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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 427 | Octubre 2017

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Nicaragua

“Los femicidios nos hablan de la sociedad que hemos construido”

María Teresa Blandón, socióloga feminista, compartió con conocimiento y pasión sus reflexiones sobre la violencia machista en Nicaragua, causa de cada vez más crueles femicidios, en una charla con Envío que transcribimos.

María Teresa Blandón Gadea

Hablamos de “violencia machista”. Hay quienes hablan de “violencia contra las mujeres”. Hay quienes hablan de “violencia de género”. En la corriente feminista en la que me inscribo hablamos de violencia machista porque así colocamos de manera más visible la causa. Y la causa es una idea de masculinidad como virilidad y una idea de la virilidad asociada al poder, al poder del macho viril. Pensamos que hablar de violencia contra las mujeres pone el foco en las víctimas y no en los agresores y en las causas que les llevan a ejercer violencia. Y pensamos que hablar de violencia de género, un término que acuñó hace varias décadas Naciones Unidas, resulta un poco ambiguo porque cuando lo usamos siempre hay quienes argumentan que también hay hombres que son víctimas de mujeres violentas, lo cual es cierto, pero no explica en modo alguno las relaciones desiguales de poder que están en la base de la violencia que muchos hombres ejercen contra las mujeres.

El femicidio, el asesinato de una mujer a manos de un hombre, es el extremo de un proceso continuo de violencia machista. Es la máxima expresión de esta violencia. Es la condena final del agresor, su última palabra. Y es también la última palabra del relato patriarcal en el que hemos sido educados. Los femicidios nos hablan de la sociedad que hemos construido entre todos, en cuyos cimientos está una concepción de masculinidad como ejercicio del poder. Un poder que se aprende y se ejercita en primera instancia sobre los cuerpos de las mujeres y sobre otros cuerpos feminizados.

América Latina es la región del mundo con las más altas tasas de femicidios. En algunos países les llaman feminicidios. No importa la palabra, todas estamos hablando de lo mismo. Entendemos por femicidio el asesinato de mujeres por razones del poder machista. Hay feministas que dicen que es por razones de odio. Sin embargo, estoy más de acuerdo con las teóricas feministas que hablan de los femicidios como crímenes del poder. Y los crímenes del poder siempre quedan impunes, como afirma la antropóloga feminista Rita Laura Segato, quien publicó un extraordinario análisis sobre los femicidios en Ciudad Juárez, cuando se habían producido ya más de 5 mil asesinatos de mujeres en esa ciudad mexicana. Con su investigación, Segato concluyó que en todos esos crímenes hay una complicidad no sólo de hombres concretos, sino de poderes económicos, de redes del narcotráfico y del propio Estado que deja estos horrendos crímenes en la impunidad. Concluyó también Segato que el femicidio no se puede ver como expresión del odio de los hombres contra las mujeres, que hay que verlo como expresión del deseo de poder de hombres individuales y también como expresión de una forma de organización de la sociedad en donde los cuerpos de las mujeres son cuerpos para ser explotados, para ser utilizados y, finalmente, cuerpos para ser despreciados y convertidos en desechos. Son los cuerpos de las mujeres pobres, de las mujeres migrantes obligadas al desarraigo.

El debate entre las organizaciones feministas ha sido muy intenso para lograr que la legislación penal de cada uno de nuestros países estableciera la diferencia entre homicidio y femicidio/feminicidio. En América Latina, México fue el país que empezó a demandar enfáticamente que los crímenes de poder contra las mujeres fueran considerados feminicidios -así los llaman allá-, diferenciándolos de los homicidios. Las feministas decimos que matar a las mujeres por razones de poder no puede ser considerado un homicidio, porque a diferencia de los asesinatos que ocurren entre hombres por una propiedad, por una herencia, por una ofensa, las causas y las implicaciones de los asesinatos que determinados hombres cometen contra las mujeres son diferentes.

Cuando los hombres matan a las mujeres lo hacen porque se sienten dueños de esas vidas, porque se creen con el derecho de ponerle fin a una vida que consideran su propiedad, a un cuerpo al que previamente han humillado y deshumanizado. El femicidio ocurre en un contexto social y cultural en donde existen amplios márgenes de tolerancia y justificación de la violencia machista. En donde el Estado no hizo lo que tenía que hacer para proteger a las víctimas porque continúa actuando bajo la lógica de un pacto patriarcal en donde los hombres tienen derechos “naturales” sobre los cuerpos de las mujeres.

Por eso es que el femicidio tiene las implicaciones que tiene y por eso las organizaciones de mujeres exigimos que se creara un nuevo tipo penal que dejara claro que son crímenes del poder, en los que actúan hombres comunes y corrientes y en los que intervienen todos los poderes tutelares: las instituciones del Estado, los medios de comunicación, las redes criminales, los fundamentalismos religiosos… Todos contribuyen y participan, de distintas maneras, en la comisión de estos crímenes del poder.

