. Entonces, ¿qué nos queda?.

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