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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 452 | Noviembre 2019

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Nicaragua

¿Un nuevo Jefe del Ejército... o cinco años con más de lo mismo?

El segundo período del general Julio César Avilés como Comandante en Jefe del Ejército termina el 21 de febrero de 2020. En diciembre de 2019 Daniel Ortega tiene que nombrar a un nuevo jefe de la institución castrense. En la línea de sucesión le corresponde ese cargo al general Bayardo Rodríguez. Si él llegara a la cúspide de la pirámide militar queda por verse con cuánta autonomía podrá conducir la institución militar y qué nivel de independencia podrá lograr ante las interferencias políticas de Ortega y de Murillo.

Roberto Cajina

La sucesión del mando militar es altamente relevante para el proceso de construcción de institucionalidad democrática en Nicaragua. A pesar de su importancia, hasta hoy el relevo sólo ha aparecido bajo el foco de la atención colectiva cada cinco años en los medios de comunicación y en limitados círculos de opinión, usualmente cubierto de especulaciones e hipótesis no informadas.

ENTRE EL HERMETISMO Y LOS VACÍOS LEGALES


Una de las razones de tan superficial mirada y vacíos es el habitual hermetismo de los militares en temas que consideran de su exclusiva incumbencia, convencidos de no estar obligados a dar cuenta a la sociedad, a la ciudadanía. Por eso, en este proceso, como en muchos otros del mundo castrense, la emblemática interrogante de Juvenal -“¿Quién vigilará a los vigilantes?”, esencia del control civil sobre los militares en todo gobierno democrático- queda sin respuesta navegando en las aguas del misterio. Lo poco que sabemos sobre cómo se toma esta decisión tan trascendental es lo que prescribe el Código Militar (Ley 855), que sólo se refiere a lo meramente procedimental y nada dice sobre la dinámica interna, el funcionamiento y el desarrollo de este proceso.

Es significativo que en el Título V, “Defensa y Seguridad Nacional, Seguridad Ciudadana” de la Constitución Política de Nicaragua, no se hace referencia a la sucesión del mando militar. Es más, en las 17 atribuciones del Presidente de la República listadas en el artículo 150 de la Constitución ninguna hace referencia al papel del Ejecutivo. Hasta la misma Asamblea Nacional queda también fuera del proceso. ¿Intencionalidad u olvido? En cualquier caso, es una carencia que debería ser remediada.

LEGALMENTE, EL PRESIDENTE TIENE UN MARGEN ESTRECHO


La Ley 855, Ley de Reformas y Adiciones a la Ley 181, Código de Organización, Jurisdicción y Previsión Social Miliar, establece que es atribución del Presidente de la República nombrar al Comandante en jefe del Ejército a propuesta del Consejo Militar, propuesta que el Presidente puede desaprobar y solicitar otra (numeral 5, del artículo 6 de la reforma). Política y técnicamente, el Presidente tiene un margen de maniobra relativamente estrecho, salvo que exista un acuerdo previo con los uniformados o que les imponga su voluntad política.

El artículo 8 de esa ley establece que el Comandante en jefe del Ejército será nombrado por el Presidente de la República para un período de cinco años el 21 de diciembre y toma posesión el 21 de febrero del siguiente año. El Consejo Militar le debe enviar su propuesta al Presidente de la República por lo menos un mes antes del nombramiento, el 21 de noviembre.

Esto supone que antes de enviar la propuesta al Ejecutivo, el Consejo Militar debe reunirse para decidir quién debe ocupar el cargo de Comandante en jefe. De conformidad con los tiempos de ley, esta reunión debe realizarse entre finales de octubre y al menos en las primeras tres semanas de noviembre. Cuando escribo, estamos entrando en esas fechas decisivas.

CONSEJO MILITAR: LOS 40 OFICIALES DE MÁS ALTO RANGO


El artículo 13 de la Ley 855 define al Consejo Militar como “el más alto órgano de consulta del Alto Mando para asuntos de doctrina y estrategia del Ejército, relacionados con el desarrollo de la Institución Militar y a los planes de defensa que el Alto Mando estime de importancia para la toma de decisiones”.

