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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 386 | Mayo 2014

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Internacional

Lo pequeño no es tan hermoso... ni tan ecológico

Los costos ambientales del incrementado consumo de aparatos electrónicos son cada vez mayores y están cada vez más demostrados. El ciclo de vida de un microchip sintetiza un proceso paradójico y revelador: mientras el progreso tecnológico avanza hacia la miniaturización de los dispositivos electrónicos, el impacto ambiental de esos dispositivos electrónicos se acrecienta.

José Bellver Soroa

En un contexto en el que la economía mundial aún no ha terminado de recuperarse, especialmente en Europa, de la Gran Recesión iniciada en 2008, la producción y el consumo de aparatos electrónicos no cesa de incrementarse en el mundo. Toda una serie de artefactos inundan crecientemente hoy nuestros hogares y lugares de trabajo. Están aparentemente destinados a hacernos la vida más fácil: ordenadores portátiles, smartphones, tablets, PDAs, notebooks, ultrabooks y toda una serie de “innovaciones” electrónicas no siempre tan diferentes de su versión anterior, de nomenclatura en ocasiones impronunciable, y con dimensiones y pesos cada vez más reducidos.

Paradójicamente, a pesar de la miniaturización y la mayor ligereza de los bienes de consumo electrónicos, su impacto ambiental sigue siendo enorme. Especialmente si tenemos en cuenta todas las fases del ciclo de vida de estos productos, desde su cuna hasta su tumba. Aun así, siguen siendo presentados como solución a los problemas de insostenibilidad ecológica.

HAY QUE VER EL APARATO ELECTRÓNICO
DESDE SU CUNA HASTA SU TUMBA

La informática y la electrónica siguen exigiendo una extracción masiva de sustancias minerales, además de los costes energéticos que su fabricación y uso llevan aparejados, con las consecuentes emisiones de residuos -muchos de ellos tóxicos- en las distintas fases de la cadena productiva, basura electrónica incluida.

La fabricación y el uso del equipamiento tecnológico que acompaña esta extensión del sector servicios es, por tanto, una muestra más de la ausencia de cualquier atisbo de desmaterialización económica. Y por tanto, una prueba de que el capitalismo actual sigue expandiendo la producción de bienes y servicios a costa de los recursos naturales procedentes de la corteza terrestre y del deterioro de los ecosistemas globales. Igualmente, y de la misma forma en que existen jerarquías sociales en el sistema económico capitalista, el uso de estos recursos y los sumideros globales de desechos están también distribuidos de forma desigual en las poblaciones del mundo.

LA REVOLUCIÓN DE LAS TIC:
UN ANTES Y UN DESPUÉS

El desarrollo y la implementación de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) a partir de los años 70, y su cada vez mayor presencia en las sociedades industrializadas a partir de los años 90, ha sido y sigue siendo uno de los elementos sobre los que descansa el espejismo de la posible expansión ilimitada del sistema económico en un entorno finito como es nuestra biosfera. En términos más generales, el desarrollo tecnológico es para muchos economistas la principal, si no la única, forma de sortear las restricciones que la Naturaleza pudiera imponer al crecimiento económico y de así poder acallar los malos augurios de quienes, aún con sólidas bases científicas, llevan alertando sobre estos límites desde hace ya más de cuatro décadas, notablemente a partir de la publicación del informe al Club de Roma sobre “Los límites al crecimiento”.

Lamentablemente, a pesar de los múltiples avances tecnológicos desde aquella fecha, la prevalencia de una crisis ecológica con distintas dimensiones y escalas hace que este debate siga hoy más vigente que nunca. En el último informe “La situación del mundo 2013: ¿Es aún posible lograr la sostenibilidad?” del Worldwatch Institute, publicado en castellano por Fuhem Ecosocial e Icaria, puede consultarse el segundo capítulo, en el que Carl Folke repasa la información científica más reciente en torno a los límites planetarios ya rebasados.

Las TIC, que podemos definir como el conjunto de productos y servicios necesarios para digitalizar, almacenar, procesar, distribuir y comunicar información, constituyen, sin duda alguna, uno de esos avances tecnológicos que están marcando un antes y un después en múltiples ámbitos de las sociedades mundiales, aunque con un elevado grado de disparidad entre ellas. No existe de hecho ninguna certeza de que las TIC favorezcan la reducción de las desigualdades de nuestro mundo, existiendo incluso la amenaza de que pudieran convertirse en un factor que contribuya a su agudización como consecuencia de que una nueva brecha viniera a sumarse a las que ya separan a colectivos sociales y países.

