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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 213 | Diciembre 1999

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América Latina

Voces ciudadanas en vísperas del nuevo milenio

La ciudadanía es ejercicio de poder. Pero una ciudadanía sin voz, sin opinión, sin medios de comunicación propios, es una ciudadanía debilitada. El nuevo milenio será viejo si esta situación, que representa una grave violación de los derechos humanos no cambia en América Latina.

José Ignacio López Vigil

Cuando inauguramos Radio Enriquillo, en el Suroeste de República Dominicana, queríamos abrir sus micrófonos a todas las voces. Queríamos experimentar, desde el primer día de transmisiones, la participación directa de la audiencia.

En aquel 1977, contando con muy poco personal en la emisora, todos hacíamos de todo. Yo estaba como jefe de programación y como entrevistador callejero. Ya había sacado al aire las palabras de niños y viejos, las opiniones de líderes campesinos y jóvenes desempleados, las protestas de las mujeres del mercado y las oraciones de los cristianos desde sus mismas iglesias.
Faltaban los haitianos. Cada año, atraviesan la frontera dominicana cientos y miles de cortadores de caña de azúcar que vienen a ganarse unos pesos en los meses de la zafra. Muchos de ellos se instalan, con mujer y muchachitos, en los bateyes del ingenio, pobres campamentos donde logran vivir -mejor dicho, sobrevivir- con los exiguos jornales que reciben al caer el sol, después de un trabajo extenuante.

Un silencio muy antiguo

Una tarde, fui con la unidad móvil al batey que quedaba más cercano. Me rodearon los cortadores de caña, bien sudados, todavía con los machetes en mano, con sus ca- ras de asombro, descendientes directos de aquellos negros arrancados de África y esclavizados en América.

-¿Cuánto les pagan, cuánto les estafan al pesar los trozos de caña?
Yo preguntaba, y ellos, con su mal español y sus palabras prestadas del creole, iban explicando las difíciles condiciones en que vivían.

-¿Y ustedes qué opinan de todo esto, eh?
Quise atravesar el círculo de hombres y acercar los micrófonos a las mujeres que, con sus niños a horcajadas en la cintura, permanecían detrás de ellos, silenciosas. Pero salieron corriendo, atropelladamente, con risas nerviosas y tapándose la cara.
-No se vayan, esperen...

-Déjelas, señor periodista -me indicó uno de los braceros-. Ésas no tienen nada en la cabeza. Ésas sólo son buenas para parir.
Pero yo seguía, tercamente, tratando de recoger algún testimonio de aquellas mujeres negras. Me acerqué a una que quedó rezagada, con cuatro hijos pequeños, barrigones y desnudos, agarrándose a su falda.
-¡El diablo, mija, corre! -gritó una vieja desde la destartalada casucha hacia donde se dirigía la asustada mujer.

El diablo es blanco. El diablo es hombre. Y aquel entre- vistador novato estaba tratando de romper, con gran inge- nuidad, un silencio muy antiguo, de doble nudo. Porque al silencio de los negros frente a los blancos se sumaba el de las mujeres frente a los varones.
Pasaron las semanas, los meses. Y de tanto acercar la emisora a la gente, la gente acabó acercándose a la emisora. Y cuando visitaba los bateyes, ya no había que forzar las palabras. Había urgencia de hablar. Venían los haitianos a denunciar las injusticias que padecían en el ingenio de caña. Y venían igualmente las haitianas a de- nunciar las injusticias que soportaban en la casa, donde sus maridos las golpeaban, las trataban a ellas con la mis- ma violencia con que ellos eran tratados por los patronos.

Opinando nos hacemos ciudadanos

Como esta anécdota, podría contar mil. Pienso en los mineros del norte de Potosí, en Bolivia, y en sus luchas sindicales a través de Radio Pío XII. Pienso en los indígenas de Guatemala hablando en mam, en quiché, en nahualá, en chortís, legitimando a través de sus emisoras sus múltiples lenguas y su ancestral cultura. Pienso en las mujeres campesinas del sur de Chile, hablando orgullosas a través de Radio Alegría de Lolol. Y las de Ica, en Perú, con su constante buen humor, a través de Radio La Achirana. Y en los desempleados crónicos de Río de Janeiro, opinando a través de Radio Favela. Y en los jóvenes de Buenos Aires y Montevideo, a través de las perseguidas y siempre florecientes radios comunitarias. Y así, podríamos recorrer todo el paisaje latinoamericano y caribeño. En todos los países, en las alturas de Puno y en la profundidad de la Amazonía, desde la frontera mexicana hasta en Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, encontraremos emisoras que buscan democratizar la palabra para contribuir a democratizar la sociedad.