El Consejo es presidido por el Comandante en Jefe del Ejército y su secretario es el jefe del Estado Mayor General. En caso de ausencia del Comandante en jefe, lo preside el jefe del Estado Mayor General. El Inspector General actúa como secretario.

Este órgano de consulta está integrado por los jefes de las Direcciones del Estado Mayor General, de los Órganos de Apoyo de la Comandancia General con equivalencia jerárquica, de la Fuerza Aérea y la Fuerza Naval; de las Grandes Unidades directamente subordinadas al Alto Mando; y por Oficiales Superiores que el Alto Mando considere necesario participen de modo permanente o por invitación.

Las Grandes Unidades del Ejército son: Brigadas, Regimientos, Destacamentos Militares, Comandos Militares Regionales y Unidades que sean equivalentes a todas éstas. En conjunto, el Consejo incluye aproximadamente a los 40 oficiales de más alto rango en el Ejército.

El funcionamiento interno del Consejo Militar es todo un misterio, uno de los secretos mejor guardados de los militares nicaragüenses desde que lo constituyeron oficialmente en 1994.

Se trata de un secretismo que comparten con el Cónclave de los cardenales de la Iglesia católica cuando se reúnen para elegir al Papa, aunque en el caso de los clérigos al menos se sabe que la elección del nuevo Pontífice es por votación. Cómo se elige en el Consejo Militar es un enigma. Tampoco se conoce quién hace la propuesta del nuevo Comandante en jefe.

DOS SOBRESALTOS
EN LA SUCESIÓN MILITAR


A pesar de tanto secretismo, en mis investigaciones he logrado establecer y creo que acierto, que quien propone al sucesor es el Comandante en jefe saliente y que todo parece indicar que se trata de una decisión en la que no hay votación, sino que es tomada por un consenso que aparentemente se va construyendo poco a poco entre los miembros del Consejo Militar a lo largo del año en que debe presentarse al Ejecutivo la propuesta.

Este consenso previo es una suerte de lobby castrense interno sui géneris del que nada se sabe. Tampoco se conoce qué sucedería si surgiese una segunda propuesta, aunque al parecer nunca ha sucedido.

Otra razón que explica los vacíos que hay sobre este proceso podría ser que hasta el año 2014 la sucesión del mando militar se desarrolló con normalidad y sin sobresaltos, salvo en dos ocasiones.

Una, durante la administración de Arnoldo Alemán (1997-2002), quien a finales de 1999 intentó imponerle al Ejército un Comandante en jefe de su preferencia política, pero se topó con una institución cohesionada y firme y no tuvo más remedio que aceptar la propuesta que le hacía el Consejo Militar.

La otra ocasión, mucho más seria, sucedió en 2014, cuando supuestamente el Consejo Militar presentó al Presidente Ortega la propuesta de mantener durante cinco años más al general Julio César Avilés en su cargo de Comandante en jefe del Ejército.

Es más que dudoso que esa propuesta haya sido tomada de forma independiente por el Consejo Militar. Resulta más lógico colegir que respondió a una orden directa que dio Daniel Ortega o a un acuerdo previo entre él y el general Julio César Avilés.

CAMINANDO DESCALZOS
SOBRE BRASAS ARDIENTES


Hasta 2014, echar a andar el desarrollo normal del relevo en el Ejército no fue nada fácil, nada sencillo. Fue mucho más complicado y difícil de lo que pudiera pensarse.

Desde 1990, con el fin de la Revolución, la Presidenta Violeta Barrios de Chamorro y su gobierno, y el general Humberto Ortega y el Ejército, tuvieron que caminar descalzos sobre las ardientes brasas de un escenario altamente polarizado, sembrado de múltiples y encontrados intereses y sorteando fuego graneado que les llegaba de todos los lados.

