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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 212 | Noviembre 1999

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Internacional

El delicado equilibrio entre el ser humano y la Naturaleza

Este importante texto tiene 30 años. Pero conserva actualidad. Lo escribe un eminente microbiólogo francés, y no un desastrólogo. Pero tiene la necesaria sabiduría integral que requiere esta nueva "ciencia". A un año del paso del huracán "Mitch" es buena reflexión ante aquel desastre, precedido y prolongado por una cadena de huracanes sociales que podríamos evitar con racionalidad e imaginación.

René Dubos

Todos los seres humanos son migrantes con un origen común. Por obra de los desplazamientos que los expusieron a diferentes factores biológicos y los indujeron a adoptar diferentes modos de vida, las diversas razas humanas sufrieron modificaciones mínimas en el curso de los tiempos prehistóricos y los históricos, pero en conjunto su constitución genética sigue siendo casi la misma que hace decenas de miles de años.

Nada indica que esa constitución vaya a cambiar de manera importante en un futuro próximo. El proceso normal de la evolución genética es demasiado lento para ello, aunque la selección natural siga actuando. Por tal motivo la vida humana sólo puede mantenerse dentro de los límites físicos y químicos, relativamente estrechos, que resultan compatibles con las características anatómicas y fisiológicas del Homo sapiens.

El hecho de que el hombre moderno esté constantemente invadiendo nuevos medios da la impresión de que aumenta la esfera de su adaptabilidad biológica y escapa así a la ley evolutiva que ha regido su pasado. No se trata sino de una ilusión. Donde quiera vaya y haga lo que hiciere, el hombre sólo puede subsistir en la medida en que mantenga o cree en torno suyo un microhabitat similar a aquél en el que se ha vuelto lo que es. No se puede desplazar por el fondo de los océanos o en el espacio ultraterrestre si no permanece ligado a la tierra por un cordón umbilical o no está encerrado en compartimientos que reproducen la atmósfera terrestre casi a la perfección. Aunque puede sobrevivir en medios contaminados por agentes químicos, y soportar los ruidos y los estímulos excesivos, el ser humano sólo conserva su plena salud física y mental si se protege de esas contaminaciones por diversos medios.

Somos notablemente adaptables

Teniendo en cuenta todos esos factores, no es menos cierto que el hombre de nuestros días sigue siendo tan adaptable como lo era cuando colonizó el globo a fines de la edad de piedra. En las últimas décadas es grande el número de personas que han sobrevivido a las espantosas pruebas de la guerra moderna o de los campos de concentración.

En condiciones normales, los mecanismos biológicos de adaptación se ven completados por otros que no implican ninguna modificación en la naturaleza biológica del hombre. En todo el mundo, las ciudades más populosas, las más contaminadas y las más brutales son precisamente la que ejercen mayor atracción y en las que la población aumenta más rápidamente. Hombres y mujeres que trabajan en una extrema tensión nerviosa, entre el ruido infernal de aparatos de gran potencia, máquinas de escribir y teléfonos, en atmósferas viciadas por las emanaciones químicas o el humo del tabaco, dan de todas maneras un rendimiento que es fuente de riqueza económica.

La notable capacidad del ser humano para tolerar condiciones profundamente diferentes de aquéllas en las que ha evolucionado ha creado el mito de que puede, indefinida e impunemente, transformar su vida y su medio ambiente gracias al progreso tecnológico y social. Pero no es así. Por el contrario, esa facilidad de adaptación biológica y socio-cultural a tensiones diversas y condiciones nocivas entraña, paradójicamente, un peligro para su bienestar individual y para el futuro de la raza humana.

El ser humano puede adquirir cierto grado de tolerancia a la contaminación del medio, al exceso de estímulos externos, a la superpoblación y a la competencia intensa que ésta produce, a un ritmo totalmente extraño a los ciclos biológicos naturales y a otras consecuencias de la vida en el mundo de las ciudades y de la técnica. Esa tolerancia le permite superar los efectos desagradables o traumáticos la primera vez que los sufre, pero en muchos casos ello se consigue mediante procesos orgánicos y mentales capaces de engendrar esos trastornos crónicos y degenerativos que con frecuencia pesan sobre la madurez y la vejez, incluso en los países prósperos.

