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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 314 | Mayo 2008

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Nicaragua

Pandillas y Religión: más de un vínculo y más de dos

Con la identidad y el sentido vital que encuentran en la pertenencia al grupo, con leyendas de acciones heroicas, mitos de tiempos idílicos, compadres que se sacrifican,canciones y rituales compartidos y con un cuerpo marcado por cruces, diablos y vírgenes, los pandilleros son la membresía de una suerte de grupo “religioso”. Y hasta para desertar de la pandilla no hay camino más frecuente que la “conversión” a otra religión.

José Luis Rocha

Existe una relación entre las pandillas juveniles y la religión? ¿Entre la violencia y la experiencia religiosa? ¿Entre las transgresiones juveniles al orden establecido y a las autoridades religiosas constructoras de órdenes supraterrenales? Existen múltiples relaciones y funciones compartidas. Porque, al igual que las instituciones religiosas, las pandillas son generadoras de identidad. Las pandillas son una transgresión socialmente no aceptable de un orden establecido, pero se reconocen como tales, y haciéndolo legitiman y refuerzan ese orden. Los tatuajes de los pandilleros exhiben profusamente motivos religiosos. Son vitrales en carne viva, retablos que hablan de un viacrucis personal y grupal.

Existen muchos otros vínculos entre pandillas y religión. Y aunque necesitamos aún mucha más exploración para ahondar en ellos y seguir más hilos hasta llegar al gran ovillo del corazón de la vivencia religiosa juvenil y pandilleril, empecemos por ver con algún detalle la relación entre la producción de identidad y la conversión religiosa-, la ruptura con el orden autoritario que hunde sus raíces en la religión y los tatuajes como ventana al interior de experiencias que se nutren de un imaginario religioso.

ESTOS JÓVENES EN “LA JUDEA” DE MASATEPE

Un grupo de jóvenes camina por las calles de una pequeña ciudad arrastrando gruesas cadenas. Lo encabezan tres o cuatro jóvenes que llevan un prisionero encapuchado y vestido con un impermeable amarillo. Ninguno pasa de los veinte años. Algunos son robustos, otros de porte calandraca. Muchos cubren sus rostros con máscaras, pasamontañas, pañuelos y medias de mujer. Tienen un aspecto amenazador. No pocos han tomado licor, lo pregona su aliento. Rezuman energía y se imponen por su número y los gestos decididos. El de más acá lleva, en uno de sus bíceps que la escasa camiseta descubre, el tatuaje de un melenudo león. El de allá exhibe una enorme virgen de Guadalupe que le cubre todo el antebrazo. Lanzan piropos a las muchachas que encuentran a su paso y algunos hasta intentan tocarlas. También aprovechan para explorar si pueden abrir vehículos y sustraer algo. Es un grupo de ochenta, quizás más. Cuando pasan, todos los transeúntes los observan. Muchos salen de sus casas a verlos pasar. Dos calles hacia el sur camina otro grupo de las mismas dimensiones y parecido atuendo. Las extensas cadenas producen un estruendo infernal contra las anfractuosidades del adoquinado. El ruido antecede y anuncia al grupo. Algunos adultos deben regalarles chicha y tamugas, esa delicia de maíz nacida del sincretismo culinario entre la cuchara indígena y la española.

Es jueves santo en Masatepe, la ciudad de las tamugas. Los jóvenes representan “la Judea”, una tradición del jueves y viernes santo, resabio del antisemitismo hispano-católico. El jueves los jóvenes interpretan durante tres horas a una masa de judíos que, conducidos por Judas, se dirigen a capturar a Jesús. El viernes escenifican su captura, su crucifixión y el ahorcamiento de Judas. Estos jóvenes tienen la aprobación social, y hasta el aplauso, por vestir así. Y al amparo de su condición de escenificadores de una transgresión, perpetran acciones que en otras circunstancias no les estarían permitidas.

Las semejanzas con una pandilla saltan a la vista. Son un grupo que busca cierta homogeneidad en el atuendo y en los ademanes. Son jóvenes. Escenifican la violencia para enviar un mensaje. Son una exhibición de fuerza -católica-. Emprenden una transgresión del orden habitual tolerada por cierto grupo y no por otros -los evangélicos, por ejemplo-. Y están inmersos en una práctica en la que se juegan la identidad, pues anuncian que son católicos activos.

