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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 435 | Junio 2018

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Nicaragua

Breve historia de las pandillas del Reparto Schick ¿Los “vandálicos” de abril y mayo son pandilleros?

En los días más sangrientos de abril, Daniel Ortega atribuyó la violencia en las calles a las pandillas de los barrios. La escasa credibilidad de sus palabras prepararon el terreno para que “pandilleros” a sueldo de las autoridades saquearan supermercados y comercios y diseminaran a lo largo del país una atmósfera de caos que no ha cesado. No puedo esclarecer si esa gente tenía o no vinculación con las pandillas “tradicionales” de Nicaragua. Sí puedo esclarecer si ese vínculo se dio o no se dio con las pandillas del Reparto Schick. Por eso escribo.

José Luis Rocha

Las pandillas han sido la bestia negra a la que políticos y analistas sociales imputan los más graves desmanes en la región centroamericana. Lo han sido en el Triángulo Norte: en Guatemala, Honduras y en El Salvador.

No lo habían sido en Nicaragua, cuyos estadistas se vanagloriaron durante décadas de una excepcionalidad bicéfala: una policía ejemplar, con un enfoque comunitario no-represivo, y unas pandillas catalogadas como “jóvenes en riesgo” que no representaban un serio peligro para la ciudadanía. Con el estallido de la revuelta de abril, “una revolución no armada” en palabras del obispo de Estelí Juan Abelardo Mata, este discurso ha dado un giro inesperado y son muchas las inquietudes y preguntas.

¿ERAN PANDILLEROS “TRADICIONALES”?


En sus escasas apariciones públicas en abril, en olor de repudio multitudinario, Daniel Ortega atribuyó la violencia en las calles a las pandillas de los barrios. La escasa credibilidad que sus palabras merecen en éste y otros contextos no fue óbice para sembrar la duda y preparar el terreno para que “pandilleros” a sueldo saquearan almacenes, supermercados y restaurantes, quemaran puestos en varios mercados, oficinas estatales y una emisora de radio, diseminando una atmósfera de caos en varias ciudades del territorio nacional.

No puedo esclarecer si esos grupos tenían o no una vinculación con muchas de las pandillas nicaragüenses, a las que llamaré “tradicionales”, instituciones sociales que en algunos barrios han sobrevivido con los mismos nombres a lo largo más de dos décadas. Lo que sí puedo esclarecer es si ese vínculo se dio con pandillas del Reparto Schick, un gigantesco conglomerado de barrios, una urbanización que surgió en 1963 con la donación de terrenos nacionales hecha por el doctor René Schick, Presidente de Nicaragua (1963-1966), a un grupo de precaristas que antes habitaban a orillas de un enorme cauce, y posteriormente a dos oleadas de damnificados por inundaciones causadas por el lago de Managua. En los barrios del Reparto Schick vive entre 5.6% y 8% de toda la población de Managua.

UN BUEN OBSERVATORIO DE LAS PANDILLAS
PARA ENTENDER LOS SUCESOS DE ABRIL 2018


En 1999 el Reparto Schick ya era considerado por los altos mandos de la Policía Nacional como el más peligroso de la capital, reputación que ha mantenido por más de una década. Y, aunque ninguno de los barrios del Schick alcanzó entonces, ni registra actualmente, la visibilidad mediática ni la fama de territorio sin ley que tuvo y tiene el barrio Jorge Dimitrov, el volumen de la sumatoria de los barrios del Schick le asegura una permanencia permanente en páginas de sucesos, reportes policiales y memoria colectiva como escenario de violentos enfrentamientos juveniles. En definitiva, es un buen observatorio de las pandillas juveniles.

Puedo aportar elementos de juicio para discernir la evolución de las pandillas en ese reparto, su relación con las fuerzas policiales, los operativos que esas fuerzas aplicaron a las pandillas y la relación con diversas instancias de la sociedad civil y otras entidades estatales. Espero que estos elementos contribuyan a despejar dos de las mayores incógnitas que despertó la revuelta de abril 2018 en Nicaragua: la compleja y fluctuante relación entre pandillas y Estado -incluyendo su instrumentalización por la política partidaria- y también el verdadero talante de los operativos policiales en los barrios, que explican cómo se fue incubando un aparato represor con patente de corso.

A grandes rasgos la evolución de las pandillas en el Reparto Schick puede ser dividida en seis etapas: la fase pre-institucional (1988-1990), la época de oro (1994-1999), la fase de atomización (2000-2004), el período de la pacificación (2005-2009), la fase de reignición (2010-2015) y la fase de repacificación (2016-2018).

FASE PRE-INSTITUCIONAL (1988-1990):
PANDILLAS MENOS VIOLENTAS


En la primera etapa, la “fase pre-institucional” las pandillas no tuvieron una independencia orgánica y trascendencia respecto de sus integrantes originales, aunque sí una marcada influencia sobre sus sucesoras.

Una vez consumado el retiro de los viejos pandilleros, vino una breve fase de receso, tras la cual surgieron pandillas que se dieron otros nombres y tuvieron otros líderes. Las primeras pandillas en el Schick fueron La Bananada, Los Brujos y Los Dragones. Muchos de sus líderes cayeron presos. Otros hicieron de enlace con la nueva generación, encendiendo los ánimos con sus anécdotas y actuando como entrenadores, pero no consiguieron dotar de vitalidad orgánica a sus pandillas. Sus organizaciones carecían de la posibilidad de auto-perpetuarse inyectando nuevos reclutas. Esas pandillas no gozaban del automatismo reproductor que tienen las instituciones sociales. Sin embargo, en el imaginario pandilleril son frecuentemente rememoradas como ancestros legendarios de las pandillas actuales.

Eran pandillas menos violentas. La mayoría de sus miembros y de los pandilleros actuales coinciden en que las peleas de los primeros grupos de pandilleros se efectuaban “cato a cato” (a puño limpio, sin armas) o con el refuerzo de los famosos chacos que las películas de Bruce Lee habían puesto de moda. Las tiendas deportivas de lujo vendían los chacos a precios inaccesibles para los jóvenes del Schick, pero desde entonces surgió la industria de las “armas hechizas” con los chacos artesanales. Los pandilleros pintaban y tallaban los chacos para personalizarlos o “grupalizarlos” -apropiárselos grupalmente- colocando señales y logos propios de las pandillas del momento: un dragón, un pitufo, etc.

Contra esta leyenda de pandillas amateur surgen testimonios que reflejan que los hábitos armamentistas eran variados o podían cambiar eventualmente. Picapiedra, un miembro de Los Dragones, asegura: “Los Brujos eran asesinos. A veces sacaban pistola si se enojaban porque iban perdiendo a los turcazos”.