No podemos vivir sin flores

El hombre aprende, igualmente, a tolerar ambientes feos, cielos sucios y ríos contaminados. Puede sobrevivir incluso haciendo caso omiso de la ordenación cósmica de los ritmos biológicos. Puede vivir sin la fragancia de las flores, sin el canto de los pájaros, sin la alegría de los paisajes ni otros estímulos biológicos de la naturaleza.

La falta de lugares amenos y la supresión de los estímulos de que disfrutó en su evolución en calidad de ser biológico y mental pueden no producir ningún detrimento patente sobre su aspecto físico o su capacidad de actuar como parte del engranaje económico o técnico, pero la mayor parte del tiempo traen consigo un empobrecimiento de la vida, una pérdida progresiva de las cualidades que asociamos a la noción de ser humano y una disminución de su equilibrio físico y mental.

El aire, el agua, el suelo, el fuego, los ritmos de la naturaleza y la variedad de los seres vivos no sólo tienen interés como combinaciones químicas, fuerzas físicas o fenómenos biológicos sino como las verdaderas influencias que han modelado la vida humana, creando así en el hombre profundas necesidades que no cambiarán en un futuro previsible. El patético éxodo de fin de semana hacia el campo o la playa, las chimeneas en las viviendas urbanas recalentadas, el apego sentimental a los animales domésticos y a las plantas demuestran la persistencia en el hombre de los apetitos biológicos y afectivos que adquirió en el curso de la historia de su evolución y de los que no pueden prescindir.

Necesitamos lo que deseamos

Como el Anteo de la leyenda griega, el ser humano pierde su fuerza en cuanto deja de tener contacto con la tierra. Aunque la constitución genética del Homo sapiens no haya sufrido alteraciones importantes desde fines de la edad de piedra, es evidente que sus manifestaciones fenotípicas han cambiado considerablemente con el tiempo y difieren de un lugar a otro. La razón de que así ocurra reside en el hecho de que, considerada en conjunto, la humanidad se halla dotada de una amplia gama de virtualidades genéticas que, en condiciones normales, están latentes, hasta que la forma creadora en que cada individuo reacciona frente a su medio vuelve a darles actualidad y realidad.

El hombre no puede modificar apreciablemente la constitución genética de la raza humana, pero en cambio puede ejercer gran influencia sobre la calidad de su vida por haber aprendido a actuar sobre aquellos factores constitutivos de su medio que condicionan las expresiones manifiestas de su patrimonio hereditario. El ser humano, como individuo y como especie, crea lo que es por una serie de decisiones y opciones determinantes.

En teoría, todos los seres humanos tienen aproximadamente las mismas exigencias biológicas esenciales; pero en la práctica esas exigencias están condicionadas por la sociedad y, por lo tanto, difieren profundamente de un grupo humano a otro. Incluso las necesidades alimentarias no pueden definirse sin tener en cuenta los factores históricos y sociales.
El valor de un producto alimenticio no está determinado sólo por su contenido de proteínas, hidratos de carbono, grasas, vitaminas, sales minerales y otros componentes químicos. Un alimento dado tiene, además de sus valores metabólicos, valores simbólicos que lo hacen indispensable o inaceptable para un grupo determinado de personas, según las creencias y experiencias anteriores de los componentes del grupo. Además, las necesidades no son inmutables. Algunas que nos parecen casi esenciales en la actualidad pueden llegar a ser superfluas para otra generación, y no porque la naturaleza biológica del hombre cambie, sino porque el medio social suele sufrir rápidas y profundas modificaciones.

Puede ocurrir, por ejemplo, que se asista a la desaparición progresiva del automóvil individual si conducirlo pierde su atractivo a causa de la congestión del tráfico o de cierto hastío, y si la población se acostumbra a pasar una parte mayor de su tiempo libre en sitios que sean accesibles a pie. La vivienda individual aislada, tan característica del continente americano, podría también caer en desuso si la propiedad de la misma cesara de ser símbolo de independencia económica y social al generalizarse la prosperidad y la seguridad económica. Una evolución de las costumbres en materia de automóvil y de viviendas tendría probablemente repercusiones considerables sobre el destino de las regiones no urbanas, así como sobre la evolución en materia de producción de alimentos.