Todas estas radios tienen una misma propuesta: la participación popular. Que la gente hable y que, hablando, se haga más gente. Nada nos humaniza más que la palabra. Barthes decía que el lenguaje sirve para pensar. Y Kant, que aprendemos a razonar hablando. Es que el pensamiento es hijo de la palabra, no al revés. Nos hacemos hombres y mujeres a través del diálogo, de la comunicación. Somos cuando decimos que somos.

Nos referimos, claro está, a la palabra pública. Porque la mujer habla mucho, pero en privado, con las comadres, en la cocina y en el traspatio. Y el campesino es locuaz, pero no delante del patrón. )Cómo se harán escuchar las voces de los pobres, es decir, de cuatro de cada cinco latinoamericanos, de cuatro de cada cinco caribeñas? No queremos ser la voz de los sin voz, porque el pueblo no es mudo. Ellos saben mucho mejor que nosotros lo que quieren y necesitan. Sólo les falta el canal de expresión, la caracola tecnológica, la radio.
Este es el primer desafío de una emisora con responsabilidad social: amplificar la voz del pueblo y, de esta manera, legitimarla socialmente. Más que oyentes, queremos interlocutores. Más que receptores pasivos, queremos público que participe en la programación. Que llamen y salgan en directo. Que vengan a la radio a protestar por un abuso o a pedir una canción romántica. Y todavía mejor, que la radio salga al encuentro de la gente y abra sus micrófonos en la calle, en el mercado, en la parada de buses, en la casa campesina.
En este proceso de dar, o mejor, de devolver el habla al pueblo, las radios con sensibilidad social maduran el fruto más acabado de la educación: la autoestima, el empoderamiento. Este es el punto de partida para la construcción de ciudadanía. Hablando, opinando públicamente, nos ciudadanizamos.

Los valores de la ciudadanía

Ciudadanía. Como todas las palabras, también ésta puede ser mal entendida. Una primera confusión sería hacerla equivalente a lo urbano. Al comprenderla así, estaríamos excluyendo al campesinado. Otra confusión sería pensar sólo en los adultos, porque solamente te dan la cédula cuando llegas a la mayoría de edad. Ciudadanía podría esconder también un peligroso nacionalismo, excluyente de los inmigrantes, dividiendo el mundo según las fronteras políticas.
Pero la ciudadanía, trascendiendo su origen burgués y su marca francesa, no es nada de eso. El concepto moderno de ciudadanía hace referencia al respeto profundo que merece todo individuo por el simple hecho de serlo. Ciudadanos somos todos y todas, sin discriminación por raza, género o edad, sin exclusión de ningún tipo por credos religiosos ni opiniones políticas ni opciones sexuales. Ser ciudadano o ciudadana es ser sujeto de derechos, de los que se suscribieron hace 50 años en la Declaración Universal, y de la integralidad de los nuevos derechos sociales, económicos, políticos y culturales. Ser ciudadano o ciudadana es ser sujeto de deberes, porque mi derecho termina exactamente donde comienza el derecho ajeno.
Ciudadanía es ejercicio de poder. Es pasar de simples pobladores con cédula a personas que participan activamente en la vida de su comunidad, de su país. Que piensan con cabeza propia y pesan en la opinión pública, que eligen a sus gobernantes y también los fiscalizan, que denuncian la corrupción, que se organizan, que se movilizan, que no se conforman con la democracia representativa y ejercen la democracia participativa. )Qué caracteriza mejor la misión de nuestras radios que esta construcción de ciudadanía?
En América Latina y a lo largo de medio siglo, estas radios se han llamado comunitarias, populares, educativas, libres, participativas, alternativas... Diferentes apellidos para una misma misión: promover los valores de la ciudadanía. Por eso, a todas estas emisoras de corte social les calza bien el nuevo nombre de radios ciudadanas.

