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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 231 | Junio 2001

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Internacional

Una propuesta feminista: la democracia vital

A la democracia le ha llegado la hora de ser calificada con un nuevo apellido. El reto actual de la democracia es el reparto equitativo entre mujeres y hombres de responsabilidades y obligaciones en el mundo de lo público y en el mundo de lo privado.

María Elena Simón Rodríguez

La convivencia, coexistencia y cohabitación de mujeres y hombres, la más universal en el tiempo y espacio, no ha sido ni es precisamente la más cívica ni la más pacífica. El hecho de que la naturaleza nos diseñe y prepare como machos y hembras de la especie más evolucionada, no ha dado como resultado una experiencia acumulada y fructífera en pos de formas avanzadas y eficaces de afrontar los conflictos. No nos ha conducido al método de la negociación con el resultado de un pacto.



Un prejuicio ancestral, perverso y universal


El dimorfismo sexual entre mujeres y hombres parece haber dictado la mayoría de los postulados y de las normas jurídico-sociales que ha conocido la humanidad. En todo tiempo y lugar las mujeres en su conjunto tienen, a pesar de su superioridad corporal para la reproducción humana, un estatus político y social inferior al de los varones en su conjunto. Sólo muy recientemente, en determinados países y de forma limitada, las mujeres han accedido a sistemas que reconocen su individualidad y sus personas categorizándolas como de igual rango que los varones de su misma clase y condición.

Se ha roto así un prejuicio ancestral, perjudicial en extremo para las mujeres, que ayuda a explicar siglos de opresión. De mecanimos patriarcales muy bien cimentados a lo largo de siglos nació, se sustentó, creció y se reprodujo por doquier ese prejuicio: la idea de que la naturaleza de las mujeres, que las capacita en exclusiva para las tareas de la reproducción -gestar, parir y amamantar- las colocaba en inferior categoría en las tareas de la cultura, exclusivas de los varones. Todavía oímos y leemos que "las mujeres, por naturaleza, son cuidadosas, ordenadas, sumisas, tiernas, volubles, débiles, emocionales", a pesar de que la evidencia nos pone delante a muchas mujeres que son firmes, desordenadas, rebeldes, resistentes, racionales. Conceptualizar a las mujeres de ese modo y a los varones como sus antónimos, como sus opuestos naturales, ha llevado histórica y socialmente a un conflicto insostenible entre los sexos-géneros.

Bien es verdad que según de qué época se trate y de qué tipo de régimen de convivencia comunitaria hablemos, estos conflictos no han podido aflorar o nombrarse, mucho menos tratar de resolverse. La definición de hombres y mujeres como seres que se complementan como superiores-inferiores no deja lugar a la contestación. Basta con echar una mirada a países y a núcleos familiares donde imperan normas patriarcales fundamentalistas y en estado puro. Allí el conflicto no existe porque todos sus miembros acatan la posición de género que les ha sido adjudicada de antemano, so pena de perder la hacienda, el nombre y hasta la vida.


Cuando ni siquiera se percibí el conflicto


Los conflictos de género, definidos así pertenecen a los últimos tiempos de la Modernidad y se derivan de la extensión de los derechos de ciudadanía, en los que el principio de igualdad se recoge como políticamente obligatorio en todos los textos legales.

A veces pensamos que "antes" las mujeres y los hombres se llevaban mejor, se querían más, se aguantaban con buen talante, se respetaban en su justa medida, porque las mujeres aceptaban la división del trabajo, no protestaban ni exigían que "el otro" se manifestara como persona completa y responsable de todos sus actos y en todos los ámbitos de su vida: los llamados domésticos (reproductivos) y los llamados públicos (productivos). Es que "antes" no lo sabíamos, o no eran tantas las que lo sabían. Por desgracia, cuando la definición convencional y aceptada por una comunidad nos sitúa como inferiores o superiores "por naturaleza", nos desarma para poder reaccionar ante el conflicto. Ni siquiera lo percibimos como un conflicto real.

Los conflictos, como las crisis, no son en sí mismos negativos. Hacen crecer, innovar, progresar, evolucionar, mejorar... O empeorar. En cualquier caso, son inevitables en las relaciones humanas, como consecuencia del choque de intereses, deseos y necesidades. Los conflictos no se pueden negar, tapar o apagar, porque volverán a resurgir recrudecidos. Cuando progresan en la sombra las consecuencias son incalculables y casi siempre nefastas.



