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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 364 | Julio 2012

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Guatemala

El legado de una brillante generación de obispos

Con el fallecimiento del Cardenal Quezada Toruño, quien fuera durante años arzobispo de Guatemala, va concluyendo una brillante generación de obispos guatemaltecos. ¿Estará la generación sucesora a la altura de su también brillante legado? Es una pregunta que resuena en la Iglesia Católica del país centroamericano.

Juan Hernández Pico, SJ

Rodolfo Quezada Toruño, arzobispo emérito de Guatemala y Cardenal de la Iglesia Católica, falleció el 4 de junio a los 80 años. Con él va concluyendo una brillante generación de obispos guatemaltecos.

En ella destacan nombres como los del jesuita Luis Manresa (1915-2010), del franciscano Constantino Luna
(1910-1997), quien fuera obispo de Zacapa, el de los diocesanos Próspero Penados (1925-2005), primero obispo de San Marcos y luego predecesor de Quezada Toruño como arzobispo de Guatemala, fundador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (ODHAG), encomendada al obispo auxiliar Juan Gerardi. Destaca Juan Gerardi;
(1922-1998), primero obispo de La Verapaz y luego de El Quiché, diócesis de la que decidió salir con casi todos sus sacerdotes después del asesinato de tres de ellos. Gerardi fue asesinado el 26 de abril de 1998, dos días después de haber presentado el famoso y arriesgado estudio “Guatemala, nunca más” sobre las víctimas de la guerra. También dstacan Gerardo Flores, obispo emérito de La Verapaz, nacido en 1925 y aún vivo, Jorge Mario Ávila del Águila (1924-2008), primero obispo en el Petén y luego en Jalapa y Víctor Hugo Martínez, quien fue obispo de Huehuetenango, nacido en 1930 y vivo aún. De aquella generación quedan aún como obispos residenciales Julio Cabrera, nacido en 1939, obispo de El Quiché (1986-2001) y hoy obispo de Jalapa y Álvaro Ramazzini nacido en 1947, obispo de San Marcos (1988-2012) y hoy de Huehuetenango.

MADURARON
CON EL TERREMOTO DE 1976

Esta generación de obispos llegó a su madurez con ocasión del terremoto de 1976. Aquel desastre de enorme magnitud -cobró unas 25 mil muertes, cerca de 80 mil heridos, más de un millón de personas sin techo y arrasó literalmente más de 15 municipios de mayoría indígena en el altiplano- conmovió sus entrañas. Aún recuerdo con toda nitidez el día en que uno de ellos se acercó a nuestra comunidad de jesuitas para pedirnos que le ayudáramos con un esbozo de Carta Pastoral para consolar al pueblo y para denunciar las contradicciones de la realidad guatemalteca, raíz de desastres permanentes y mayores.

No teníamos idea de cómo se redacta un documento episcopal. En el borrador vertimos simple y honradamente lo que habíamos visto y lo que habíamos escuchado: aquel cementerio de Comalapa, convertido en un macabro baile inolvidable de tumbas; aquel pueblo de San Martín Jilotepeque, del que no había quedado en pie más que una casa de concreto en una esquina del parque central; y aquel pueblo de Tecpán, descuartizado por el sismo como una res para la venta. Aquella gente, pobre ya antes del cataclismo y ahora enfrentada a la miseria. Y lo de siempre: el trabajo del Comité estatal de Emergencia y luego de Reconstrucción, eficaz con los que doblaban la cerviz y se sometían a las exigencias del gobierno de un presidente militar brotado de un fraude electoral.

1976: NO ES “CASTIGO DE DIOS”

Como a nosotros, éste y otros obispos consultaron a muchos sacerdotes, religiosos y laicos antes de escribir su Carta Pastoral.

Tres o cuatro meses más tarde nos sorprendió el documento “Unidos en la Esperanza”, fechado el 25 de julio de 1976. Los obispos no quisieron precipitarse. El 19 de febrero habían escrito un breve “Mensaje ante la catástrofe nacional”. El Cardenal arzobispo de Guatemala, Mario Casariego (1909-1983), que no hablaba el mismo lenguaje de ellos, había dicho que el terremoto era “castigo de Dios”.