NACIDAS EN LA RECESIÓN ECONÓMICA
DE FINALES DE LOS AÑOS 80


Esas pandillas surgieron cuando Nicaragua vivía una etapa de recesión económica. A finales de los años 80 el gobierno del FSLN aplicó el primer ajuste al gasto fiscal. Esto implicó una reducción en la provisión de servicios sociales y de empleo en el sector público.

Los barrios populares, beneficiarios de una política social que priorizaba a las ciudades, y fundamentalmente a Managua, resintieron el ajuste por el marcado contraste y por lo abrupto. La delincuencia desorganizada floreció, junto a otros fenómenos de contracultura. Por ejemplo, los tradicionalmente reprimidos homosexuales -en una cultura tan marcadamente machista como la nicaragüense- salieron del closet a manifestar una forma inédita de rebelión: la reivindicación de su heterodoxia sexual. Esta expresión temprana -para Nicaragua- de la diversidad sexual no sólo ocurrió en los barrios populares. En ese período de finales de los 80, entre las clases medias de Managua se pusieron de moda las llamadas “fiestas de blanco”, organizadas en discotecas y viviendas particulares para que acudieran exclusivamente parejas homosexuales de hombres y de mujeres vestidas de blanco.

Probablemente este fenómeno estuvo vinculado a una mayor participación femenina en el mercado laboral, con la consiguiente crisis de los tradicionales roles de género. En cualquier caso, fue una manifestación de los brotes de desafío a la cultura dominante de la que las pandillas formaron parte. En una época en extremo militarizada, las pandillas eran un intento de romper en el área urbana el férreo monopolio estatal de la violencia y de la organización militar.

LA ÉPOCA DE ORO (1994-1999): PANDILLAS MUCHO MÁS VIOLENTAS


A mediados del gobierno de Violeta Barrios de Chamorro, sucesora de Daniel Ortega, estaba muy claro quiénes eran los perdedores de la aplicación de los sucesivos programas de ajuste estructural: los empleados “supernumerarios” de las ciudades, procedentes en gran parte de los barrios populares, que no pudieron ubicarse en las ONG, una emergente y enorme fuente de empleo.

Pasó en Nicaragua lo que el escritor mexicano José Agustín relata sobre el México de Miguel de la Madrid: “En el México de la madridista de los ochenta, los años de la crisis, se desplomó el viejo mito estudia-trabaja-y-sé-feliz. Si todo se les cerraba, si se les deparaba el último escalón social, las bandas canalizaron su energía juvenil en una extrema violencia. Ya no se trataba de navajas, cinturones y cadenas, sino que abundaban las pistolas y en las grandes broncas de las bandas no faltaban los muertos”.

La nueva generación de pandillas del Schick dio un salto tecnológico. El arsenal se componía principalmente de piedras, tubos, lanzamorteros, garrotes y machetes y era reforzado con objetos cortopunzantes: desde navajas, puñales, punzones para picar hielo y pedestres cuchillos de cocina hasta la muy letal verduguilla, que por su acerada textura y su delgada hoja penetra con una mínima oposición del tejido muscular y se hunde en los órganos vitales con efecto mortal. “La verduguilla sirve más para amenazar en los robos, pero no se la negamos a nadie”, cuenta Lázaro Pacheco, dando a entender que resistirse a un atraco provoca el paso de la amenaza a la acción.

Las pandillas que surgieron a mediados de los 90 fueron mucho más violentas que sus predecesoras. Surgieron los Cancheros, los Comemuertos, los Rampleros y los Raperos. Fueron las primeras cuatro pandillas del Reparto Schick en esa nueva etapa. Después surgieron los Aceiteranos, los Bambanes, los Bloqueros, los Plo, los Cholos y los Power Rangers, entre otras.

Todas esas pandillas estaban aún activas en 2012, aunque sus niveles de beligerancia -muy similares en 1998- fueron variando. En 1998 la Policía Nacional registró la actividad de las pandillas en 7 departamentos del país: 102 pandillas y 1,370 miembros, de los cuales 372 fueron detenidos. En Managua detectó a 60 grupos y a 753 integrantes. La Policía dijo haber desarticulado a dos pandillas del Reparto Schick: La Pradera y Los Come¬muertos, pero estas pandillas continuaron su actividad, desmintiendo las estadísticas minimalistas y el discurso triunfalista de la Policía.

Las nuevas pandillas estaban mejor armadas y más entrenadas, como ocurrió en México con el salto de una a otra generación de pandillas: “Los Sex Panchitos fueron liquidados, pero ya era tarde. Nuevas, numerosas y feroces bandas aparecieron en los barrios pobres de las ciudades, especialmente en México y Guadalajara. Se llamaban los Verdugos, los Salvajes, los Lacras, los Mierdas Punk o las Capa¬do¬ras, una banda de chavas gruesas”.

CON RESPETO AL BARRIO Y A LAS REGLAS


En aquel momento la lucha por el territorio era un asunto clave. El territorio es la zona bajo control. Es el micro-universo en el que pueden poner orden y hacer valer su ley.

Es una dinámica similar a la que José Agustín encontró en México: “Las bandas, como antes las pandillas, tenían al barrio como territorio sagrado, las calles era lo único que poseían y muchos de los pleitos ocurrían a causa de las expediciones invasoras de otras bandas, usualmente del mismo barrio. Dentro de la banda había que probarse a chingadazos y aprender a atracar. Volverse el machín, y aquí el término no significaba tanto “macizo”, sino el jefe de la banda, que era eminentemente machista. Todos recibían un apodo, lo que equivalía a una iniciación, una nueva identidad”.

Las pandillas tenían un código y un régimen de exigencias orientadas a seleccionar y entrenar a machos aguerridos. “En las pandillas hay reglas -recuerda Maule-. Si alguien quiere entrar se le dice: Tenés que cumplir las reglas o te vas. Para entrar en la pandilla uno tiene que demostrar su valentía. Ir a un pleito de pandillas y pelear con piedras y machetes. Y si agarran a uno, lo lanzan al nuevo que vaya primero a pegarle: a desmayarlo o mandarlo al hospital para demostrar que uno va en serio empandillado. Segundo, si tenemos que enfrentarnos a los puños con un pandillero de la otra pandilla, si no lo hacemos, nos dicen que somos cobardes, que no servimos para estar en la pandilla, que mejor nos retiremos, porque ellos quieren gente que sea aventada. Nos mandan a desbaratar a otra persona. A ser atroces, más que todo. Y tercero, si nos agarraba la policía en un pleito de pandillas -por ejemplo, si nosotros estábamos con una pistola y baleábamos a alguien-, nosotros no teníamos que hablar nada: decir ‘yo no fui, yo no sé’. Decir nada. Cerrarse, pues. Si uno venía y bombeaba a los demás, entonces le echaban a dos o tres de la misma pandilla para que lo agarraran y lo masacraran y lo echaran de la pandilla. Por bombín, porque no querían a los que andaban bombeando”.