Podría decirse que su auge inicial a finales del siglo pasado dio lugar a cierta euforia colectiva entre científicos sociales, entre quienes se hablaba, quizás con cierta precipitación, de una “tercera revolución industrial”, de la “sociedad de la información” o de “sociedades post-industriales”. Y en el ámbito económico, de una “economía del conocimiento”, en ocasiones utilizada como sinónimo de “nueva economía”, un término hoy quizás más en desuso tras el fiasco sufrido con el desplome bursátil de las puntocom al finalizar el pasado siglo 20. Actualmente, a pesar de las incógnitas e incertidumbres que siguen girando alrededor de las TIC y sus efectos en múltiples dimensiones, no dejan de representar un fenómeno con visos de tener una honda y dilata influencia en la configuración y el comportamiento de la economía mundial, pudiendo considerarlos como su fuerza estructurante.

EL MITO DE LO INMATERIAL

La centralidad del conocimiento y de la información en esta “nueva era” ha llevado igualmente a calificar esta extensión tecnológicamente avanzada del sector servicios de “economía de lo inmaterial”, cuestión que, en el terreno de la discusión en torno a los problemas subyacentes a las relaciones entre economía y Naturaleza, entronca directamente con una de las polémicas más recurrentes de los últimos años en el ámbito de las relaciones entre crecimiento y medioambiente: la de la “desmaterialización” de la economía, o el desacople entre el crecimiento económico y el uso de recursos naturales. El otro pilar fundamental sobre el que se sustenta el argumento de la desmaterialización es el de la supuesta sustitución de materias primas tradicionales por nuevas sustancias menos intensivas en energía y materiales que las primeras.

Las primeras investigaciones sobre esto fueron las llevadas a cabo en 1978 por el economista Wilfred Malenbaum para la National Commission on Materials Policy (Comisión Nacional para las Políticas de Materiales) de Estados Unidos. En ellas se mostraba una tendencia a la reducción en la intensidad de uso de una veintena de materias primas por unidad de PIB entre 1950 y 1975 y se anticipaba una continuación futura de esta tendencia. Según Malenbaum, esto se producía principalmente como consecuencia del cambio tecnológico, que permitiría generar la misma cuantía de valor con menos inputs materiales y un cambio aparejado a la terciarización de las economías industrializadas.

En el caso de los países en desarrollo, y partiendo de una visión lineal del desarrollo económico, esta intensidad se incrementaría durante la etapa previa de industrialización de sus economías agrícolas, representándose así la relación entre consumo de materiales y renta como una curva en forma de campana o de U invertida.

Esta hipótesis de desmaterialización económica fue posteriormente reforzada por toda una serie de estudios que en algún caso trajo consigo el presagio de un supuesto final de la “era de los materiales”. Sin embargo, una buena parte de estos estudios estaban centrados en el análisis de materiales específicos y no en indicadores integrales de consumo material, por lo que se demostraría más tarde que en muchos casos el fenómeno analizado podría más bien denominarse “transmaterialización”, en el sentido de que la reducción en el uso de unos materiales se debía a la sustitución por otros de mayor calidad. En otros casos, al ampliar la serie temporal de estudios anteriores las curvas que describían los patrones de consumo de materiales adoptaban una forma de N más que de U invertida, produciéndose, contrariamente a lo pronosticado, una “rematerialización” de la economía.

No obstante, una distinción esencial es la que cabe hacerse entre desacople o desmaterialización en términos absolutos, que es la que se produce cuando el uso de materiales disminuye en tiempos de crecimiento económico, frente a la desmaterialización en términos relativos, cuando el uso de materiales crece a un ritmo más lento que la economía. La creciente bibliografía basada en la metodología del análisis de flujos de materiales lleva ya unos años demostrando cómo los casos de desmaterialización absoluta -la que resulta ecológicamente significativa- son limitados o más bien inexistentes, por mucho que sí puedan darse situaciones de desacople en términos relativos.