LEYENDAS, CANCIONES, TATUAJES...

Las pandillas juveniles son, y han sido, instituciones identitarias. Son fábricas de identidad. Todos los esfuerzos por disolverlas, mediante un trabajo de individuo en individuo, tropiezan con esa característica y generalmente no la tienen en cuenta para dar forma al diseño de sus estrategias rehabilitadoras. La consecuencia de este olvido fatal es que la “fábrica” de pandillas no cesa de producir y de vender identidad.

La pandilla tiene un dinamismo institucional que le permite continuar reclutando nuevos miembros que suplantan a los que mueren, caen presos o se dan de baja. ¿Alguien podría concebir acabar con la religión judía o musulmana mediante un trabajo de miembro en miembro? Más o menos eso intentó la Inquisición española -y los catoliquísimos reyes que la patrocinaron- mediante muy variados métodos: desde el proselitismo hasta la tortura, pasando por la lucrativa venta de certificados de catolicidad. Pero la producción ideológica, la generación de identidad y la tradición cultural hacen de cualquier religión un artefacto muy resistente. La historia de las religiones demuestra que todo imperialismo religioso se ha impuesto en parte por la violencia, pero también por medio de transacciones culturales como la inculturación y el sincretismo.

La pandilla es una pequeña fábrica de identidad y tradición cultural. Obviamente, las pandillas son mucho más efímeras que una institución religiosa. Pero bastante más duraderas que cualquier política pública, período presidencial o funcionario estatal que haya prometido combatirlas, reformarlas o prevenirlas. Canciones, tatuajes, estilo de vida, cofrades, leyendas y rituales alimentan su continuidad y la mantienen destilando un brebaje identitario. Las leyendas son las historias del heroísmo de algunos de sus miembros más destacados. La canciones son producciones relativamente nuevas que, al compás de ritmos de moda -rap y reguetón- narran historias y difunden ideas sobre “la vida de los vagos”. Los rituales son pequeñas obligaciones que estructuran las actividades grupales y restringen el anarquismo porque señalan momentos y espacios especiales.

CON RITUALES Y COMPADRAZGOS

Retomando la distinción de Mircea Eliade entre tiempo ordinario y tiempo sagrado, podríamos decir que los rituales de la pandilla son también unos delimitadores temporales para deslindar el tiempo comunal-pandilleril del tiempo cotidiano. Un ritual es fumar piedra o marihuana en gavilla congregada en la casa de uno de los miembros o en un predio vacío del que el grupo se apropia y la comunidad identifica como territorio de la pandilla.

Las peleas -tal como fue observado por el antropólogo Dennis Rodgers- solían seguir patrones rituales: invasión al territorio de los rivales para estampar un placazo (graffiti) o lanzar piedras, salir en retirada, parapetarse en el barrio propio para recibir el embate de la reciprocidad, iniciar un intercambio de pedradas y gradualmente ir escalando hacia los garrotes, puñales, machetes, pistolas y fusiles AK. Algunas pandillas tenían rituales de iniciación: robar, luchar contra el líder del grupo o dejarse pegar. Y quizás todas han tenido y tienen rituales de punición: linchamientos y violaciones grupales a bombines y bombinas (soplones, soplonas). Todos estos rituales crean lazos, construyen fraternidad y membresía.

Los compadres -término e idea robados del argot católico- son una institución en algunas pandillas nicaragüenses. No hay muchos amigos -explica Neftalí- y aunque en la pandilla todos nos hablamos, sólo con algunos nos llegamos a hacer compadres. Sólo con el compadre se hacen préstamos de reales. No con todos podemos ser compadres, porque en la pandilla hay muchos a los que casi no conocemos.