14 países latinoamericanos están entre los 25 países del mundo en los que más mujeres son asesinadas cada año. México está entre los países con más altas tasas. Y en la lista de esos 14 aparecen tres países de Centroamérica: El Salvador, Honduras y Guatemala, en ese orden. En relación con su población, El Salvador es el país del mundo con la más alta tasa de femicidios. Honduras aparece en un tercer lugar. Y aunque Nicaragua no aparece en la lista de los catorce, vemos que en Centroamérica tenemos el “corazón” del machismo como exhibición extrema del poder masculino. En El Salvador y en Honduras se asesinan cada año más de 500 mujeres. En el caso de Nicaragua entre 70 y 100 mujeres son asesinadas cada año. Sin embargo, competir por conseguir cifras más bajas de femicidios, además de patético, resultaría atroz, porque ¿qué sociedad puede estar “satisfecha” sabiendo que cada año mueren 60, 70, 100 mujeres a causa del machismo? Entre enero y septiembre de 2017 contabilizamos 41 mujeres asesinadas y casi 50 femicidios frustrados. Y conocemos bien que hay incontables casos de mujeres, de las que no sabemos, que reciben amenazas de muerte de boca de hombres con los que tienen o han tenido algún vínculo personal.

¿Y el Estado nicaragüense qué ha hecho para erradicar la violencia? El carácter estructural de la violencia machista, y los femicidios como la condena final, nos obligan a tener una mirada más compleja que vaya más allá del papel del Estado y de las políticas públicas. Y no porque el Estado no sea responsable, sino porque la violencia, ninguna forma de violencia, y la violencia machista en particular, no se puede entender únicamente desde la perspectiva de la justicia, especialmente cuando la justicia tiene un carácter fundamentalmente punitivo, como sucede en nuestro país.

La justicia punitiva no es una justicia para la prevención, tampoco lo es para la rehabilitación, mucho menos es una justicia para la reparación de las víctimas. Es una justicia que implica descargar todo el peso de los poderes coercitivos sobre los agresores -en su mayoría hombres pobres-, quienes, aunque son sancionados, no salen de la cárcel transformados, sino que en la mayoría de los casos salen tan mal como entraron o incluso aún más degradados. Se sanciona a los agresores concretos, pero las causas estructurales que generan esa violencia, quedan intactas. Incluso, se fomentan activamente a través de los múltiples relatos que colocan los cuerpos de las mujeres como cuerpos para el consumo, para el entretenimiento, para el uso, para el sometimiento, para el desecho.

La justicia punitiva es también tan limitada que obliga a las mujeres a hacerse cargo de los agresores sancionados por la ley. Algunas investigadoras feministas latinoamericanas han analizado cómo esa limitada justicia punitiva termina descansando sobre las mujeres, lo que pareciera una especie de broma macabra: porque son mujeres las que tienen que cuidar a esos hombres privados de libertad, son mujeres las que tienen que trabajar más para llevarles de comer, las que tienen que madrugar para llevarles a sus hombres presos el morralito de comida, la ropa limpia, la medicina, y al final son ellas las que reciben en sus casas a esos hombres que salen de la cárcel más dañados de cómo entraron.

En algún momento no sólo las feministas nicaragüenses, también las latinoamericanas, creímos que el Estado existía para protegernos. A todas luces una ingenuidad. Porque era no entender cuál es el fundamento del Estado, que en su origen fue, y los sigue siendo, la síntesis de un pacto patriarcal. Por eso, hablar de Estado democrático es, sino una entelequia, cuando menos una ficción. El Estado no es democrático porque no lo ha sido nunca para el conjunto de la sociedad, y no lo ha sido particularmente para las mujeres.

Las feministas nicaragüenses -al menos muchas de nosotras- hemos llegado a la conclusión de que ha servido de muy poco los casi cincuenta años de trabajo invertidos para lograr que el Estado de Nicaragua se hiciese cargo de prevenir y de sancionar la violencia contra las mujeres. Esperar que se hiciera cargo de reparar la violencia era demasiado… pero, por lo menos demandábamos sanción y también prevención. Todas las organizaciones que conforman el amplio movimiento de mujeres de Nicaragua hemos invertido esfuerzos enormes desde la década de los 80, que fue cuando empezó esta lucha, que hoy continuamos, conscientes de la gravedad y de la complejidad de la problemática de la violencia machista.