El resultado de las elecciones de febrero de 1990 fue la llave que abrió en Nicaragua las puertas de la transición del autoritarismo a la democracia, una transición que resultó traumática, imperfecta e incompleta. Los términos de la transición fueron convenidos en el “Protocolo de Procedimiento de la Transferencia del Poder Ejecutivo de la República de Nicaragua” -más conocido como Acuerdos de Transición-, suscrito el 23 de marzo de 1990 por el ya fallecido Ministro Antonio Lacayo, en representación del gobierno entrante, y por el general Humberto Ortega, representando al gobierno saliente.

Aquella fue una transición negociada entre palomas y halcones en la que, a mi juicio, el gobierno entrante se vio atrapado entre la ingenuidad y sus propias debilidades, la inexperiencia política y el pragmatismo. Al final, el FSLN se quedó con el trozo más grande del pastel del poder al dejar incrustados al Ejército Popular Sandinista y a la Policía Sandinista como cuerpos extraños y tóxicos en el frágil tejido democrático que apenas comenzaba a entretejerse.

LA PRESIDENTA Y EL GENERAL ORTEGA


Aunque la Presidenta Barrios de Chamorro jamás podría ser catalogada de contrarrevolucionaria, es más que obvio que nada tenía en común con los sandinistas. Los había conocido de cerca participando en la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional entre julio de 1979 y abril de 1980. Diez años después, y antes de asumir la Presidencia de la República, una de las cosas que más le incomodaba era la presencia del general Humberto Ortega en la Comandancia del Ejército.

No es posible precisar si ella sabía que no tenía ni el poder ni el respaldo de la ley para extirpar a esos dos cuerpos extraños y tóxicos alojados en tejido de la naciente democracia nicaragüense, como demandaban el sector radical de la UNO y los extremistas del Congreso de Estados Unidos. Sin embargo, cuatro años después del vuelco político de 1990, el general Ortega reveló que antes de la toma de posesión de doña Viole-ta, la presidente electa -acompañada del poeta y codirector del diario La Prensa, Pablo Antonio Cuadra, y de uno de sus hijos- se reunió con él en la Casa L, construida por Anastasio Somoza Debayle en la ladera norte de la laguna de Tiscapa sobre las instalaciones de la Comandancia, para pedirle que renunciara a su cargo de Comandante en jefe del Ejército.

Ortega sabía que no había ley que le obligara a hacerlo y, como era de esperarse, rechazó la petición y no renunció a su posición de poder. Conocedor de las contradicciones existentes en el seno de la alianza política que llevó al gobierno a doña Violeta, así como de las debilidades de la nueva administración, pretendía permanecer indefinidamente al frente del Ejército o, al menos, durante los cinco años de su Presidencia, e incluso, y por qué no, aspiraba a convertirse en el ángel guardián de su frágil gobierno.

2 DE SEPTIEMBRE DE 1

993:
UNA FECHA MEMORABLE
Pero los días del general Ortega estaban contados. Todo era cuestión de tiempo. Y el tiempo llegó el 2 de septiembre de 1993, en una fecha memorable para los uniformados: la celebración anual de la constitución del Ejército Sandinista.

El discurso que pronunció ese día la Presidenta Barrios de Chamorro en el Centro de Convenciones Olof Palme hizo crujir los cimientos de la institución militar. “Mi deseo es continuar la institucionalización del Ejército -dijo con aplomo y sin titubear-, como corresponde en toda sociedad democrática, nombrando un nuevo Comandante en Jefe del Ejército el próximo año”.

El general Ortega y su hermano Daniel, en el cargo de secretario general del FSLN, perdieron la compostura y protagonizaron públicamente un vergonzoso berrinche político irrespetando a la Presidenta. Sin embargo, nada impidió hacer realidad su anuncio en 1995. El Consejo Militar del Ejército, entidad desconocida hasta entonces, se reunió de emergencia y horas más tarde emitió un comunicado en el que, citando la Ley de Organización Militar del Ejército Popular Sandinista -una de las tantas leyes predatadas después de la derrota electoral, en lo que he llamado la “piñata jurídica”-, aseguraba que era a ese cuerpo colegiado a quien correspondía proponer el nombramiento del nuevo Comandante en jefe.