Construyendo una nueva casa con materiales de derribo


La resolución de los conflictos incluye distintas estrategias: resistir, acomodarse con o sin conformidad, huir, enfrentarse o negociar. Estas estrategias tienen resultados diversos y pueden salir bien o mal. Incluso la más evolucionada de las estrategias y por la que aquí optamos -la de la negociación- puede no tener el resultado de un pacto, puede concluir en un pacto incompleto o en un pacto que no se cumple. En estos casos habrá que empezar de nuevo o recurrir a otras estrategias.

El sistema patriarcal imperante ha impedido siempre la canalización de los conflictos de género, causados precisamente por el propio sistema patriarcal. Es muy reciente el pensamiento, la teoría que aborda estos conflictos. Y es muy reciente el auge y la proliferación de multitud de voces que nos acercan a distintas soluciones. Son voces que nos llegan desde el feminismo y de sus teorías críticas. No podía ser de otro modo. Sin embargo, a pesar de tantas evidencias y de tantas voces, subsiste la creencia simbólica y acrítica de que no hay conflicto alguno, de que con la enunciación de leyes y normas que consagran la igualdad -de trato, de oportunidades, etc.- ha desaparecido todo rastro de discriminación y de marcas de género. Mientras se afirma esto, se sostienen de forma generalizada roles, costumbres, maneras y estereotipos sexistas de todo tipo, que todo el mundo practica o sufre, extendiendo la impresión de que ya no actúan ni están en vigor.

Porque estamos en una época de transición, ambas realidades coexisten: la una persiste y la otra se alumbra. Por todos lados se pueden observar manifestaciones del "antiguo régimen sexista" y del "nuevo régimen de equidad". Esto convierte a nuestra época en un tiempo preñado de posibilidades interesantes, a la vez que en un tiempo sumamente delicado. Nos toca edificar una nueva casa con materiales de derribo y técnicas heredadas. Las tácticas alternativas han de provenir de persistentes métodos de visualización de lo oculto, de una crítica tozuda ante todo lo que perdura -se manifieste o no- y de un pensamiento innovador y creativo que dé a luz una continua batería de posibilidades que acaben con el antiguo régimen y vayan sustituyéndolo paulatinamente.


El patriarcado subsiste pudriendo los cimientos de la nueva casa


Las mujeres se han ido incorporando masivamente a los sistemas educativos y al mercado de trabajo, aunque con no pocas reticencias y obstáculos. Esto ha hecho variar sustancialmente las creencias patriarcales que preconizaban que las mujeres tenían inferior capacidad cerebral, eran incapaces de razonamiento especulativo, no poseían espíritu ético, no lograban ser imparciales, no podían mantener su palabra en los negocios ni practicar la justicia.

Afortunadamente, muchos mecanismos de relación y muchas normas de convivencia se han adaptado ya a la igualdad básica entre mujeres y varones. Al menos en la definición. Sin embargo, persiste muy bien anclado un sistema simbólico de fortísima raigambre que sigue actuando en los sótanos, pudriendo los cimientos de la nueva casa cada vez que se intenta su construcción.

Descendamos a esos sótanos para buscar ejemplos. Cuando las jóvenes salen del sistema educativo en el que, a pesar de todo, se hallan en mejores condiciones de no discriminación, se encuentran con que, para su inserción en la vida adulta y activa, han de entrar en la carrera relacional-familiar y en la carrera cívico-ocupacional. Estos dos ámbitos -llamados comúnmente pareja y trabajo- son mucho más discriminatorios y contienen en su interior elementos que separan los intereses, deseos, habilidades y necesidades de hombres y de mujeres, como si de un mandato de la naturaleza se tratara.

En todo el mundo, las mujeres siguen siendo la mayoría de las víctimas de la violencia doméstica, del acoso sexual y de la pobreza. Son mayoría en el trabajo doméstico y en el trabajo del sexo. Son mayoría como cabeza de familias monoparentales. Son mayoría entre las personas empleadas a tiempo parcial, entre quienes reciben pensiones mínimas y entre quienes viven en residencias de mayores. Todos estos récords no son ni significan ningún rango de honor ni de orgullo de género. Son manifestaciones de algo evidente: el patriarcado subsiste y se aloja en el edificio social, y no siempre clandestinamente.