El rango de compadre hay que ganarlo en la batalla y demostrar que se merece en la vida cotidiana. Así lo explica Edgar: La pandilla puede tener como setenta chavalos. Todos son bróderes, pero sólo dos son compadres. Cuando conseguía armas, AK-47, yo se las daba a guardar a los compadres. Los otros majes me podían jugar letra. Sólo los compadres son de confianza. ¿Cómo se hacen los compadres? En mi caso, cuando estábamos en una cateadera contra otra pandilla, a mí me habían herido y estaba tendido en el suelo. Éramos muchos, pero sólo dos, que son mis compadres, se regresaron y no me dejaron morir. No me abandonaron en las manos de la otra pandilla. Los otros me dejaron ahí tirado cuando me abrieron la ceja. Por eso les debo la vida a mis compadres y, si algo les pasa a ellos, yo tengo que ir sobre. Los compadres te dan luz (dinero) aunque no hayás participado en el robo. Si salgo a robar con mis compadres, no hay pleito. Si agarramos cien pesos, los repartimos entre los tres. Por eso no robo con otros.

El compadrazgo tiene la misma función que Eliade atribuye a los mitos religiosos: remite a un idílico tiempo original -in illo tempore-, el tiempo que se quiere recobrar. El tiempo del igualitarismo, el tiempo en que un miembro se sacrificaba por otro. Por eso el compadrazgo tiene el efecto de reforzar el lazo de hermandad. Este nexo social tiene tanta fuerza, y una fuerza distinta de otros nexos, porque es un vínculo no jerárquico, sino horizontal, y más indisoluble y atador que el nexo entre la autoridad y los subalternos.

Estos ganchos culturales labran el signo de pertenencia y hacen que la membresía sea cultivada con eventos, marcas y hábitos. Y todos tienen semejanzas con los dispositivos identitarios religiosos. Por eso cuando alguien inquiere ¿Sos Billarero o sos Bloquero? o ¿Sos de los Tamales del Urbina o de Los Monos de San Judas? su requerimiento tiene la intensidad de quien pregunta ¿Sos católico o sos evangélico?, o ¿Sos de la iglesia Apostolar o de Hosanna?”

Quién es y quién no es ha sido siempre una pregunta medular en las religiones. Las confesiones religiosas son una casa de acogida que sella con firmeza a quienes son sus miembros. Las pandillas son un pequeño ranchito, pero no acogen menos ni hablan con menos firmeza cuando se trata de proveer sentido, pertenencia e identidad.

JÓVENES DEL BARRIO: VAGOS O SANOS

Las pandillas compiten con las organizaciones religiosas. Y sus semejanzas con ellas hacen que compitan más eficazmente. La amplia constelación de identidades incluye identidades que pueden convivir: se puede ser, a la vez, mujer, luterana, madre, liberal, migrante, guatemalteca, quiché y obrera. Hay también identidades excluyentes: ser vago y ser evangélico. Se trata de identidades que compiten entre sí, que se excluyen mutuamente. En la jerga barrial existen dos términos que designan tipos opuestos nítidamente distinguibles: vago y sano. Los muchachos de los barrios son vagos o sanos, categorías que también se aplican a las muchachas.

El prototipo del muchacho sano es el asiduo de una iglesia evangélica, que camina con su Biblia bajo el brazo, predica el Evangelio de casa en casa, paga el diezmo y asiste al culto y a los retiros. En el momento de apogeo de las pandillas nicaragüenses, cualquier forma de no involucramiento en la vida pandilleril y en las batallas en defensa del barrio era muy difícilmente aceptada. Los no participantes recibían una suerte de sello escarlata al ser etiquetados como ponky, gilberto o peluche: aburguesado, pelele o cobarde.

El prototipo del muchacho vago es el pandillero, el que se mantiene merodeando, acechando la oportunidad de un robo menor, cobrando peaje por transitar en el barrio, sentado en una esquina fumando piedra y a menudo involucrado en pleitos callejeros.

DESERTAR = “CONVERTIRSE” AL EVANGELIO

Rodgers encontró que, además de las iglesias evangélicas y de las pequeñas redes de amigos o de grupos que intermitentemente se juntaban en el barrio de Managua donde realizó su investigación, no existían formas alternativas de organización colectiva juvenil a la pandilla. La religión era el único elemento que afectaba sistemáticamente la membresía pandilleril. No había jóvenes evangélicos en la pandilla -descubrió Rodgers-, un dato difícilmente sorprendente dado que muchas actividades asociadas a la identidad del pandillero -ser violento, robar, tomar licor, fumar o drogarse- están en directa contradicción con las enseñanzas del protestantismo evangélico. La dicotomía pandillero/evangélico funda la posibilidad de que “convertirse” -en evangélico-sea la vía de abandono de la pandilla que los pandilleros aceptan con mayor facilidad.