Aunque ese argumento era falso, porque ninguno de los 30 artículos de esa Ley confiere esa atribución al Consejo Militar, lo cierto es que no había en ese momento ninguna norma legal que regulara la sucesión del mando militar, lo que dejaba a la Presidenta con las manos atadas.

En aquellos momentos de extrema tensión las relaciones directas entre la Presidencia de la República y la Comandancia del Ejército quedaron prácticamente cortadas. Restaurarlas fue un trabajo indirecto de filigrana política que culminó en agosto de 1994 con la aprobación en la Asamblea Nacional de la Ley 181, Ley de Organización, Jurisdicción y Previsión Social Militar, en la que por primera vez se establecía el procedimiento para la sucesión del mando militar, el camino que había que seguir para el nombramiento de un nuevo comandante en jefe del Ejército.

LA ESTRATEGIA DE DESARROLLO DEL EJÉRCITO


El nombramiento el 21 de diciembre de 1994 del general Joaquín Cuadra, hasta entonces jefe del Estado Mayor General, como nuevo Comandante en jefe del Ejército, en sustitución del general Humberto Ortega, inició la ejecución de la hasta ese momento desconocida Estrategia de Desarrollo Institucional, concebida por el general Ortega y acordada a lo interno del cuerpo castrense incluso antes de aprobarse la Ley 181.

Los objetivos fundamentales de la Estrategia eran dos. Por una parte, asegurar la existencia en el tiempo de la institución armada y consolidar su desarrollo institucional. Por otra, garantizarle al Ejército un relativo grado de autonomía institucional en la elección de un nuevo Comandante en jefe. Y aunque la Estrategia se concibió en un escenario no buscado, por una fortuita coincidencia de tiempos y acontecimientos, favoreció -al menos en teoría- el control civil democrático sobre la institución militar por el traslape que se daría entre los períodos del Presidente de la República y los del comandante en jefe del Ejército.

El traslape permitía que el Presidente no escogiera a un militar con el que tuviese afinidad política, evitando así la contaminación política de la institución armada. El Presidente de la República recibiría a un Comandante en jefe que no escogió y le dejaría su sustituto a su sucesor. Y así sucesivamente. Así de sencillo. Se evitaría así la instrumentalización política del Ejército.

El eje clave de la Estrategia en el proceso de sucesión del mando militar era que el jefe del Estado Mayor General fuera el sustituto del Comandante en jefe y que el jefe de la Dirección de Operaciones y Planes (DOP) fuera el sustituto del jefe del Estado Mayor saliente. Una pieza final sellaba el desarrollo institucional del Ejército: el Comandante en jefe saliente no tendría injerencia en la nueva Comandancia General y bajo ningún concepto intervendría en su desempeño. Al menos, esto sí se ha cumplido hasta la fecha.

El período de un Comandante en Jefe se inicia con el Presidente que le nombra y termina con el siguiente Presidente, quien a su vez nombrará a su sucesor.

Nombrado por la presidenta Violeta Barrios de Chamorro, el general Joaquín Cuadra asumió la jefatura del Ejército el 21 de febrero de 1995. El período de doña Violeta finalizó el 10 de enero de 1997, cuando asumió el presidente Arnoldo Alemán, quien el 21 de diciembre de 1999 nombró, a propuesta del Consejo Militar, al general Javier Carrión como sustituto del general Cuadra. Y así continuó la sucesión… hasta que en diciembre de 2014 Daniel Ortega anunció que había decidido mantener en su cargo por cinco años más -se cumplirían en 2019- al general Julio César Avilés.

Esto no estaba en el guion de la Estrategia y, aunque no causó una crisis institucional en el Ejército, sí aceleró el proceso de desmantelamiento de la institucionalidad militar y la contaminación política de la institución armada.

