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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 232 | Julio 2001

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Nicaragua

Raíces y pautas de nuestra cultura política

Al cumplirse 22 años del triunfo de la Revolución, y tocando fondo en una nueva crisis nacional, Allan Bolt, hombre de la cultura y de la esperanza, compartió con envío estas reflexiones, en una charla que transcribimos.

Allan Bolt

En países como Nicaragua no existe una sola cultura. Convivimos con varias culturas. Tenemos la cultura Mayagna, la cultura Mískita, la cultura Creole, la cultura Garífuna, la cultura Ulwa, la cultura de la Meseta de los Pueblos, la cultura campesina con sus diferentes variantes. Y la cultura de los grupos ricos. Las culturas tienen historia. Comienzan y van cambiando. Se juntan con otras, se mezclan. Llegan grupos con una cultura que dominan a otros grupos con sus armas, y dominan también sus culturas. Y los que pierden la guerra encuentran la manera de que sus culturas sigan viviendo. Mezcladas, pero viviendo a pesar de todos los pesares.

En Nicaragua, la cultura de los grupos ricos viene, sobre todo, de la cultura española, que dominó a las culturas autóctonas sometiendo a sus pueblos a sangre y fuego. La cultura del grupo dominante tiene ahora mucha influencia de la cultura de Estados Unidos. La cultura dominante pasó a ser hegemónica cuando los pueblos y los grupos dominados, en vez de querer rebelarse contra la dominación, comenzaron a querer ser como el dominador, comenzaron a admirar la cultura dominante, a adquirir una suma compleja y dinámica de creencias y costumbres, de conceptos y habilidades, de sistemas de referencia y de orientación en la vida cotidiana, de sistemas de relación entre personas, sexos y grupos, y entre su sociedad y el medio en que viven, teniendo a los dominadores como ejemplo a seguir. Desde ese momento, poco a poco, año con año, siglo tras siglo, las personas oprimidas se fueron haciendo sumisas frente a la opresión, aceptando las explicaciones de los grupos dominantes y tomando como referencia la cultura dominante. Para conseguir esa sumisión, los grupos ricos, enriquecidos a costa del trabajo de pueblos indígenas y grupos mestizos, mataron con la peor crueldad posible a toda persona que se rebelara. Y después ensuciaron su memoria de tal manera que ni sus parientes querían reconocer que había sido parte de la familia. "Al enemigo -decían los conquistadores españoles- no solamente hay que vencerlo, hay que denigrarlo". De esa matriz venimos.

Cuando un grupo domina y oprime a otros durante mucho tiempo, los grupos dominados y oprimidos aprenden a no estimarse. No tienen autoestima. No se aprecian. Hoy en día muchas personas que trabajan en programas de desarrollo hablan del desarrollo sostenible, pero casi nunca mencionan el problema de la falta de autoestima en las personas pobres. Sin embargo, sin autoestima no hay desarrollo. Un pueblo dominado, como no tiene autoestima, no sólo se deja oprimir sino que aspira a ser como sus opresores. Cuando durante siglos padecemos la pobreza, la opresión, la dominación, y no encontramos soluciones de cambio, las culturas dominadas se van haciendo culturas en las que se cultiva la falta de autoestima y llega a parecer bueno aguantar todos los males y opresiones sin protestar.

En Nicaragua, como en otras muchos países que fueron colonias, el Estado proviene de la dominación de los reyes de España sobre los pueblos indígenas. Así, el Estado de Nicaragua nació legal pero ilegítimo, porque nació de la dominación de una minoría sobre una inmensa mayoría. Con la Revolución sandinista se quiso hacer legítimo el Estado, pero no se consiguió. Los pueblos indígenas no tenían su representación, no se les respetaron sus territorios y sus formas tradicionales de gobierno. El campesinado tampoco llegó a tener una verdadera representación en el Estado a pesar de ser la mayoría absoluta de la población del país.

La Revolución de 1979 se produjo como una abigarrada y confusa mezcla de fuerzas políticas. En ella confluyeron desesperaciones de grupos no organizados y levantamientos de jóvenes que se identificaban con la lucha sandinista sin saber mucho de ella ni del Frente. Las ciudades se levantaron sin coordinación, sin una dirección política clara, sólo teniendo a "los muchachos" -las hijas y los hijos de todos- como principales protagonistas. La conducción sandinista se produjo sólo después de la caída de la dictadura.