A todo esto se enfrentan las jóvenes cuando salen del sistema educativo y llegan a un mundo dominado por adultos patriarcales. Habían creído que tenían todas las puertas abiertas, que se les iba a acoger con entusiasmo y que nada tenían que temer porque durante años de educación habían obtenido los resultados esperados y requeridos. No es así.


Tres pilares inmutables de la desigualdad de género


En todo el mundo hay una desproporción alarmante entre desempleados varones y mujeres. Los diversos sectores laborales siguen sesgados aún por la presencia masiva de hombres o de mujeres. Las mujeres no ocupan apenas puestos de poder, cobran menos, se ocupan mayoritariamente de empleos "domésticos" y de cuidado de las personas, se interesan en gran medida por la belleza, practican poco deporte, no se atreven a proponerse para puestos representativos, se asocian poco, aceptan condiciones desfavorables en el empleo y soportan abusos sexuales o maltratos. Todo este cúmulo de desigualdades y de desventajas las sitúan todavía del lado de la subordinación, a pesar de logros materiales y tangibles y de los avances que, colectivamente, hemos podido obtener, sobre todo durante el siglo XX.

En este panorama, poco o nada contestado, las muchachas jóvenes continúan proyectando sus vidas con arreglo a las expectativas de género, aun sin darse cuenta. Ahora ya no actúan sobre ellas ni la prohibición ni el mandato expreso, sino la creencia simbólica de que la naturaleza ha diseñado nuestros gustos, cualidades y destrezas. No me gusta, no valgo, no sé: esta enseña guía en gran parte el proyecto de vida de las jóvenes y condiciona las futuras relaciones de equidad que pudieran y debieran darse entre hombres y mujeres, en el ámbito relacional-familiar y en el cívico-ocupacional, en la pareja y en el trabajo.

¿Cómo se transmiten estas creencias simbólicas? ¿Cómo se doma la voluntad y el deseo de las mujeres para que continúen adaptándose? ¿Cómo se inyectan modos y maneras estereotipados que tienen apariencia de naturales? En el proceso de socialización todavía subsisten muchos elementos de disimetría. La desigualdad se adquiere pero no se muestra y, aparentemente, no se enseña. Pero hay tres pilares en los que se funda y que prácticamente permanecen inmutables a pesar de los discursos y las costumbres no sexistas: la educación sentimental, el universo simbólico y el conocimiento androcéntrico. Cualquier individuo joven, varón o mujer, recibe continuamente mensajes, mandatos, expectativas y modelos de género, asentados sobre estos tres pilares, a los que intenta adaptarse, proyectando su vida conforme a ellos. Pocas son aún las personas jóvenes que, conscientemente, trabajan por la construcción de una subjetividad libre de prejuicios de género. La identidad de la mayoría viene dada en gran medida por su adaptación a las expectativas sociales que se tienen sobre su persona en tanto que es varón o es mujer.


Sumisas a la "ética del cuidado"


El universo simbólico sexista, el conocimiento androcéntrico del mundo y la educación sentimental de género no son visibles a simple vista. Actúan guiados por la inercia, de forma sistemática, viven en la tradición y de la tradición y se adaptan a los tiempos mostrando distintas caras y provocando grandes contradicciones. A las muchachas se les hacen llegar mensajes como éstos: Ejerce tus derechos, sé independiente, no te dejes avasallar ni engañar, gánate la vida, y a la par, se espera de ellas que se pongan en el lugar de los demás, que conecten con la intimidad de los otros, que se relacionen cuidando los cánones de belleza, que permanezcan en segundo plano para que los varones se encuentren más a gusto, que no muestren sus conocimientos, que colaboren sin iniciativas visibles, que mantengan la calidad de vida de quienes les rodean, que los ayuden, que no opongan resistencia, que allanen dificultades. A la vez, la descripción y el conocimiento androcéntricos del mundo las hace invisibles en muchas esferas de los saberes especulativos y prácticos, el lenguaje las oculta o menosprecia y los mensajes dirigidos a ellas son ambiguos.

Todos estos mecanismos socializadores, discriminatorios y diferenciales, pertenecen a una dimensión bastante oculta y muy difícil de contestar y de remodelar. Todos continúan inclinando a la mayoría de las mujeres jóvenes a desarrollar la ética del cuidado. Otras -las menos- sin saber por qué están siendo pioneras, se despegan de este modelo de género esperado, y contribuyen a la mejora de las condiciones personales de otras mujeres, que podrán multiplicar las posibilidades de realización de sus existencias.