Otro elemento clave del código pandilleril era el respeto al barrio. Los robos y ataques eran perpetrados en otros barrios. Ante sus vecinos, los pandilleros aparecían como defensores del barrio. Por eso concitaban el silencio, la complicidad e incluso la colaboración activa de sus vecinos. Los asesinatos de pandilleros a manos de ciudadanos armados de pistolas o AK, únicamente ocurrían fuera de su territorio. Como en el caso del ataque conjunto y legendario de Los Comemuertos y Los Bloqueros al barrio 30 de Mayo, donde Paulina Rubio, el Frijol y Piedrín cosecharon fama nacional.

CON LEYENDAS HEROICAS Y CON HAMBRE DE MITOLOGÍA


Una de las leyendas de la época y gran entrenador de pandilleros fue Pitayoya, que purgó varios años de cárcel en la Modelo por asesinato atroz y que al salir fue muerto por un enemigo. Pitayoya fue el fundador y jefe de los Comemuertos, la pandilla más famosa de Managua.

Los Rampleros han construido una historia-arquetípica con los retazos de sus recuerdos. Han formulado una típica leyenda del héroe: el hombre invencible que sólo puede ser vencido mediante engaños y cae víctima de su propia confianza, por un error momentáneo, por la debilidad ante una mujer. Es un forzudo que sólo puede ser vencido por un batallón. Un Sansón que permanece imbatible hasta que llega una traicionera Dalila, pérfida fémina que lo puso en manos de numerosos filisteos. Las pandillas, más obviamente que otros grupos contraculturales, tienen hambre de mitología y se convierten en mitómanos. La época de oro del pandillerismo (1994-1999) es pletórica en mitos fundacionales.

La mitomanía recogió material de las aventuras que algunos pandilleros habían vivido mientras prestaban su servicio militar en los años 80. Los ex-reclutas no sólo querían experimentar nuevamente la adrenalina de las batallas, sino también reproducir el espíritu de camaradería y la división maniquea de la sociedad entre buenos y malos, de los que su “adiós a las armas” y las nuevas reglas del juego político los habían privado.

Estos dispositivos generaban una sólida cohesión grupal. Movilizando entre 40 y 80 pandilleros, los líderes de estas pandillas urbanizaron los escenarios de la violencia, haciéndola más democrática y desideologizada. Padres y madres de los pandilleros de ese entonces solían negar que sus hijos lo fueran. En todo caso, su incomodidad se refería a los pandilleros rivales que entraban a atacar el barrio. Explicaban la existencia de pandillas y su violencia recurriendo a una suerte de mito: “Los pandilleros son los hijos de esas muchachas que iban a la alfabetización y a los cortes de café para acostarse con cualquiera”. En otras palabras, el pecado del libertinaje trajo al mundo niños sin control, marcados por la anarquía desde su concepción.

EL FIN DE LA ÉPOCA DE ORO: ¿“ENFOQUE COMUNITARIO” EN LA POLICÍA?


El consumo de drogas era limitado a determinados tiempos y variedades. Olían el tipo de pegamento que usan los zapateros y consumían principalmente mariguana. El “churro” sólo ocasionalmente era condimentado con pequeñas dosis de crack, transformándose en un “bañado”.

Nunca se drogaban para ir a combatir. Las batallas -sentido y motor de su identidad y su fama como pandilleros- demandaban lucidez. Las reyertas se realizaban con piedras, tubos, palos, lanzamorteros, machetes y otros objetos cortopunzantes. De vez en cuando aparecía un AK-47 facilitada por un adulto para repeler rápidamente las incursiones de pandillas rivales. La escalada de violencia y calibre de las armas podía elevarse en cuestión de minutos.

La Policía puso fin a esta época de oro con la aprehensión y confinamiento de los principales cabecillas de estos grupos. Nada de “enfoque comunitario”, como decía la propaganda oficial. En 1999 detuvo a 706 pandilleros y aseguró haber dejado a una sola pandilla activa en el distrito Cinco de Managua, donde está el Reparto Schick.

Pero la intervención de la Policía tuvo lugar entre seis años o más después de la fundación de las pandillas, cuando éstas ya tenían un mecanismo de crecimiento vegetativo que mitigaba el efecto de las defunciones, deserciones, encarcelamientos, conversiones religiosas y jubilaciones. Un año después, la Policía contabilizó 133 pandillas y 2,576 pandilleros, cifras inferiores a las 176 pandillas y 2,965 pandilleros de 1999, pero aún bastante altas. La Policía no tomó nota de que la dinámica estaba cambiando.

En el barrio, cuenta Daimaku: “Después del Yonqui, quedó Fanor, que era el segundo al mando, la mano derecha. Ese quedó en reposición del Yonqui. Le decían el Cabezón, porque tenía una gran cabeza. A ese lo mataron los Comemuertos. Lo agarraron detrás de donde vivimos nosotros, en un predio vacío. Ahí lo mataron. Lo agarraron y le enrollaron un hierro y lo dejaron asfixiado. Luego asumió Miguel Atolillo”. Y ahí terminó la edad de oro y sus jerarquías. Le siguió una etapa anárquica, que afectó de forma muy desigual a las pandillas.

LA FASE DE ATOMIZACIÓN (2000-2004):
LAS PANDILLAS PIERDEN PRESTIGIO


La fase de atomización (2000-2004) tuvo en las drogas el gran catalizador de la actividad pandilleril. El oficio de muleros (vendedores ambulantes de crack) se convirtió en una fuente de ingresos de muchos jóvenes. Esa labor requería discreción y movilizarse de manera individual.

Las pandillas no se extinguieron completamente en ese período. Incluso surgieron dos nuevas: en el 2000 aparecieron Los Sucios en el barrio 20 de mayo y Los Cartoneros en el barrio Naciones Unidas. Son las pandillas de más reciente formación, como también lo son sus barrios, de viviendas muy precarias. Los Cartoneros se llamaron así por vivir en casas de cartón.

Los enfrentamientos fueron más esporádicos, aunque la presencia de armas industriales -pistolas, sobre todo- era más frecuente. Los vecinos no hablaban tanto de pandilleros, sino de “chavalos vagos”, que pasaban el día en la calle fumando crack y oliendo pega. Como empezaron a asaltar a los miembros del propio barrio, se convirtieron en un peligro para sus vecinos y también para ellos mismos, pues esta etapa fue pródiga en asesinatos entre miembros de la misma pandilla. Su capital social se erosionó y perdieron prestigio.

