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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 452 | Noviembre 2019

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Centroamérica

Las utopías en la región centroamericana (3) De las utopías desencantadas a la utopía de abril en Nicaragua

La juventud utópica que se rebeló en Nicaragua en abril de 2018 nos ha ayudado a visualizar nuevos sueños. Sus utopías aparecen más abarcadoras. Expandieron los sueños hacía arriba: la dimensión cultural. Y hacia abajo: la protección de la Naturaleza. Y fueron capaces de sacrificarse por ellas. Más grandes y más chicas que las utopías de los años 80, un arco transgeneracional nos une a esta juventud utópica.

José Luis Rocha

El filósofo alemán Immanuel Kant lanzó tres grandes interrogantes a los que intentó dar respuesta a lo largo de su vida y obra: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? En suma, se preguntaba por los límites del conocimiento, por la moral y por la finalidad de la vida. Kant declaró que esa finalidad debía ser la felicidad y que se tenía que conseguir en sociedad y cumpliendo con el deber. Qué podemos esperar es la pregunta vinculada a la utopía. Ésa es la pregunta que les quemó el alma a centroamericanos y a centroamericanas, lo mismo que preocupó a analistas sociales e inspiró a literatos.

MUCHOS SUEÑOS TRUNCADOS


Muchos de quienes esperaron un cambio de sistema y se jugaron el pellejo por conseguirlo se llevaron una decepción. Eso lo han vivido muchos hombres y mujeres en toda Centroamérica a lo largo de los últimos años. Eso vivieron ex-combatientes y bases del FMLN en El Salvador. Así me lo confesó una amiga campesina, viuda de su primer marido, un combatiente.

Una mujer muy comprometida con el partido me habló así: “ARENA y el FMLN son una sola cosa. Después de la guerra vivimos lo que no esperábamos. Es duro para nosotros, que dimos toda la juventud y la sangre de nuestra familia para lograr un cambio, otro país”. El país que llegó para esta familia, con la paz en 1992, fue un país que ni pudieron ni quisieron esperar.

Muchos otros testimonios dan cuenta del estado de la utopía en calles, casas, barrios populares y aldeas y permiten explorar cómo las subjetividades de mujeres y hombres de la calle vivieron o sufrieron las utopías centroamericanas y qué huellas han dejado en las gentes de a pie tantos sueños soñados y truncados.

EN LA POSTGUERRA:
UNA VIOLENCIA SIN DIRECCIÓN


Las antropólogas estadounidenses Ellen Moodie e Irina Carlota Silber recorrieron barrios y aldeas de El Salvador para plasmar en sendas tesis doctorales cómo los salvadoreños de a pie vivían la postguerra en la cotidianidad de un país sembrado de miedos y secuelas de la guerra y también de la paz. Con la excepción de algunos filmes documentales, creo que no se ha hecho nada semejante -con la misma sistematicidad- en otro país centroamericano.

Sus investigaciones cristalizaron en los libros Las secuelas de la paz y Cotidianidad revolucionaria. En ambos recogen testimonios imprescindibles para tomarle el pulso al estado de la utopía entre los ciudadanos salvadoreños comunes una vez finalizada la guerra.

Moodie subtituló su obra Criminalidad, incertidumbre y transición de la democracia en El Salvador. La democracia que desmenuza no fue el sueño esperado. La ola de crímenes malogró los sueños democráticos con una carnicería peor que la que hubo en la guerra. Apenas tres años después de firmados los acuerdos de paz, en 1995, “la Fiscalía reportaría 7,877 homicidios intencionales, para una tasa de asesinatos de 138.9 por cada 100 mil habitantes, mayor que la tasa anual de muertes violentas durante la guerra, la más alta en las Américas y la segunda en el mundo, sólo después de Sudáfrica”.

Era una violencia desabrida, sin dirección y sin el lustre de la violencia anterior, la provocada por la guerra, porque la Policía Nacional Civil la había despolitizado, “convirtiendo las violaciones de la ley en hechos atomizados, descontextualizados”. De esa forma -sostiene Moodie citando a Marx-, cada hombre antes de convertirse en un cadáver no era más que “un individuo retraído en sí mismo, en los confines de sus intereses privados y caprichos privados”.