Hace poco más de un año, aquí en Envío, Ruth Matamoros hizo un recuento de los hitos de esta lucha para lograr que el Estado se hiciese cargo de su responsabilidad de hacer efectivo el derecho de las mujeres a vivir libres de la violencia machista. Habíamos empezado en los años 80 con AMNLAE, una organización de mujeres sandinistas que se vio presionada constantemente por la dirigencia del FSLN para silenciar la problemática de la violencia machista bajo el argumento de que la prioridad era la violencia de la guerra. Jamás lograron ver, ni quisieron verla, la conexión directa entre masculinidad viril, guerra y violencia machista.

En 1996 logramos que se aprobara la Ley 230, una adición al Código Penal que hablaba de la violencia intrafamiliar, incluyendo algunas formas de violencia contra las mujeres. Seguimos luchando hasta que en 2013 logramos que se aprobara la Ley Integral contra la Violencia hacia las Mujeres, la Ley 779, la que Abelardo Mata, obispo católico de Estelí, calificó como el nuevo número de la Bestia, por ser -según él- causante de la desunión de las familias. Hicimos también esfuerzos para lograr la creación de las Comisarías de la Mujer y los Juzgados especializados en violencia de género. Muchas organizaciones de mujeres invirtieron enormes esfuerzos para capacitar a policías y a jueces para que conocieran e incorporaran en sus protocolos institucionales los convenios internacionales que establecen con claridad los compromisos que tienen los Estados de garantizar el derecho de las mujeres a vivir libres de violencia por razones de género.

Si bien los avances fueron más bien tímidos e inestables, durante estos últimos diez años, a partir del retorno al gobierno de Daniel Ortega y del ascenso al poder de Rosario Murillo, todos esos esfuerzos se han desplomado. Y lo que tenemos hoy es la perversión de la Ley 779 y la desarticulación de la ruta institucional para el abordaje de la violencia machista. Destruir todo lo que las organizaciones de mujeres habíamos construido ha sido un eje prioritario de este gobierno.

No sólo se trata de un subregistro en los datos de la prevalencia de la violencia machista. Es ya una evidencia constatable que muchas denuncias no son registradas por la Policía Nacional. En otros casos se les impide a las víctimas que interpongan denuncias y se les presiona para que medien con los agresores. Este gobierno ha encubierto las cifras del sufrimiento de las mujeres. Primero accedió a aprobar la Ley 779, elaborada y presentada por diversas organizaciones de mujeres, y luego decidió alterar de forma ilegal el mismo objetivo de la Ley 779 y aprobar un reglamento que pasa por encima de la ley.

La Ley 779 está orientada a tutelar el derecho de las mujeres a vivir libres de violencia. Y el reglamento habla de la familia como el bien jurídico a proteger. La Ley dice que se considerará femicidio el asesinato de una mujer por razones de género, cometido tanto en el espacio privado como en el espacio público. Y el reglamento sólo reconoce este delito cuando ocurre en el espacio fuera del hogar. Y cuando la Ley dice “por razones de género” reconoce que las causas de este crimen están asociadas a las asimetrías de poder entre hombres y mujeres, relaciones en las que los hombres asumen como prerrogativa masculina el derecho de vigilar, dominar y controlar a las mujeres por medio de la violencia. ¿A qué mujeres? A las mujeres que los unen vínculos jerárquicos de dependencia. ¿Y quiénes son ellas? Las que tienen menos poder. ¿Y quiénes tienen menos poder, no sólo poder tangible, sino poder sobre sí mismas? Las que fueron educadas desde la infancia para el sometimiento, para creer en la superioridad masculina. Ésas son las mujeres que tienen una mayor vulnerabilidad, no sólo porque fueron educadas para tolerar abusos de poder de los hombres, sino porque además tienen redes de apoyo débiles o inexistentes, son pobres, carecen de voz en el espacio público, dependen económicamente de otros para sostenerse y encima cargan un montón de traumas que han debilitado su capacidad de respuesta frente a las agresiones masculinas.

Si logramos por los esfuerzos de más de cuatro décadas que la violencia machista saliera a la luz pública, si logramos la aprobación de dos leyes y capacitamos a miles de funcionarios públicos, pero ahora el mismo Estado desmonta todo lo que hemos construido, si ya hemos entendido los límites que tiene el Estado para atender esta problemática, ¿hacia dónde volvemos los ojos? ¿Qué hacemos las organizaciones feministas que estamos no sólo alarmadas sino indignadas, y también muy tristes ante esta violencia que no acaba? ¿Qué hace la sociedad?