Por consiguiente, la frase "necesidad esencial" no significa nada, ya que en la práctica los pueblos necesitan lo que desean. A medida que va desarrollándose la civilización técnica, las necesidades se ven cada vez menos de- terminadas por las exigencias biológicas fundamentales del Homo sapiens y más por las aspiraciones sociales de éste. Estas aspiraciones están suscitadas por el medio en el que vive el hombre, y especialmente por el ambiente en que éste se ha formado. Los miembros de un grupo social determinado llegan a desear y, por consiguiente, a juzgar necesario, aquello que el grupo considera más deseable. Así, la idea de una vida grata se identifica con la satisfacción de esas necesidades sea cual sea su utilidad en el plano biológico.

Nos realizamos ante lo diverso

Los deseos se convierten en necesidades no sólo para el individuo sino para sociedades enteras. Aparentemente, un sistema y un ceremonial religioso singularmente complicados constituían una necesidad en las ciudades europeas del siglo XII, que consagraron a la erección de iglesias y monasterios una cantidad de recursos humanos y económicos que hoy nos parece extravagante en relación con los demás aspectos de la vida medieval. Nuestras propias sociedades parecen particularmente preocupadas por crear un materialismo burgués realzado por una serie de edificantes lugares comunes que le confieren cierto brillo superficial. Este materialismo ha creado, a su vez, su propio sistema de demandas no sólo onerosas sino también totalmente ajenas a toda necesidad biológica: la demanda de bebidas gaseosas caras y la de programas de televisión narcóticos, por ejemplo.

El medio que el hombre crea en función de sus deseos constituye en gran medida la fórmula de vida que transmite a las generaciones que lo siguen. No sólo tiene ese medio influencia sobre el modo de vida actual, sino que condiciona a la juventud, determinando así el futuro de la sociedad. Por eso, es lamentable que sepamos tan poco y hagamos tan escasos esfuerzos por saber más sobre la forma en que el medio influye, en conjunto, sobre el desarrollo físico y mental de los niños, y la importancia que esa influencia conserva luego en la vida del adulto.

No cabe duda de que las potencialidades latentes del ser humano tienen más probabilidad de realizarse cuando el medio está lo suficientemente diversificado en conjunto como para aportar toda una variedad de experiencias estimulantes, especialmente para los jóvenes. A medida que aumente el número de personas que tengan oportunidad de expresar una parte más importante de su patrimonio hereditario en condiciones diversas, la sociedad se hará más rica y las civilizaciones continuarán desarrollándose vigorosamente. En cambio, si el ambiente y los modos de vida son muy estereotipados, los únicos elementos de la naturaleza humana que pueden manifestarse y desarrollarse serán los que se adapten a la limitada gama de condiciones existentes.

¿Por qué tanta mediocridad?

Desde el punto de vista histórico, el hombre tardó largo tiempo en ampliar sus horizontes y explotar su pleno potencial genético. La naturaleza que rodeaba al hombre primitivo no parece haber sido suficiente para garantizarle una existencia rica y diversificada. Hoy, en algunas zonas rurales de los países industrializados, el hombre ha llegado a una monotonía tal de cultivos y culturas que toda posibilidad de desarrollo humano queda sofocada.

Suele creerse que el modo actual de vida de los países prósperos corresponde a los deseos de la población, pero en realidad, está determinado por las posibilidades de elección que se le ofrecen a ésta. Los deseos que sustentan a la gente dependen en gran parte de esas posibilidades de elección al comienzo de su vida.
Muchos niños criados en algunos de los barrios más prósperos de los países industrializados adolecen posiblemente de una grave privación de experiencias, y en ella hay que buscar la causa de la mediocridad de su vida de adultos. Por el contrario, algunas zonas pobres del mundo disfrutan de un medio ambiente tan estimulante y lleno de diversidad que de él surgen muchos hombres y mujeres capaces de distinguirse pese a la pobreza en que han vivido en la infancia.

En todo caso, no caben dudas sobre la atmósfera esterilizante de muchas urbanizaciones modernas, higiénicas y eficaces pero poco favorables a la plena expresión de las potencialidades humanas. Un poco en todas partes del mundo, estas urbanizaciones se organizan como si su sola función consistiese en proporcionar una serie de jaulas minúsculas susceptibles de destrucción después de haberlas usado gente que no se puede distinguir una de otra.