“HOY YA NO HAY NI UNA CAUSA NI UNA LUCHA”


Los salvadoreños eran conscientes de vivir en un mundo cambiante. Estaban entrando a un mundo donde se erosionó el sentido de pertenencia. Por eso “la gente describía el peligro de la postguerra como una experiencia cada vez más personal, más privada”.

Esta afirmación está en el gozne de la relación de la postguerra con la utopía porque la violencia del pasado se nutrió de “una pasión socialmente motivada, por patriotismo o por nacionalismo (fuese de izquierda o de derecha)”. En la guerra, la violencia era alimentada por el sueño de un mundo mejor. Y aunque esa combinación resulte paradójica desde más de una perspectiva, el hecho constatable es que la violencia ideológicamente motivada era más manejable: “Sí, es terrible la situación de hoy, porque durante la guerra si yo sabía que eran de la guerrilla, no tenía miedo de que me mataran o me hicieran algo porque les explicaba y entonces estaba bien. Pero con el Ejército, si te topabas con ellos en los retenes, yo tenía miedo, porque ellos no preguntaban ni esperaban explicaciones… Y siento que quizás peor es hoy. El asunto hoy con la delincuencia es que nunca sabés dónde está ni quién es. Puede ser cualquiera, puede ser en cualquier momento, porque hoy ves criminales en carros último modelo, armados hasta los dientes, carros con ventanas polarizadas, que de repente se detienen en una esquina”.

El nivel de incertidumbre es mayor porque la violencia de la guerra obedecía a ciertas pautas: lugares (los retenes), personas uniformadas, interrogatorios, registros… La violencia de la postguerra es anárquica en el sentido de que no se rige por protocolos que la hagan mínimamente predecible.

Por eso, el entrevistado por Moodie agrega: “Aprendés cómo reconocer cuándo había peligro, cómo actuar en un ambiente peligroso. Sabíamos que no se podía ir a ese lugar a esa hora. Sabíamos que había zonas donde no podíamos entrar fácilmente. Aprendés a manejar diferentes tipos de peligro... Hasta cierto punto aprendés a seguir el juego. Hoy no. Hoy no sabemos. No hay un enemigo, ni hay un amigo. No hay una causa, una lucha, que genere la violencia. Es sólo delincuencia”.

EL DESENCANTO EN LA HORA DE LA PAZ


El tema que recorre el libro de Moodie es la delincuencia y su presentación en los medios de comunicación y los discursos de los políticos como un fenómeno individual, atomizado, asocial y sobre todo desvinculado de la política.

Éste es el sedimento de la guerra, la cosecha de la paz: la violencia des-utopizada es anárquica porque no se rige por pautas ni por un código mínimo. Y así, la carencia de utopía que afecta al común de los ciudadanos es aún más dolorosa para quienes combatieron por hacerla realidad. Éste es el tema de Carlota Silber.

Silber dio el siguiente subtítulo a su trabajo: Género, violencia y desencanto en la posguerra salvadoreña. El desencanto que ejemplifica con anécdotas y reflexiones es el de antiguos combatientes que, como los personajes de las novelas de Castellanos Moya, Huezo Mixco y Morales, rememoran con amargura sus experiencias en la guerra y/o evalúan con acritud los resultados de la paz. Son las que llama las “secuelas enredadas” de la guerra y el desplazamiento. Enredadas porque las vidas de los combatientes aparecen ahora enmarañadas, atrapadas, confundidas y entretejidas.

“En este enredo -nos explica Silber-, la gente reflexiona sobre las mentiras de la revolución y la democracia”. Sobre la utopía que animó la guerra y la utopía que creyó en la paz. Las vidas de estas personas se han enredado porque se les ha pedido, como al Robocop de la novela de Castellanos Moya, que después de ser combatientes se reciclen “en legítimos sujetos neoliberales… Y a los miembros de la comunidad se les pide contradictoriamente que renuncien a sus identidades como ‘revolucionarios’ y que desarrollen un nuevo sentido de sí mismos como ciudadanos productivos de la postguerra”.

NO RECIBIERON MÁS QUE TRISTEZAS


Los dirigentes se desentendieron de la forma traumática en que las bases de su organización armada vivieron la transición porque se desconectaron de ellas. Quizás esa desconexión ocurrió en la mesa del diálogo o antes. Fue el momento de renunciar a la utopía.