Las estadísticas más recientes del Instituto de Medicina Legal, una institución a donde no llegan ni la mitad de los casos de violencia machista que ocurren cotidianamente en nuestro país, dicen que en el año 2015 de los 4,372 peritajes que allí se hicieron 3,800 se les hizo a mujeres, el 88% del total. Y la mayoría de ese porcentaje fueron niñas, adolescentes y mujeres jóvenes. En el año 2016 aumentó el número de peritajes: fueron 4,941 y de nuevo el 87% se les hizo a mujeres. El resto, el 13%, se hizo a niños y a adolescentes varones. Estos peritajes incluyen delitos de abuso sexual, violaciones, maltrato, golpes, femicidios… La inmensa mayoría de los agresores son hombres. Y una gran mayoría de los agresores no fueron hombres desconocidos por sus víctimas: en las estadísticas aparecen parejas y ex-parejas, novios y ex-novios, familiares -el primo, el hermano, el tío-, padrastros y padres… Desconocidos son solamente el 8% de los agresores. Una prueba de que las niñas y las mujeres están en peligro en sus propias casas, en sus barrios, en su vecindario.

¿Qué nos dicen estos datos de nuestra sociedad? Si la gran mayoría de los agresores de niñas, adolescentes y mujeres jóvenes que denunciaron la violencia machista son hombres que están en sus vidas, hombres con los que tienen relaciones afectivas y de parentesco, ¿qué familias tenemos en Nicaragua? Estos datos nos hablan de cuáles son los códigos con los que se estructura el poder a lo interno de las familias. Nos hablan de una masculinidad tóxica, que no respeta ni a las mujeres con las que los hombres están o han estado vinculados afectivamente. Nos habla de hombres con una masculinidad degradada, con conceptos de lo masculino empobrecidos hasta el punto de encontrar como única forma de resarcir su masculinidad con el uso y el abuso del cuerpo de las mujeres. Nos habla de algo muy grave que nos está empobreciendo como sociedad.

La acción del Estado es con frecuencia tardía y fragmentada. Algunas feministas dejamos ya de mirar al Estado y de exigirle respuestas consistentes porque asumimos que el Estado es cómplice. Por eso no nos extraña que haya retardación de justicia, que hayan cerrado la mayoría de las Comisarías de la Mujer, que haya jueces corruptos a quienes los agresores pagan para salir libres, que haya fiscales que no investigan y que no defienden a las víctimas, que haya defensores públicos que pidan penas reducidas para delitos de enorme gravedad. Hay también acciones deliberadas de funcionarios del Estado para encubrir a los agresores y eso nos habla de un Estado que actúa al margen de la ley, que promueve la inferiorización de las mujeres y les niega ciudadanía. Cuanto más poder tienen los agresores mayor es la impunidad. A quienes echan presos, cuando los apresan, es a los agresores pobres, a los abusadores pobres, a los asesinos pobres. En el caso de los femicidas ricos la Policía se apresta a ir rápidamente al lugar del crimen para determinar que lo que ocurrió fue un suicidio, como ya hemos visto en varias ocasiones. En la cárcel hay violadores y femicidas, pero todos son pobres. Está bien que estén, lo que no está bien es que quienes son políticos, religiosos, empresarios o militares con poder queden en la impunidad.

¿Y cuáles son las raíces de la violencia machista? El femicidio, el abuso sexual, la violación nos hablan de cuáles son los códigos hegemónicos de la masculinidad y también de cuáles son los códigos con que funciona toda la sociedad. Aunque sean formas de violencia que afectan directamente a las mujeres, no son problemas de las mujeres. Son problemas de la sociedad que hemos construido. Nos hablan de cómo hemos sido educados en la vida cotidiana, de cómo funcionan las familias y de cómo funcionan las instituciones.

También las instituciones de la religión cristiana, en todas las vertientes del cristianismo, contribuyen a la pervivencia, y hasta al reforzamiento, de esa masculinidad tóxica. Las religiones son responsables de ejercer violencia simbólica hacia las mujeres. Entre otros mandatos ponen por encima de la integridad, de la libertad y del bienestar de las mujeres, el mandato de la unidad familiar. Y cuando hacen de la unidad de la familia un fetiche lo que están defendiendo es el poder masculino dentro de la familia. Y lo que están exigiéndoles a las mujeres es aguantar ese poder, tolerarlo, resignarse ante él. Y eso es violencia simbólica. Y a estas alturas tendrían ya que rendir cuentas por siglos de violencia. Pero no lo hacen y continúan contribuyendo impunemente a la violencia.