Independientemente de su patrimonio hereditario, muchos de los jóvenes formados en ese medio amorfo y reducidos a un corto número de experiencias vitales, sufrirán un tipo de privación que ha de traducirse luego en una parálisis intelectual y mental. Los parques de recreo y los jardines zoológicos, por completos que sean, no podrán sustituir como se debe una participación activa del niño en situaciones que le permiten adquirir una experiencia directa del mundo. Probablemente, la delincuencia juvenil se deba en gran parte a la incapacidad del mundo para dar al ser humano ocasión de ejercitar de manera creadora su vigor físico y mental durante el período más activo de su desarrollo.

No conquistemos, colaboremos

El ser humano ha triunfado como especie biológica gracias a su gran adaptabilidad. Puede ser cazador o labrador, carnívoro o vegetariano, establecerse en las montañas o a orillas del mar, vivir aislado o en grupo, y hacer- lo dentro de regímenes democráticos, aristocráticos o totalitarios. Pero la historia muestra también que sociedades en un tiempo eficientes por su alto grado de especialización quedaron rápidamente liquidadas al modificarse las circunstancias en que florecieron. Una sociedad muy especializada, lo mismo que un experto muy competente en una disciplina muy estrecha, rara vez es adaptable.

La conformidad cultural y la regimentación social, que han de traer consigo la crasa monotonía de una vida demasiado organizada y demasiado dominada por la técnica, la uniformidad de los sistemas de enseñanza, la información en masa y el carácter pasivo de las actividades recreativas pueden dificultar progresivamente la explotación completa de la riqueza biológica de la especie humana y obstaculizar el desarrollo ulterior de la civilización. Debemos rehuir tanto la uniformidad del medio como la conformidad absoluta en el comportamiento y los gustos, esforzándonos, por el contrario, en diversificar lo más posible los ambientes en que vivamos.

La riqueza y diversidad de estos ambientes físicos y sociales constituyen un aspecto fundamental del funcionalismo, ya sea en el planeamiento de las zonas rurales o urbanas, en la concepción de las viviendas o en la organización de la vida individual.

A menudo se supone que el progreso depende de la capacidad del hombre para conquistar la naturaleza. En realidad, hay necesidades biológicas y afectivas del hombre que le exigen, no una victoria sobre la naturaleza, sino más bien una colaboración armónica con las fuerzas de ésta. El objetivo final de las políticas de conservación debería ser el de imponer un orden tal en el medio ambiente que éste contribuyera a la salud física y mental del hombre y al florecimiento de su civilización.

Por desgracia, aunque se sabe mucho sobre ciertos aspectos limitados de las prácticas de conservación, hay pocos conocimientos sobre lo que debe conservarse y por qué. La finalidad tendría que ser no tanto la de conservar como la de orientar la evolución ordenada de las relaciones mutuas entre el hombre y la naturaleza.

Cambios que faciliten nuestra vida

Conservar es, sin duda alguna, mantener un equilibrio entre los múltiples componentes de la naturaleza, incluido el ser humano. Doctrina difícil de conciliar con las tendencias de la civilización moderna, que se basan en el concepto fáustico de que el hombre no debe reconocer límite alguno a su poder. El hombre fáustico encuentra satisfacción en su dominio del mundo exterior y se dedica a una incansable persecución del éxito por el éxito, incluso cuando intenta alcanzar metas inaccesibles. Es difícil, en esas condiciones, ver cómo podría mantenerse el equilibrio.

Para ser compatibles con el espíritu de la civilización moderna, los métodos de conservación no deben servir exclusivamente -ni siquiera primordialmente- la conservación de partes aisladas del mundo natural o de obras individuales del hombre con el pretexto de que se trata de fenómenos interesantes o de cosas de rara belleza. Lo que deben intentar que se mantenga son las condiciones que permiten el florecimiento de las mejores calidades del ser humano.

Es necesario que éste establezca un intercambio creador con sus semejantes, con los animales, con las plantas y con todos los objetos de la naturaleza que directa o indirectamente lo afectan y a los cuales él afecta a su vez. Desde el punto de vista humano, la totalidad del medio, incluidos los restos del pasado, adquiere su plena significación cuando se integra armoniosamente en la trama viva de las existencia humana.