Coincidiendo con el escritor Mario Roberto Morales, Silber asevera que la guerrilla debió prolongar la negociación para arrancar más concesiones al gobierno y que las que obtuvo cuando firmó los acuerdos de paz “conspiran para marginar de nuevo a los habitantes de las comunidades destruidas, subordinándolos a una agenda política neoliberal y conservadora”.

Esto hace que al activismo de la guerra le siga una saturación de desencanto: “En las conversaciones cotidianas, cuando las personas visitan a sus vecinos y parientes, van en el bus, se sientan en tiendas locales, o participan en eventos, no es raro escuchar discusiones sobre cómo no han recibido nada más que tristeza y pérdida por su participación en la guerra”.

Algunos dicen, apuntando al sueño que quedó en adquisiciones demasiado pedestres: “Mucha gente ve como beneficio aquellas cuatro sillas, una mesa y una cocina que le dieron al desmovilizado. Pero la verdad es que la lucha no valía cuatro sillas, una mesa y una cocina”.

“LA GENTE YA NO CREE
EN HACER SACRIFICIOS”


No se cumplieron las aspiraciones que los llevaron a protagonizar una forma de violencia y en la postguerra surgió otra forma de violencia, que los entrevistados por Moodie describieron como “omnipresente y arbitraria”, que carece de brillo porque, “a diferencia de los mártires durante la guerra, los que mueren en estas condiciones no eligen intencionalmente un camino cuyo fin probable es la muerte”.

¬Por todo esto la postguerra es una lucha constante contra el engaño. El engaño fue la utopía y sus exigencias. Sobre ella se emite un juicio severo: “La gente ya no está dispuesta a sacrificar su felicidad, entre comillas, de hoy, por una felicidad que llegue en doscientos años. Tampoco seguirse sacrificando hoy por las generaciones futuras. En realidad, en el fondo, yo creo que la gente ha entendido que la lucha es la lucha por ser feliz hoy y mañana. Mañana también, pero hoy también. Los dirigentes históricos no pueden seguir exigiendo el mismo sacrificio de ese período. Y no sólo porque las condiciones ya son otras, sino porque subjetivamente la gente ya no cree que debe seguir haciendo ese tipo de sacrificio por algo que ya no solo mira lejano, sino imposible...”


En la búsqueda de esa felicidad de hoy, que es la felicidad de los hombres y mujeres concretos, la gente concibió otro sueño: el sueño americano. En el municipio que estudió Silber, el 30.9% de los hogares tienen al menos un migrante en Estados Unidos.

TAMBIÉN SE PERDIÓ LA UTOPÍA DE LA PAZ


La esperanza mágica y abarcadora de los revolucionarios languideció y de ahí se derivaron muchas consecuencias. Aunque la utopía no es sólo un marco regulatorio, es en gran medida eso: un referente que encarna criterios ideales para juzgar la situación presente, y que además -como vimos en Moodie- generaba unos “protocolos” que hacían de la violencia un riesgo hasta cierto punto predecible.

Ese criterio es empleado una y otra vez por las personas a quienes Moodie y Silber entrevistaron. Lo usan para evaluar la violencia del presente en contraste con la del pasado. La del presente es meramente delincuencia, la del pasado estaba inspirada en ideales. Y aunque uno de los personajes del escritor Castellanos Moya -quizás porque el autor así lo piensa- concluye que no hay diferencia entre una y otra, por sus volúmenes y su resistencia a la predictibilidad la violencia de la postguerra es percibida como una amenaza más temible y omnipresente.

También porque no hay utopía, porque ocurre en un mundo desencantado. En el mundo de antes la gente -con razón o sin ella- “pensaba que las demás personas, dentro de sus comunidades, se preocupaban unos por otros, que se cuidaban, por lo general, de una forma humanista”, observa Moodie.

Y añade: “Cuando muchos salvadoreños dijeron que la violencia de la postguerra ‘es peor que la de la guerra’, no sólo hablaban de inseguridad callejera. Hablaban de un imaginario social cambiante, de una pérdida de comunidad, de una solidaridad que se les escapaba -de una pérdida de las tan ansiadas esperanzas de después de los Acuerdos de Paz de 1992-. Era un desencanto democrático”. Hablaban de que no sólo perdieron la utopía del cambio de sistema, también perdieron la utopía de la paz.