Nos aterrorizan los femicidios. En Nicaragua, también en América Latina y en el mundo entero, estos crímenes tienen niveles de crueldad cada vez mayores. Podríamos estar la mañana entera citando los casos que hemos conocido en nuestro país, desmenuzando la crueldad y la saña que hay en cada caso. Porque estos crímenes nos dicen algo, son expresivos, tienen un lenguaje. El asesinato atroz de Vilma Trujillo, quemada viva a manos de una comunidad de evangélicos en El Cortezal, una comarca del departamento de Rosita, nos habla del poder de los fundamentalismos religiosos sobre los cuerpos de las mujeres. El asesinato de Karla Rostrán, apuñalada y decapitada por quien fue su esposo, quien escondió después su cabeza, nos habla de la total falta de empatía de un hombre educado para hacer daño. Y al analizar casos, cada vez más horrendos, veríamos el morbo con que han informado de ellos muchos medios de comunicación, contribuyendo así a lo que las teóricas feministas llaman la “pedagogía de la crueldad”: convertir el sufrimiento de las mujeres en espectáculo, en entretenimiento de masas ansiosas de morbo. En el caso de Karla Rostrán nos contaron con lujo de detalle cómo este criminal mutiló su cuerpo, cómo lo encontraron, cómo lo enterraron sin cabeza, cómo encontraron después la cabeza, cómo enterraron la cabeza…

Lo que no hace el Estado, lo que no hacen los medios de información, lo que no hace casi nadie, es decirnos cuál es el mensaje que transmiten crímenes tan crueles. Y el mensaje es expresar de forma extrema el poder machista y despojar de todo a las mujeres. El mensaje es que ese macho asesino está al margen de cualquier convención social y de cualquier norma moral que prohíbe matar a un ser humano, a un semejante. El crimen horrendo nos dice que ese hombre considera que el cuerpo asesinado es su coto personal y que por pertenecerle puede hacer con él lo que quiera. Estos crímenes nos hablan de un poder masculino desbocado, sin control.

Es lo mismo que nos dice el tráfico de niñas para la explotación sexual: sus cuerpos son mercancías que se pueden vender y de las que se puede obtener ganancias. Es lo mismo que nos dice la economía que promueve el neoliberalismo: que el cuerpo de millones de mujeres que trabajan en las maquilas se puede matar en diez años de trabajo intensivo. Es lo mismo que dicen los fanáticos religiosos cuando conminan a las mujeres a aceptar mandatos religiosos que las oprimen. Las religiones son un poder ideológico de gran calado. Por eso nos debería preocupar seriamente el incesante crecimiento en Nicaragua de grupos religiosos con mensajes fundamentalistas. Nos debería preocupar que el pastor Saturnino Cerrato, hoy candidato a la Presidencia de la República, afirmara que no estaba de acuerdo con que hubieran quemado a Vilma Trujillo, pero que “el demonio existe”, sugiriendo que ella estaba endemoniada. Nos debería preocupar lo que hace el Estado engañando a las mujeres pobres con mínimos programas asistencialistas para que vean al gobierno como su único salvador. Lo que vemos en estos mensajes y prácticas es un pacto masculino que funciona a todos los niveles. Por eso hay en la sociedad tanta tolerancia a la violencia sicológica, a la violencia física y a la violencia sexual que culminan en el femicidio.

Es una lectura errada de la violación sexual y de los femicidios decir que a la mujer la violaron o la asesinaron porque transgredió una norma, porque se vistió muy sexy, porque salió de noche o porque tomó el taxi equivocado. Sólo entenderemos la violencia machista desde su raíz si logramos entender cómo los poderes económicos, políticos, militares e ideológicos se han construido y retroalimentado a partir del sometimiento de los cuerpos de las mujeres.

Nuestra sociedad convive con la violencia machista y no la entiende a fondo. El Estado tampoco quiere entenderla. Y por eso, después de desvirtuar la Ley 779, manda a las mujeres a mediar con sus agresores. Y por eso maquilla las cifras de la violencia machista. El jefe de facto de la Policía Nacional, Francisco Díaz, nos informó a mediados de septiembre que solamente habían ocurrido en el país 19 femicidios, cuando las organizaciones feministas teníamos contabilizados casi el triple. El Estado tampoco quiere actuar. Las instituciones estatales están mirando hacia otro lado para no frenar el tráfico de niñas para la explotación sexual comercial. Durante el primer semestre la Policía sólo informó de 4 casos de niñas traficadas. ¡Una gran mentira! Sólo tendrían que irse a la frontera del Guasaule o al puerto de Corinto o a buena parte de la Costa Caribe, para darse cuenta de la alarma que hay allí por la cantidad cada vez mayor de niñas y adolescentes que desaparecen.

Hace años que organizaciones de mujeres de la región caribeña nos vienen diciendo que las redes del narcotráfico que operan en las riberas del río Coco están llevándose a niñas para explotación sexual y que hay padres en las comunidades indígenas que han vendido a sus hijas por mil o dos mil dólares. Y hasta donde yo sé el Estado no ha hecho nada por investigar esa realidad. Lo saben los sacerdotes católicos y los pastores evangélicos de la zona y, hasta donde yo sé, no han hecho nada, a pesar del poder que tienen en las comunidades para pegar el grito al cielo y denunciar que están vendiendo a las niñas como si fueran vacas… ¿No tendríamos que estar hablando todos los días y en todos los medios de esa barbaridad?