Para quien se había dado cuenta que la inmensa mayoría de las víctimas habían sido los pobres, incluso los más pobres, los de las casas de adobe y los techos de teja, los de las covachas de los barrancos capitalinos, el “castigo de Dios” era un castigo a los pobres. Terrible blasfemia de un prelado inconsciente. En su carta, los obispos afirmaban que los sufrimientos producto de fenómenos naturales no son “nunca venganza o castigo” de Dios, sino una invitación “a la reflexión y al esfuerzo que nos impulsa a ser más humanos y más cristianos”. Por eso escribieron que “el sismo que golpeó a Guatemala es como un símbolo de otros sismos silenciosos e invisibles, que desde tiempos inmemoriales han venido golpeando a nuestro pueblo y cuyos autores han sido y somos los hombres”.

La carta la firmaron todos los obispos menos el Cardenal Casariego. Conociendo sus compromisos con
el Ejército y la oligarquía, los obispos escogieron un tiempo en que estaba ausente en Roma para publicar la carta.

UNA MIRADA ANALÍTICA
SOBRE LA REALIDAD

“Unidos en la Esperanza” fue una carta pastoral construida según el paradigma de los documentos de los obispos latinoamericanos reunidos en Medellín en 1968: ver la realidad analizándola con profundidad, establecer los valores desde los cuales juzgar esa realidad, y programar una acción pastoral comprometida, en este caso con la reconstrucción del país. La carta pastoral levantó ampollas en el país y consagró a aquella generación de obispos.

La mirada analítica sobre la realidad guatemalteca constataba la “constante explotación” y la “vida injusta e inhumana” del pueblo de Guatemala. Denunciaba en las “clases altas” un “avance de la inmoralidad” en el “deseo inmoderado de lucro” y la “búsqueda insaciable del placer”. Y una “consecuencia lógica”: “gran endurecimiento de la conciencia” e “insensibilidad lamentable frente a la miseria”. Denunciaba también la participación de las clases medias en esta misma inmoralidad, señalando que estaba capturada por “la sociedad de consumo”.

La honradez con la realidad les llevaba también a reconocer que “la situación de miseria” de la “clase obrera y campesina” le impedía prepararse para sus oficios y rendir en el trabajo y les llevaba “a posiciones radicales” o “a evadir responsabilidades”. Haciendo eco a los documentos de Medellín, los obispos hablaron de una “situación de pecado en el campo social, económico y político” y de “violencia institucionalizada” y “represión”. También de la “injusta” repartición de “un bajo producto nacional bruto”.

No temieron abordar el tema de la tenencia de la tierra, “donde con mayor claridad y dramatismo aparece la injusticia que vive nuestra Patria.” Constataban “la intangibilidad de la propiedad privada” y llamaban a la acumulación de “tierras en manos de unos pocos un pecado de injusticia que clama al cielo.” Denunciaban “la impunidad, la existencia de grupos armados, la corrupción, las instituciones de Justicia instrumentalizadas, y el uso de la tortura”, como realidades que hacían a Guatemala vivir “desde hace largos años bajo el signo del temor y de la angustia”.

La mirada de los obispos se extendió a la realidad de la Iglesia, necesitada de “conversión constante”. Constataban que el desmoronamiento de la antigua unidad no había dado paso a “vivir un legítimo y sano pluralismo” y reconocían “muy débil el diálogo entre pastores, sacerdotes y fieles”.

En su carta pastoral los obispos destacaban la dignidad de la persona humana como imagen y semejanza de Dios. Confesaban que “el más humilde de los guatemaltecos, el más explotado y marginado, el más enfermo e ignorante vale más que todas las riquezas de la Patria y su vida es sagrada e intangible”. Señalaban con firmeza que las autoridades “no están por encima de la ley”. Reconocían el derecho de propiedad privada, sin absolutizarlo afirmando: “Es plenamente legítima la expropiación de grandes extensiones de tierra mediocremente cultivadas o reservadas para especular”, porque “la tierra ha sido dada para todo el mundo y no sólo para los ricos”. Y defendían que no se puede coartar el derecho de asociación para formar organizaciones (sindicatos, cooperativas, ligas campesinas,
partidos políticos) y que “ningún ciudadano puede ser molestado o marginado, mucho menos eliminado por su raza y su color o por sus ideas religiosas o políticas”.