Al llegar a este punto es preciso llamar la atención sobre un hecho del que prácticamente nadie se percató: que el proceso de contaminación había comenzado cuando, al asumir la comandancia del Ejército en febrero de 2005, el general Omar Halleslevens decidió no nombrar jefe del Estado Mayor General al jefe de la Dirección de Operaciones y Planes, sino al general Julio César Avilés, quien aunque tenía experiencia y formación de tropista, procedía de la contrainteligencia militar.

LA DEMOLICIÓN DE LA ESTRATEGIA


Manteniendo al general Avilés en el cargo, tanto el Consejo Militar como Daniel Ortega rompieron uno de los principios esenciales de la Estrategia de Desarrollo Institucional. El Consejo Militar, al proponerlo “unánimemente” para continuar como comandante en jefe del Ejército y Ortega “aceptando la propuesta” del Consejo y ratificándolo para un nuevo período de cinco años (Decreto 230-2014 del 19 de diciembre de 2014).

Ortega y Avilés había comenzado ya a demoler la Estrategia de Desarrollo Institucional del Ejército un año antes, en diciembre de 2013, al pasar a retiro obligatorio, sin mayor explicación y sin causa justificada, al mayor general Óscar Balladares, jefe del Estado Mayor General, quien era el primero en la línea de sucesión.

A la par, nombraron en ese puesto a un advenedizo, el general Óscar Mojica, un comodín cuya función no era en realidad la de ser jefe del Estado Mayor General, sino la de actuar como “broker” de los intereses corporativos (financieros, económicos y comerciales) del Ejército, administrados en el Instituto de Previsión Social Militar, articulándolos con los intereses individuales de la cúpula militar -los del genera¬lato- y con los del Consorcio Ortega-Murillo.

El retiro extemporáneo de Balladares dejó flotando dudas en el ambiente. Hasta hoy flota, al menos para mí, la duda de si desde ese año 2013 ya se había decidido que el general Avilés permanecería en su cargo por cinco años más. La duda es más que razonable porque, ¿qué otro sentido que abrir las puertas al continuismo en el Ejército tendría si no separar de la institución a quien, según la Estrategia de Desarrollo Institucional, le correspondía ser el sucesor de Avilés?

¿RESTAURACIÓN DE LA ESTRATEGIA?


La llegada del general Óscar Mojica a un puesto para el que no estaba capacitado ni tenía la experiencia necesaria provocó malestar entre la alta oficialidad del Ejército. El malestar pasó a ser efervescencia por la incapacidad de Mojica, quien al parecer dedicaba más tiempo a sus negocios privados y a los de sus colegas que a sus responsabilidades como jefe del Estado Mayor General.

La posibilidad de una crisis institucional estaba a las puertas y el general Avilés no tuvo más opción que tomar una medida drástica para conjurarla. Sin mayores explicaciones, Mojica, y con él el inspector general, pasaron a retito de forma inesperada y también extemporánea.

Les sustituyeron el general de Brigada Bayardo Rodríguez y el contralmirante Marvin Corrales como jefes del Estado Mayor General y de la Inspectoría General del Ejército, respectivamente. En perspectiva, la decisión del general Avilés abrió las puertas a un nuevo escenario que prácticamente nadie esperaba: el atisbo de una posible restauración parcial de la Estrategia, nombrando al general Rodríguez, jefe del Estado Mayor General, situándolo así en primera línea para la sucesión del mando militar.

EN UN ESCENARIO DE REPRESIÓN Y CRISIS


El segundo período del general Avilés termina el 21 de febrero de 2020. En diciembre de 2019 Daniel Ortega tendrá que nombrar un nuevo Comandante en Jefe en un escenario marcado por la crisis política, de graves consecuencias sociales y económicas, provocadas por la sangrienta represión desatada por el régimen contra el masivo alzamiento civil y desarmado iniciado en abril de 2018.