EL DECLIVE UTÓPICO EN LA REGIÓN


Las utopías centroamericanas tuvieron un carácter colectivo, no por ser producto de un sueño o de un inconsciente co¬lectivo, sino por ser vehículos de visiones del futuro para una colectividad y no sólo para el individuo que las sueña.

Fueron utopías sociales. Hubo utopías revolucionarias, reformistas, desarrollistas y liberales, y una mezcla de dos o más. Las revolucionarias inspiraron a los movimientos insurgentes que protagonizaron las guerras de los años 70 y 80. Eran utopías que querían cambiar el sistema y que, repitiendo el juicio lapidario del sociólogo Edelberto Torres-Rivas, no engendraron ni siquiera una socialdemocracia.

Las sucedió la utopía de la paz, que tampoco llegó. Debido a esa acumulación de desencantos podemos decir que el declive utópico que Mannheim creyó ver a principios del siglo 20, tuvo lugar en Centroamérica hasta en el siglo 21 por la reconfiguración de la realidad: la transformación de la sociedad agraria del istmo en otra, con otra estructura socioeconómica y con los cambios culturales concomitantes, que incluyeron un adiós a los viejos sueños.

¿POR QUÉ FRACASA LA UTOPÍA?


La extinción de las utopías no es un mal -o un bien, dirán algunos- que afecta sólo a Centroamérica.

El sociólogo Zygmunt Bauman escribió: “Al parecer ya no creemos tener una tarea o misión que realizar en el planeta y tampoco hay un legado que nos sintamos obligados a preservar o del que seamos guardianes”. Y cuando lo hay, ese legado no suscita el mismo tipo de entrega que antaño: “Como nor¬ma, las manifestaciones de devoción hacia este ‘algo (o alguien) distinto de uno mismo’, aun siendo sinceras, ardientes e intensas, se detienen ante el sacrificio. Por ejemplo, la dedicación a causas ‘verdes’ raramente llegan tan lejos como para adoptar un estilo de vida ascético e incluso una abnegación parcial”.

El tiempo de grandes dudas y certezas chiquitas del que nos habla Eduardo Galeano, es el tiempo en que la resaca revolucionaria es un tiradero de sueños utópicos colectivos y aspiraciones personales que nunca serán realidad, pero a los que el personaje Erasmo Aragón recurre una y otra vez “como si la vida fuese un listado de lo que a uno le hubiese gustado ser y de lo que sólo la nostalgia le queda, y me traía el recuerdo de algún amigo con el que compartí la ilusión de convertir¬nos en lo que nunca logramos ser”.

¿Por qué fracasa la utopía? El filósofo Sánchez Vázquez avanza una tesis sobre el quijotismo, en la que parcialmente coincide con las tesis de Torres-Rivas y las de Morales. Son cinco las razones que lo hacen fracasar: “1) Cuando lo real se invierte o idealiza, la utopía que ha de realizarse desemboca forzosamente en un fracaso. 2) La desproporción entre ambiciosas y nobles tareas que se propone cumplir don Quijote y las menguadas y desmedradas fuerzas físicas de que dispone el viejo achacoso hidalgo, para llevarlas a cabo, hacen fracasar cada aventura. 3) La inadecuación de fines y medios impide que los fines puedan cumplirse. 4) La hostilidad de una sociedad jerárquica, absolutista que en plena Contrarreforma cierra todos los pasos a los ideales humanistas que encarna don Quijote. 5) La insuficiencia del noble y generoso esfuerzo individual de don Quijote, la realización del bien en la tierra, dado su carácter social y los esfuerzos colectivos que requiere, no puede reducirse a una empresa individual por noble y abnegada que sea”.

EL FRACASO DE LA UTOPÍA CENTROAMERICANA


Habermas expone una razón que glosa las razones 1 y 3 del porqué del fracaso del quijotismo: “La utopía debe mantener la conciencia de que son posibles cambios que imprevisible¬mente y en un momento dado, podrían acabar devorándola. Y de una utopía que queda destruida en el trance mismo de su realización, podría surgir una situación que difiriese categorialmente de la previsión utópica: podrían aparecer nuevos impedimentos, nuevas dificultades, nuevos gravámenes”.