¿Quién vale más?

¿De qué valores se trata? De los que aparecen resumidos en el Artículo 1 de la Declaración Universal: todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos.

No vale más el hombre que la mujer. Por suerte, la biología nos recordó a todos los machistas que nuestros cromosomas son XY, que la mitad del varón es mujer.

No valen más unas razas que otras. Por suerte, la paleontología nos enseñó que todos los humanos provenimos de África. Que el blanco no es más que un negro desteñido.

No valen más los adultos que los niños, ni los jóvenes más que los viejos. Por suerte, la física moderna nos demuestra que el tiempo es relativo y que usted podría envejecer más rápido que su abuelo o llegar a ser más joven que su nieto.
No vale más una especie que el conjunto de la madre Naturaleza. Por tanto, cualquier desarrollo debe ser sostenible, so pena de arruinar el único planeta que tenemos para vivir, nuestra casa común.

Valemos lo mismo, por derecho. Y somos diferentes, por suerte. Porque en la variedad está el gusto, como bien dice la sabiduría popular.
En estos tiempos de homogenización cultural y de imposición del american way of life, las radios ciudadanas defienden el supremo derecho a ser y a pensar diferente. Y el deber correlativo de la tolerancia hacia quienes no son ni piensan como nosotros. Durante mucho tiempo nos inculcaron el amor a los semejantes, cuando lo revolucionario hubiera sido el amor a los diferentes. Este es el meollo de la ética ciudadana: iguales aunque diferentes, porque todos y todas nacemos con los mismísimos derechos.
Como radialistas, el derecho que más nos compete, es el que aparece reconocido en el artículo 19 de la Declaración Universal: la libertad de opinar y de difundir lo que uno opina por cualquier medio de expresión.

Este derecho es piedra angular de la ciudadanía y, por tanto, de la democracia. El derecho a la palabra pública es el que recuperaron aquellas mujeres haitianas y el que debe poseer toda la ciudadanía. Uno de los derechos que están más torcidos en nuestro continente.

Muchas emisoras, poca democracia

¿Quiénes gozan del derecho a la comunicación ejercido a través de los medios de comunicación? Pocos, poquísimos. La mayoría de los sectores sociales están tan excluidos de la palabra pública que han llegado a pensar que es un bien inaccesible, que ese derecho no es para ellos.
Se pensaría que en América Latina no se da este problema. Nuestro continente es, de lejos, el que suma mayor número de radioemisoras. Sin contar las que no tienen licencias de transmisión, que son varios miles, podríamos hablar de unas 30 mil instaladas en nuestra región y disputándose a dentelladas las audiencias.
Ahora bien, bajo una falsa apariencia, este exceso de emisoras no demuestra una mayor democratización de las ondas ni contribuye al pluralismo informativo. Porque la inmensa mayoría de estas radios están asignadas a la empresa privada con fines lucrativos. Y cuando la finalidad es hacer dinero, los formatos más baratos -pan y circo- se repiten hasta el cansancio. En las ciudades latinoamericanas usted puede girar el dial, especialmente el de FM, y pasearse por los programas que están siendo ofertados. Tendrá la extraña sensación de estar escuchando una misma emisora fotocopiada: los mismos discos molidos una y otra vez, las mismas noticias tomadas de agencias extranjeras, la misma vaciedad de producción nacional.

El monopolio de la palabra

América Latina copió el modelo comercial de Estados Unidos y nunca se interesó siquiera en el concepto de servicio público manejado en Europa. También en Estados Unidos se reserva, al menos, un segmento del espectro para emisoras culturales y comunitarias. Sin embargo, en nuestros países las frecuencias se han entregado sin ningún criterio social a los amigos políticos y a las empresas ansiosas de aumentar sus ganancias.
Pero el espectro radioeléctrico y sus frecuencias no son del Estado ni de los particulares. Como bien explica la UIT, estas frecuencias son un bien público y colectivo, patrimonio común de la Humanidad, según el Tratado de Torremolinos (UIT) y el artículo 33 del Convenio Internacional de Telecomunicaciones con el ajuste alcanzado en Nairobi. Son un recurso natural como el aire o la capa de ozono. Nos pertenecen a todos y a todas, a la ciudadanía planetaria. Los Estados, administradores de las frecuencias, asignarán éstas de la manera más equitativa en orden a promover el ejercicio del derecho a la comunicación de todos los sectores sociales.

