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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 348 | Marzo 2011

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Nicaragua

El Antropoceno (4): El "desarrollo" al que apostamos no es sostenible

Desde la Cumbre de Río de Janeiro en 1992 se nos vendió la idea de que nos encaminábamos al Desarrollo Sostenible. Esta idea seductora prendió más en las sociedades de consumo. A todos les parecía magnífico caminar hacia la sostenibilidad sin modificar los estilos de vida que hacen insostenible un crecimiento económico infinito a costa de los recursos finitos de la Naturaleza. El simulacro del Desarrollo Sostenible ha durado hasta que estalló la actual crisis global. Ya no se puede creer en esa idea.

Ramón Fernández Durán

En la primera mitad del siglo 20 la crisis ecológica mundial, todavía muy incipiente, estaba fuera del enfoque institucional y, más aún, de la oratoria de las estructuras de poder. Aún así, surgieron entonces las primeras organizaciones en defensa del medio ambiente en los Estados centrales. Eran de carácter elitista, romántico y conservacionista e impulsaban la necesidad de protección de la Naturaleza.

El primer espacio protegido mundial se creó a finales del siglo 19: el Parque Yellowstone (1872), en Estados Unidos. En la primera mitad del siglo 20 se establecerían otros, tanto en Estados Unidos como en otros países centrales, con el objetivo de preservar áreas de gran valor natural y poco alteradas. Todo acontecía en un contexto de acelerada industrialización y militarización.

Esta dinámica se reactivaría más claramente después de la Segunda Guerra Mundial, con la creación en 1948 de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), impulsada por la UNESCO, tras la fundación de la Organización de Naciones Unidas. Su objetivo era ayudar a preservar los principales espacios naturales y alertar sobre las especies de fauna y flora más amenazadas, buscando su protección. Pero serían los Estados miembros de la ONU los encargados de establecer medidas de salvaguarda, empujados por organizaciones medioambientales no estatales, también miembros de la UICN, quienes empezarían a proliferar en los países centrales en los llamados “treinta gloriosos” (años 1945-1975).

PIB: OBJETO DE CULTO UNIVERSAL

Todavía no se podía hablar de un movimiento ecologista propiamente dicho, que no se desarrollaría con fuerza hasta finales de los años 60 y en los 70. Es entonces cuando los resultados de la guerra silenciosa contra la Naturaleza empiezan a manifestarse más abiertamente, tras tres décadas de agresivo crecimiento y “desarrollo”. En esas tres décadas de intenso crecimiento mundial, tanto en el Norte -en el Oeste y en el Este- como en el Sur, con el auspicio del petróleo y la energía barata, empiezan a surgir reflexiones desde la comunidad científica que alertan de la crisis ecológica en marcha. En 1955 el congreso El Papel del Hombre en la Transformación de la Superficie Terrestre, celebrado en Princeton, apuntaba claramente a la tremenda capacidad del sistema urbano-agro-industrial de alterar el funcionamiento de la Biosfera. En ese tiempo, publicaciones, como La primavera silenciosa de Raquel Carson (1962), sería una de las más significativas.

Sin embargo, el hecho de que en estos años se entronizara el PIB (Producto Interno Bruto) como el indicador estrella al que había que rendir culto universal, hacía impensable poner en cuestión los logros del crecimiento, a pesar de sus cada día más patentes efectos colaterales ambientales. Todo se quería y se debía medir en términos monetarios, y no cabía tener en cuenta la alteración y deterioro de las variables biofísicas.

Además, la degradación ambiental incrementaba las cifras del PIB (tala indiscriminada de bosques, sobreexplotación de pesquerías, expansión de la agricultura industrializada, urbanización salvaje, tratamiento de vertidos, etc.), ocultando aún más los aspectos negativos que la expansión del crecimiento implicaba. Todo el aparato estadístico y conceptual se puso al servicio exclusivo del crecimiento cuantitativo de los agregados monetarios, no cabiendo otras consideraciones sobre cómo su expansión afectaba la complejidad de la Biosfera. Desde las esferas del poder occidental se alertaba únicamente sobre “la bomba poblacional”, sobre los problemas sociopolíticos y ambientales derivados del crecimiento de la población en el Sur, pero no sobre las pautas insostenibles de producción y consumo del Norte y sus impactos de todo tipo.

ESTOCOLMO 1972: MÁS “DESARROLLO”

La aparición cada día más evidente de graves disfunciones ambientales como resultado de la expansión de la Sociedad Industrial, hizo que empezaran a proliferar también los primeros intentos institucionales de creación de organismos y regulaciones para enfrentarlos, con medidas de “final de tubería”, especialmente en cuanto al abastecimiento del agua y a la calidad del aire en los espacios urbano-metropolitanos.