El cuidado: ideas para las niñas


El ámbito del cuidado es un subsistema patriarcal bien pertrechado, con una serie de rasgos propios, sin los cuales ya no tendría el perfil con que lo conocemos. Estos rasgos le confieren carácter de necesidad y de aspiración deseable y, a la vez, le hurtan una consideración elevada en la escala social de valores. El ámbito del cuidado tiene su base en una cualidad llamada implicación, sin la cual no funciona adecuadamente. Además, tiene que ver con varias ideas: el "otro concreto", la donación, el razonamiento práctico, la empatía, la mediación, la responsabilidad, la gestión circular del tiempo, el afecto, la visión del detalle, la comunicación auditiva, la charla. Todas estas ideas se socializan en las niñas de forma velada. Las van preparando y les anuncian que el ámbito del cuidado es el que les espera y que será en ese ámbito donde deberán dar la talla para obtener consideración, apoyo y reconocimiento social y personal.

En el ámbito del cuidado discurre la llamada "vida privada". Es un ámbito absorbente, no se puede planificar, cabalga por encima de otros intereses y necesidades, tapona los propios deseos y dificulta la formación de la persona-sujeto. A pesar de todo esto, todo el mundo aspira a disfrutarlo: los hombres sobre todo; y las mujeres, sobre todo las jóvenes. Perciben en ese ámbito un camino a la felicidad y una garantía de que las necesidades humanas de apoyo, afecto, salud y bienestar estarán cubiertas. Las mujeres jóvenes actuales están siendo sometidas a dobles mensajes, a dobles morales y a dobles castigos. Tienen ante ellas un mundo interesante para desarrollar cualidades humanas y para inventar cómo hacerlo.

Pero no están en disposición de dilucidar en qué medida todo esto implica una desigualdad discriminatoria de la que es difícil escapar, precisamente por la falta de conocimiento de estos implícitos de género de estas ideas que les enseñaron y que funcionan en lo oculto.


La justicia: ideas para los niños


Los hombres no se hallan en un plano similar. En primer lugar, porque no han tenido que pasar por un período de vindicación de derechos de igualdad con las mujeres. También, porque proceden de un género conceptualizado como superior y dominante que les ha situado en un lugar mejor y les ha dado también el privilegio automático de ser cuidados por las mujeres de su vida, pudiendo incluso ejercer la violencia contra ellas cuando no cumplen con los mandatos de cuidado y no les dan satisfacción.

Este fenómeno es universal e interclasista. Sólo en el mundo de las democracias formales comienza a debilitarse, a consecuencia de la aceptación de los principios de igualdad y de justicia para todos, mujeres y hombres. Pero el universo simbólico, la educación sentimental y el conocimiento androcéntrico del mundo les hacen pensar a los hombres que son todavía acreedores del privilegio del cuidado y que están obligados a desarrollar su vida siguiendo, sobre todo, la ética de la justicia, cuya práctica les hará merecedores -sólo por ser hombres- del servicio y de la atención de las mujeres con las que se relacionen.

El ámbito de la justicia tiene su base en la virtud de la imparcialidad. Tiene que ver con "el otro generalizado", el contrato, la remuneración, la gestión lineal del tiempo, la comunicación visual, el juego imaginativo y reglado, la visión de conjunto, el razonamiento teórico, la obligación.

Éste es el ámbito en que transcurre la llamada "vida pública". En este ámbito se puede planificar, entrar y salir, reponer fuerzas para volver, aprender, reformar, compatibilizar, rentabilizar, hacer progresar. Tiene, como sabemos, reconocimiento contractual y es considerado como de mayor rango. Otorga nombre, categoría y estirpe. En él, los varones se han desenvuelto, considerados como iguales o desiguales, pero nunca como idénticos, sin nombre. Sus oficios han recibido clasificación, sus cargos categoría, sus trabajos remuneración o riqueza. Este mundo es el que ha inventado los estamentos y las clases, la tortura, la guerra, el expolio, el exilio. También es el mundo donde se ha cuajado el progreso humano: la ciencia, la cultura, la política, la técnica, el comercio y el arte.