UN NUEVO OBISPO
EN TIEMPOS DE REPRESIÓN

De los quince obispos que firmaron la carta en 1976 sólo cinco están vivos, todos ellos en edad y situación de retiro. Cuatro años antes del terremoto, en 1972, era elegido y consagrado obispo Rodolfo Quezada Toruño. Durante 29 años de los 40 que le quedaban por vivir el ministerio episcopal, lo ejerció sirviendo en Zacapa y Chiquimula, en el Oriente del país entre 1972 y 1980. Entre 1966 y 1970 Zacapa había sido escenario de la primera ola guerrillera. El General Arana condujo allí la guerra, que acompañó de una brutal represión. Lo conocieron como “el carnicero de Zacapa”. Después, Arana fue electo presidente de la República (1970-74). A Rodolfo Quezada le tocó recoger la herencia de sangre y fuego con que el Ejército fue arrinconando a la guerrilla de la Sierra de las Minas hasta obligarla a abandonar el teatro de las armas y recorrer el camino hacia México y el exilio.

El 30 de junio de 1978, día del Ejército, fue asesinado en una aldea de San José Pinula su párroco, Hermógenes López. Se había pronunciado públicamente contra la empresa que pretendía entubar el agua del municipio para venderla
en la capital, contra la subida del precio de la leche que habían impuesto varios finqueros, y sobre todo contra las brutales redadas que se llevaban a campesinos jóvenes y pobres al servicio militar. Un mes antes, el 29 de mayo, el ejército había ejecutado la masacre del parque de Panzós, donde disparó sobre una multitud de campesinos indígenas
que reclamaban tierras, matando a 53 personas e hiriendo a 47, según documentó años después la Comisión de Esclarecimiento Histórico.

Entre los delegados de la Conferencia Episcopal de Guatemala a la Conferencia de obispos latinoamericanos (CELAM) que siguió a la de Medellín, celebrada en Puebla, México, en enero de 1979, estaba el obispo Quezada. Con él estuve hablando una tarde sobre el peligro de que la corriente liderada por el arzobispo colombiano Alfonso López Trujillo, secreario del CELAM, tratara de plantear textos que vincularan a la teología de la liberación con el marxismo.


Me dio la impresión de que Quezada veía claro que había que preservar a la teología de la liberación de una condena por su presunta dependencia del marxismo y también sabía que había que mantenerse lejos del fanatismo.

“¿QUÉ HICISTE CON TU HERMANO?”

El 15 de mayo de 1980 los obispos de la Conferencia Episcopal de Guatemala publicaron un comunicado con ocasión de la beatificación en el Vaticano del Hermano Pedro Betancur, el famoso laico mendicante de La Antigua.

La sección principal del texto estaba dedicada al análisis de la violencia, puesto que en Guatemala “pocas veces se han vivido días tan amargos: secuestros, torturas, asesinatos, Bandas de asesinos a sueldo se mueven y actúan por toda la República”. Los obispos afirmaban también que “la Iglesia Católica ha venido sufriendo con el pueblo esta ya larga y dolorosa pasión”. Y hablaban de “numerosos catequistas y Delegados de la Palabra asesinados”, y de otros que habían tenido que huir para evitar igual suerte. Recordaban que pronto se celebraría el segundo aniversario “de la inmolación del P. Hermógenes López”. Y denunciaban el asesinato en el centro de la ciudad de Santa Lucía Cotzumalguapa del P. Walter Voordeckers, religioso belga misionero, y el secuestro y desaparición de otro sacerdote misionero de la misma congregación, el filipino Conrado de la Cruz. Ante la impunidad total, los obispos clamaban: “La voz de Dios resuena en nuestra Patria y grita: ‘Caín, ¿qué hiciste con tu hermano Abel?’”

En aquel 1980 los obispos se hicieron presentes una y otra vez con su voz valiente: el 15 de febrero, el 25 de marzo, el 7 de mayo, el 15 de mayo, el 13 de junio y el 24 de julio. Entre el 13 de enero y el 14 de noviembre de 1981 se pronunciaron en nueve ocasiones. Entre el 30 de enero y el 22 de diciembre de 1982, en seis. Y entre el 22 de febrero de 1983 y el 3 de septiembre de 1984 doce veces. Fueron los cinco años más duros del conflicto armado interno, de los más brutales por las masacres, la política de tierra arrasada y los continuos asesinatos, desapariciones forzadas y torturas. Los obispos guatemaltecos quisieron estar cerca del dolor, de la indignación, de la rebeldía, de la pasión que el pueblo vivió con gran dignidad y que ellos procuraron desenterrar del silencio, rompiendo la censura y protestando con firmeza.

1980: LOS ASESINADOS
SON MÁRTIRES

El 13 de junio de 1980 publicaron un documento que titularon “Crisis profunda de humanismo”. En este texto fueron los obispos de Guatemala los primeros que en América Latina se refirieron colectivamente a los sacerdotes asesinados como “mártires de Cristo por la predicación del Evangelio”.