Este fue el período en el que la Policía Nacional quiso atribuir el declive de las pandillas a sus eficientes operativos y vender su modelo “comunitario” -a través del Banco Interamericano de Desarrollo, del que obtuvo jugosos fondos- a toda la región centroamericana. El trabajo retórico realizado fue formidable. Emergió la figura del Comisionado Hamyn Gurdián, quien en 2003 logró colocarse como director de la Secretaría de la Juventud, después que, como jefe de un Distrito policial en Managua, había cosechado cierta notoriedad por sus operativos no represivos: planes de desalzamiento con compromisos firmados por los pandilleros y entregados a sus familias en ocasión del Día de las Madres o de Navidad, y limpieza de expedientes. Estas acciones convivieron con operativos altamente invasivos, donde los agentes policiales quisieron dictar cátedra a directores de escuelas e incluso a padres de familia sobre cómo educar a sus alumnos y a sus hijos. Estas acciones compartieron la agenda real de la Policía con castigos extrajudiciales, que se volvieron una norma y un recurso expedito: palizas dentro de las patrullas y en las estaciones policiales. Los detenidos no las denunciaban por la ventaja comparativa de no ir a parar a una celda de la cárcel Modelo.

EL PERÍODO DE LA PACIFICACIÓN (2005-2009):
EL TRABAJO DE LAS ONG Y DE LA DROGA


Cuando las pandillas estaban en el pico de su desarticulación (2005-2009), las intervenciones de ONG -a veces de la mano de la Policía y con apoyo de distintas iglesias- se multiplicaron.

En muchos barrios trabajaron las sicólogas del CEPREV (Centro para la Prevención de la Violencia). En otros intervino la Asociación Nicaragua Nuestra. En otros FUNPRODE y Casa Alianza ofrecieron becas y charlas. Algunas de estas instituciones trabajaron codo a codo con la Policía Nacional: invitaban a agentes policiales a sus charlas, coordinaban incursiones en los barrios y recibían financiamiento para un trabajo conjunto.

Muchas pandillas, de antemano debilitadas por un proceso de atomización y pérdida de prestigio, entraron en una fase de receso. Aunque pareció una conversión masiva y definitiva suspensión de actividades, en realidad el proceso de atomización se había profundizado. La pacificación fue un efecto de factores de diversa catalogación moral: trabajo de ONG, atomización y drogas.

El consumo de droga, los homicidios bajo efectos de la droga y el robo para obtenerla fueron más altos que nunca. Era más frecuente la muerte de pandilleros por sobredosis de cocaína que en el campo de batalla. La droga era el móvil, objetivo o telón de fondo de los asesinatos, como ocurrió con el legendario Moya de Los Rampleros: “Las autoridades del Distrito Seis de Policía confirmaron que a Winston Moya Rodríguez, alias “Cuerpo de Perro”, le fue encontrado un vaso con 46 piedras de crack al momento de su deceso”.

Contra el pronóstico de quienes tenían a las pandillas como principal foco de crímenes, en 2005-2009 el declive de la actividad pandilleril coincidió con una aceleración de la delincuencia y un alza en la tasa de homicidios: la tasa de denuncias saltó de 1,898 a 2,871 por cada 100 mil habitantes. La de robos con fuerza pasó de 390 a 565. Y la de homicidios se mantuvo en esos 5 años en 13 por cada 100 mil habitantes, la más alta de las dos últimas décadas, según la Policía.

Al final de esta fase, el retiro de Nicaragua de gran parte de los recursos de la ayuda externa redujo las intervenciones de los organismos no gubernamentales en su cobertura geográfica y en la frecuencia de sus visitas. Las promesas de acompañamiento, becas y capacitaciones tuvieron magras concreciones y finalmente no se concretaron.

Este descenso coincide con los relatos de los pandilleros retirados sobre pequeñas escaramuzas y venganzas que los llevaron a sumar sus fuerzas junto a las nuevas generaciones para atacar a los rivales o defender su barrio. Viejos pandilleros ejecutaban venganzas y
caían víctimas de sus rivales.

LA FASE DE REIGNICIÓN (2010-2015):
EL REGRESO DE ORTEGA AL GOBIERNO


Las pandillas del Schick se reactivaron durante al menos tres años (2010-2012). Nuevamente aparecieron en las páginas rojas de telenoticieros y diarios. Esta reignición se estuvo gestando y mostrando ocasionales tentativas de activarse desde 2007, año en que regresó al gobierno Daniel Ortega.

A partir de ese año, militantes del FSLN ofrecieron dinero, armas, municiones, transporte e impunidad a los pandilleros activos y retirados que quisieran participar en “espontáneas” contra-manifestaciones para reprimir a opositores que protestaban contra fraudes electorales y medidas arbitrarias. Aunque no es probable que la reignición se deba enteramente a ese factor, sin duda jugó un papel nada desdeñable, como se puede inferir de la coincidencia en el tiempo y la vinculación causal de los dos fenómenos.

Mónica Zalaquett, que venía desarrollando a través del CEPREV un programa de reconversión de pandilleros en líderes de paz, denunció el abrupto retroceso que la oferta del gobierno de Ortega había inducido en varios barrios del Schick. Los barrios habían retornado a ser campos de batalla. Pero esta vez, en lugar de morteros y cuchillos, los enfrentamientos se libraban con fusiles y pistolas. Diversas fuentes testificaban que las armas con que se reprimía a la oposición al régimen de Ortega habían salido de los arsenales de la Policía Nacional y después de las manifestaciones quedaban en manos de los pandilleros.

EL NEXO ENTRE EL FSLN DE ORTEGA Y LAS PANDILLAS


El nexo entre FSLN y las pandillas fue establecido a través de líderes de la Juventud Sandinista, de los Consejos del Poder Ciudadano (CPC) y de agentes de la Policía Nacional. Desde el fin de la guerra de los 80, la Policía Nacional disponía de una jugosa base de datos sobre las pandillas. La creación de la categoría PIP (Persona de Interés Policial), una suerte de antípoda de las VIP (Very Important Person), los agentes de la Policía visitaban con regularidad las casas de los más connotados pandilleros y conocían de primera mano y al detalle sus movimientos.

En septiembre de 2015 se registró uno de los hechos más resonantes de la instrumentalización de las pandillas. Zamir Matamoros, quien había sido líder de paz del CEPREV, disparó contra unos manifestantes y, tras ser capturado, calumnió a Zalaquett sobre supuestos nexos entre su ONG y la oposición política, llegando al extremo de asegurar que Zalaquett lo había contratado para avivar las protestas de la oposición, que en aquel año reclamaban elecciones transparentes.