Este no ver y no actuar nos habla muy mal del Estado y muy mal de la sociedad que no le reclama al Estado. Tampoco los conservadores que se rasgan las vestiduras cuando dicen “no al aborto” porque “la vida es sagrada” dicen algo o hacen algo. ¿Es que no son sagradas esas vidas de niñas y mujeres explotadas, traficadas, violadas, asesinadas? ¿Para quiénes son sagradas las vidas de esas niñas, de esas mujeres? ¿Hasta dónde y hasta cuándo son sagrados los cuerpos de estas víctimas de la violencia machista? Pareciera que sólo es sagrada la vida en abstracto y no lo son los cuerpos vivos de las niñas y de las mujeres.

La sociedad está aterrada por los femicidios, los condena, los señala como un grave problema. Pero la mayoría de la sociedad no ve la conexión, no hace el vínculo entre los femicidios y las estructuras de violencia instaladas en la sociedad. Por muy absurdo que nos parezca, la violencia constituye un relato universal aceptado por todos para lograr determinados fines, incluso la consecución de la paz social. Tampoco relaciona nuestra sociedad el femicidio con las miles de niñas víctimas de abuso sexual, que salen embarazadas y son obligadas a parir por mandato de las religiones, del Estado y muchas veces hasta de la propia familia.

Si dibujáramos en una pirámide a nuestra sociedad según los niveles de tolerancia ante la violencia machista, en la cúspide de la pirámide veríamos un total rechazo y condena al femicidio. Pero según vayamos bajando en la pirámide veremos cada vez mayor tolerancia ante otras formas de la violencia machista. En el siguiente nivel de rechazo está la violación sexual y, por supuesto, todos estamos en contra, siempre y cuando ocurra fuera del matrimonio, porque dentro del matrimonio se tolera. Pero si seguimos bajando hasta donde aparecen otras formas de violencia cotidiana, de violencia física, siempre mezclada con una enorme violencia sicológica, encontraremos cada vez más tolerancia. Y más abajo en la pirámide, donde hay otras formas de violencia que ni siquiera se consideran como tales, la naturalización es total. El ejemplo más claro de la naturalización de la violencia machista es la imposición de la servidumbre a las mujeres que se ven obligadas a privilegiar las necesidades y demandas de los hombres por encima de las propias.

Debemos reconocer que aun cuando hablamos de femicidio y de violación sexual amplios sectores de la sociedad y del Estado recurren a antiguos argumentos para minimizar estos delitos. Primer argumento: “Las mujeres mienten”. Quieren hundir a los hombres, los denuncian por despecho. Desde antaño sabemos que no debemos creer en la palabra de una mujer. Porque las mujeres no son capaces de conducirse correctamente y por eso necesitan de la tutela masculina. Segundo argumento: “Las mujeres exageran”: Dicen los hombres agresores: “Sólo le levanté la voz pero ella es una gran delicada, sólo la empujé pero ella se enredó en la pata de la cama y se cayó”…

Tercer argumento: la mujer es responsable de lo que le pasó. Éste es uno de los argumentos más perversos. Y lo encontramos en los medios, en las redes sociales y en las conversaciones familiares. ¿Qué andaba haciendo ahí? ¿Por qué andaba con esos hombres? ¿Por qué se vistió de esa manera? Inculpar a la víctima significa automáticamente exculpar al agresor. ¿Cuál es el mensaje cuando decimos “ella se lo buscó”? Estamos diciendo que una mujer sólo va a prevenir la violencia si se somete a las normas patriarcales, si se somete a la autoridad del hombre, si le es fiel pase lo que pase. ¿Y qué más dice el discurso que inculpa a la víctima? Que los hombres tienen permiso de la sociedad para disciplinar a las mujeres que transgreden el mandato que les enseña a someterse. Es grave ese discurso porque les estamos dando permiso a los hombres para que nos disciplinen a través de la violencia. Si no logramos entender esto no vamos a poder erradicar de raíz las causas de esta violencia.

Cuarto argumento: Esa violencia no es tan grave, hay otras formas de violencia que ameritan una mayor atención del Estado. Por eso, en las estadísticas oficiales sobre seguridad ciudadana nunca aparece la violencia machista. No aparece el acoso callejero ni la violación sexual, tampoco aparece el abuso sexual ni las violaciones colectivas que llevan a cabo pequeñas maras que existen en nuestro país en los espacios urbanos. No aparece el rapto de niñas, y también de niños, para la explotación sexual comercial.