La imprecisión de sentido de que adolece la palabra "naturaleza" hace más difícil la formulación de principios científicos como base de toda teoría de la conservación. Si entendemos por naturaleza el medio tal como existiría en ausencia del hombre, es muy poco lo que de ella subsiste. Ni siquiera las políticas de conservación más estrictas podrían restituir a ese medio su aspecto primitivo. Cabe preguntarse, por los demás, si ello sería de desear.

La naturaleza nunca es estática. Las fuerzas físicas y las criaturas vivas la alteran continuamente. En especial, los animales modifican partes de la misma para adaptarlas a sus necesidades biológicas y a su comportamiento. Tanto para los animales como para el hombre, el tipo de medio más satisfactorio es aquél con el que están familiarizados y en el que han introducido cambios que facilitan su vida biológica y social, tales como límites territoriales, senderos de exploración, vías de acceso a las fuentes de agua, refugios para el apareamiento y zonas protegidas para la prole. En general, el ideal es que haya una relación cibernética complementaria entre un medio y un ser vivo determinados.

Un paisaje con dimensiones humanas

La naturaleza civilizada no debe considerarse como un objeto que hay que conservar intacto ni como un sujeto que hay que dominar y explotar. Hay que verla más bien como una especie de jardín que el hombre debe cultivar con arreglo a su propio genio. Lo ideal sería que ser humano y naturaleza se uniesen en un orden funcional creador, no represivo.

Puede domesticarse a la naturaleza sin destruirla. Por desgracia, la palabra "domesticación" ha pasado a significar la subyugación de la flora y de la fauna. Lo mismo que el hombre y que los animales, la naturaleza así domesticada pierde su esencia real, y por lo tanto, su espíritu. Para triunfar biológicamente, la domesticación requiere el establecimiento de una relación que no prive al organismo domesticado (hombre, animal o naturaleza) de la individualidad, que es la condición sine qua non de la supervivencia.

Existen dos tipos de paisajes satisfactorios. Uno es el modificado lo menos posible por intervención del hombre. El otro es el creado por éste, el paisaje en el cual el hombre ha logrado una armonía con las fuerzas naturales. Por lo general, este paisaje es resultado de siglos de acción recíproca entre las sociedades humanas y la tierra en la que se han establecido.

Lo que apetecemos por lo común no es la naturaleza en estado bruto sino un paisaje ajustado a las dimensiones humanas y que refleje las aspiraciones de la vida civilizada en sus múltiples formas. Por tal motivo, cada pueblo tiene su paisaje preferido, que constituye una integración y una síntesis de las fuerzas naturales y de sus tradiciones culturales. Muchos lugares que consideramos actualmente medios naturales son en realidad producto de la historia. Los valles del Nilo y del Éufrates fueron modelados por el trabajo humano durante el período neolítico, y gran parte de la tierra cultivable de todo el mundo es producto de la utilización del bosque primitivo por los seres humano. Muchas de las plantas que actualmente se consideran típicas del paisaje mediterráneo, por ejemplo el olivo, proceden en realidad de Irán. En cuanto al tulipán, tan característico de los Países Bajos, no existe allí sino desde el siglo XVI, época en que se le introdujo llevándolo de Turquía.

Independientemente de los cambios sociales, las ciudades y sus calles, las carreteras que las unen y el campo que las circundan conservan también trazas del carácter que les impusieran las primeras influencias históricas que sufrieron. De todos modos, el futuro desarrollo de las nuevas ciudades, especialmente en los Estados Unidos, está obligado a ajustarse al sistema de cuadrícula y a la red de carreteras que las modelaron en un principio.

Desde que la mayor parte de cualquier medio, tal como existe hoy, es creación del ser humano e influye a su vez en la evolución ulterior de las sociedades humanas, al buscarse la calidad de ese medio habrá que atender no tanto a la conservación del estado natural como a los efectos que aquél tenga sobre el futuro de la civilización.

Necesitamos la belleza

La situación es muy inquietante en la mayor parte de las regiones del mundo. En todas partes las sociedades parecen dispuestas a aceptar gustosamente la fealdad a cambio del aumento de las riquezas económicas. Ya sea natural o humanizado, el paisaje sólo conserva su belleza en las zonas que no se prestan a la explotación industrial y económica.

La transformación de las zonas silvestres en depósitos de desechos simboliza en nuestros días el curso que sigue la civilización tecnológica. Pero la riqueza material que estamos creando no presentará ningún interés si su creación entraña la violación de la naturaleza y la destrucción del encanto del medio ambiente.