La utopía centroamericana también fracasó porque la situación cambió en un sentido más radical e inmediato que el desplome de los socialismos reales. Ya no estamos en sociedades agrarias, cuyo declive ha sido acelerado de tal forma por la globalización y sus consecuencias -mayor peso económico del sector servicios, migración, crecimiento urbano-, que los fabricantes de sueños de la izquierda se han quedado atónitos o repitiendo las mismas consignas de cuarenta años atrás.

Resulta llamativo, pero no sorprendente, que la mayoría del conjunto de escritores citadinos no hiciera mención de que la utopía fue agrarista. Gioconda Belli y Francisco Goldman fueron los únicos que se ocuparon explícitamente del tipo de utopía que se quiso construir en Centroamérica y no sólo de sus amargos resabios. Los demás olvidaron el contenido de la utopía y se centraron en el horror de los medios empleados y en la corrupción de los protagonistas.

Curiosamente, lo agrario -en los campesinos nicaragüenses de la Contrarrevolución armada- fue lo que intentó poner los pies en la tierra a la revolución sandinista, frenarla en el momento mismo de su realización mediante la resistencia a una reforma agraria centrada en el Estado y que se hizo, durante largos y dolorosos años, completamente de espaldas al campesinado. Y eso porque la Revolución nicaragüense adoptó mucho del modelo cubano, que a su vez seguía las instrucciones de la receta soviética, en una cadena de utopías heredadas, cada vez más inadecuadas a los nuevos territorios y a los nuevos tiempos.

LA UTOPÍA DEL “AQUÍ Y AHORA”


El desencantamiento de la utopía produjo lo que Raymond Williams en La política del modernismo llama “sentimiento de pérdida de un futuro”. Es la experiencia de muchos ex-combatientes y de otros ciudadanos de a pie, quienes además padecieron un sentimiento de pérdida del pasado porque las luchas que antes tuvieron el lustre de una causa a veces se les manifestaron como simples homicidios. Y porque salió a la luz que las presuntas ejecuciones de infiltrados no eran otra cosa que asesinatos cainitas para conservar el poder.

Entonces apareció la utopía del aquí y el ahora: una utopía mercantilizada. El concepto de mercantilización de la utopía no sólo hace alusión al culto al mercado y a la fe en su mano invisible, una de las manifestaciones de una utopía que se ha tornado eminentemente pragmática. El fenómeno abarca un síndrome más amplio. Por un lado, tenemos la extinción de la utopía que señala el teólogo y economista Franz Hinkelammert: la ingenuidad utópica vuelve “en nombre de la anti-utopía, en nombre de la utopía de una sociedad sin utopías”.

Por eso, Hinkelammert propone “oponer a este utopismo -el peor que ha existido-, una relación racional con el mundo utópico que acompaña, de alguna manera, toda la historia humana”. Las nuevas utopías se disfrazan de anti-utopismo para aparecer más desencantada y secularizada, menos quijotesca.

Mannheim había llegado a la conclusión de que la utopía estaba en proceso de desaparición porque la gente estaba más ajustada a la realidad. Bauman sostuvo al final de su vida que surgen retrotopías: “Mundos ideales ubicados en un pasado perdido/robado/abandonado que, aun así, se ha resistido a morir, y no en un futuro todavía por nacer (y, por lo tanto, inexistente) al que estaba ligada la utopía…”.

LAS UTOPÍAS MERCANTILIZADAS


Quizás las retrotopías sean más un fenómeno europeo. Pero cabe atisbar que tal vez tienen en el istmo algunas expresiones, como la nostalgia por al autoritarismo, una realidad que prospera en toda América Latina a medida que aumenta la inseguridad ciudadana.

En Centroamérica, el supuesto ajuste a la realidad engendra un utopismo que quiere realizarse ya y hacerlo en cada individuo. Bauman observó en Europa el mismo fenómeno que está llegando tardíamente a Centroamérica: “La privatización/individualización de la idea de progreso y de la búsqueda de mejoras en la vida fue algo que los poderes establecidos supieron vender muy bien (y que la mayoría de sus súbditos compraron) como una forma de liberación: una ruptura con las duras exigencias de la subordinación y la disciplina, pero al precio de perder los servicios sociales y la protección del Estado”.