Resulta inevitable la pregunta: )quiénes y cuántos son dueños de la palabra y de la imagen en América Latina? La concentración salta a la vista y a la oreja: el 85% de las emisoras de radio, el 67% de los canales de televisión y el 92% de los medios escritos pertenecen a la empresa privada comercial. Las radios culturales y educativas apenas llegan al 7% y las televisoras instaladas con estos fines cubren el 10% del total de canales de la región.

Si mala es la situación, peor es la tendencia: de continuar así, en muy pocos años, de cinco a diez corporaciones gigantes controlarán la mayor parte de los principales periódicos, revistas, libros, estaciones de radio y televisión, películas, grabaciones y redes de datos. Cada vez menos opinadores y más opinados, como ácidamente concluye Eduardo Galeano.

Ciudadanía sin medios, ciudadanía débil

Monopolios de la información. Esos son los gigantes que advertía Jóse Martí, los que llevan siete leguas en las botas y van engullendo mundos mientras los aldeanos se entretienen con aldeanerías.

Estos monopolios nos presentaron los bombardeos de la OTAN en Kosovo como actos de solidaridad. Estos monopolios llevan 40 años queriéndonos convencer que el bloqueo contra Cuba es necesario para no contaminar de socialismo al resto de América Latina. En estos mismos días, las grandes cadenas de noticias están tratando de sugestionarnos de que Estados Unidos debe intervenir en Colombia para protegernos de un mal -el narcotráfico- que ellos mismos crearon y sostienen por las enormes ganancias que reporta a los cárteles norteamericanos, que son la cabeza del pulpo y a los que nunca se menciona.

Esta monopolización de los medios y de la información es preocupante. Porque para nadie es un secreto que hoy en día el poder se construye en los medios de comunicación. En Ecuador, se decía antes que el candidato que llenaba la Plaza de San Francisco iba seguro de Presidente. Actualmente, los políticos abandonan los balcones y corren a los sets y a las cabinas. En América Latina, si usted quiere hacer carrera política, no estudie política, métase a locutor o a cantante o actúe en una telenovela.

Así las cosas, si la sociedad civil no tiene voz e imagen pública y propia, tampoco tendrá poder. Una ciudadanía sin medios de comunicación propios será una ciudadanía débil. Mejor dicho, debilitada. En la anécdota de las haitianas, ellas hablaban, pero era yo quien tenía el micrófono. )Y por qué no pensar en una emisora del batey, administrada por ellas mismas?
Queremos, exigimos, muchas radios y televisoras ciudadanas. Radios y televisoras en manos de mujeres, de jóvenes, de indígenas, de universidades, de grupos ecologistas, de sindicatos, de los más variados movimientos sociales. Hay suficientes frecuencias, si se reparten bien. En el dial todos cabemos, como dicen los colegas salvadoreños. Hay sitio para emisoras comerciales, hay sitio para emisoras estatales, y tiene que haber sitio, y un sitio equitativo, significativo, para emisoras ciudadanas, independientes, que no persiguen el lucro ni hacen propaganda política.

Marcos legales discriminatorios

¿Qué pasa en América Latina? No hay leyes que promuevan, ni siquiera permitan, el nacimiento y el desarrollo de las radios ciudadanas. Salvo el honroso caso de Colombia, cuyo Ministerio de Comunicaciones asignó el año pasado más de 400 frecuencias para radios comunitarias; y el de Bolivia, cuya Superintendencia de Telecomunicaciones está ayudando a legalizar las radios indígenas, los demás gobiernos muestran una sorprendente intolerancia hacia los medios comunitarios.
En Chile, a las radios comunitarias solamente se les au- toriza la ridícula potencia de un vatio. Para colmo, estas emisoras tienen, por un lado, prohibida la publicidad y, por otro, negado cualquier subsidio.