Esto dio lugar a la aprobación, entre otras, de la Clean Air Act (Ley del Aire Limpio) en Estados Unidos (1963), al establecimiento de la EPA (Agencia de Protección Ambiental federal, por sus siglas en inglés, 1970) y al desarrollo de estudios de impacto ambiental. En Europa Occidental y Japón asistimos también a procesos similares. En los años 60 se empezarían a hacer también palpables los conflictos medioambientales interestatales, por la contaminación de ríos y por la lluvia ácida, y se comenzaron a buscar vías institucionales para poder abordarlos. Todo sucedía a la par de una creciente concientización ecologista, fundamentalmente juvenil, al calor del Mayo del 68.

Todo esto sentó bases para alimentar la preocupación por la crisis ambiental en los espacios centrales occidentales. No en vano era allí donde la crisis se manifestaba con más intensidad, además de en los países del Este, donde el debate ecológico lo yugulaba la burocracia estatal y la ausencia de libertades.

Este conjunto de factores creó el caldo de cultivo que daría lugar a la convocatoria de la primera conferencia de Naciones Unidas sobre la problemática ambiental (Esto-colmo, 1972), con el título Medio Ambiente Humano. Tuvo lugar en un contexto de importantes tensiones Centro-Periferia y en plena Guerra Fría. El discurso que salió de ese encuentro estuvo marcado por ambas realidades. La batalla en torno al desarrollo del Sur estaba en pleno apogeo e Indira Gandhi, primera ministra de India, planteó abiertamente que la pobreza del Sur era más negativa que la contaminación -todavía no había ocurrido el desastre de Bhopal-.

La declaración final de la conferencia estableció que el combate contra la pobreza -en el que en teoría estaban “empeñados” tanto Occidente como el Este, y por supuesto las nuevas élites del Sur- era imprescindible para proteger el medioambiente. Y ese combate tenía que hacerse con más “desarrollo”, lo que no significaba otra cosa que más y más crecimiento de las cifras del PIB.

NO HAY CRECIMIENTO INFINITO

Estocolmo dio lugar en 1974 a la creación del PNUMA (Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente) con sede en Nairobi y abrió la vía para el desarrollo de principios como “quien contamina paga”, defendido “fervientemente” por la OCDE en los años 70. Todos estos cambios dieron lugar al desarrollo de una creciente burocracia internacional, estatal y privada -ecocracia se la ha llegado a denominar-, dedicada a la problemática ambiental, aunque siempre dentro de la lógica del modelo de crecimiento y acumulación constante, que afianzó aún más la fe en las medidas y regulaciones de “final de tubería”.

En los años 70 la crisis ambiental cada vez más manifiesta se cruzó de lleno con las crisis energéticas y de materias primas, con las crisis político-sociales en el Centro y con la intensificación de la rebelión del Sur. Todo esto alteró profundamente durante esa década las reflexiones, discursos y prioridades institucionales. La publicación de Los límites del crecimiento por el Club de Roma en 1972 marcó un antes y un después en las reflexiones. Este texto puso sobre la mesa la imposibilidad del crecimiento infinito en un ecosistema finito como la Biosfera y generó un considerable debate, intensificado por el impacto que ocasionaron las alzas de los precios del petróleo (1973 y 1979-80) y los de las materias primas, lo que afectó de lleno el crecimiento mundial y muy en concreto el de los países centrales.

En esos años una diversidad de publicaciones abundaba en la temática de la finitud de los recursos y el impacto ecológico del modelo urbano-agro-industrial en consolidación, pero también en crisis. Esto sucedió en medio de un importante auge del movimiento ecologista en los países centrales, marcando el debate y la agenda política en temas ambientales. La retórica para abordar la problemática ambiental se convirtió en campo de batalla internacional y el Secretario de Estado de Estados Unidos, Henry Kissinger, llegaría a vetar la acuñación del término “ecodesarrollo” lanzado por el PNUMA. Sin embargo, a final de la década de los años 70, el Informe Carter Global 2000 (1979), enlazando en parte con el del Club de Roma, volvió a apuntar que para finales del siglo 20 eran previsibles graves tensiones sociopolíticas por la sobrepoblación, la escasez de recursos y los crecientes impactos ambientales.

La década de los 70 estuvo salpicada por la aprobación de convenios y conferencias internacionales ambientales (Ramsar, de Humedales en 1971, CITES, contra el comercio de especies protegidas o en peligro de extinción en 1973, Man and Biosphere, para preservar las reservas de la biosfera en 1977, Lucha contra la desertificación en 1977).