Los asesinados por policías y parapolicías se cuentan por cientos, los heridos por miles, han sido cerca de mil los encarcelados, la mayoría salvajemente torturados, hay una cantidad no precisada de secuestrados y desaparecidos, y decenas de miles de exiliados, la mayoría en Costa Rica, huyendo de la represión.

La economía está en recesión y al borde del colapso, miles de trabajadores están en el desempleo, la informalización de la economía es galopante y el salario mínimo permanece congelado desde septiembre de 2018. Los grifos del financiamiento externo, salvo los del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), están prácticamente cerrados. Organismos internacionales han verificado las masivas violaciones de los derechos huma¬nos y crímenes de lesa humanidad cometidos por los sicarios al servicio y bajo las órdenes de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Lo certifican informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas y del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes.

De forma irracional, Ortega y Murillo se aferran al poder a sangre y fuego, desoyendo las demandas de la ciudadanía y los llamados de la comunidad internacional a regresar a la mesa de negociaciones para encontrar una salida pacífica a la crisis. El régimen se aísla y es aislado cada vez más en el concierto de las naciones democráticas. Estados Unidos y Canadá han impuesto sanciones a miembros de la familia dictatorial y a personeros de su círculo íntimo. La Organización de Estados Americanos ha echado a andar el proceso para aplicar régimen la Carta Democrática Interamericana. Y la Unión Europea ya aprobó el marco jurídico que “establece la posibilidad de imponer sanciones específicas e individuales a personas y entidades responsables de violaciones o abusos de los derechos humanos o de la represión de la sociedad civil y la oposición democrática en Nicaragua, así como a personas y entidades cuyas acciones, políticas o actividades menoscaben de otro modo la democracia y el estado de Derecho en Nicaragua”.

LA ACTUAL DISYUNTIVA DEL EJÉRCITO


Es en este ominoso escenario que los integrantes del Consejo Militar tendrán que enfrentar la disyuntiva: o renuevan la cúpula castrense o mantienen al general Julio César Avilés como Comandante en jefe por tercer período consecutivo.

Son las dos posibilidades que deben sopesar los altos rangos del Ejército. En una situación normal no habría sido un dilema. En la anormalidad que desde hace un año y siete meses viven Nicaragua y los nicaragüenses, sería un grave error dejar fuera del cálculo político de probabilidades la posibilidad de un tercer período del general Avilés como Comandante en Jefe. Que así suceda no puede ni debe descartarse, ya que la Ley 855 deja abierta esa posibilidad que, aunque sería legal, carecería de legitimidad.

Y no debe descartarse porque Daniel Ortega sea impredecible, que no lo es, sino por lo que ya hizo a finales de 2014. Entonces, cuando las condiciones eran relativamente normales, cuando no había crisis política ni masacre que considerar, el general Avilés fue “propuesto” por el Consejo para un segundo período. En ese momento lo único que había era, y aún lo hay, es la deriva dictatorial de Ortega, su obsesión continuista y dinástica, y la complacencia de la cúpula militar plegándose a sus deseos.

NI EL EJÉRCITO NI AVILÉS ESTÁN
EN SU MEJOR MOMENTO


Es innegable que el Ejército de Nicaragua no está en su mejor momento y, apartando a los insensatos que pedían que los militares intervinieran para resolver la crisis política -lo que habría sido un suicidio político, pues se les daría a los uniformados un cheque en blanco al convertirlos en el supremo poder moderador-, lo cierto es que en la actual enrarecida atmósfera política hay, por decir lo menos, un creciente desencanto de la ciudadanía con los militares.

Se expresa en la pérdida de la legitimidad social que por muchos años el Ejército mantuvo. Algunas voces se han alzado, incluso, para pedir su abolición, demanda que no tiene lógica ni sentido de cara a los desarrollos que habrán de darse en el futuro próximo en el ámbito de la seguridad ciudadana.