Las declaraciones de Zamir Matamoros elevaron la instrumentalización a un nivel superior: no sólo se trataba de agentes policiales distribuyendo armas y de pandilleros usándolas a la vista pública, sino del Poder Judicial echando mano de un proceso incoado contra un pandillero para destruir la reputación de una mujer que, las más de las veces, incluso se había pronunciado a favor de la colaboración con la Policía, pero que ciertamente había denunciado de desafortunado el papel que la Policía estaba desempeñando bajo el régimen de Ortega. Matamoros reapareció en mayo 2018 disparando contra la población en Ciudad Belén, Managua.

UN VECINDARIO QUE NO LOGRA DIGERIR LOS CAMBIOS


Para conocer mejor lo que ocurrió en esta etapa, es imperativo pasar de la lupa al microscopio: del reparto Schick a uno de sus barrios. El Elías Blanco -nombre con el que encubro el lugar- es uno de los numerosos barrios que componen el conglomerado de vecindarios marginales del Reparto Schick.

Tenía 2,102 habitantes, según el censo de 2005. El Schick ha experimentado la conculcación de espacios recreativos que han padecido todos los vecindarios, con independencia de su ubicación social. Los cines y tiendas importantes han cerrado, vencidos por la concentración de la recreación y el comercio más florecientes en cuatro nuevos malls de Managua. Comer, beber o simplemente “vitrinear” es algo que hace años se dejó de hacer en el barrio.

No todos resuelven esta situación desplazándose hasta los nuevos espacios de ocio y comercio. La colectividad aún no logra digerir el cambio. La lucha de las pandillas por un territorio tiene un sentido de recuperación simbólica de los espacios colectivos. Pero la introducción de la droga y el comercio de armas instrumentalizan la lucha y le dan una dirección irreversible, un tono crudo y un resultado letal.

MI ÚLTIMA ENTREVISTA A ESTOS PANDILLEROS


En mi quinta incursión en el Reparto Schick decidí cambiar el escenario de investigación. Mi último trabajo de campo (2007) lo había realizado en el barrio Augusto César Sandino, controlado por la pandilla La Pradera, en ese momento completamente apaciguada. Aquel trabajo de campo debía medir el éxito de una intervención contra la violencia.

La Pradera era un modelo de pandilla reconvertida, transformada en un grupo de “líderes de paz”, según reza la etiqueta que les dio el CEPREV. De entrada, descarté esa pandilla y su territorio. En los primeros días de agosto de 2012 recibí la información de un enfrentamiento entre La Pradera y Los Billareros. No lo sabía al iniciar la investigación. Me decidí por el Elías Blanco, cuya tercera o cuarta generación de pandilleros se mantenía activa en 2012.

Los Rampleros se consideran herederos directos de Los Dragones, una de las pandillas más legendarias de la capital, surgida a finales de los años 80. En el barrio aún habitan algunos veteranos de esa pandilla, ahora dedicados al comercio de pinesol (limpiador de pisos), la actividad más recurrida en ese barrio. Si así lo deciden, pueden trabajar los siete días de la semana. La mayoría de los pandilleros que entrevisté obtenían sus ingresos legales por ese medio, pero el día de la entrevista estaban “de vacaciones” por diversos motivos.

En un callejón de tierra, donde antes solía estar la famosa rampla de la que tomó su nombre la pandilla, realicé la entrevista. Los muchachos esperaban su turno conversando, fumando, oliendo pega y tomando licor. Para eso se sirven de la calle. Daimaku, mi vaqueano y garante de mi credibilidad, los retiene y entretiene en la cuneta de enfrente. De vez en cuando abandona el grupo y se acerca para intervenir en la entrevista manifestando confidencias que buscan y tienen el efecto de incentivar la confianza y atizar la conversación. Es obvio que ha participado en talleres y entrevistas similares: sabe qué temas son los que me interesan y repite el discurso mainstream. Intento hacerle preguntas que lo saquen del terreno de lo políticamente correcto, procuro desmontar su personaje.

LA NOSTALGIA POR LOS ESPACIOS PERDIDOS


La reiterada petición “Queremos canchas, lugares donde jugar deportes, lugares donde divertirnos, queremos que nos regalen pelotas” no es necesariamente un cliché que los entrevistados toman del discurso dominante y repiten ante el investigador en un vano intento de pedir lo que se figuran que para él es socialmente aceptable.

También puede ser interpretado como una nostalgia -posiblemente inducida por padres y abuelos- de espacios colectivos perdidos. Es un acto sintomático de una pérdida formulada como utopía. Los habitantes de Managua que pasan de 60 años viven añorando la Managua que fue reducida a escombros por el terremoto de 1972. Han transmitido la idealización de esa Managua a sus hijos y nietos, y la refuerzan con la añoranza de los años 80, época en que las políticas redistributivas del gobierno del FSLN optaron claramente por la ciudad, manteniendo un subsidio casi total al trasporte colectivo, al agua, a la energía eléctrica...

Los managuas viven de múltiples nostalgias. El carácter de luchadores por un territorio que tienen los pandilleros hunde sus raíces en esas nostalgias. La suya es una utopía arcaica, una utopía situada en el pasado. Éste es uno de los muchos elementos que no ha sido tomado en consideración por las políticas públicas que han incentivado -por medio de subsidios a las empresas turísticas- una concentración de las oportunidades de ocio, del ocio legítimo, en zonas alejadas de los barrios populares.

JÓVENES QUE YA DEJARON DE SOÑAR...


Gradualmente los cigarrillos, la pega y el alcohol van desmontando las inhibiciones y los muchachos se animan a relatar sus aventuras: los robos, los asesinatos, las tragedias personales y familiares.

En contraste con entrevistas hechas en años anteriores, me resulta llamativo el declive de sus expectativas. Hace diez años se soñaban casados -“con una muchacha decente”, insistían-, con hijos, trabajando como electricistas, migrando a Estados Unidos, con un récord policial impoluto. Algunos iban por esa ruta. Habían dado los primeros pasos al establecerse con una pareja e integrarse a una de los cientos de iglesias evangélicas que misionan en el Reparto Schick. Su récord policial era un obstáculo insalvable para conseguir un empleo formal, pero su expediente social se iba limpiando. Pertenecer a una iglesia les daba una especie de carnet de muchachos “sanos”.

Hace años podían soñar. Dejaron de hacerlo. Han corrido los años y su situación no ha mejorado. Su perfil socio-económico es muy similar. Los de entre 25 y 30 años aún viven con sus padres. A lo sumo llegaron a estudiar hasta tercero o sexto grado, y algunos son analfabetos. La mayoría tiene hijos, con dos o tres mujeres distintas, pero no viven con ellos ni los mantienen.