Al descender a la escala sectorial y de productos específicos, observaremos también que las TIC y la mencionada sociedad de la información, con su innegable dimensión intangible, ocultan unos cimientos ambientales que conviene sacar a la luz para evitar evaluaciones acríticas.

COMPUTADORAS:
UN IMPACTO AMBIENTAL CRECIENTE

A pesar del pinchazo de la burbuja a la que el auge de las TIC dio lugar bajo el rótulo de “nueva economía”, la economía de lo digital y lo cibernético parece estar viviendo hoy un nuevo auge, tanto en la producción como en el consumo de los múltiples dispositivos electrónicos que se utilizan.

Mientras la dimensión socioeconómica ligada a este fenómeno es ampliamente tratada y discutida, el debate social en torno a sus consecuencias ambientales parece más reducido y su visualización no deja de estar limitada, como todos los ámbitos del binomio economía-Naturaleza, por el velo monetario que la recubre.

Las cifras ofrecidas por la observación detallada de los flujos de recursos y residuos a lo largo del ciclo de vida de los equipamientos electrónicos asociados a las TIC avalan la existencia de un impacto ambiental creciente y nos llevarán a distanciarnos de anhelos como aquel que en los inicios de la revolución informática apuntaba E. Parker al afirmar que “en la era de la información, el crecimiento económico ilimitado será teóricamente posible, al conseguirse un crecimiento cero del consumo de energía y materiales”.

El físico Eric Williams, uno de los académicos que más contribuye hoy a desvelar esta cara oculta de las TIC, mostraba en un estudio elaborado junto con Ruediger Kuehr para las Naciones Unidas, cómo la fabricación de productos electrónicos es altamente intensiva en el uso de recursos naturales, superando con creces a otros bienes de consumo. Según sus cálculos, la fabricación de una computadora de mesa requiere al menos 240 kilos de combustibles fósiles, 22 kilos de productos químicos y 1 tonelada y media de agua. El peso en combustibles fósiles utilizados para fabricarla supera en diez veces el peso de la computadora, mientras que, por ejemplo, para fabricar un coche o una nevera, la relación entre ambos pesos -combustibles fósiles usados en su fabricación y el producto en sí- es prácticamente de uno a uno.

LO QUE NOS ENSEÑA
EL CICLO DE VIDA DE UN MICROCHIP

Otro ejemplo vinculado, e igualmente significativo a la hora de evaluar las implicaciones ambientales de la revolución de las TIC, en tanto que piedra angular de la misma, es el de la microelectrónica, o más concretamente el del microchip, que hoy ya podemos encontrar en todo tipo de aparatos electrónicos (computadoras, teléfonos móviles...)

El microchip es a menudo asumido como un buen ejemplo de desmaterialización, ya que su valor y utilidad son elevados, mientras que su peso es insignificante. Sin embargo, en una célebre publicación de Williams, junto con Robert Ayres y Miriam Heller, sus autores mostraron cómo un microchip de 2 gramos requiere para su fabricación de 72 gramos de productos químicos, de 20 litros de agua y del equivalente a 1.2 kilos de combustibles fósiles en consumo energético, además de generar 17 kilos de aguas residuales y 7.8 kilos de desechos sólidos, además de una serie de emisiones tóxicas a la atmósfera. Según sus autores, y debido a la falta de datos, el cálculo contiene importantes subestimaciones, especialmente las que se derivan de la purificación de químicos y gases para fabricación de semiconductores.

El análisis del ciclo de vida de un microchip sintetiza en definitiva un proceso a todas luces paradójico y a la vez revelador: mientras el progreso tecnológico avanza hacia una miniaturización de los dispositivos electrónicos, el impacto ambiental de esos dispositivos se acrecienta.

El equivalente energético en el uso de un microchip en su tiempo de vida está en los 440 gramos. Es decir, que el 73% de la energía utilizada en vida es consumida en su manufactura, frente al 27% en su uso, lo que contrasta con el 88% en el uso de un coche frente a su fabricación y el 91% en el caso de una casa. De ahí la importancia del análisis del ciclo de vida de estos productos para poder evaluar correctamente el impacto ambiental que causan.