Sin embargo, en Centroamérica no hubo liberación, sino expansión de la informalidad, del autoempleo, del trabajo a destajo y de la precariedad laboral. Ése fue el caldo de cultivo de la utopía mercantilizada. El culto a la prosperidad y a la realización personal que promueven las iglesias neopentecostales es el mejor ejemplo de este nuevo utopismo mercantilizado. No sólo se trata de fe en que el mercado, si nos comportamos adecuadamente y tenemos fe -o pensamiento positivo, que viene a ser su versión secular-, nos va a premiar.

La mercantilización también implica que toda la noción del “bien” -una categoría que recorre el pensamiento occidental por lo menos desde Aristóteles- está centrada no en la contemplación, en la armonía en la sociedad o en la ausencia de males, sino en alcanzar el tren de vida opulento del que los predicadores son un modelo y la proclamación viviente de que Dios premia materialmente a quienes le sirven.

SE EXIGE HOY UNA UTOPÍA DESENCANTADA


La base esencial de este giro es una transferencia de la responsabilidad a los individuos. Según Bauman, tenemos “una situación en la que corresponde ahora a cada individuo humano buscar y encontrar (o interpretar) soluciones individuales a problemas producidos socialmente, y aplicarlas desplegando el propio ingenio personal de cada uno y las habilidades y los recursos de los que uno puede valerse”.

“El objetivo ya no es conseguir una sociedad mejor (pues mejorarla es una esperanza vana a todos los efectos), sino mejorar la propia posición individual dentro de esa sociedad tan esencial y definitivamente incorregible. En lugar de unas recompensas compartidas por unos esfuerzos colectivos de reforma social, lo que hoy está en juego son los despojos (individualmente capturados) de la competencia”.

Ese individuo que carga en sus espaldas con todas las responsabilidades por su posición social y sus logros ha de habérselas con medios prácticos para salir adelante. Su demanda de prosperidad sólo puede ser satisfecha por los medios que el mercado pone a su alcance. Debe tener fe o pensamiento positivo -si su versión es religiosa o secular-, pero es importante que tome los cursos adecuados, desarrolle las capacidades que interesan al mercado, adopte los consejos de superación personal y sepa venderse.

Desde esta perspectiva, las viejas utopías ideológicas -cambiar el sistema- embonaban mejor con la mentalidad mágica. La modernidad que ha llegado a Centroamérica a lomos de la globalización exige una utopía desencantada, práctica, ubicada y más sanchopancesca que quijotesca. Pasamos del utopismo mágico al utopismo mercantilizado. Esto lo entendió muy bien Yvon Le Bot cuando clasificó el levantamiento zapatista de 1994 -un utopismo a la vieja usanza- como un reencantamiento del mundo, en contraste con el desencantamiento del mundo, obra de la modernidad.

LA CONFIANZA EN LA UTOPÍA


El estado de alerta y la crítica hacia las utopías deben ejercerse en función de discriminar, no de renunciar a los sueños, a su carácter regulador y a su fuerza inspiradora. Los decepcionados y quienes niegan la existencia de las utopías pueden ser los primeros en sucumbir a las utopías camufladas.

El antropólogo Ricardo Falla, que en los años 80 apoyó comprometidamente la utopía revolucionaria desde su acompañamiento pastoral a la población en resistencia de la selva del Ixcán, no niega ni oculta su devoción por aquellos sueños de cambio social: “No sólo confiábamos en el futuro de la revolución guatemalteca, también confiábamos en que desde nuestra fe cristiana podríamos contribuir a ella... Ésa fue una línea de nuestro proceder... No lo podíamos ni lo podemos esconder. Así éramos y así seguimos siendo.”

Revisando los textos que escribió treinta años atrás al calor de la lucha, y que en “el atardecer de la vida” ha reunido para su publicación en nueve enjundiosos tomos, Falla no reniega de la utopía y por eso limita las actualizaciones que enderezan las líneas de sus viejos textos: “Después de veinte años, mis correcciones de 2017 podrán ser vistas tal vez como un viraje, producto de la derrota estratégica del movimiento revolucionario, del cual otras generaciones ya se habrán recuperado”. Su propuesta es la apertura a que la perspectiva que tengamos de las utopías revolucionarias puede cambiar y dar ocasión a una mirada más benévola e incluso al impulso de retomarlas con los cambios necesarios.