En otros tiempos, la condición agreste de la naturaleza primitiva se humanizó poco a poco por efecto del trabajo y del amor ferviente y continuo de labriegos, monjes y príncipes. Debemos aprender ahora a convertir el monótono caos engendrado por la tecnología en un tipo nuevo de naturaleza que, aunque urbanizada e industrializada, sea digna del nombre de civilización.

En las grandes aglomeraciones urbanas del mundo moderno hay que dar a sus habitantes algo más que parques de recreo, carreteras para los turistas y terrenos acondicionados para acampar. Ninguna filosofía social de la urbanización puede tener éxito si no vuelve a colocar al ser humano urbano en la red altamente integrada de vínculos que unen todas las formas de vida. Hace tiempo que existen las grandes ciudades, pero hasta hace poco los habitantes de éstas podían mantener contacto estrecho y bastante directo con el campo o con el mar y satisfacer así las necesidades fisiológicas y sicológicas que el hombre ha heredado de su pasado remoto.

La experiencia histórica, especialmente durante el siglo XIX, demuestra que las poblaciones urbanas tienen tendencia a volverse irritables cuando están privadas por completo de esos contactos. Por consiguiente, conservar la naturaleza, tanto en estado agreste como en sus formas humanizadas, constituye un elemento esencial del urbanismo.

Toda vez que el hombre, por amor de su trabajo, ha logrado humanizar la tierra y asegurar la viabilidad biológica de ésta, su éxito en ese sentido ha resultado de su aptitud y su disposición a plegarse, en sus creaciones, a los límites que le imponían el clima, la topografía y otras características locales de la naturaleza. Lo mismo ocurrió en otros tiempos con ciudades que se proyectaron de acuerdo con determinados imperativos geográficos.

En cambio, las ciudades modernas se crean sin tener en cuenta las exigencias físicas y biológicas y bajo la única influencia de imperativos económicos y políticos. La convicción de que el hombre puede dominar el medio e independizarse de sus limitaciones biológicas innatas ha engendrado la impresión de que la expansión de las ciudades puede lograrse independientemente de toda disciplina. La mayoría de los problemas del urbanismo proceden precisamente de esa interpretación errónea de la libertad. En realidad, el concepto de planeamiento de la utilización del medio en que vivimos, o lo que podríamos llamar con más propiedad "ordenación del territorio", acaba de surgir como objeto de una nueva disciplina, y es hora de aplicarlo en todo el mundo sobre principios ecológicos justos.

Ordenar: clave de la supervivencia

La planificación racional del medio ambiente no puede efectuarse bajo la presión de una necesidad urgente, como suele ser ahora la práctica general. Por desgracia, la construcción de grandes presas en todo el mundo no obedece a programas completos y coordinados de utilización del agua y de la tierra, sino al temor de las inundaciones o de la escasez de agua. Sólo se adoptan medidas para luchar contra la erosión del suelo cuando se ha producido ya un daño irreparable.

En general, se comprenden los peligros derivados del ruido, de la contaminación del medio y del abuso de los medicamentos, pero es raro que se tomen medidas eficaces antes de que sobrevengan catástrofes que creen una atmósfera de pánico. En realidad, la mayor parte de los programas relativos al medio ambiente surgen como respuestas empíricas a crisis agudas y suelen adoptar la forma de medidas paliativas dispersas que tienden a reducir la inquietud social o a hacer más lento el agotamiento de ciertos recursos naturales.

A falta de conocimientos adecuados, se modifica el medio casi exclusivamente por métodos basados en criterios técnicos, sin demasiada preocupación por sus efectos biológicos y psicológicos. Pero esos efectos deben estudiarse no sólo desde el punto de vista de sus repercusiones locales e inmediatas, sino en sus consecuencias a largo plazo para el conjunto de la humanidad.

Dentro de poco, todas las partes del globo habrán sido ocupadas y explotadas por el ser humano, y el abastecimiento de recursos naturales presentará una situación crítica para el conjunto de la humanidad. La clave de la supervivencia humana residirá en una ordenación racional y económica del planeta y no en la explotación de los recursos naturales.