En la actualidad, las iglesias evangélicas siguen siendo la alternativa de vida colectiva más masiva a la militancia pandillera. Al que se sale, le ofrecen identidad y un sentido de militancia sólida. Por eso las iglesias evangélicas representan una posibilidad de cambio muy recurrida, fundada en dispositivos de doble alcance: sicológico (proveen identidad) y social (proveen pertenencia a un grupo y una forma de desertar de la pandilla que genera aceptación entre los pandilleros y credibilidad en el resto de la comunidad). Hacerse evangélico es una forma de darse de baja honrosa de la pandilla. Después de la deserción, y aunque con signos claramentes opuestos, la confesión evangélica ofrece mucho de lo mismo: identidad, pertenencia a un grupo, aceptación de un credo sin discusiones y defensa de los miembros no por sus virtudes sino por el mero hecho de ser miembros.

BAJO EL SÍNDROME DE SAULO/PABLO

La misma vida pandilleril se convierte en una antesala perfectamente ajustada a un estadio -el de la membresía evangélica- que también es, a su vez, antesala de introducción a la vida plena, la vida que se desarrolla en el más allá. La vida de violencia y robos es la antesala idónea porque permite trazar claramente un punto de inflexión, una línea divisoria entre un antes pecaminoso y un después piadoso. El joven pandillero que logra cumplir el ciclo vive varios -no menos de dos- “yoes”. Y de la misma manera que el alcohólico anónimo, puede describir su cambio y contrastar su pasado con su ahora. Su ayer con su hoy. Tiene una historia que contar para aleccionar a los otros correligionarios que vienen de un curso vital más plano.

Su vida pandilleril adquiere así un sentido: tiene la función -como la Judea en jueves santo- de escenificar el mal al que se debe renunciar. Los pandilleros conversos experimentan lo que podríamos llamar el “síndrome de Saulo/Pablo”. El Saulo anticristiano cae del caballo y se convierte en el Pablo apóstol del cristianismo entre los gentiles. Tanto Saulo como el pandillero han tocado fondo, han “abierto los ojos” y por eso su testimonio es importante para la comunidad religiosa. En las iglesias evangélicas se habla con frecuencia del deber de “dar testimonio”: relatar la conversión con fines catequéticos.

Nadie puede dar testimonio de forma tan impactante como quien tocó fondo para después aceptar a Cristo. El verdadero poder redentor divino se hace efectivo cuando alguien enteramente ajeno al mundo religioso tiene una ex¬periencia de lo numinoso. En uno de los barrios del Reparto Schick de Managua vive Ernesto -alias Maná-, ex-miembro de la pandilla de La Pradera. Antes de participar en varias sesiones de trabajo con las promotoras del Centro de Prevención de la Violencia, fue miembro de un grupo evangélico. La comunidad celebró su conversión, de la que dio testimonio con lágrimas, un signo contra-cultural en un medio donde la masculinidad exige que los hombres no lloren. Antes de meterme con ellos -nos contó Maná-, sentía que me iban a palmar. Sentía un sofoque que me tenía desesperado. Sentí que me perseguían. La gente vio que me fui a reconciliar. Lloré y me valió llorar delante de todos. La gente decía: ‘Miren a Maná llorando’. El sofoque vino porque las drogas me tenían desesperado. Me sentí alivianado en la iglesia.

Posteriormente, en el plano social, esa experiencia de conversión se traduce en un cambio de estilo de vida, de amistades y en ocasiones incluso de ocupación laboral, con lo cual la iglesia evangélica se convierte en un puente hacia lo socialmente aceptable. Esto no significa que el pandillero viva la conversión y la nueva existencia sin conflictos ni regresiones. Maná no perseveró: Estuve en la iglesia evangélica, pero me salí porque forniqué. En la iglesia me sentía alivianado, pero después de un año y 25 días conocí a una muchacha y forniqué. Entonces me aplicaron la disciplina. Me obligaron a pedir perdón y a sentarme en la última banca.