...Y QUE NO ENCUENTRAN TRABAJO


Varios entrevistados dejaron de ser pandilleros hace ocho o diez años, pero no consiguen empleo fijo. Trabajan vendiendo bolsitas de pinesol. Enseñarles oficios no significa nada.

Una situación típica es la de Daimaku, que estudió repostería en los cursos dominicales del colegio Inmaculada Concepción, en el barrio Camilo Ortega. Cada domingo, al llegar al colegio, les entregaban 30 córdobas como viáticos y un estímulo monetario. Fue becado por el CEPREV.

“Sé hacer queques, bocadillos, pizzas. Sé hacer el volteado de piña, sé cuántos minutos se tiene que hornear una torta para que no se queme ni quede muy cruda”, me dice Daimaku con visible orgullo. Animado por sus nuevas habilidades, metió su solicitud de trabajo en varias panaderías sin ningún resultado.

Daimaku no tiene tatuajes visibles. Todos sus tatuajes laten ocultos bajo su ligera camiseta. Carece del aspecto fiero que otros pandilleros han cultivado. Pero sabe que la mayoría de las veredas de sus encrucijadas vitales conducen a un solo destino: un modesto oficio no calificado e informal, y el confinamiento a la casa de su madre. Ni siquiera retiró su título de repostero. El título no presta lo que la posición y el expediente social niegan.

Daimaku seguirá yendo al semáforo donde todos los días, de 7 a 9:30 de la mañana limpia vidrios de los vehículos que esperan la luz verde. Éste es el mercado laboral a la mano. Ése y la venta de pinesol.

Una madre me señala a su hijo: “Le enseñaron soldadura, pero no quiere trabajar. No le gusta”. Por la manera evasiva como abordan este tema, da la impresión de que la mayoría no ha hecho intentos de conseguir trabajo.

¿POR QUÉ NO ENCUENTRAN TRABAJO ESTOS MUCHACHOS?


El bloqueo del trabajo está relacionado con muy diversos factores, cuyo peso relativo sólo una encuesta puede mostrar.

Primer factor: Los jóvenes se resisten a someterse a un régimen de trabajo sistemático y a abandonar su estilo anárquico de obtener ingresos. Un trabajo fijo supone un drástico cambio en su estilo de vida.

Segundo: Los muchachos evitan exponerse al rechazo y por eso ni siquiera intentan solicitar trabajo. Sospechan -o han comprobado reiteradamente- que su apariencia y su fama, sobre todo si intentan conseguir trabajo dentro del barrio, les cierra las puertas.

Tercero: Los ingresos que obtendrían desempeñando un oficio son bastante inferiores a los que se consiguen mediante la venta de pinesol, la limpieza de vidrios en los semáforos, el lavado de vehículos en un parqueo, el robo o la venta de mariguana y crack. El costo de oportunidad de cambiar de actividades ilegales o de actividades precarias a una actividad formal y legal como fuente de ingresos es alto y fácilmente constatable y representa una razón de mucho peso.

Cuarto: En una sociedad donde los beneficios y el ejercicio de los derechos es un asunto de “conexiones”, ellos carecen del capital social para ubicarse laboralmente.

Quinto: Los oficios para los que están preparados tienen una demanda muy limitada en la restringida área geográfica y relacional en que se mueven. Muchos de ellos sólo tienen relaciones con otros habitantes del Reparto Schick, donde hay un número muy reducido de soldadores, ebanistas o panaderos, que administran pequeñas empresas semi-familiares de escasa generación de empleo.

Sexto: Aunque estén capacitados para el oficio, los empleadores eventualmente pueden requerir otras habilidades para su desempeño. Por ejemplo, llevar las cuentas, saber cobrar, anotar deudas… Para esto se requieren habilidades básicas que se adquieren en la escuela. La mayoría de los muchachos son analfabetos o apenas han cursado unos años de primaria.

“YA NADIE VIENE POR EL BARRIO, YA NADIE NOS AYUDA”


La oferta de servicios educativos es clave. Varios de los entrevistados hace años intentaron cursar su secundaria en el Colegio Elías Blanco. Pero ellos trabajan y sólo pueden estudiar por la noche. La directiva del colegio terminó suprimiendo el turno de la noche por los cortes de energía eléctrica. Las fallas en un servicio público terminan con otro servicio en un efecto dominó.

El Estado y sus ramificaciones han sido apenas perceptibles y muy deficientes. Otros actores, fuera de las iglesias, no los han asistido o han dejado de llegar. El comentario habitual de los entrevistados es el que me repite el Llorón: “Aquí no viene nadie, nadie. Nadie nos visita y ayuda. A veces nos convocan en la escuela y nos dan charlas. Aquí sólo venía el CEPREV, pero ya dejaron de visitarnos”.

Las visitas se suspendieron en 2009, precisamente el tiempo en que se reiniciaron las trifulcas entre pandillas. Un factor de pacificación muy apreciado era el hecho de que la directora del CEPREV, Mónica Zalaquett, solía ayudarlos a agilizar la liberación de los que estaban detenidos en las estaciones de la Policía.

Pero esa posibilidad se desvaneció con la polarización política y la persecución a Zalaquett. Los muchachos insisten en que se sienten abandonados por el CEPREV, que no les dio ninguna explicación de su retiro.

“Llegan y se van”: es la percepción sobre los profesionales que se les aproximan. Aplica también a mi acercamiento. Por eso insisten en saber cuándo regresaré al barrio...

ANTE UNA POLICÍA DESPRESTIGIADA


La Policía Nacional es el rostro más visible del Leviatán, pero destaca por su ambivalencia. Con apoyo de la cooperación externa, la Policía instaló una subestación junto a la escuela Macaralí. Su objetivo es contener las peleas entre pandilleros y la criminalidad en general, pero sólo consiguió desplazar los escenarios de las batallas a una zona donde por más de un lustro no hubo peleas significativas.

El problema principal es que la presencia policial no fue acompañada de otra tónica en el acercamiento. La Policía Nacional sólo interviene en el barrio para hacer operativos. Así lo explica el Ramplón: “Aquí sólo vienen a hacer operativos. No voy a decir mentiras: aquí fumamos, huelemos, bebemos, pero no le robamos a nadie, no jodemos a nadie. La pasamos tranquilos aquí en la esquina. Pero de repente llega la policía y al rato nos quitan la pega y nos dicen ‘Vamonós, vamonós’, y nos dan un turcazo, así de puro aire. Varias veces he tenido pleito con los guardias porque ellos vienen y bam, bam, bam, bam, te dejan ir una ristra de turcazos. Nosotros no estamos molestando a nadie. Tal vez sólo estamos bebiendo y ellos dicen ‘No queremos ver bolo a nadie’. Y es que eso no es así. Nosotros queremos tener una relación tranquila, nada de agresiones”.