El disparador de la caída de la dictadura no fue el asesinato de Carlos Fonseca. Fue el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro. Carlos Fonseca era alguien importante para los sandinistas, pero era nadie para la mayoría de la gente que participó en la insurrección. Esto nos da una clave especialmente importante para revisar los hechos y, sobre todo, las relaciones entre las diferentes fuerzas, personas, eventos, creencias, miedos, resentimientos y elementos que confluyeron en esa mezcla que hizo posible el cambio.

La primera insurrección se produjo en Masaya. En Monimbó se levantó la misma gente que baila el Toro Venado, la misma gente que cada año hace la fiesta en que se cambian todas las reglas, los mismos hombres que se visten de mujeres, las mismas mujeres que hacen vestir de mujer a sus maridos, hijos, yernos y esposos. Esa gente, la despreciada por la clase media por ser de pelo chuzo, por ser india, por ser artesana, por vivir del trabajo de sus manos y por no responder a los parámetros del modelo de Miami, establecido por los Somoza como modelo de desarrollo, fue la primera que se levantó cuando Somoza mandó a matar a Pedro Joaquín.

¿Por qué Pedro Joaquín tenía tanta proyección y por qué su muerte provocó tanto impacto? Aun aceptando un modelo de desarrollo eminentemente capitalista y norteamericano, Pedro Joaquín defendía los intereses opositores a Somoza, había estado en rebeliones y en cárceles, y dirigía un periódico donde denunciaba la corrupción y publicaba noticias de todos los sectores, donde publicaba gratuitamente servicios sociales. Los condenados de la tierra se levantaron para protestar por el asesinato de su héroe oligarca. Hubiera sido impensable un héroe distinto para ellos. Impensable, entre otras cosas, porque de no haber sido oligarca, Somoza lo habría mandado a matar mucho antes.

La lucha por la hegemonía económica que existía entre la dictadura somocista y las clases dominantes permitió que, tras el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro, una parte de estas clases dominantes se sintiera en la necesidad de establecer alianzas con los sandinistas. Nació así el Grupo de los Doce. Esta alianza se hizo bajo el supuesto de que los sandinistas eran realmente pocos, de acuerdo a las informaciones de la CIA. Era cierto. Éramos pocos. Y nos contentábamos con esa historia de que las vanguardias son siempre un número pequeño, pero que tienen la misión de dirigir a todo el pueblo en armas.

Cuando Suecia reconoció a las fuerzas insurreccionales el carácter de "fuerza beligerante" y, con un área del país en sus manos recibió reconocimiento diplomático, Los Doce pasan a ser los garantes del carácter capitalista-democrático en que debe desembocar el levantamiento popular. En ese momento hay hasta gente del Opus Dei entre las personalidades que dominan el mundillo político de Managua. Dada la cultura política del país, el Frente Sandinista es tomado en cuenta porque tiene gente armada y eso inspira temor. Algunos conocen de sus tendencias divergentes y eso tranquiliza a los temerosos. En América Latina la izquierda tiene fama de dividirse y enemistarse por cualquier cosa. Y eso tranquiliza a todos.

En el ojo de la tormenta está doña Violeta de Chamorro, la viuda del héroe asesinado. Pero Monseñor Obando no anda lejos. Y, lo que es muy importante, el mundo entero está aún en medio de la guerra fría, y todo lo que ocurre en Nicaragua se ve desde esa óptica. Muy pronto, la Iglesia comienza a moverse para no perder sus privilegios y evitar el ateísmo que puede llegar con el comunismo. Mientras, la burguesía y la oligarquía se mueven para tomar su parte del poder. La Iglesia confronta y la oligarquía, como la casa de Habsburgo, mete a sus hijas en las camas de los comandantes, por aquello de que "lo que no se gana en la guerra se gana en la cama".