Mujeres y hombres: no somos equivalentes ni equipotentes


Los varones no han sido llamados masivamente a interesarse por el mundo del cuidado, atareados como están por las múltiples actividades que el ámbito de la justicia reclama de ellos. Quizás al patriarcado no le interesa, quizás necesiten muchos incentivos para llegar a considerar que la vida transcurre en los dos ámbitos y que los dos ámbitos les pertenecen, para lo bueno y para lo malo. Las mujeres ya descubrieron las ventajas e inconvenientes de entrar en el ámbito de la justicia. Por entrar pelearon, reclamando su entrada masiva y en igualdad de condiciones. ¿Quizás porque salían de un mundo "privado" -privado de derechos- y basado sólo en la naturaleza materna y cuidadora, y deseaban entrar en un mundo público en el que obtener nombre, remuneración o riqueza y hasta poder personal, en el que podrían ser por fin sujetas y hasta aspirar a beneficiarse de las tareas del cuidado?

El caso es que a principios del tercer milenio, hombres y mujeres aún no vivimos en pie de igualdad, como personas equivalentes y equipotentes y eso causa un malestar indeterminado y poco definido a gran cantidad de seres humanos, tanto mujeres como varones.
Por eso, y porque observamos que existen numerosos indicios de inadecuación entre el discurso visible, aceptado y correcto, y las prácticas, porque consideramos que hay una enorme cantidad de sufrimiento humano evitable y un territorio inexplorado de encuentro equipotente y fructífero, tenemos tanto interés en el análisis de la realidad sexista y en la propuesta de mejorar las condiciones de vida personal y las relaciones humanas.


Nos falta voz, representación e investidura de poder


La fe en modelos inmutables de comportamiento idóneo está muy debilitada. También lo está la aceptación sumisa del concepto de la superioridad o la inferioridad de nacimiento de las personas. También se aprecia este debilitamiento cuando se trata de otras variables humanas diferenciales: la raza, la complexión física, la nacionalidad, la lengua o el origen geográfico.

Todo este avance es fruto de los principios democráticos, de la creencia de que todos los seres humanos nacemos libres e iguales, que ha tardado dos siglos en penetrar en la conciencia de los pueblos del mundo. Como reacción, asistimos hoy a la rehabilitación de textos sagrados que consagran la desigualdad como mandato divino y se nos quiere hacer creer que todo es cuestión de costumbres y ritos. A la par, los documentos legales se afanan en velar por la igualdad, los textos periodísticos o divulgativos acuñan la expresión de políticamente correcto para marcar la pertinencia o no de algunas acciones, y los poderes públicos ensayan organismos e instituciones donde denunciar abusos o solicitar beneficios compensatorios. Con todo tipo de altibajos, hemos dado un salto cualitativo en el camino de la equidad y de la equivalencia entre los sexos y la simple enunciación de los derechos de igualdad empieza a tener manifestaciones prácticas.

En todo este proceso las mujeres y el feminismo hemos tenido un papel fundamental. Sobre todo, porque hemos tenido que implantar y exigir desde fuera lo que dentro se cocía. Sin voto, tuvimos que conseguir el voto. Ahora, sin voz, tenemos que conseguir la voz. Sin voz, porque las mujeres estamos todavía faltas de representación simbólica y de investidura de poder. Todavía representamos a la totalidad de nuestro género cuando realizamos cualquier acción: Todas las madres son..., todas las conductoras hacen..., todas las ministras dicen... Esta posición nos recuerda que venimos de un género conceptualizado como sometido, cuyos componentes -cada una de las mujeres- son consideradas como idénticas y, por tanto, intercambiables para lo que se espera y se exige de ellas.

Con esto no cuentan muchas de las jóvenes, preparadas sólo como "hombrecitos" para interpretar el mundo de lo público, de lo público y notorio, de lo visible, de lo que pertenece a lo cívico, a lo ocupacional, al ámbito de la justicia, reservado todavía por el patriarcado a los varones y tolerado sólo en cierta medida a las mujeres.


Alzo mi voz con una propuesta


Las mujeres tenemos que implantar y hacer oir nuestra voz aun sin voz, con la voz negada, acallada o asimilada al discurso dominante. Tenemos que oir nuestras variadas y diversas voces, que aún reflejan lo que aprendimos en el patriarcado -ya debilitado en cierto modo por las teorías y las prácticas emancipatorias- y que ya reflejan lo que gracias al feminismo hemos logrado inventar.