No lo hicieron así los obispos de El Salvador cuando el 24 de marzo de ese mismo año fue asesinado el arzobispo Oscar Romero, después del asesinato de catorce de sus sacerdotes.

En el documento los obispos defendían a los sacerdotes asesinados de las “insidiosas calumnias con las que se pretende opacar su claro testimonio cristiano”. Calumnias en que los acusaban “de ser vehículos del comunismo ateo”. Continuaron con el tema el 8 de julio de 1981 denunciando el asesinato de otros tres sacerdotes, Juan Alonso, Carlos Gálvez y el franciscano Tulio Maruzzo, “que vienen a agregarse al asesinato de otros seis sacerdotes y numerosos catequistas en los últimos años.”

Y decían: “Inducen a pensar los asesinatos en la existencia de un plan detenidamente estudiado para amedrentar a la Iglesia y silenciar su voz profética”.

Los obispos de esta generación no fueron nunca ingenuos y en ese documento afirmaban que “no pocos cristianos en Guatemala comienzan a acostumbrarse a presenciar estos hechos con indiferencia y se dejan engañar cuando se pretende empañar el carácter martirial de estas muertes”, muertes de quienes dedicaron “su vida a trabajar en los lugares más pobres y abandonados del interior del país en condiciones verdaderamente precarias”. Y consideraron que “algunos piensan que la Iglesia en Guatemala es la más martirizada de América Latina en toda su historia”.

1988: “EL CLAMOR POR LA TIERRA”

A medida que en Guatemala la guerra empezó a prolongarse, a pesar de la derrota militar de la segunda guerrilla, la URNG, que condujo a su arrinconamiento, pero no a su aniquilación ni a la pérdida de su influjo político, comenzó a delinearse el camino de regreso a la democracia.

En 1984 el presidente de facto, General Oscar Humberto Mejía Víctores, convocó a la elección de la Asamblea Constituyente, que en ese mismo año redactó y votó la Constitución aún vigente. A fines de 1985 hubo elecciones generales que dieron paso al primer gobierno de un Presidente civil después de 20 años. Con el único intento de interrupción de los procesos constitucionales en 1993, la liturgia electoral ha celebrado sus rituales durante 22 años. Y durante uno de esos gobiernos electos sin fraude, en diciembre de 1996 se firmó la paz entre el Estado y la URNG.

En la pluma de esta generación de obispos estuvieron los temas cruciales del país y no sólo los de la agenda exclusivamente eclesial. En 1985 escribieron el documento “La Verdad os hará libres” para orientar en las elecciones. Con toda firmeza defendieron que la “apertura democrática no es una dádiva, sino el reconocimiento por parte del gobierno de un derecho largamente negado al pueblo guatemalteco.”

En 1988 escribieron “El clamor por la Tierra”. Emplearon los datos innegables del tercer Censo Nacional Agropecuario: el 2.25% de la población guatemalteca controlaba el 64.49% de la tierra, mientras el 89.56% de la población
debía conformarse con el 16.53%. Especulación, acaparamiento, despojo e invasiones de tierra fueron mencionadas en el texto. Esta carta fue uno de los documentos de los obispos más comentados en los medios de comunicación, adversada por quienes se sentían señalados y recibida con alegría por la gran mayoría de la población. El rechazo contra la Iglesia de parte de sectores privilegiados abrió interesantes espacios de debate técnico y económico. La carta pastoral fue traducida a varias lenguas y del texto se hicieron ediciones ilustradas.

1992: DENUNCIAN EL RACISMO

En 1992 los obispos publicaron otra famosa carta pastoral: “500 años sembrando el Evangelio”. Fue un texto autocrítico en el que la Conferencia Episcopal pidió perdón “por los límites y sombras, errores y pecados que se dieron” con la Conquista de América y aquella “primera evangelización”. Se congratulaban “por el florecimiento del espíritu Maya, con sus distintas manifestaciones, que se torna una instancia crítica de la sociedad, de las estructuras vigentes, de las culturas, de los modos de convivencia y también de la vida religiosa”.

La capacidad de riesgo prudentemente audaz -valga la paradoja- la mostraron dando voz a diversos sectores
de los pueblos indígenas de Guatemala. Un botón de muestra: “Desde la llegada de los primeros cristianos europeos, cargamos con su punto de vista y condena. La Iglesia Católica cometió grandes errores y pecados. En muchos momentos la cristianización de los indígenas mayas la realizaba el misionero en comunión con la fuerza del ejército español. Hubo una identificación de la Iglesia con el poder del Estado. La cristianización se confundió con la occidentalización. Para ser cristiano había que renunciar a la identidad indígena, a la forma propia de creer y a las formas religiosas de esa fe. En este sentido, la Iglesia europea instaurada en tierras mayas contribuyó al etnocidio, al condenar las formas religiosas, las teologías, las liturgias y organizaciones de los pueblos indígenas”.