LOS QUE SON EVANGÉLICOS
NO SON PANDILLEROS

El cambio en el marco de valores implica conflictos porque la pandilla comporta otro tipo de disciplina que incentiva el hedonismo activo y ejercido en la predilección por ciertas marcas de ropa y el gusto por los bailes, la marihuana, el crack, el licor y la promiscuidad. La tarea de disciplinar el cuerpo -no fornicarás- es un ideal opuesto al de la pandilla.

Sin duda, esto tuvo su peso en la deserción de Maná. Pero no menos peso tuvo el perder su protagonismo al pasar de ser el hombre que da su testimonio a ser parte de la membresía pecadora de la última banca. Por eso la crítica de Maná hacia esa comunidad evangélica pone en cuestión sus métodos y su intolerancia, pero no sus principios morales básicos, como queda plasmado en la asimilación del vocablo denigrante fornicar para referirse al acto sexual, un término tan lejano del lírico hacer el amor como de los callejeros coger y culear, más familiares para los pandilleros.

Sin embargo, cabe la duda razonable de la elección del término fornicar pueda deberse a que Maná lo considerara más apropiado a los oídos del entrevistador. El investigador distorsiona el ámbito investigado. En un tono más erudito, diríamos que esta hipótesis es una aplicación a las ciencias sociales del principio de incertidumbre de Heisenberg, según el cual el observador introduce perturbaciones en el objeto observado.

Queda claro que los evangélicos son el prototipo de lo opuesto al pandillero y una opción para su conversión. Las ofertas son semejantes: un grupo que da un sentido de cuerpo y de identidad. Ambos proporcionan identidad por las mismas razones: han conseguido trazar una nítida línea divisoria entre un nosotros que se salva y un los otros que se condena. Recordemos que para la pandilla no existe incentivo más atizador de la violencia que la diferencia de signo. La interpretación más sombría diría que en los barrios se libra una guerra de fundamentalismos. Pero no es menos cierto que ambos son grupos y estrategias que están resultando un antídoto contra la atomización y el individualismo imperantes en la sociedad nicaragüense.

ESPINAS, CRUCES, LÁGRIMAS, VÍRGENES...

Todos estos rasgos y síntomas de semejanza, convivencia y competencia entre pandilla y religión pueden ser rastreados en los tatuajes.

Existe una tradición oral de los pandilleros: las anécdotas y canciones. Existe una tradición plástica inscrita en la epidermis y en las paredes: son los tatuajes y los graffitis. Los tatuajes son una versión más indeleble que las señales religiosas emblemáticas como la efímera cruz en la frente de los católicos un miércoles de ceniza, la falda larga de las mujeres pentecostales, la barba de los musulmanes más tradicionales y los bucles de los judíos ortodoxos.

Los signos de la pandilla se inscriben en la piel y se inscriben para siempre. Esos cuerpos saturados de tatuajes pregonan que no hay posibilidad de revertir la opción. El escapulario está en la carne. La estampita es parte inseparable de la espalda. Las señales se han incorporado a la anatomía, buscando una fusión entre cultura y biología. La piel se ha convertido en un lienzo donde el signo de Nike y la Virgen de Guadalupe comparten un mismo pectoral. A la religión del consumo y la religión confesional se les concede el mismo espacio. La policromía ideológica admite una amalgama posmoderna de logotipos sacros y seculares que inducen a santificarlo todo… y a banalizarlo todo.

Entre los tatuajes explícitamente religiosos más frecuentes se encuentran monjes, cruces, demonios, coronas de espinas, el corazón de Jesús y la Virgen María -con frecuencia la Virgen de Guadalupe-. El corazón de Jesús -una imagen sacra muy diseminada, que cuelga de una enorme cantidad de paredes en los hogares nicaragüenses- está ahora en los pechos, espaldas y brazos de los pandilleros. De alguna manera, esto garantiza una permanente procesión. Son símbolos del catolicismo. La sobriedad plástica del protestantismo -incluso en la versión de las denominaciones evangélicas- no da pie a este secuestro o sincretismo pandilla/imaginería religiosa.