Mi voz en este caso se alza con la propuesta de una Democracia vital. La idea maestra que la conforma nace del interés en conjugar todo lo que la cultura democrática ha inventado, hecho posible y extendido, con lo que la vida reclama. Esta propuesta también es producto del deseo de dar forma al eslogan Lo personal es político. Y pretende rehabilitar todo aquello que, relacionado con la vida, ha sido reino y patrimonio de las mujeres -bien es verdad que por heterodesignación- para elevarlo a una categoría política autodesignada.

La Democracia vital se basa en los tres principios de la Modernidad -libertad, igualdad y fraternidad- pero les añade los principios que, desde el feminismo, se han propuesto para su mejora y ampliación: equidad, paridad y sororidad, para fundir unos principios y otros en tres principios, más perfeccionados a mi entender: autonomía, equivalencia y solidaridad. El rasgo fundamentalmente original de esta teoría de cambio cualitativo es que se propone para el ámbito relacional-familiar, hasta ahora llamado privado; y para el ámbito cívico-ocupacional, conocido como público.


Habría menos guerras, menos dolor


Sin duda alguna, en las relaciones de poder más primarias se hallan hombres y mujeres, necesarios ambos para la reproducción humana. Por eso, pretender dejar a un lado este tipo de relaciones, o más bien contar con ellas interpretándolas producto de la tradición y hasta de la naturaleza, no teniéndolas en cuenta para cualquier propuesta evolutiva de la humanidad o de cualquier comunidad, me parece uno de los más importantes desatinos, causante de no pocas miserias y de un buen número de tragedias humanas.

Baste con poner un ejemplo espectacular: si los varones se ocuparan del cuidado directo de sus criaturas desde el nacimiento, y de sus mayores hasta la muerte, sólo con este cambio tendrían otra visión de las guerras o de las luchas. Harían lo posible por conservar las vidas humanas en las mejores condiciones y no tendrían como primer propósito el destruirlas para realizar expansiones territoriales fratricidas, como todas a las que nos tienen acostumbradas. Este simple -y trascendental- cambio contribuiría a crear entre los jóvenes varones modelos masculinos de cooperación y de reparto más acordes con las necesidades verdaderamente humanas: alimento, protección, afecto y seguridad.

Los varones dominantes -el arquetipo viril protagonista de la historia, en palabras de Amparo Moreno- de cada cultura y de cada comunidad han pensado y actuado de espaldas a la vida real, de espaldas a la verdadera dicha o sufrimiento de los seres humanos de su entorno, han depositado en sus mujeres la responsabilidad por el mantenimiento de la calidad de vida, a pesar de estar haciéndola casi imposible. Recordemos todas las guerras civiles, las persecuciones, las torturas y los exilios y pensemos qué papel jugaron en estas tragedias la mayoría de las mujeres y la mayoría de los varones.


Un linaje de pensadoras feministas


A pesar de todos los obstáculos, las mujeres feministas hemos avanzado no poco en apenas un siglo. Sin parar de recordar nunca que principios tan generosos como los de libertad, igualdad o fraternidad, también debían alcanzarnos a nosotras. Hemos de reconocer que contamos con éxitos en nuestro haber: en la actualidad es difícil que exista un discurso de principios democráticos que excluya de él a las mujeres.
También hemos podido realizar nuestros propios progresos en el ámbito del pensamiento, fundando una nueva escuela emancipatoria y reivindicativa, con vocación de universalista, donde hemos aprendido a enunciar la equidad como valor cívico de moderación de la libertad y de extensión y delimitación de la libertad, para hacerla compatible con nuestra libertad. Donde hemos aprendido a enunciar la paridad para poder recordar a todas las instancias de poder económico y político que existimos y queremos estar representadas, y que queremos rubricar con nombre propio cualquier decisión que nos concierna. Donde hemos aprendido a enunciar la sororidad, puesto que la fraternidad no dio cuenta de las mujeres como hermanas o como seres equivalentes con quienes había que contar y en quienes había que confiar.

Las mujeres feministas estamos articulando nuestras voces y dándoles formas diversas. En cualquier caso, estamos dando lugar a un linaje de pensadoras por derecho propio que inauguran una nueva era. Simplemente, porque sin nosotras las sociedades del tercer milenio no pueden funcionar. Porque no pueden llamarnos incapaces, escondernos, privarnos de nombre, amordazarnos, meternos en jaulas de oro, y pretender que nos quedemos contentas.