Esta carta se convirtió en un preanuncio de lo que los Acuerdos de Paz iban a denominar cuatro años más tarde
el carácter pluriétnico, multilingüe y pluricultural de Guatemala. Y tendría un impacto importante en el enfrentamiento del racismo consuetudinario de muchos segmentos y clases sociales del país.

En 1986 Centroamérica comenzó a encaminarse hacia la paz en la Cumbre de los Presidentes centroamericanos en Esquipulas II, que recomendó entre otras medidas, la creación de Comisiones de Reconciliación. El primer presidente civil electo después de 1985, Vinicio Cerezo, la conformó prontamente y escogió al entonces obispo de Zacapa, Rodolfo Quezada, como su presidente y a su colega Juan Gerardi como su suplente.

Desde entonces hasta su muerte, Quezada trabajó con su poderosa inteligencia y su conocimiento del derecho al servicio del logro de la paz. Trabajó denodadamente durante las presidencias de Cerezo, Serrano y parte de la de De León Carpio sin que las cosas avanzaran a fondo. Sus hermanos obispos le indicaron que debía abandonar ese cargo oficial cuyo trabajo parecía estéril y seguir trabajando a otros niveles. Entonces, desde su pequeña oficina de la Fundación Casa de la Reconciliación en la Capital, convocó con otras fuerzas la Asamblea de la Sociedad Civil y desde ella siguió luchando por la paz y la reconciliación y alentando la formulación de planes para presentarlos a las comisiones de negociación de los Acuerdos de Paz.

1995: “¡URGE LA VERDADERA PAZ!”

En este contexto de la lucha por la paz los obispos publicaron en 1995 la tercera de sus grandes cartas pastorales: “¡Urge la verdadera paz!”

Mantenían que la paz es fruto de la justicia. Lo habían repetido en ocho documentos previos. Por eso, sostuvieron que “en nuestro país no gozamos de paz, porque no ha existido ni existe justicia. Toda nuestra historia está marcada por una gran cantidad de acontecimientos, expresión de otras tantas injusticias”. Se remontaron a otra carta de 1962, en la que hablaron “de la situación insostenible que en Guatemala iba condenando a grandes sectores a la pobreza, debido a la mala distribución de los bienes, sobre todo de la tierra”. Se refirieron también a su carta. “El clamor por la tierra”, donde escribieron que “nunca fue posible en tantos años de historia una reforma agraria adecuada, que pudiera legítimamente revertir esta dinámica de injusticia”.

No se inhibieron de tocar el hierro candente de la “contribución fiscal”. Es bien conocido que en Guatemala promover una auténtica reforma fiscal no sólo provoca en la empresa privada un firme muro de rechazo sino que se puede llegar hasta instigar un golpe de Estado. Los obispos hablaron de “una tabla impositiva” progresiva, que “haga desaparecer esa hiriente e insoportable desigualdad”.

Los obispos escribieron también sobre la situación de las mujeres: “La realidad socioeconómica las coloca entre los pobres más afectados en nuestro país y sobre las que recaen con mayor drasticidad los efectos de la pobreza y de la crisis económica… La discriminación de las mujeres es un grave obstáculo para el desarrollo humano y social de Guatemala y su propia postergación no hace más que reforzar el círculo trágico de la pobreza y el subdesarrollo.” A las indígenas y campesinas “sus posibilidades se les reducen aún más y el peso de la pobreza las golpea con mayor indefensión”.

RODOLFO QUEZADA,
ARZOBISPO DE GUATEMALA

En el año 2001, con ocasión de la aceptación papal de la renuncia de su antecesor, Rodolfo Quezada fue trasladado del obispado de Zacapa al arzobispado de Guatemala. Durante los nueve años que duró su arzobispado mantuvo una importante presencia nacional, distinguiéndose por su denuncia de las explotaciones mineras a cielo abierto y su apoyo al obispo de San Marcos, Álvaro Ramazzini en su lucha contra la compañía canadiense-norteamericana Montana. La explotación minera dejaba tras de sí paisajes lunares, ríos contaminados por mercurio y arsénico y asesinatos de militantes de organizaciones populares opuestas a la extracción.