En Argentina, las organizaciones civiles sin fines de lucro están explícitamente excluidas del acceso a las frecuencias.
En Brasil, la llamada ley de radios comunitarias las limita a 25 vatios, les prohibe la publicidad, les prohibe transmitir en red, y solamente otorga un par de frecuencias sobre todo el inmenso territorio brasileño para que ahí se ubiquen todas las emisoras comunitarias que logren ser autorizadas.

En Uruguay, las telecomunicaciones están bajo la órbita del Ministerio de Defensa. Las concesiones son discrecionales y muy pocas familias controlan todo el espectro.

En Ecuador, las radios comunitarias fueron colocadas bajo el estatuto de la seguridad nacional. Los indígenas llevan años presentando debidamente sus papeles y no han recibido respuesta a sus solicitudes.
En Perú, en México, en la mayoría de nuestros países, las frecuencias se están subastando. El único criterio para obtener la asignación es la mayor cantidad de dinero que se pone sobre la mesa. En Guatemala, las subastas alcanzan sumas imposibles para una comunidad indígena. Por ejemplo, la frecuencia 95.9 para el pueblo de Totonicapán fue subastada por 382 mil quetzales (76 mil dólares). )Tiene precio la libertad de expresión?
Se escucha repetidas veces la afirmación de que no hay democracia sin libertad de expresión. Pero, para ser justos, hay que completar la frase: no hay libertad de expresión sin democratizar las actuales leyes de telecomunicaciones, obsoletas y discriminatorias, que dejan fuera a la ciudadanía. Con la misma fuerza con que algunos reclaman libertad de prensa, nosotros reclamamos libertad de antena.

Les doy una primicia: en estos mismos días, el Relator de Libertad de Expresión de la OEA, Santiago Canton, ha solicitado a AMARC informes sobre las normas que rigen en el hemisferio para la asignación de frecuencias radiales y sobre los puntos en que se viola el artículo 13 del Pacto de San José. En breve, esperamos tener una audiencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para denunciar las graves violaciones que en esta materia se vienen dando en la mayoría de nuestros países. Porque la distribución del espectro radioeléctrico, antes de ser un problema técnico, es un asunto de Derechos Humanos.

Hacia el nuevo milenio

En los próximos años, podremos hacer radio y televisión con mejor tecnología, pero ésa no será la gran novedad del milenio. Podremos producir con calidad digital, con mil canales simultáneos, a velocidad de la luz para navegar en Internet y correr por todas las superautopistas de la información. Pero ésa no será la novedad esperada.

La mayor originalidad del futuro será devolver a los medios de comunicación su vocación primera, la de servir a la ciudadanía. Más aún, devolver los medios a la ciudadanía. Que todos los sectores sociales tengan igualdad de acceso a las frecuencias de radio y de televisión.

La gran novedad será ver florecer en toda América Latina y el Caribe, en toda Iberoamérica y en el mundo, cientos, miles de radios y televisoras comunitarias y ciudadanas.
El milenio no será nuevo, sino viejo, si persiste el actual monopolio de la información. El milenio será viejo, más viejo que el que se va, si la ciudadanía no cuenta con medios de comunicación propios e independientes, que constituyen la mejor garantía de la libertad de expresión.

Este encuentro de radioapasionados y radioapasionadas es un momento especialmente propicio para invitarnos a una alianza entre quienes estamos contra el monopolio de los medios y por el ejercicio universal del derecho a la comunicación. Una alianza entre las radios locales, comunitarias o comerciales, porque ambas corren el mismo peligro de ser engullidas por las grandes cadenas. Una coalición entre los medios laicos y religiosos, entre las radios universitarias, las populares, las municipales, en unión con la UNESCO y con su Oficina Regional de Comunicaciones para América Latina, que tanto nos ha apoyado en esta lucha, en unión con los demás organismos de Naciones Unidas, con todos los movimientos sociales progresistas, con todos los empresarios que tengan sensibilidad social.
Es una invitación a sumarnos en la misión común de democratizar las comunicaciones, de ciudadanizar el espectro radioeléctrico. Urge una complicidad de buenas voluntades para que las palabras de aquellas mujeres de los bateyes y las de todas las naciones de la tierra vuelen libres, como las mariposas amarillas de Aracataca, y cubran por entero nuestro planeta azul.

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