También están los tatuajes cuyo vínculo religioso sólo aparece cuando se indaga por su significado: payasos, fuego, lágrimas, cadenas y púas. Pero mientras la primera categoría de tatuajes suelen ser grabados en ubicaciones corporales de mayor monta -pecho, brazos, espalda-, la segunda categoría -salvo las lágrimas, que van en el rostro- pueden aparecer en cualquier sitio.

El discurso de los pandilleros sobre los tatuajes acusa una marcada polisemia. A veces adolece de una anarquía hermenéutica. Sin embargo existen interpretaciones muy repetidas, un consenso sobre el sentido de ciertos signos y una tónica general. Los símbolos religiosos están destinados a hacer alusión al dolor y al estado de ruptura con lo establecido. Las vírgenes están asociadas al dolor causado a la madre. El pandillerismo peca, ante todo, contra la madre. La cultura machista ha hecho de la veneración de la maternidad un mito que, a través de un reconocimiento ambivalente, reproduce la dominación masculina al exaltar la condición de madre por encima de cualquier otro rol social que puedan desempeñar las mujeres.

El corazón de Jesús aparece traspasado por una daga, en señal del sufrimiento que padecen los pandilleros y del que causan. Las lágrimas tienen el mismo sentido. Declaran el dolor que se causa y el que se padece. Pero son un signo contra-cultural: Yo lloraba escondido porque mi mamá me abandonó, me decía el Negro Eddy. El código machista lanza un anatema sobre el hombre que llora. Quien lo hace en público manifiesta un estado especial de quiebre sicológico. Por eso la exhibición de las lágrimas en un tatuaje es una ruptura con el código machista y el pudor social. ¿Es un grito pidiendo auxilio?

LA PRESENCIA DE LO SATÁNICO

Una especie de culto a lo diabólico expresa los intentos de rebeldía y de ruptura con el orden establecido. Lo demoníaco está presente en los tatuajes y en los discursos de los pandilleros.

No han sido ellos los únicos en declararse endemoniados y hacer alarde de tal condición. El diablo ha estado muy presente en la literatura occidental. Incluso en sus más ilustres exponentes. Sus representaciones han sido muy variadas, con saltos desde las diatribas más enconosas hasta las apologías empalagosas, pasando por un moderado pero atrevido reconocimiento de su rebeldía. John Milton en El paraíso perdido presenta a un Lucifer tradicional pero valorado de manera distinta por atreverse a proclamar su rebeldía contra un Dios autoritario: Más vale reinar en el infierno que servir en el cielo. El Mefistófeles del Fausto de Marlowe evoluciona y el de Goethe exhibe cierto nivel de sofisticación. La evolución, sin embargo, no ha sido lineal. Los veneradores y los denigradores aparecen y reaparecen a lo largo de los siglos. Pero no hay duda de que en el romanticismo y su novela negra la reivindicación de lo satánico llegó a su pico. The Monk, de Mattew Gregory Lewis, fue escrito en 1796. Su personificación del diablo en la forma de una adolescente de extraordinaria belleza fue una bomba ideológica. Le siguió una legión de literatos que hicieron del diablo un personaje trágico, estético, erótico y a veces cómico. William Blake propuso renunciar a toda otra religión y rendir culto a Satanás, a quien presenta en sus grabados como un ángel juvenil y bello. La llamada novela negra inglesa de finales del siglo XVIII toma muy en serio el mito satánico. Satanás está presente en toda La comedia humana de Balzac. Hoffman lo retoma en Los elíxires del diablo para crear una atmósfera de angustia, terror y presagios inquietantes.

Théophile Gautier estableció en Onophrius los rasgos de un joven demonio dandy, bien vestido, con el bigote rojo, los ojos verdes y la tez pálida. Es un Mefistófeles sardónico que invadió el arte y la publicidad. Alfred de Vigny celebra en un extenso poema la gloria de “aquel que porta la luz”. Víctor Hugo le dedicó una larga epopeya donde, aunque pecador, Satanás se hace simpático porque sufre a causa de su propia hostilidad, una característica que comparte con los humanos. La apología del diablo en Victor Hugo es puesta de manifiesto en la escena en que describe cómo, en la lucha del diablo con Dios, una pluma que cae de su ala adquiere la forma de un bello ángel femenino, llamado Libertad. En el terreno de la pintura no falta quien difunda la misma imagen: Delacroix pintó La rebelión de Lucifer y de los ángeles rebeldes como un homenaje al impulso liberador.