Los desencantados consideran que, al guardar silencio frente a la crisis iniciada con el alzamiento ciudadano de abril de 2018, el Ejército se sometió a la voluntad política del régimen Ortega-Murillo. El titular de un medio digital lo expreso así: “General Avilés rinde al Ejército ante la dictadura”, después del discurso de Avilés en la celebración, en septiembre, del 40 aniversario de la institución armada, en el que, además de remachar los términos de su desafortunada y previa intervención ante directores de algunos medios, dijo en tono firme: “Presidente, cuente con esta institución para seguir en el camino de una Nicaragua con seguridad, estabilidad, desarrollo económico, prosperidad y en paz”.

Ya desde antes de ambas intervenciones públicas la legitimidad social del Ejército estaba erosionada. El Estudio de Opinión Pública de Latinobarómetro Nicaragua (#91 de septiembre 2018) revelaba que la confianza ciudadana en el Ejército se desplomaba progresivamente: del 50% de aprobación en 2016 al 45% en 2017 y al 22% en 2018, siendo el promedio latinoamericano el 44%.

Además, la encuesta de CID Gallup publicada a fines de septiembre de 2018 reveló que el general Avilés, la figura más representativa del Ejército, estaba en el grupo de las personalidades peor evaluadas de Nicaragua, con menos del 10% de aprobación. Estos datos son la más clara muestra de que un tercer período del general Avilés no sólo le haría más daño a su deteriorada imagen, también afectaría a la institución castrense y al desarrollo normal del Ejército.

Además, al no renovarse la Comandancia General del Ejército, conformada por el Comandante en jefe, el jefe del Estado Mayor General y el Inspector general, se le pondría una camisa de fuerza al proceso natural de ascensos y, aunque puedan darse, prácticamente se provocaría un taponamiento en todos los grados, especialmente en los de general y coronel de brigada.

Es imperativo que el Consejo Militar considere y analice este momento con pensamiento estratégico y tome su decisión con visión de nación y de futuro, considerando la continuidad de la institución y no la de las personas. Si algo deben evitar los uniformados es que el Ejército se hunda con el régimen Ortega-Murillo, como ya se está hundiendo. La mejor manera de evitarlo, por ahora, es proponiendo a un nuevo Comandante en jefe, volviendo a la senda de la Estrategia de Desarrollo Institucional.

¿BAYARDO RODRÍGUEZ O DE NUEVO AVILÉS?


La propuesta del Consejo Militar tendría que ser el mayor general Bayardo Rodríguez, un tropista profesional, capaz, de amplia trayectoria y de prestigio entre las filas castrenses, que tiene la formación, experiencia y capacidad para colocarse al frente del Ejército.

No se trata de una preferencia personal ni política. Es realismo ante lo que más conviene al cuerpo armado para asegurar su existencia como institución al servicio de la nación, por sobre los particulares intereses de grupos de poder, de proyectos políticos personales, familiares o grupales. De lo contrario, Nicaragua vería más de lo mismo... y lo mismo no es nada bueno.

Si no se llega al extremismo de optar por un tercer período del general Avilés, las probabilidades están a favor de Rodríguez. Pero no deben crearse expectativas ante un régimen como el actual, en el que cualquier cosa puede suceder por su notorio desprecio a la institucionalidad democrática y su clara tendencia al autoritarismo y a la irracionalidad.

De llegar el general Rodríguez a la cúspide de la pirámide militar quedaría por verse qué tanta autonomía tendrá para conducir la institución militar y qué nivel de independencia podrá lograr ante las interferencias políticas de Ortega y de Murillo. ¿Logrará recuperar para el Ejército la legitimidad social perdida deteniendo la contaminación política de la institución? Falta muy poco para saberlo. Lo que sucederá es desde ya una moneda al aire. Cuando esa moneda caiga sabremos si por fin los militares decidieron elevarse con sus dioses o hundirse con sus demonios.

CONSULTOR CIVIL EN SEGURIDAD,
DEFENSA Y GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA

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