“WASLALA”: UNA NOVELA UTOPÍA DE POETAS


¿Dónde quedan los soñadores? ¿No hay más lugar para ellos y sus castillos en el aire? A pesar de que Mannheim estima que la utopía es una incongruencia, no valora su desaparición como un hecho de signo netamente positivo.

Sostiene que sólo los grupos de extrema izquierda y extrema derecha creen que hay unidad en el proceso de desarrollo y participan de esa visión de totalidad que albergaba la utopía. Pero sabe que la pérdida de ese sentido de totalidad lleva a la desaparición de la idea de una meta y de las ilusiones transformadoras. Mannheim concluye que la total eliminación de los elementos que trascienden la realidad de nuestro mundo nos conducirá a la pura facticidad, lo que en definitiva significa la decadencia de la voluntad humana.

Ricoeur afirma: “No podemos imaginar una sociedad sin utopía porque sería una sociedad sin metas”. Y va más allá en su defensa de la utopía: “El orden que se ha dado por sentado se manifiesta repentinamente excéntrico y contingente... En una época en que todas las cosas están bloqueadas por los sistemas que han fallado pero que no pueden ser vencidos -tal es mi apreciación pesimista de nuestra época-, la utopía representa nuestro recurso. Podrá ser una evasión pero es también el arma de la crítica”.

¿Es o no es puro cuento? ¿Sirven de algo los cuentos? Castellanos Moya denuesta los “horribles versos de mediocres poetas izquierdistas vendedores de esperanza”. Pero en la no¬vela Waslala, de la nicaragüense Gioconda Belli, los poetas son los constructores de la utopía.

Waslala es un invento de los poetas. Primero es una idea, después es por ellos gobernada. Esta visión encaja en el modelo liberal de utopía: se basa principalmente en la confianza en el poder de las ideas como reguladora de los asuntos mundanos. Sin embargo, a diferencia de la utopía humanitaria liberal, la de Belli -igual que la utopía socialista- “refina la idea de progreso al introducir el concepto de crisis”, una crisis que precede y sucede a la concreción de la utopía, y que la acompaña durante su corta vida, como en efecto ocurrió en Nicaragua, y que por eso mitiga su quijotismo.

EL PODER DE ARRASTRE DE LA UTOPÍA


Los cambios en la realidad centroamericana son valorados de diversas formas por escritores y literatos. Predominan las valoraciones negativas. Sin embargo, Belli se hace cargo de su carácter ambivalente. Esos cambios llevan en sus entrañas la obsolescencia de la utopía porque ésta derivó su carácter anti-hegemónico de la realidad a la que se oponen. La realidad cambió, pero en parte por intervención de la utopía. Una vez realizada la intervención, la utopía debe transformarse, porque todo lo demás se ha transformado: la realidad y los agentes de la utopía.

La propuesta de Gioconda Belli es poética a primera vista. Pero ella asume las transformaciones, tanto en sus memorias como en Waslala. Waslala se fue transformando y también su entorno. Ese trasunto de la revolución sandinista que es Waslala, en una suerte de metáfora del país entero y expresó la dialéctica de la utopía.

Belli no está equivocada: el sueño, en la medida en que inspira y produce la realidad que propone, deja de ser una quimera. Como señala Moodie, el Estado idealizado que deseamos “sabemos que lo deseamos porque pensamos que hemos vivido algo así. No es una utopía, un lugar que no existe. Creemos haber experimentado algo real, algo que deseamos tanto que imaginamos haberlo experimentado”.

Ernst Bloch advertía de los peligros del soñar despierto: “El ensoñador corre, a veces, tras un fuego fatuo, se desvía del ca¬mino. Pero no duerme, ni se hunde hacia abajo con la niebla”, pero hay peligros porque toda utopía “tiene una caricatura paranoica; por cada verdadero precursor se dan centenares de soñadores, fantasiosos y maníacos”.

Gioconda Belli y Sergio Ramírez reconocen las equivocaciones, pero también el innegable arrastre de la utopía y su capacidad de mantenernos a flote. ¿Quizás el tono menos desilusionado se deba a que ambos escritores nicaragüenses formaron parte de la élite sandinista? ¿O sólo porque vieron -y vivieron en- un país revolucionado por la utopía?