HACIA EL “DESARROLLO SOSTENIBLE”

En plena debacle de los años 70 se crearon think tanks conservadores en Estados Unidos para cumplir un importante papel en la batalla ideológica, sobre todo ante el giro hacia el capitalismo financiero globalizado y neoliberal a partir de los años 80. The Heritage Foundation fue uno de ellos. Estuvo detrás de la publicación The Resourceful Earth (La Tierra repleta de recursos), en respuesta al Global 2000, elaborado por la administración demócrata. El libro plantea una visión cornucopiana -una Naturaleza desbordante de recursos naturales-, con una aproximación tecno-optimista respecto a su uso, negando la existencia de límites biofísicos a la expansión del crecimiento económico y al progreso.

En los mismos años, la administración Reagan inició una paulatina liberalización de la regulación ambiental desarrollada en los años 60 y 70, dentro de su agenda privatizadora y des-reguladora en todos los campos, para auspiciar y no entorpecer el crecimiento. El péndulo del intervencionismo estatal en este terreno se empezaba a mover hacia atrás en Estados Unidos, mientras en Europa occidental todavía seguía reforzándose.

Al mismo tiempo, los precios del petróleo, de la energía en general y los de las materias primas, una vez doblegada la OPEP, empezaron a caer abruptamente. El crecimiento se puso entonces de nuevo en marcha, aunque generando crecientes desigualdades sociales y territoriales a escala estatal e internacional, intensificándose los impactos medioambientales. Es la década del estallido del problema de la deuda externa en el Sur, causando lo que se llamaría “la década perdida”.

En 1986 estalló Chernobyl, dando por cerrado el debate nuclear y paralizando la construcción de centrales nucleares. Cuando esto sucedió estaba en gestación el llamado Informe Brundtland: Nuestro Futuro Común (1987), fruto del trabajo de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo de la ONU, texto preparatorio de la Cumbre de Río (1992), que impulsaría el término “desarrollo sostenible”, concepto con muy importante impacto futuro.

ANTE UN “CÍRCULO CUADRADO”

El Informe Brundtland no consideró la previsible escasez de petróleo en el futuro y, tras resaltar algunos de los principales problemas ecológicos, se centró en subrayar que lo que necesitamos es una era de crecimiento, un crecimiento vigoroso y, al mismo tiempo, social y ambientalmente sostenible. Las preocupaciones pasaron de la posible escasez de recursos, a la contaminación y a los residuos, que afectaban sobre todo a los países centrales, y que ocultaban los problemas relacionados con los inputs del metabolismo urbano-agro-industrial. Sólo el impacto de los outputs parecía estar en el debate institucional. En 1987 se aprobó el Protocolo de Montreal para prohibir la producción de CFC, que estaban destruyendo la capa de ozono. No lo firmaron ni China ni India, los grandes del Sur.

En ese tiempo, los recursos se estaban extrayendo cada vez más de los espacios periféricos y no se veían problemas en el horizonte previsible. El Desarrollo Sostenible, presentado como el abracadabra solucionador de todos los problemas, era un término que pretendía tender un puente entre los planteamientos desarrollistas y los conservacionistas, intentando contentar a ambos. Pero era un oxímoron: una contradicción in terminis. El sustantivo “desarrollo” -mejor dicho, crecimiento- se imponía claramente sobre el calificativo “sostenible”. Pero el término era lo suficientemente ambiguo como para contentar a todos, de ahí su gran éxito.

El Desarrollo Sostenible se definía como el desarrollo que permite satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas. Ese desarrollo permitiría combatir al mismo tiempo la pobreza y la crisis ecológica. Una vez más se ocultaba el distinto carácter de las “necesidades” de las generaciones presentes, entre los países centrales y periféricos y dentro de cada territorio, decantándose sutilmente por responsabilizar al Sur, y en concreto a su sobrepoblación, de la crisis ambiental. Para nada se planteaba la necesaria solidaridad y justicia social y ambiental entre las personas de la misma generación a escala global y estatal.

Todo se planteaba en términos muy difusos y hacia un futuro distante. Se vinculaba directamente el deterioro ambiental a la pobreza, al tiempo que se resaltaba que el “desarrollo” en el Norte estaba permitiendo resolver mejor los problemas ambientales y se animaba al Sur a seguir por la misma senda. Por eso, se proponía que no se podía resolver la pobreza y el subdesarrollo sin una “nueva era de crecimiento” en beneficio de todos -el Norte y el Sur-, de forma “sostenible”, para lograr el equilibrio con la Naturaleza. La cuadratura del círculo.

CUMBRE DE RÍO DE JANEIRO:
TRIUNFA EL SIMULACRO

En la Cumbre de la Tierra (1992) se coronó definitivamente el Desarrollo Sostenible, principal leitmotiv del encuentro mundial.