Un "toque femenino" a tres principios modernos


En este ir y venir del pensamiento feminista y de toda la riqueza que entraña en este momento de semidesierto intelectual, donde domina el pensamiento único, el desaliento, el tedio y la creencia ciega en lo inevitable, las mujeres hemos dado también saltos de gigante en un tiempo relativamente corto, con todas las consecuencias que esto tiene, tanto positivas como negativas.
Una gran mayoría de mujeres apreciamos que nuestras condiciones de vida son mejores, aunque podrían serlo más. La mayoría de las mujeres libres de las sociedades democráticas nos alegramos mucho de vivir aquí y ahora cuando vemos las situaciones por las que aún tienen que pasar las mujeres que viven en sociedades autoritarias. En ellas nos reflejamos y no añoramos en absoluto algunas de esas tradiciones autoritarias, que damos como perdidas para bien y para siempre.

Hoy, más que libres deseamos ser autónomas, más que iguales queremos ser equivalentes, y más que fraternas aspiramos a ser sóricas. Simplemente creemos que a los aún válidos tres principios de la Modernidad, les faltó el "toque femenino", que en este caso además de ser estético es ético y es político. Porque no nos fiamos de que, continuando inalterables esos tres famosos principios, tengan la firme intención de incluirnos sin reservas. En su origen no lo hicieron y hasta muy recientemente no lo intentaron. Así que estamos dispuestas a dar ideas para su ampliación. Podríamos resumirlas en esta simple fórmula:

LIBERTAD + EQUIDAD = AUTONOMÍA

IGUALDAD + PARIDAD = EQUIVALENCIA

FRATERNIDAD + SORORIDAD = SOLIDARIDAD
____________________________________
AUTONOMÍA+EQUIVALENCIA+SOLIDARIDAD=
DEMOCRACIA VITAL

En esta fórmula se hallan expuestas con la máxima claridad y en el mínimo espacio mis ideas, contenidas en el libro Democracia vital: mujeres y hombres hacia la plena ciudadanía, editado por Narcea en 1999.


Preferimos la autonomía a la libertad


El desarrollo detallado de los contenidos de estos tres conceptos, autonomía, equivalencia y solidaridad, tiene poco que ver con un mero cambio lingüístico. La libertad se nos negó y se nos sigue negando en muchas ocasiones, oponiéndola a la libertad de los varones y haciéndolas incompatibles: impedimentos o prohibiciones para la realización de profesiones o actividades, obediencia esperada y debida, débito conyugal, sumisión, maternidad obligada, silencio ante el acoso sexual, asalto a nuestra libertad sexual...
Por eso no confiamos en el principio de la libertad, principio desvirtuado tantas y tantas veces para nosotras. Preferimos la autonomía, que implica un estadio superior en capacidad de decisión, en asertividad, en representatividad y en destrezas y habilidades para llevarla a cabo. Porque significa nombre propio, sujeto, identidad elegida, porque rompe con la idea de complementariedad y dependencia, porque abre el camino de la interdependencia, de la negociación y del pacto, y puede abrir el camino de las jóvenes a un nuevo linaje de mujeres a las que no se les puede decir "no pueden, no saben, no deben". La autonomía abre las puertas de la designación, del conocimiento, de la estima, de todo aquello que falta aún por construir desde las mujeres.


Preferimos la equivalencia a la igualdad


La equivalencia es preferible a la igualdad. Este concepto está demasiado desgastado y se ha usado inadecuadamente. A las mujeres no nos ha alcanzado de lleno, pues se supone que la igualdad debe desarrollarse por imitación a algo a lo que hay que igualarse. En este caso, ¿las mujeres deben ser iguales a los hombres? ¿Diferentes? ¿Semejantes? Este cúmulo de preguntas mal resueltas lo podríamos responder cambiando el término de igualdad por el de equivalencia. Ya no se trata de igualarse a nadie, ni al alza ni a la baja, sino de cobrar igual valor, trato, consideración, rango, sin por ello tener que perder o renunciar a las características diferenciales que queramos obtener o conservar de nuestra posición de género-sexo.

La equivalencia supone tratamiento de ida y vuelta, exento de valoración inicial bonus-malus. Así querríamos las mujeres vernos situadas democráticamente: con todo el bagaje acumulado como mujeres, pero con las perspectivas completas de un ser humano acreedor de cualquier bien de los que su comunidad disponga, invente o reparta.