¿HEREDARÁN ESTE LEGADO?

¿Tendrá continuidad esta generación de obispos? Hoy Guatemala sigue siendo un país torturado por la pobreza injusta
y una increíble desigualdad en el reparto de la riqueza. Las causas de la guerra siguen presentes en las estructuras institucionales del país. Los despojos de tierras y las concesiones de tierra, tanto a las empresas mineras como
a las hidroeléctricas, están creando situaciones de agudo conflicto y se han cobrado ya no pocos asesinatos, en San Miguel Ixtahuacán, en Santa Cruz Barillas, en Santa Cruz del Quiché y en otros lugares del país.

Las tierras usurpadas por militares en Alta Verapaz y el Petén no han sido regresadas al Estado, como lo exigían los Acuerdos de Paz y, como consecuencia, no han sido usadas para entregar tierra a los campesinos. Los intentos de una reforma fiscal, acaban una y otra vez en nada, como lo prueba el recuento patético de Alberto Fuentes Knight en su libro “Rendición de Cuentas”. Después de la paz, ningún gobierno ha afrontado el diseño de un plan de desarrollo rural que merezca ese nombre. Las tierras urbanas baldías, en lugar de ser expropiadas constitucionalmente como de utilidad social para responder al enorme problema de vivienda de los asentamientos en barrancos, se dedican a centros comerciales y a colonias de lujo. La Secretaría de la Paz niega el acceso a la gente común a los Archivos de la Paz y a los planes estratégicos del Ejército, que habían quedado abiertos al público.

Como los obispos ya decían hace años, manteniendo todo esto se actúa contra la reconciliación, porque no se “extirpan las causas que originaron el conflicto”. Su permanencia, y el factor novedoso del crimen organizado, atizan la hoguera de nuevas formas de violencia. ¿No requeriría todo esto de una nueva carta pastoral de los obispos, que recogiera el legado de sus mejores cartas anteriores? ¿Nos permite la actual composición de la conferencia episcopal esperar una decisión tan importante?

¿CUÁNDO HABRÁ
OBISPOS AMERINDIOS?

No sabemos tampoco si la Conferencia Episcopal ha dado ya el paso de seleccionar dentro del numeroso clero amerindio algunos candidatos para el episcopado, una decisión crucial. Mientras un pueblo de Dios tan pluriétnico, multilingüe y pluricultural como el de Guatemala no llegue a estar gobernado y liderado en algunas de sus diócesis por miembros amerindios del clero nacional, hay un déficit teniendo en cuenta el legado de las directrices pastorales que dejaron a sus sucesores quienes las escribieron. ¿Habrá en los miembros del episcopado actual, en el Nuncio Apostólico, en las Congregaciones Romanas y en el Papa la valiente disposición de romper con más de 500 años de obispos criollos y ladinos?

Tanto Rodolfo Quezada como Julio Cabrera y Álvaro Ramazzini fueron en su momento rectores del Seminario Interdiocesano de Guatemala y se dieron cuenta, no sólo del grande y progresivo aumento del clero diocesano, sino también de la presencia de porcentajes cada vez mayores de seminaristas pertenecientes a las etnias mayas.

“SON TANTAS
LAS INJUSTICIAS QUE VEO...”

En su carta de despedida al dejar su servicio como arzobispo, Quezada escribió: “En el tiempo de mi ministerio pastoral no han faltado los sufrimientos. Pero posiblemente el más grande sea el haber visto cómo cada día se hacen más profundas las huellas de una secular injusticia y marginación que desembocan en tantas situaciones de pobreza a las que está sujeta la mayoría de los fieles de nuestra arquidiócesis. Vienen a mi mente los miles de personas que viven hacinadas en los barrancos de nuestra ciudad, los indígenas de todas las etnias que vienen a la urbe metropolitana buscando un porvenir que no encuentran en sus propios lugares, los migrantes, los campesinos, los ancianos, los niños abandonados a su suerte, los jóvenes que no tienen respaldo familiar, las mujeres que deben sostener solas un hogar sin la compañía de un esposo... Son tantas las situaciones en la que se manifiesta la profunda injusticia que vive nuestra patria...”

Entre aquella generación brillante de obispos y la que los está sucediendo se abre un desafío para que “la lucha
por la fe y la lucha por la justicia que la misma fe exige” siga siendo la tarea privilegiada de los obispos de Guatemala.

CORRESPONSAL DE ENVÍO EN GUATEMALA.

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