Aunque ese sueño degeneró en pesadilla veinte años después -y también lo fue ya para muchos desde el primer gobierno sandinista-, quizás ese triunfo y concreción del sueño revolucionario produjeron una experiencia tan distinta en los autores nicaragüenses, que marcaron su obra con tintes más esperanzados y favorables a las utopías en general.

NICARAGUA: LA UTOPÍA DE ABRIL


La Nicaragua de la postguerra, la que a inicios de los años 90 vio tambalearse su utopía revolucionaria, la vio desplomarse definitivamente con estrépito sangriento con la cadena¬ de asesinatos que reprimieron la rebelión de abril de 2018, ha dado muestras de estar habitada por nuevas utopías.

Miles de jóvenes utópicos participaron en la rebelión de abril. Utópicos no porque sus aspiraciones sean inalcanzables, sino porque son elevadas y representan metas de largo¬ plazo. La rebelión de abril ha sido en gran parte protagonizada por feministas e inspirada por ideales y propuestas que fósiles vivientes han etiquetado como “ideología de género”. Sus sueños tienen cada día más concreciones. Los cambios que promueven vendrán “sí o sí”, escribió el geógrafo inglés Anthony Bebbington. Forman parte de una corriente de cambios globales que en sus adversarios, que son muchos y están artillados, ha suscitado reacciones criminales: por eso tantos femicidios en rechazo a la equidad de género.

Daniel Ortega representa uno de los rostros más extremos del arquetipo del macho dominante, cuyo estatus de icono del sandinismo es harto revelador del pútrido estado de ese partido. A la luz de ese indicador, el régimen aparece como una barricada, entre millones en el planeta, donde la dominación patriarcal se ha atrincherado para ser ejercida con mayor crudeza y descaro.

Ortega y Murillo son expresiones de una dominación que se resiste a morir y se retuerce con estertores sangrientos, como esos monstruos de Hollywood que antes de colapsar emergen de cien muertes, deteriorados pero aún forzudos y rabiosos, dispuestos a diezmar a los héroes de la película.

LAS UTOPÍAS ABARCADORAS
DE LA JUVENTUD DE ABRIL


La juventud utópica que se les rebeló en abril de 2018 nos ha ayudado a visualizar nuevos sueños y nuevos enemigos, o más razones para luchar contra el mismo enemigo. Ha puesto nuestras deficiencias como sociedad en el punto de mira, junto al autoritarismo y la violencia, prefigurando una nueva izquierda o un progresismo más abarcador, tolerante y crítico que los análisis más sesgados por el oportunismo de los políticos. Esta juventud no espera una repetición del 19 de julio de 1979 ni un cambio radical como el del 25 de febrero de 1990. Esperan algo más. Mucho más. Algo nuevo. Quieren tomar el cielo por asalto. Nos han mostrado que en el siglo 21 puede haber utopías no mercantiles y ya no agrarias.

Sus utopías aparecen más abarcadoras: más globales y menos focalizadas, más maximalistas y menos minimalistas, como las calificaría Alan Knight. Expandieron los sueños hacia arriba -la dimensión cultural- y hacia abajo -la protección de la Naturaleza-, dejando lo social, ¿para más tarde? ¿Sus luchas son más intermitentes y líquidas? No lo sabemos con certeza. Nos falta perspectiva.

Lo que sí sabemos desde hace más de un año en Nicaragua es que de ninguna manera está justificado afirmar que estas causas por la libertad o por el feminismo se hayan defendido en Nicaragua con cautela y mezquindad. A diferencia de las luchas que Bauman criticó, las de abril de 2018 no se detuvieron ante el sacrificio ni motivaron sólo una abnegación parcial.

Lo que sí hay que decir es que las utopías de hoy son a la vez más grandes y más chicas que las de los años 80. Sin embargo, hay un arco transgeneracional que nos une y nos motiva a cantar hoy como lo hacíamos ayer, y con fervor: “Habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad”.

INVESTIGADOR ASOCIADO DEL INSTITUTO
DE INVESTIGACIÓN Y PROYECCIÓN
SOBRE DINÁMICAS GLOBALES Y TERRITORIALES
DE LA UNIVERSIDAD RAFAEL LANDÍVAR DE GUATEMALA
Y DE LA UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA
“JOSÉ SIMEÓN CAÑAS”DE EL SALVADOR.

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