Hay un quinto argumento que busca minimizar la violencia hasta negarla: ese hombre al que están acusando de ser violento, del que dicen que es un agresor, un violador, es una excelente persona y es imposible que haya hecho eso que dicen que hizo. Imposible fue para muchos católicos matagalpinos admitir que el sacerdote Zenón Corrales había violado a chavalas. Imposible fue para muchos católicos chinandeganos reconocer que el sacerdote Marco Dessi había abusado de más de 40 niños pobres a los que “ayudaba” en sus obras sociales. Imposible les resulta a muchos creyentes en el mundo aceptar que miles de sacerdotes y de pastores son pederastas y que la mayoría salen ilesos porque forman parte de los entramados del poder.

Necesitamos entender que la violencia machista se enmarca en sistemas de dominación múltiple. Y que esos sistemas han construido eso, “la pedagogía de la crueldad”. Esa pedagogía es la que enseña y entrena a los hombres para des-sensibilizarse y distanciarse de las mujeres. Para sostener el sistema patriarcal, que también es racista y neoliberal, es necesario ese aprendizaje. Porque el sistema necesita que grandes grupos de la población dejen de indignarse ante la crueldad, el sufrimiento y el dolor de las mujeres. Esa “pedagogía” hace que perdamos capacidad de indignarnos y de solidarizarnos.

La pedagogía de la crueldad se exacerba durante las guerras, cuando el Estado suspende toda regla legal. Es lo que explica Jean Franco, feminista que escribió sobre los crímenes horrendos cometidos por tropas élite del ejército guatemalteco contra las mujeres indígenas durante el conflicto armado en ese país. Ella hace un estudio comparativo entre esos hechos terribles, ocurridos bajo el mandato de Efraín Ríos Montt y los que cometieron los hombres de Sendero Luminoso en Perú en la década de los años 80.

¿Y cómo aprenden los hombres a agredir a las mujeres? A veces se afirma que las madres son las principales responsables de educar a sus hijos y a sus hijas en el machismo y que una buena educación en el hogar es suficiente para disminuir e impedir la violencia machista. Pero la realidad es mucho más compleja. Primero, porque las madres carecen de libertad y por eso mismo ejercen la maternidad desde una especie de cautiverio. La ejercen en nombre de la autoridad del hombre. Victoria Sau dice que la maternidad es una “impostura”. Al hablar así se refiere a la madre que se niega a sí misma y se deja humillar, a la que se coloca “voluntariamente” en el lugar de la servidumbre para procurar en todo momento el bienestar de otros, despojada de sí misma como mujer y convertida en “la madre”. Esto es muy cierto en Nicaragua, donde hemos hecho un culto a la madre idealizada y rechazamos a aquellas mujeres que intentan no perderse a sí mismas en el ejercicio de la maternidad.

Desde esta mirada crítica podemos entender perfectamente por qué tantas mujeres ejercen su maternidad sometidas a las normas patriarcales, a la autoridad del padre y aceptando en sus hijos varones los mismos privilegios que vieron en los hombres de su infancia. Es un círculo vicioso. Pedirles a las madres que sean ellas las que cambien educando a sus hijos varones de otra forma es necesario, pero insuficiente. Es la ley del padre la que opera en la familia heterosexual nuclear y en esa familia la madre es la guardiana de los mandatos de género y si no los cumple será enjuiciada por no cumplirlos. Y uno de los mandatos que debe cumplir la madre en este esquema es dejar que sus hijos varones desarrollen una virilidad masculina como poder.

En Nicaragua cuando un chavalo no se apropia de los mandatos de la virilidad se culpa a la madre porque lo feminizó. Si no es suficiente agresivo, si no tiene modales suficientemente masculinos, la madre es la culpable de haberlo afeminado. Y si la hija es rebelde y no quiere respetar las reglas, la madre es también la culpable por haber criado a una hija marimacha, poco femenina, que no se atiene al orden de género que ella debía haber preservado. A través de los relatos de las chavalas y los chavalos jóvenes con los que trabaja mi organización, entiendo los conflictos, las ambigüedades y las contradicciones que enfrentan las madres cuando su maternidad está hiper-vigilada por todas las instituciones patriarcales. Los sacerdotes católicos y los pastores evangélicos son los primeros en conminar a las madres para que reproduzcan las jerarquías de género según el plan de Dios. Hay en nuestro país familias muy autoritarias, con modelos de género muy rígidos donde se humilla, se persigue y se culpabiliza a los hijos. Esas familias son parte también del problema. Y no son sólo las familias. Las instituciones religiosas, los centros educativos, las empresas, los partidos políticos… Todo está estructurado sobre una base jerárquica y profundamente sexista en donde los hombres se constituyen a sí mismos en la norma.