No es creando estaciones en el espacio ultraterrestre o en el fondo de los océanos como se modificarán apreciablemente, en el mejor de los casos, los límites materiales de la existencia humana. El ser humano apareció en la tierra, evolucionó bajo su influencia, fue modelado por ella y biológicamente está ligado a ella para siempre. Puede soñar con las estrellas y coquetear aquí y allá con otros mundos, pero seguirá esposado a la tierra, su única fuente de sustento.

Somos nómadas y aventureros

A medida que aumenta la población del mundo, las limitadas dimensiones de esta nave espacial que es la Tierra y el inevitable agotamiento de sus recursos naturales obligarán a fundar su explotación en los principios ecológicos más estrictos. Pero esta imperiosa necesidad no está reconocida todavía de un modo general.

La propia palabra ecología fue introducida por Ernst Heckel en el lenguaje científico hace sólo un siglo, tan reciente es la comprensión de que todos los componentes de la naturaleza están entrelazados en una trama única y que el ser humano es una malla de ese tejido. Hasta ahora, el hombre se ha comportado como si el espacio de que dispone fuera ilimitado y como si hubiera depósitos infinitos de aire, tierra, agua y otros recursos. Pudo hacerlo así con relativa impunidad en otros tiempos porque había siempre sitios a los que dirigirse para iniciar una nueva vida y emprender el tipo de aventura que escogiese.

Como sus experiencias evolutivas e históricas están íntimamente ligadas a su estructura mental, se comprende que le sea difícil no comportarse como un nómada y un cazador y que le parezca antinatural quedarse quieto en un rincón de la tierra para cultivarlo cuidadosamente. La irreflexión con que ha provocado situaciones ecológicas potencialmente peligrosas se debe en parte a que no ha aprendido todavía a vivir dentro de las restricciones de su "nave espacial".

Tenemos miedo a lo estático

Al tomar en cuenta la ecología tenemos miedo al equilibrio. Incluso, muchos hombres de ciencia creen con frecuencia que buscar el equilibrio implica la aceptación de un sistema completamente estático. Los estudiantes de sociología humana temen que el interés profesional de los ecólogos por un ecosistema bien equilibrado, perfectamente articulado y estable dentro de un estanque, se haga extensivo sin mayor discernimiento a toda la tierra y a la población humana. Estos sociólogos tienen razón al subrayar que la relación del hombre con su medio total no puede considerarse como un ecosistema estable, ya que ello implicaría que la aventura humana ha llegado a su fin.

Las fuerzas físicas del medio no cesan de modificarse lenta pero inexorablemente. Además, todas las formas de la vida, incluida la humana, evolucionan constantemente, aportando su propia contribución a los cambios del medio. Y parece que una de las necesidades fundamentales del hombre es la búsqueda incesante de nuevos medios y de nuevas aventuras. En consecuencia, no hay posibilidad alguna de mantener el statu quo.

Aunque tuviéramos suficientes conocimientos y fuéramos lo bastante sabios como para lograr en un momento dado un estado armonioso de equilibrio ecológico entre la humanidad y los otros componentes de la nave espacial Tierra, no podría tratarse sino de un equilibrio dinámico, compatible con el desarrollo ininterrumpido del hombre. Lo importante es saber si la acción recíproca entre el hombre y su ambiente natural y social estará regulada por fuerzas ciegas -como parece ser el caso en la mayoría, si no en la totalidad, de las especies animales- o si podrá guiarse por un juicio deliberado y racional.

Producir recursos de nuestros desechos

Se reconoce ya de una manera general que hasta ahora toda la evolución biológica del hombre y gran parte de su historia han sido el resultado de accidentes o de elecciones hechas a ciegas. La mayor parte de los problemas mesológicos que constituyen la plaga de nuestra civilización técnica se deben a descubrimientos y decisiones tomadas para resolver otros problemas y prolongar la vida humana. El motor de combustión interna, los detergentes sintéticos, los plaguicidas de acción persistente y los medicamentos de efecto durable se concibieron para prestar servicio a la humanidad, pero algunos de sus efectos secundarios han resultado nefastos. Los perfeccionamientos de la imprenta han permitido la difusión de nuevos libros a precios económicos pero los buzones de correos están abarrotados de publicaciones sin valor alguno y de anuncios inútiles que van a parar el cesto de los papeles, aumentando las montañas de desechos que es necesario quemar, lo cual agrava más todavía la contaminación de la atmósfera.