Preferimos la solidaridad a la fraternidad


La solidaridad viene a garantizar lo que nunca aseguró la fraternidad. La fraternidad se hizo entre, por y para varones, excluyendo explícita o implícitamente a las mujeres. La fraternidad significa la tradición pactista, incluso interclasista, pero siempre "entre caballeros", que algunas veces eran bandidos, rufianes o plebeyos, pero que podían reconocerse, nombrarse, ayudarse, cooperar, defenderse, divertirse. La fraternidad puede ser un modelo para las mujeres, pero tal y como ha llegado hasta nosotras, no nos sirve. Hemos de refundarla a través de la sororidad y aprender también a reconocernos, apoyarnos, nombrarnos, defendernos, cooperar entre nosotras.

Así podremos, quizás, tener sentadas las bases de la verdadera solidaridad, meta que aspiramos alcanzar en los próximos tiempos y que representa una figura emergente dentro del marasmo que supone la decadencia irremediable de firmes principios patriarcales, como el de superioridad-inferioridad o el de desprecio a lo diferente, principios que por desgracia aún siguen en vigor, pero que afortunadamente ya es raro que sirvan de argumento. Sin la solidaridad básica entre mujeres y varones no se puede dar ninguna otra, tal y como la entendemos: como un bien de justicia distributiva y no como una graciosa concesión derivada de la benevolencia arbitraria. A las mujeres no se nos puede "dejar" que hagamos esto o lo otro por cortesía, condescendencia o magnanimidad, ni otorgarnos lo que nos corresponde por las mismas razones.
Mientras sea así, entre hombres y mujeres, tampoco desarrollaremos una solidaridad adecuada con terceros países o con colectivos mal situados, pues siempre consideraremos que las exigencias o peticiones son caprichosas y que los derechos son dádivas.


Otro apellido para la democracia


A la democracia le ha llegado la hora de ser calificada con otro apellido, distinto a todos aquellos que se le aplican: formal, representativa, parlamentaria... La democracia merece ser conectada definitivamente con las cuestiones más importantes que conciernen a todo ser humano, de forma personal y de forma colectiva, de puertas adentro y de puertas afuera. La vida personal ha de ocupar por fin su sitio en la democracia y la democracia ha de ocupar definitivamente su espacio en la vida personal.

El reto y la tarea pendientes para la consecución de la democracia vital es el reto del reparto equitativo de las responsabilidades y de las obligaciones. Y la tarea pendiente es la adquisición y pericia en el método de una negociación que tenga como resultado un pacto. Las mujeres hemos avanzado en la ocupación de espacios en el mundo de lo público -en el ámbito cívico-ocupacional, como prefiero llamarlo-, unilateralmente y sin que mediaran condiciones previas para la negociación. O bien, se nos ha permitido nuestra entrada porque era de justicia. O bien, la hemos impuesto por la fuerza de los hechos. Pero los varones no han entrado de la misma manera en el mundo privado -en el ámbito relacional-familiar- a compartir con las mujeres adultas responsabilidades en el cuidado de las cosas y de las personas dependientes. Mientras no sea así, las mujeres nos veremos insertas en el mundo con un plus de tareas-responsabilidades reproductivas y con un minus de tiempo-apoyo-energía, que deberíamos poder dedicar al mundo de los trabajos de producción y representación, en el caso de que así lo deseemos.

En esta situación comenzamos el tercer milenio. El camino recorrido no es ni corto ni estrecho. Este camino es nuestro legado para las jóvenes generaciones, para ellos y para ellas. El feminismo los ha enseñado a mirarse como iguales y ha elevado la categoría política de las mujeres a la de personas sujetas de derechos. No es poco. Pero a partir de ahora nuestro interés ha de mirar hacia la verdadera calidad de vida, que supone que hombres y mujeres nos especialicemos en compartir las tareas y ventajas de la producción y de la reproducción por un lado, y las tareas y ventajas del ocio, la creación y la reflexión por otro. De esto tenemos ya pequeñas experiencias que, aunque fragmentarias, nos sirven como muestras de un modelo superior de la relación humana. Sólo nos resta conseguir que esto se generalice y se incorpore al discurso y a la práctica política, entendiendo esta práctica con alcance tanto privado como público. No es poco. Lo podemos lograr.

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