La presencia de la Policía se ha incrementado, pero es inversamente proporcional a su aceptación social. Desde 2010 o desde antes la Policía ha venido perdiendo prestigio a nivel nacional.

LA “OPERACIÓN CORAZA”


A nivel del barrio el desprestigio de la Policía se debe a la práctica de cobrar sobornos a los expendios de drogas. Los patrulleros son percibidos como parásitos de los “cartelitos” que afloran por todo el Schick y constituyen una fuente importante de ingresos para muchos pobladores. Por eso el Plan Coraza fue visto como una manifestación de hipocresía destinada a fracasar.

El Plan consistía en instar a niños de primaria y secundaria a marcar con pintas condenatorias las paredes de los expendios de droga, una actividad que va a contrapelo del principio -esencial para la supervivencia en los barrios- de no ser un “bombín” (soplón, delator).

En Envío, el experto en seguridad, Roberto Orozco, calificó estos operativos como “pura manipulación mediática para que digan que la Policía está hombro con hombro con la comunidad contra los expendios de droga en los barrios. Siempre hay una reacción mediática cuando la institución necesita legitimarse porque enfrenta problemas”.

Este tipo de operativos no es en modo alguno novedoso. Es un calco de un programa mexicano del que el escritor José Agustín da cuenta: “Como no lograron contener la erupción de bandas, Arturo Durazo, el entonces director de la policía capitalina, amigo del presidente y notorio narcotraficante, cambió de táctica y propuso a los chavalos banda que se volvieran soplones, o que de plano se enrolaran en la policía, pero los chavos banda eran virulentamente anti-autoridades, y la propuesta no prosperó”.

“NOS DICEN BASURA, LACRA, BACTERIA”


La reputación de la Policía también se fue deteriorando por las vejaciones a las que han ido sometiendo a pandilleros y otros jóvenes, según relatan algunos: Explica Daimaku: “Me tuvieron preso en una celda preventiva. En la celda los policías me agarraban y me golpeaban. Me metían un golpe en las costillas para que yo hablara. Pero no hablábamos nada. Porque si hablábamos la agarrábamos del cuello con los del barrio, por bombines. Después yo le contaba a la jueza. Es que cuando uno va a los juzgados, la jueza pregunta si a uno lo han golpeado. Pero a veces es malo hablar de la policía, porque si uno no sale libre, los policías son bandidos y lo meten a uno en otra celda para que nos golpeen los demás reos”. El Llorón confirmó la prudencia que hay que tener: “Hay una canción que dice ‘La lengua no tiene hueso, es muy difícil de controlar’”.

La triple política policial -palizas, complicidad con los pandilleros vecinos y aplicación del modelo preventivo- ha suscitado una ambivalencia afectiva entre los pandilleros. Éstos manifiestan una buena opinión sobre sus vecinos policías. Sobre otros policías, los “externos” al barrio, tienen una visión muy distinta: “Nos dan catos y nos dicen que somos basura, bacterias, lacra. Nos dicen: Si ustedes se mueren, son una bacteria menos para la sociedad. Cuando estamos presos en la estación de policía, se roban la comida que nos llevan y dejan que otros nos roben la ropa que llevamos puesta”.

PRIORIDADES CIUDADANAS PARA LA POLICÍA


La contraprestación masiva a este tipo de actitudes represivas de la Policía ha consistido en poner nuevamente en circulación la palabra “guardia” para referirse a los policías. “Guardia” es un adjetivo marcadamente peyorativo porque equipara la actual Policía con la Guardia Nacional de Anastasio Somoza. Esta vuelta de tuerca en las relaciones con la Policía ha legitimado y multiplicado los enfrentamientos contra los agentes policiales, dotándolos de un heroísmo extraído de la mitología revolucionaria. De ahí que se fueran multiplicando las noticias sobre pandilleros que herían con severidad a oficiales de la Policía. Hace más de una década


el periodista y analista político William Grigsby sostuvo: “Los ciudadanos nicaragüenses han fijado hace mucho tiempo sus propias prioridades para el trabajo policial: enfrentar adecuadamente la delincuencia juvenil -pandillas-, el narcomenudeo -y por lo tanto, su más cruel consecuencia, los drogadictos-, los asaltos callejeros, los robos en las viviendas, el abigeato, las estafas de cuello blanco y la usurpación de la propiedad ajena”.

EL BOOM DE LA SEGURIDAD PRIVADA


En este tipo de enfoque la Policía aparece como el antibiótico en la denominada “salud pública”. Cuando la sociedad está débil, se aplica el antibiótico policial para eliminar los “anticuerpos”. Pero no es sólo la aplicación de este modelo -en detrimento de la retórica sobre el trabajo comunitario- el factor que más marca la relación entre pandillas y policía. Existe un aspecto muy importante de la relación con la policía, que merece un extenso tratamiento.

Hay una coincidencia en el tiempo entre el boom de la seguridad privada y el mayor acceso a municiones industriales. La seguridad privada es una de las industrias más florecientes en Nicaragua, un país donde no muchos negocios prosperan.

En 1995 había apenas 8 compañías de seguridad privada. En 2003 eran 56 y habían expandido su cobertura a todo el país. Empleaban a 9,017 guardas de seguridad y habían incrementado su arsenal a 5,511 armas registradas, entre pistolas y revólveres calibre 38, rifles y escopetas calibre 12. Ya entonces, las fuerzas policiales (7,200 efectivos) habían sido superadas en 1,817 por las fuerzas privadas. Apenas dos años después, en 2005, la seguridad privada la conformaban 67 compañías y 9,329 agentes.

En 2008 se abrieron 22 nuevas empresas de seguridad totalizando 112 empresas en todo el país, el 80% en Managua. Ese año los medios hablaban de 23 mil hombres dedicados a la vigilancia privada, un ejército que superaba con creces a los 10,500 policías.

Es preciso explorar la relación existente entre el mercado ilegal de municiones y esta próspera industria de la seguridad privada, cuyo vertiginoso ascenso y logros se encuentran estrechamente ligados a la institución policial, pues la mayoría de sus accionistas y directivos son ex-Comisionados de la Policía y sus empresas venden servicios de investigación que no se podrían realizar sin la colaboración activa de la Policía, como el acceso a expedientes policiales.