La eliminación de los desechos se ha convertido en un problema tan grave como la producción de recursos. Es evidente, según la ley de la conservación de la materia, que el volumen de los desperdicios equivale exactamente al de los recursos utilizados. Pero no es tan evidente el reverso de la cuestión: que, a la larga, la producción de recursos dependerá de la utilización de los desechos. De otra manera, el hombre convertirá la biosfera en un inmenso basurero público. Los desechos que la naturaleza no puede transformar se acumulan y contaminan el medio ambiente. Descubrir la manera de transformar esos desechos para hacerlos utilizables es no solamente resolver un problema de contaminación sino contribuir también a mejorar la calidad del medio y favorecer la producción futura de recursos.

Imaginemos el porvenir

La vida humana, al igual que la vida animal, se ve afectada por fuerzas de evolución que adaptan ciegamente el organismo a su medio. Sin embargo, la historia de la humanidad comprende también un despliegue de visiones utópicas. Imaginar el porvenir que uno desearía exige no solamente perspicacia, sino también un don de imaginación profética.

Los filósofos del Siglo de las Luces imaginaron nuevos modos de vida mucho antes de que sus visiones se vieran corroboradas por los hechos. En todos los rincones del mundo esos precursores trazaron la pauta de gran parte de cuanto es nuevo y deseable en las sociedades modernas, en la confianza de que el conocimiento objetivo, la técnica científica y las reformas sociales podrían un día liberar a los seres humanos del temor y la privación. En todo el curso de la historia de la humanidad, el progreso ha sido un movimiento hacia fines utópicos imaginados. Una vez alcanzados, su consecución ha inspirado nuevos objetivos.

Las más hermosas realizaciones de la humanidad son productos del ideal. Basta recordar los maravillosos parques, jardines y monumentos que han sobrevivido de todas las grandes civilizaciones para comprender la fuerza creadora de una visión de largo alcance y capaz de dar forma a medios humanizados satisfactorios.

Los grandes parques y jardines de todo el mundo tienen por origen ese sentido extraordinario que es típico del ser humano: la visión imaginaria de lo por venir. Los arquitectos paisajistas dispusieron los planos de agua, las superficies de césped y los macizos de flores en función de las siluetas de los árboles y los bosquecillos, no como éstos eran en el momento de plantarse, sino como habrían de ser con el paso del tiempo. Esos arquitectos del paisaje habían imaginado el aspecto que sus concepciones intelectuales cobrarían en el futuro y proyectaron sus diseños y plantaciones dejando libre curso a los efectos creadores de las fuerzas naturales. Análogas visiones anticipadas se han dado en muchos de los grandes emplazamientos y trazados urbanos de todo el mundo.

Tenemos límites para planear el futuro

Si bien los grandes jardines, parques o perspectivas urbanas debidos a las civilizaciones pasadas deleitan aún nuestros sentidos y nuestra mente, es indispensable concebir otros tipos de paisajes para satisfacer las necesidades actuales y futuras. Los viejos caminos provinciales, bordeados de majestuosos árboles, proporcionaban un cobijo poético y práctico a caminantes, jinetes y carruajes lentos.
Hoy, una carretera moderna debe trazarse de tal forma que los horizontes, las curvas, los árboles y otros objetos visibles correspondan a las necesidades y limitaciones fisiológicas de los automovilistas que se desplazan a gran velocidad. La evolución futura de las autopistas depende tanto de factores estéticos basados en imperativos fisiológicos como de necesidades económicas y técnicas.

Evidentemente, imaginar un medio ambiente que satisfaga las necesidades de una inmensa sociedad tecnológica es mucho más complicado que concebir el aspecto futuro de un parque o que trazar una autopista. Pero ciertos principios se aplican a todo planeamiento del medio, por estar basados en los aspectos inmutables y universales de la naturaleza humana.

El planeamiento del futuro exige una actitud ecológica basada en la premisa de que el ser humano producirá continuamente cambios evolutivos gracias a su poder de creación. La acción y reacción constantes entre el hombre y el medio entraña inevitablemente alteraciones continuas de ambos. Estas alteraciones permanecerán siempre dentro de los límites impuestos por las leyes de la naturaleza y por las inmutables características biológicas y mentales del ser humano.

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