Sí, hay hombres buenos que no son violentos y hay padres que no imponen la ley y el orden en sus familias y hay sacerdotes y pastores que procuran ser coherentes con los principios cristianos del amor al prójimo y de la compasión. Pero más allá de casos singulares debemos cuestionar los imaginarios sociales que prevalecen en la sociedad. ¿Qué hace la Radio YA premiando a la madre más joven y a la que tenga la panza más grande? ¿Qué hace el noticiero Acción 10 de TN8 utilizando cada día el sufrimiento de las mujeres como entretenimiento de masas? ¿Qué hacen dirigentes del partido de gobierno mandando a las mujeres jóvenes de clase media a buscar novios en Noruega para que las mantengan?

En sociedades machistas como la nuestra son los hombres quienes tienen permiso moral, legal, cultural, institucional, familiar, para agredir a las mujeres. Que haya mujeres que agreden a los hombres, y que eso está reñido con la ley es obvio, pero esas formas de violencia no tienen carácter estructural. El núcleo duro del machismo como virilidad afirma que todo lo que huela a femenino tiene que ser sometido, controlado, manipulado, violentado. Las sociedades más democráticas y más igualitarias son más flexibles en las nociones y las prácticas relativas al género. Las sociedades más conservadoras, como la nuestra, son más duras con las mujeres y más permisivas con los hombres. Enseñan que un buen padre es el más rígido y el más autoritario, también el buen proveedor. Enseñan que la mejor madre es las más abnegada, la más sacrificada, la que más se somete al orden de la familia patriarcal.

Ante todo esto, ¿qué podemos hacer? Para acabar con el machismo, pero también con el racismo y el heterosexismo, debemos pensar y actuar nuevos modelos de educación y no sólo en el hogar. La educación de los hijos y de las hijas es responsabilidad de las madres, de los padres, de las escuelas, de las organizaciones comunitarias, de los medios de comunicación y del Estado. Las familias no son entidades cerradas. En la familia intervienen distintos actores con diferentes intensidades. La madre y el padre, aún los mejores, no tienen omnipotencia para enseñarle a su descendencia todo lo que tiene que saber del mundo. Y los hijos y las hijas salen cada vez más pronto de la familia y se conectan con un mundo plural y diverso. Y si cuando salen de sus familias lo que se encuentran es sexismo, machismo, racismo, consumismo galopante y, para colmo, un creciente fundamentalismo religioso, ¿cómo podemos pensar que van a construir una cosmovisión armoniosa?

Debemos entender que la violencia machista tiene que ver con el poder. Asociar las drogas y el alcohol a la violencia es no hincarle el diente a las causas estructurales de la violencia, que están en las asimetrías de género y en la interrelación y colaboración de los poderes tutelares y sus pedagogías depredatorias. La violencia machista no es consecuencia del consumo de alcohol y drogas. Si ordenáramos a los Pellas que dejen de producir ron y cerveza, si mandáramos a quemar todos los plantíos de marihuana y a cerrar todos los expendios de crack, seguirá habiendo hombres que acosen, amenacen, golpeen y maten a las mujeres.

En Nicaragua todos tenemos el reto de comprender y trastocar las complejas estructuras sociales de la violencia con las que hemos construido nuestra sociedad. Los hombres que están en las instituciones públicas, los que hablan en nombre de lo sagrado, los que tienen un micrófono en la mano, tienen el desafío de cuestionar la violencia machista en todas sus expresiones. No tendrían que esperar que los echen presos o que la mujer los abandone porque ya no los soporta o que los hijos terminen despreciándolos… Tendrían que empezar a re-aprender nuevos significados y nuevas actitudes para desprenderse del machismo, de ese núcleo duro de la masculinidad mal entendida: el deseo de poder que realizan primero que todo en los cuerpos de las mujeres. Es allí, en esos cuerpos, donde aprendieron el placer de dominar a otro ser humano. Porque dominar a las mujeres es el primer y más profundo ensayo del machismo. Luego dominan la familia, el territorio, el Estado, la economía, las armas, la guerra…

Los hombres necesitan encontrar formas creativas de placer: el placer de platicar, el de acompañar a otros, el de cuidar, el de buscar la felicidad en relación con otros y con otras. Tienen que aprender formas no depredatorias de placer. Sólo así van a entender que un acto de abuso sexual, de violación, no es sinónimo de placer, es sinónimo de daño. Los hombres tienen que rehacerse. Y las mujeres tenemos que dejar de ser tan tolerantes con las expresiones masculinas de dominio y de violencia, que en muchos casos pueden terminar en femicidio.

El Estado ha dejado de ser nuestro aliado en la lucha contra la violencia machista. O nunca lo fue. Nosotras las mujeres debemos desaprender las dependencias aprendidas en la infancia y debemos aprender a gestionar nuestras vidas con otros códigos.

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