EFECTOS REBOTE LIGADOS A LAS TIC:
UN CÁLCULO COMPLEJO Y NECESARIO

Sin tener en cuenta todo esto, podría pensarse intuitivamente que la aplicación de las TIC en la actividad económica tiene un efecto directo en reducir el uso de recursos naturales generalizando servicios más eco-eficientes, optimizando los procesos de producción o reduciendo la movilidad a través de lo virtual, por ejemplo, con las videoconferencias. Pero no sólo es necesario tener en cuenta los efectos directos, sino también los efectos indirectos que pudieran llevar a aumentos en el uso de materiales. Es lo que se conoce como “efecto rebote”: cuando las ganancias en eficiencia se saldan con un aumento del consumo de recursos o con la generación de residuos.

Son múltiples las dimensiones socioeconómicas que pueden dar lugar a efectos rebote como consecuencia del desarrollo de las TIC, bien sea porque puedan generarse reducciones en los precios como consecuencia de una mayor eficiencia y por el mayor consumo de otros bienes o servicios que se puedan derivar del ahorro subyacente, bien sea por los efectos indirectos debidos a la existencia de sustitutos imperfectos -por ejemplo, transporte y telecomunicaciones- o simplemente por el propio crecimiento económico, estimulado por la implementación de las TIC -vía mayor productividad-, lo que podría acabar deshaciendo a escala macro los ahorros logrados en el uso de materiales a escala micro.

Un primer efecto rebote suele venir de la mano del aumento de infraestructuras que la propia puesta en marcha de las TIC requiere: nuevas actividades de construcción y de cableado, equipamientos de todo tipo (servidores, amplificadores, routers…) y aumentos en la potencia energética para satisfacer las nuevas y crecientes demandas de los nuevos equipos. Realizar esta contabilidad es una tarea compleja, pero no puede dejarse de lado, especialmente cuando observamos el elevado grado de renovación que estas infraestructuras requieren como consecuencia de los constantes avances tecnológicos.

¿OFICINAS SIN PAPELES?

Un ámbito esencial donde el afloramiento de las nuevas tecnologías ha comprometido las promesas de mayor sostenibilidad ecológica de la nueva economía y sociedad de la información ha sido el de los cambios en las pautas de consumo. Uno de los primeros mitos desvelados en este sentido ha sido el de la “oficina sin papeles” que la expansión de las TIC parecía prometer, pues, los procesos de digitalización han venido acompañados de incrementos en las ventas de impresoras más baratas y rápidas, de tal manera que sólo en Estados Unidos el consumo de papel llegó a multiplicarse por cinco entre 1960 y 1997.

En cuanto a los medios de información digitales, a pesar del notable aumento en su número de lectores, en detrimento de la prensa escrita, tampoco están muy claras las ventajas ambientales de leer las noticias por Internet o leerlas en un periódico en papel. Según documenta Andrius Plepys, el impacto ambiental sería mayor en el medio digital una vez pasados 20 minutos y aún más amplificado si quien lee decide imprimir una o varias de esas noticias.

¿LEER EN PAPEL
O LA LECTURA DIGITAL?

Además de las computadoras, los lectores electrónicos (e-readers) donde cabe incluir tanto libros electrónicos (e-books) como las tabletas (tablets) son hoy los dispositivos que en una progresión exponencial parecen estar sustituyendo la lectura en papel por la lectura digitalizada. En el paso del papel a lo digital aparentemente el impacto medioambiental se reduce sustancialmente, sobre todo teniendo en cuenta la huella de carbono derivada de la tala de árboles, cifrada en 30 millones de árboles en el caso de Estados Unidos, sólo en el año 2006.

Sin embargo, en un análisis reciente sobre la cuestión se concluía que harían falta cien libros impresos para llegar a la huella de carbono de un popular modelo de tabletas (iPad). Y en términos de combustibles fósiles -tanto la energía como los plásticos empleados en su fabricación-, el uso de agua y el consumo de materiales (metales y otros recursos minerales usados para los distintos componentes electrónicos y la batería), el impacto de la fabricación de un e-reader equivale aproximadamente al de la fabricación de 40 ó 50 libros.