En realidad, no deberíamos hablar de revolución, porque la revolución terminó antes de empezar. Nuestra famosa mundialmente "revolución" no fue más que un amplio movimiento social, irregular, heterogéneo, que permitió la llegada al poder de un grupo político de supuesta tendencia marxista que rápidamente fue controlado y cooptado por el brillo y las seducciones de la cultura de la oligarquía. Mirándolo así, es comprensible que todo terminara con algunos dirigentes que adquirieron un enorme patrimonio personal, naturalmente "para cuidar del futuro del pueblo".

Jamás estuvieron presentes los pueblos indígenas en el nuevo proyecto de nación. Jamás estuvieron presentes los sindicatos en la toma de decisiones. Y por eso los dirigentes sindicales se convirtieron en poderosos capos, personajes de anteojos oscuros, superprotegidos, representantes de la clase obrera semejantes a los de los grandes sindicatos organizados y controlados por el PRI de México. Y al igual de lo que sucedía con el PRI, el discurso revolucionario retórico se convirtió en una manera de vivir y de escalar, mientras se hacían negocios espectaculares vendiendo las reservas de esa madera preciosa que es el ñámbaro, mientras se producía "la toma" de Las Colinas para ocupar las casas "burguesas", mientras se establecía la primera Casa de Cambio y después llegaban los contactos y canales necesarios para vender algunos servicios internacionales, discretos y seguros... Al final, el proceso concluyó poniendo a nombre propio o de allegados fincas de café, ingenios de azúcar, haciendas de ganado, casas, edificios, flotas vehiculares...

Una vez más, los opresores, internalizados en los oprimidos y en los libertadores de los oprimidos, repitieron los hábitos de una cultura política basada estructuralmente en la encomienda-hacienda-finca y en la estructura de castas, una vez más se mantuvo la ilegitimidad del Estado percibiéndolo como un Estado patrimonial. De ese Estado patrimonial -del que se había enriquecido el dictador-, se pagaban los sacrificios hechos por los revolucionarios que lo habían entregado todo por el pueblo. "Para eso anduve tanto tiempo en la guerra", decían. Y una vez más, el pueblo se convirtió en un ser mítico, por el que y para el que todos hacían todo, y de quien los libertadores en realidad no sabían nada, y a quien en la calle, en la vida cotidiana, ni siquiera reconocían.

¿No les recomendaban a los trabajadores y trabajadoras que se apretaran la faja ante la crisis provocada por la guerra que el imperialismo nos estaba imponiendo? ¿No los vimos, después de discursos emocionados sobre el sacrificio y la necesidad de la mística, ir a recibir sus bonos en dólares para sacar sus regalos de Navidad en la tienda diplomática? ¿No había acaso una casta privilegiada que se apretaba menos la faja? ¿Y cuántos hijos de esa casta, en edad del servicio militar, no quedaron como edecanes, ayudantes, encargados de bodega, choferes, planilleros, políticos, mientras los hijos de la mayoría y de quienes no pedían privilegios porque creían construir una Patria de Todas y Todos, se iban a la montaña a hacer la guerra?

Entendiendo que lo que sucedió con la "revolución" fue un evento cultural de orden político, que trajo algunos cambios pero no transformaciones sustanciales, es posible entender la lógica de tantas medidas tomadas contra las tendencias "pequeñoburguesas" del campesinado y contra las tendencias "anarquistas y separatistas" de los pueblos indígenas, la lógica de algunas medidas a favor de los trabajadores de la ciudad y la lógica de no tomar ninguna medida contra las tendencias patrimonialistas de la dirigencia.

El equipo de Agitación y Propaganda se dedicó a crear consignas que reflejaran el espíritu del Estado patrimonial, del gobierno jerárquico, del modelo donde era necesario que unos pocos tomaran las decisiones por todos y todas. De esas mentes goebelianas surgieron consignas como "¡Dirección Nacional, ordene!" o "¡Por la Dirección estamos con la Revolución!", en las que la dirigencia se ponía por encima del bien y del mal, dueña absoluta de la verdad, manifestación corpórea de un nuevo mito incontrovertible: la Revolución. Conociendo mínimamente a algunos sectores urbanos de la población nicaragüense, tocados por el afán de hacer chacota de todo o de disentir por cualquier dundera, el Ministerio del Interior tenía que velar para evitar cualquier posibilidad de pensar diferente y de actuar diferente. Había que comenzar por lo más interno, amenazando con no darnos el carnet de militante o de no pasarnos a la siguiente promoción. Los Comités de Base debían proletarizar a los pequeños burgueses que no habían llegado primero al sitial. Desde lo más interno había que establecer claramente cómo funcionaba el poder y quién lo detentaba. Tantos signos, propios de una cultura política jerárquica, autoritaria, antidemocrática, eclesiástica, católica, nos debieron haber alertado.