NO SON REBELDES COMO SATÁN

Diversos grupos humanos y sociedades han relacionado a sus integrantes entre sí a través del diablo. Lo demoníaco ha sido expresión del miedo a sí mismo, explicación del mal por vía de lo sobrenatural, proyección del mal interior y manifestación de rebeldía. Los pandilleros han hecho uso del diablo y otros signos demoníacos para declarar su ruptura con el orden establecido. Tatuajes, graffitis y camisetas estampadas muestran señales de lo satánico: gárgolas, demonios con cachos y fuego infernal son las imágenes más recurridas. También monjes, que son imágenes recodificadas. Dibujamos monjes -explica El Piruca- porque los monjes son seres satánicos, como nosotros. Hacen lo mismo que nosotros. Duermen de día y salen de noche a hacer sus cosas diabólicas.

En modo alguno, los pandilleros reivindican la maldad y lo demoníaco como elementos positivos. En este punto se distancian radicalmente de los románticos y otros apologistas de Luzbel. El padre Alphonse-Louis Constant (1810-1875) estaba convencido de que Lucifer había sido injustamente condenado por un Dios arbitrario. Bajo el seudónimo de Éliphas Lévi escribió varios libros hacia 1840 para describir al diablo como una fuerza espiritual positiva y convertirlo en símbolo de la revolución y la libertad, y en la época de Napoleón III lo presentó como pilar hierático de la ley y el orden. Antes que Constant, George Sand en Consuelo presentó al demonio como un dios del pobre, del débil y del oprimido, como el arcángel de la rebelión legítima. Byron pro¬pugnó la veneración del diablo como rebelión contra un Dios tiránico.

No es así entre los pandilleros. Su aproximación a lo diabólico es casi penitente. Retoman y exhiben los signos diabólicos no para rendir culto al demonio, sino para expresar su rebeldía y ruptura, pero sin cuestionar el orden y sus códigos. No renuncian al sistema de valores. Admiten que están en una situación pecaminosa. No toleran la hipocresía: llevan hasta las últimas consecuencias la aplicación del código moral que asimilaron desde niños. Haciendo gala de una consistencia sin fisuras, se autocondenan, sin por ello retroceder un ápice en el terreno de la ruptura. Y como el orden es divino, abrazan lo diabólico. Son rebeldes que no proponen cambiar el sistema. Sólo pretenden dejar sentada su situación de ruptura.

Esta mezcla de rebeldía y sumisión los convierte en unos transgresores que añoran una inserción en la corriente dominante. De ahí el sueño de todo pandillero, expresado por el Negro Eddy, Eric el Hueso, Franky el Perro y muchos otros cuando hablan de su ideal de vida: Casarme con una chavala decente. En los signos alusivos a la madre se expresa el dolor por la ruptura, y en la unión con una mujer la integración a lo socialmente aceptable. En esta visión de la mujer como puerta de ingreso a la vida buena hunde sus raíces un mito muy común entre los pandilleros: los tatuajes -expresión de la vida del vago- sólo pueden ser borrados mediante un retatuamiento que, en lugar de tinta, use leche de madre primeriza. La recién ex-virgen puede redimir con su maternidad.

EN ANHELANTE ESPERA

Según el marxista francés Georges Sorel, un mito no es descripción de un estado de cosas, sino de una voluntad. En el mito del des-tatuamiento con leche se expresa la voluntad de inserción social con un nuevo estatus que tiene el pandillero. Este anhelo marca los límites de la pandilla como institución. La sumisión llega al final de un ciclo. La rebeldía, sin embargo, produce sus estragos y lanza su interpelación a la sociedad. Por eso siguen en pie las preguntas: ¿Por qué esa fiebre de ruptura adquiere dimensiones epidémicas? ¿Y qué nos está diciendo sobre el actual (des)orden de cosas?

INVESTIGADOR DEL SERVICIO JESUITA PARA MIGRANTES DE CENTROAMÉRICA (SJM). MIEMBRO DEL CONSEJO EDITORIAL DE ENVÍO.

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