El impacto ambiental de la sustitución digital dependerá mucho del comportamiento de los consumidores de uno y otro formato. Será menor el de quien lea muchos libros en el formato digital frente a quien lo haga menos, de la misma forma en que un libro en papel tendrá un menor impacto por libro dependiendo del mayor número de manos lectoras por las que pase. Es cierto que el formato electrónico requiere energía para su uso, aunque en una proporción menor -en torno a una tercera parte- respecto a su fabricación, variando sustancialmente de más a menos entre las tabletas y los dispositivos que utilizan tinta electrónica. En cualquier caso, la complejidad de este asunto nos lleva a descartar cualquier apriorismo.

LAS COMPRAS ELECTRÓNICAS
Y EL TELETRABAJO

Otro terreno donde conviene hacer bien las cuentas es el del comercio electrónico, la gran esperanza despertada por la nueva economía. Como señala Óscar Carpintero: “A pesar de que en este caso las ventajas afectan tanto a la esfera de la producción como a la del consumo, cabe recordar que este tipo de comercio, si bien simplifica los desplazamientos relacionados con la obtención de información y la compra efectiva, no evita el transporte de los productos a domicilio y el coste o impacto ambiental asociado a este transporte”.

El comercio electrónico tiende a favorecer un transporte en ocasiones peor aprovechado y, en términos generales, más rápido -avión y camiones frente a tren o barco-, llegando así a cuadruplicarse o quintuplicarse los costes energéticos. Aquí, el ahorro o no dependerá del nivel de carga de los vehículos y de la distancia recorrida. En Suecia, por ejemplo, se ha estimado que las compras de los hogares vía comercio electrónico dan lugar a ahorros en términos ambientales cuando llegan a reemplazar al menos a tres viajes y medio dedicados a compras tradicionales, si se realizan más de 25 envíos de pedidos al mismo tiempo o si la distancia a recorrer para la entrega es menor de 50 kilómetros.

El teletrabajo es otra realidad con las muchas posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías. A primera vista se plantean ventajas evidentes: reduce los desplazamientos, el consumo de energía, la contaminación… Pero aquí también conviene equilibrar la valoración teniendo en cuenta los efectos colaterales no deseados que pueden variar mucho según los lugares.

En Estados Unidos, por ejemplo, la adopción del teletrabajo como política ambiental podría generar un ahorro energético potencial de entre el 1% y el 3%, mientras que en Suiza se detectó en 1997 un aumento del 30% en el consumo de energía de los hogares en los que uno de los miembros trabajaba en casa, dado que una parte importante de la energía ahorrada en el transporte y la oficina se consume en el propio hogar al desarrollarse allí la actividad.

EL EFECTO REBOTE
DE CADA VEZ MAYOR CONSUMO

El efecto rebote por antonomasia es el que surge del incremento del volumen total de consumo. Significa esto que, incluso en el caso de encontrar una nueva tecnología o aparato tecnológico que claramente supusiera un menor impacto ambiental frente a su versión anterior o analógica, esa mejora podría verse más que compensada por un uso mayor o, sobre todo, por el aumento de las ventas de nuevos bienes de consumo electrónicos, habida cuenta de los importantes requerimientos de energía y materiales necesarios para su fabricación. Esto es claramente lo que sucede hoy en día con la proliferación de nuevos aparatos electrónicos (smartphones, tablets, televisiones con pantalla plana…), que con frecuencia no suponen realmente cambios sustanciales en cuanto a su utilidad o función principal.

El acortado ciclo de vida de muchos de estos aparatos electrónicos es el fruto de un consumismo -que no es otra cosa sino la otra cara del productivismo- que tiene su origen, en parte, en lo que se conoce como “obsolescencia percibida”, no real. La reducción de precios y las estrategias de marketing de las empresas distribuidoras juegan un importante papel en esta percepción. Hay otra obsolescencia real. Es la planificada por los fabricantes de aparatos electrónicos, que en muchos casos introducen componentes destinados a estropearse mucho antes que el período total de vida útil del aparato en su conjunto, dificultando su reemplazo y estimulando el consumo.