Paradójicamente, aquellos en cuyo nombre la revolución hacía todo se negaron a aceptarlo y se alzaron. Grupos campesinos e indígenas se rebelaron. Los movían las drásticas acciones violentas y humillantes que se tomaron para convertir a campesinos en milicianos defensores de un proyecto de nación que no conocían y sobre el que no se les había preguntado su opinión. En el caso de los grupos indígenas, la rebelión se dio después de traslados masivos, bombardeos e incomprensibles intentos por convertirlos en proletarios.

Lo que nos validaba frente al mundo era la masiva participación de la población urbana de cierta parte del país en las actividades no decisorias, y nuestra rebeldía orgullosa y digna frente al imperialismo norteamericano. Nuestros admiradores tampoco tenían claro el asunto del poder, ni el de la ilegitimidad del Estado ni el de lo que habría que hacer para legitimarlo. Yo tampoco lo tenía claro. Sentía tal malestar y tal angustia que no tenía paz. Pasaba tratando de armar el rompecabezas, pero me faltaban elementos. Mi angustia crecía y crecía. Y mi intuición me decía que las cosas iban mal, muy mal, a pesar de las manifestaciones multitudinarias, a pesar de los discursos poéticos, a pesar de las visitas de estrellas del cine.

Lo que hacía crecer mi angustia, lo que mantenía mis pies sobre la tierra, mi referente, era la gente campesina e indígena con la que yo había trabajado y a quien veía continuamente. Esperanzas tenían, pero su miseria seguía igual y los nuevos dirigentes locales seguían sin crear mecanismos de participación decisoria. En los municipios rurales los secretarios políticos eran todos jóvenes de la ciudad colocados en esos cargos sólo por suponer que se podía confiar políticamente en ellos. Todos eran de la clase media alta o de la clase media baja. No había un solo campesino o una sola campesina. No creamos los mecanismos de participación para la reflexión y la toma de decisiones. El argumento para no hacerlo, la razón que se nos daba era la necesidad de avanzar rápidamente. ¿Hacia dónde? ¿Quiénes avanzaban? El poder era un licor embriagador y excluyente. Una gran parte de estos dirigentes, jóvenes de ambos sexos, tomaron la revolución como una guerra santa y no como una construcción colectiva. Y está claro que en una guerra santa hay buenos y hay malos, y si nosotros somos los buenos los otros son los malos, y se trata de ganar o perder. Además, era tan confuso lo de lo bueno y lo malo. Bueno ¿para qué? Malo, ¿para qué?

Las estructuras que imperaban en las fincas quedaron difuminadas, evadidas, invisibles de tan evidentes. Y perdimos otra señal importante: si de lo que se trataba era de hacer la revolución proletaria, la gente que trabajaba en las fincas eran los proletarios rurales. Y aunque se crearon sindicatos para ellos, la ATC, la gente que trabajaba en las fincas jamás opinó ni dijo nada. Y cuando comenzaron a criticar les enviaban a las tropas Pablo Ubeda o a cualquier otra. Mientras, sus representantes, elegidos desde la Dirección, negociaban y decidían, bajaban la línea y se sentían contentos al verse aceptados por los ojos de los hombres del poder.

No quiero negar que hubo personas valiosas y esfuerzos en alguna dirección. Pero el resultado está ahí: las fincas propiedad de los trabajadores enriquecieron a sus administradores y dejaron a los obreros y obreras agrícolas en la misma miseria de siempre. Y las apologías que escribieron algunos intelectuales sobre la propiedad de los trabajadores quedaron como papel de envolver, con todas las hipótesis y los principios destruidos por las ambiciones de tantos cuidadores y representantes. ¿Fue perversidad? No. Fue una expresión más de nuestra cultura política.