El Comisionado General Maldonado se atrevió a presentar la seguridad privada como un complemento de la seguridad pública. Las armerías -también propiedad de ex-Comisionados- son la otra pata de un trípode, junto a la Policía Nacional y las empresas de seguridad privada, sobre el que se asienta una creciente importación de armas y municiones donde la maraña de partes relacionadas -públicas y privadas- abre múltiples oportunidades al mercado ilegal del parque militar.

LA FASE DE REPACIFICACIÓN (2016-2018):
¿MÁS PAZ POR OPORTUNIDADES EDUCATIVAS?


A mediados de la primera década del siglo 21, en un calendario que no siguen todos los barrios al unísono, numerosas pandillas de la capital fueron apaciguándose, a medida que sus miembros fueron encontrando ubicaciones laborales o en otros nichos de lo socialmente aceptable. Sería necesario un estudio de mayor penetración etnográfica para, mediante una indagación en las historias de vida y el acontecer diario en los barrios, conocer lo que ocurrió con los jóvenes pandilleros.

Un sondeo muy superficial entre los miembros más conspicuos de la pandilla del Elías Blanco arrojó como resultado que dos ex-pandilleros -el famoso Come Jabón, entre ellos- trabajan en la construcción, dos estudian y otro se fue al Norte a trabajar en fincas.

La conversión de urbanita en obrero agrícola es muy atípica. Los otros dos derroteros ocupacionales son oportunidades que se abrieron en un contexto particular: el boom de la construcción de los últimos dos o tres años y la inversión gubernamental en la educación de adultos. Entre 2006 y 2017, el personal del gobierno central subió desde 39,140 hasta 108,208 empleados. El personal técnico científico y el de servicios administrativos crecieron más de un 100%. Pero el mayor crecimiento estuvo en educación con una tasa promedio anual de 57.7%, al pasar de 7,663 a 51,883 docentes. Esta expansión del cuerpo de docentes abrió oportunidades de estudio a muchos jóvenes de los barrios marginales que habían desertado de la escuela en las dos últimas décadas.

Es posible también que ese incremento de la masa de empleados estatales propiciara una relación más amistosa -clientelista- con el Estado. Es posible que la sumatoria de un incremento del empleo estatal y las oportunidades de estudio fueran un elemento que propició la pacificación de miembros connotados de las pandillas, como efectivamente comprobé que ocurrió en el barrio Elías Blanco.

Sin embargo, estos dos factores no bastaron para corregir la deteriorada relación de los habitantes del Schick con la Policía Nacional, malograda por los malos tratos recibidos durante décadas y por la pérdida de autoridad como consecuencia de una policía que distorsiona su rol al actuar como instrumento de reclutamiento y/o de abastecimiento de armas.

LA SORPRESA DE ABRIL:
“MOVIMIENTO DEL REPARTO SCHICK”


Cuando el FSLN quiso volver a reclutar a los habitantes del Schick, tal y como solía hacer el Sha de Irán con el lumpemproletariado al que azuzaba contra la oposición, se enfrentó con una sorpresa. Contaba con que los vínculos clientelistas y el éxito de los anteriores reclutamientos le garantizaban un acopio satisfactorio de mercenarios.

Pero la reacción de la población, de los habitantes sin militancia pandilleril y de los pandilleros eméritos, fue la constitución del Movimiento del Reparto Schick 19 de abril, que estuvo a punto de quemar la subestación policial y que defendió la pulpería Willycar y la panadería Schick del saqueo promovido por mercenarios que el FSLN contrató fuera del reparto. Varios supermercados, entre ellos el Super Express, el que está junto a la Panadería Duya Mágica, fueron saqueados, pero otros negocios fueron defendidos por la población local, con notable y experimentada actuación de los pandilleros.

Es posible que los pandilleros no estén involucrados entre las fuerzas mercenarias que ha utilizado Ortega en la revuelta de abril. O al menos que no lo estén de forma tan masiva como la propaganda ha hecho creer. Hay dos razones que apoyan esta hipótesis, que no necesariamente es válida en todos los territorios: la etapa de pacificación en la que ahora están los pandilleros y el involucramiento de los mismos en la defensa de su territorio en contra de las invasiones de mercenarios que el FSLN recluta y acarrea.

Si esto es así, falta investigar cuál es la composición de esas fuerzas de choque que algunos han identificado con pandilleros: ¿empleados estatales, antimotines disfrazados de civil, militantes de la Juventud Sandinista, lumpemproletarios dispuestos a vender su fuerza represiva a cambio de impunidad, unos córdobas más y el botín habido en los supermercados, pulperías y almacenes saqueados?

Para entender la actuación de las pandillas hay que hacerse cargo de que no son un fenómeno persistente, lineal y ascendente (o descendente) en el tiempo, sino intermitente. Condiciones del contexto pueden variar sus expresiones, intensidad, perfil de la membresía y actividades.

Las pandillas aparecen, desaparecen y reaparecen. Las pandillas pasan por períodos de letargo y luego se reactivan. Pero hay un factor que la mayor parte del tiempo -no siempre- ha permanecido constante: la fidelidad al territorio de origen y sus habitantes. De ahí la actuación de los pandilleros del Schick en la revuelta de abril.

UNA HISTORIA DE INCOMPRENSIÓN Y REPRESIONES


Es preciso poner atención a la rebelión pandilleril como factor contestatario del sistema y no como brote delincuencial. En este sentido rescato el hallazgo del escritor mexicano José Agustín: “En la contracultura el rechazo a la cultura institucional no se da a través de militancia política, ni de doctrinas ideológicas, sino que, muchas veces de una manera inconsciente, se muestra una profunda insatisfacción. Hay algo que no permite una realización plena. La contracultura ha generado incomprensión y represión franca en la mayoría de los casos. La contracultura es un fenómeno político...

“El sistema diagnostica todo esto como “romanticismo que pasa con el tiempo”, pero, de cualquier manera, no deja de apretar tuercas. Como piensa que ser joven equivale casi a ser retrasado mental, no escucha razones ni planteamientos que se le hacen y en cambio, sin soltar el garrote, presiona para que el muchacho acepte acríticamente lo que se le dice, para que sea dócil y se deje encauzar por los bien pavimentados carriles de la carretera de las ratas. Si el joven no acepta, entonces se le regaña, se le desacredita, se le sataniza y se le reprime, con una virulencia que varía según el nivel de pobreza e indefensión. La de la contracultura es una historia de incomprensión y represiones”.


INVESTIGADOR ASOCIADO DEL INSTITUTO
DE INVESTIGACIÓN Y PROYECCIÓN SOBRE
DINÁMICAS GLOBALES Y TERRITORIALES
DE LA UNIVERSIDAD RAFAEL LANDÍVAR DE GUATEMALA
Y DE LA UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA
JOSÉ SIMEÓN CAÑAS ”DE EL SALVADOR.

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