El caso de los teléfonos móviles es paradigmático en ambos casos de obsolescencia. El resultado es que mientras podrían tener vidas útiles de aproximadamente diez años, la frecuencia media de sustitución de los teléfonos celulares se sitúa entre los doce y los veinticuatro meses. Lorenz Hilty y sus colegas destacan otra paradoja similar al apuntar que, a pesar de que la eficiencia y el rendimiento de las computadoras no ha dejado de incrementarse desde el inicio de su existencia, el incremento del número de computadoras instaladas ha aumentado en mayor medida, dando así lugar a un efecto rebote: el uso de energía y materiales para la informática no ha dejado de incrementarse. En los últimos años, la progresión sigue siendo la misma, solo que parte de las compras de computadoras va siendo poco a poco sustituida por la compra de tabletas y portátiles “ultraligeros”, cuyas ventas se incrementaron, respectivamente, un 66% y un 140% en los últimos tres años.

YA SE ACUMULAN
TONELADAS DE RESIDUOS ELECTRÓNICOS

La dinámica del “usar y tirar” ha tenido su último coletazo en el deterioro ecológico asociado a los aparatos electrónicos en su ciclo de vida. Naciones Unidas estima que anualmente se genera un flujo creciente de entre 20 y 50 millones de toneladas de residuos electrónicos en el mundo.

Una parte de estos residuos es exportada, de forma frecuentemente ilícita, desde Estados Unidos, la Unión Europea o Japón, principalmente a países de Asia o África, donde se realiza un reciclaje rudimentario o simplemente se vierten o se queman en algún lugar, con serias consecuencias medio¬ambientales y para la salud de las poblaciones, generalmente las más pobres. Es lo que se denomina irónicamente la política NIMBY, por las siglas en inglés de “No en mi patio trasero”.

SUPERAR
LA ILUSIÓN AMBIENTAL

La evaluación económico-ecológica de la actual proliferación de aparatos electrónicos que ha venido acompañando a la implementación y al desarrollo de las TIC en las últimas dos décadas es, sin duda, compleja, pues existen múltiples factores a tener en cuenta y que pueden actuar de forma contradictoria. En lo que respecta a Internet, por ejemplo, la red puede ser una herramienta de formación y empo¬deramiento del consumidor destinada a promover estilos de vida más ecológicamente responsables. Pero al mismo tiempo puede ser una poderosa herramienta de fomento del consumismo por ser un potente canal de marketing.

Sin la posibilidad, ni tampoco la pretensión, de realizar un estudio exhaustivo sobre esta cuestión, sí hemos podido observar que todo apunta a que cuando se hacen bien las cuentas, la terciarización de los países ricos y el uso creciente de bienes de consumo electrónicos entre sus poblaciones ya no parecen -al menos no con la seguridad de quienes en ocasiones realizan afirmaciones que casi parecen dogmas de fe- necesariamente generadores de una menor intensidad en el uso de recursos naturales. Y menos aún, de un menor uso de recursos en términos absolutos o de un menor impacto ambiental en términos más generales.

Buena parte de la ilusión ambiental que rodea este proceso de “tecnologización” de nuestras vidas surge en gran medida del hecho de que los bienes de consumo electrónicos son, con frecuencia, menos intensivos energéticamente en su utilización que en su fabricación, contrariamente a lo que sucede con otros bienes de consumo. Simplemente, el deterioro ecológico, y social, queda trasladado a momentos distintos del ciclo de vida de los productos, así como a fases de la cadena de producción que con frecuencia han sido igualmente trasladados, sólo que geográficamente, a otros lugares. En estas mismas regiones periféricas de la economía mundial se extraen también crecientemente las “exóticas” sustancias minerales requeridas para las tecnologías más novedosas.

Casualmente -o no tanto-, estas regiones suelen ser los lugares donde los salarios, los derechos laborales, y los niveles de protección ambiental son menores. El menor poder político de quienes directamente sufren los impactos ambientales de este consumismo contribuye sin duda a perpetuar esta realidad, pero no evita que se acumulen los sucesivos conflictos socioecológicos a escala mundial. Hacerlos visibles y ligarlos a sus causas originarias será un primer paso para solventarlos de forma justa.

Este texto no debe entenderse como un manifiesto antitecnológico, sino como una llamada informada a la autolimitación tanto individual como colectiva, teniendo siempre presente que, en última instancia, son las propias dinámicas del sistema económico las que deben de trascenderse para lograr verdaderos cambios de tendencias.

CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA ECOLÓGICA. TEXTO APARECIDO EN “REBELIÓN.ORG” EDICIÓN DE ENVÍO.

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