Buscando explicar tantas paradojas, Pablo Antonio Cuadra y Jorge Eduardo Arellano reivindican al Güegüense. En realidad, lo que reivindican es el brutal proceso histórico que produjo el mestizaje. No quieren aceptar que el Güegüense refleja un ataque brutal contra los mestizos, que es un bailete que circuló por el mundo náhuatl de Mesoamérica advirtiendo sobre ese nuevo ser, hijo de la violencia española, comerciante de mulas, que se burla de todo lo sagrado. Por eso, la reivindicación de ese nicaragüense, de ese mestizo, del mestizaje, resulta una defensa de la Colonia española y de las clases y el Estado que de ellas proviene. Desde la perspectiva de los pueblos indígenas, la defensa del güegüense -tal como la han divulgado ciertos intelectuales de las clases hegemónicas- intenta legitimar el Estado y la Patria excluyentes, olvidando las agresiones contra Chorotegas, Mískitos, Mayagnas, Ulwas y Ramas. Decir que el nicaragüense es el mestizo, el güegüense burlón, es decir que NO es el indígena, respetuoso de sus tradiciones y hermano de los árboles del bosque.

En este contexto, se ha convertido a Darío, a Darío el afrancesado, a Darío el mestizo, en el epítome de la poesía. De Sandino se rescata su gesta heroica, pero no sus creencias, como aquella en la que sostiene que sus generales eran caciques reencarnados. Las mismas personalidades que apuntalan la interpretación del símbolo del güegüense mestizo defienden la pureza de la lengua española como académicos y hacen numerosos estudios darianos. Y cuando dicen que todos los nicaragüenses somos poetas, siguiendo el ejemplo de Darío, nunca mencionan los antiguos poemas indígenas. Con las expresiones del arte se trata de legitimar lo absolutamente ilegítimo: una Patria en la que son ciudadanos solamente los de las clases dominantes y el resto, la mayoría, los productores de la riqueza, son meros habitantes.

La dirigencia del FSLN venía formada con esta mentalidad, compartía estos rasgos culturales, que funcionaban en lo más profundo de la conciencia. Y por eso, cualquier propuesta cultural distinta era considerada sospechosa, y cualquier propuesta de reivindicación indígena era vista como un atentado contra la seguridad del Estado, de ese Estado ilegítimo que heredamos de la colonia española.

La colonia española tenía como principal elemento estructurante la encomienda, que luego se transformó en la finca o la hacienda. Esa base estructural sobrevive. En la época de Somoza se decía que Nicaragua entera era su finca o que él se comportaba como si así lo fuera. Hoy en día se dice lo mismo de Arnoldo Alemán. En una finca manda el patrón, quien suele ser dueño hasta de las vidas de la gente que en su finca trabaja. En las fincas no se respetan necesariamente los derechos humanos. Peor aún, la gente no sabe cuáles son sus derechos y no los ejercen. Esa renuncia diaria hace cada vez más fuerte el poder del patrón. Se trata de una renuncia no reflexionada de los trabajadores y las trabajadoras a sus derechos y a su poder creativo, renuncia que beneficia materialmente al patrón, aunque lo empobrece espiritualmente al privarlo de interlocutores.

Por todo esto, nuestro contexto es hoy de patologización social. Hemos pasado por diferentes crisis y vivimos actualmente en una crisis que tiene diferentes ángulos y aspectos. Frente a las crisis reaccionamos de acuerdo a cómo nos afectan y al rol que en ellas jugamos. La crisis económica provoca en muchas personas tanta desesperación que su decisión es el suicidio. Aunque esa decisión nos parezca terrible, tiene una lógica. Para que exista desesperación tiene que existir una carencia total de ciudadanía. Hay desesperación cuando no hay soluciones, y no las hay si uno está solo en el mundo, si uno no forma parte de un Estado democrático. Existe desesperación si uno no es ciudadano o ciudadana y simplemente es y se siente únicamente habitante.

La ilegitimidad de nuestro Estado surge de la falta de entendimiento, de la discriminación, del autoritarismo y la jerarquización, de la necesidad patológica que los conquistadores y colonizadores tuvieron de dominar a otros y a otras. Aquellas patologías han provocado otras y éstas a su vez provocan otras y degeneran en problemas corporales que se incrustan más allá de nuestra conciencia, establecen pautas que determinan mucho de nuestro comportamiento, memorias de comportamientos que refuerzan estructuras que, al final, resulta muy difícil cambiar.


Es obvio que hoy tenemos delante el desafío de cambiar las estructuras y de legitimar al Estado desde la plena y masiva participación ciudadana, pero debemos entender también que mucha gente en Nicaragua está impedida de participar plenamente por la historia y las crisis que hemos vivido. Necesitamos cambiar nuestra sociedad, nuestro Estado, nuestra estructura de gobierno, nuestra cultura política. Y para poder hacerlo necesitamos cambiar nosotros. Y cambiar nosotros y nosotras significa cambiar desde nuestro cuerpo, desde nuestras emociones, desde nuestra conciencia, desde nuestra conducta.

En "El síndrome del figureo", de León Núñez, nos es posible entender algo de la patología o disfuncionalidad de la conducta de las clases hegemónicas que necesitan validarse. Uno de los elementos de esa patología es la mitomanía, vicio reforzado por una cultura perversa que promueve los símbolos del poder como algo indispensable. Pero como los opresores se introdujeron en todos nosotros y nosotras, por un fenómeno ampliamente estudiado que se llama internalización, también pensamos como piensan ellos, y es esto lo que les permite, como clases dominantes, convertirse en hegemónicas. De allí la profunda y urgente necesidad de cambiar los símbolos y el imaginario social.

Frente a una crisis podemos tener estrategias que funcionen o estrategias que no funcionen. Si escogemos bien nuestras estrategias salimos adelante más fuertes. Si las escogemos mal vamos de mal en peor. La historia de Nicaragua ha estado llena de crisis, la historia de Nicaragua muestra que los grupos dominantes, desde el tiempo de los españoles, han creado crisis en contra de los pueblos indígenas y del campesinado. Y en respuesta, hemos respondido con estrategias que no han funcionado. Si hubieran funcionado no estaríamos como estamos. Las comuneras y comuneros de los pueblos indígenas y las campesinas y los campesinos de todo el país han vivido de una crisis en otra, respondiendo inadecuadamente a una crisis tras otra. Si no se trabajan las crisis, los sentimientos de dolor, de miedo, de culpa, de rabia, de tristeza, se van acumulando y nos enfermamos. Más grave todavía: cuando un grupo pasa de crisis en crisis sin resolverlas, se va acostumbrando a no solucionar nada y va perdiendo su fuerza, su inteligencia, sus capacidades, para imaginar, para rebelarse, para protestar, para exigir sus derechos.

Cuando hoy escucho críticas contra Daniel Ortega y Arnoldo Alemán, me pregunto si no estaremos criticando lo que de ellos existe en nosotros. Con esto no quiero decir que lo que han hecho o hacen no sea objetable, espiritual y materialmente dañino, para la mayoría de nuestro pueblo, incluidos los pueblos indígenas y las poblaciones campesinas mestizas. Pero no creo que Ortega y Alemán sean particularmente perversos. Creo que ellos hacen más visibles los graves defectos de nuestra cultura política, de nuestro Estado ilegítimo y de los mecanismos creados para administrar el país.

No le podemos pedir a los demás que cambien, no podemos esperarlo. Pero si nos sentimos mal con la situación en que está el país, con la falta de honradez, con la corrupción, con la violencia, cambiemos nosotros. Levantemos nuestra dignidad personal, neguémonos a cometer actos contra la Patria de todas y todos. Construyamos esa Patria común. Pasemos del lamento, de la autocompasión y de la pasividad, a la resistencia activa y a la acción propositiva. ¿Nos da miedo la autoridad? Venzamos el miedo. ¿Nos atrae el dinero fácil de la corrupción? Luchemos contra ese impulso y ayudemos a construir mecanismos de control y valores y actitudes que los hagan innecesarios. Mientras no avancemos en esa dirección, tendremos los gobernantes que tenemos porque somos como somos.

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