La cita de Río tuvo lugar poco después de la primera Guerra del Golfo y de la implosión de la URSS -ambos acontecimientos en 1991- y en momentos en que Estados Unidos se afianzaba como la única superpotencia en un mundo ya unipolar. Eran también los años del triunfo de la Sociedad de la Imagen, el Espectáculo y la Información y el momento del auge de las ONG, que habían irrumpido con fuerza en los años 80. Era la época en que se afianzaba un capitalismo cada vez más globalizado y controlado por grandes corporaciones transnacionales. Todo esto desembocó en la Cumbre de la Tierra, la mayor de la historia.

Más de 120 Jefes de Estado y de gobierno acudieron a Río de Janeiro. George Bush padre dejó claro desde el primer momento que la superpotencia que presidía no estaba dispuesta a poner en cuestión el american way of life. Ese estilo de vida era innegociable. En los preparativos de la Cumbre participaron activamente muchas de las principales transnacionales mundiales a través del Consejo Empresarial Mundial para el Desarrollo Sostenible. Entre ellas, algunas de las empresas más contaminantes del mundo. La Industria se presentaba como un nuevo Ciudadano Global que pretendía ayudar a la ONU a conseguir sus objetivos medioambientales. La Cumbre oficial se vio acompañada por un gran Foro paralelo de ONG, estableciéndose pasarelas entre ambos foros con ayuda de Naciones Unidas.

Una nueva era parecía abrirse paso en la década de la Globalización Feliz. Todo parecía posible colapsada la URSS, “el imperio del mal”. En Río se aprobó la Declaración sobre Medio Ambiente y Desarrollo y la Agenda 21. El espíritu del Desarrollo Sostenible empapaba toda la retórica. Estos documentos también dejaban claro que ese desarrollo sólo se conseguiría liberalizando y profundizando el comercio mundial, entre otras medidas de corte neoliberal. El Desarrollo Sostenible se presentaba como la vía para acabar con la pobreza y resolver la crisis ambiental a través del crecimiento. La Agenda 21 era una guía política atractiva -por su carácter “verde”- para gobiernos y autoridades locales y regionales. Pero era voluntaria, sin compromisos obligatorios y se movía dentro de la lógica del modelo urbano-agro-industrial.

TRES CONVENCIONES: BIODIVERSIDAD,
CAMBIO CLIMÁTICO Y DESERTIFICACIÓN

En la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro también se abordaron tres nuevas convenciones. Una sobre cambio climático, tras la aparición en 1990 del primer informe del Panel Internacional sobre Cambio Climático (IPCC). De ahí surgiría después, y tras arduas negociaciones, el Protocolo de Kioto (1997), con el apoyo de la administración del Presidente Clinton, aunque rechazado posteriormente por el Congreso de Estados Unidos, dominado por los republicanos, y sepultado más tarde definitivamente por Bush hijo.

Este Protocolo no sería ratificado internacionalmente hasta 2004. Llevaba la impronta de Estados Unidos (mecanismos de mercado, comercio de emisiones, etc.). La administración Clinton participó directamente en su diseño, trasladando a él los intereses del mundo de las finanzas que, junto a las empresas de las nuevas tecnologías de la información, comunicación y biogenética, apoyaban su mandato. Era imposible pensar que prosperara una iniciativa internacional sin el visto bueno del gobierno de la superpotencia. Sin embargo, la complejidad de los intereses económicos estadounidenses -en concreto, los de las empresas petroleras, del automóvil y otros grandes consumidores de energía- impidieron que Estados Unidos ratificara lo que llevaba su impronta.

De Río salieron otras dos nuevas convenciones. Una, la de biodiversidad, que enfrentó enormes tensiones por los intereses en juego. No en vano el Norte occidental, aunque carece en gran medida de biodiversidad, tenía la tecnología para explotarla y también la voluntad de apropiársela, mientras que el Sur, que es la principal reserva de biodiversidad planetaria, no disponía de la tecnología para explotarla y albergaba comunidades indígenas y campesinas opuestas a su aprovechamiento comercial.

En 1994 se aprobó el Convenio de Biodiversidad, ampliamente ratificado, siendo Estados Unidos uno de los pocos países del mundo que no lo ha firmado porque no consiguió todo lo que pretendía. Decidió conseguirlo por otras vías, las de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Bajo la apariencia conservar la biodiversidad planetaria, el convenio abría vía al acceso comercial a los recursos de la biodiversidad, planteando una participación “equitativa”, no irrestricta, en los beneficios derivados de la explotación de los recursos genéticos.

Ésa fue la zanahoria que se le dio a los Estados del Sur para que permitieran que las empresas occidentales (biogenéticas, farmacéuticas) incursionaran en sus territorios en busca de biodiversidad. A las poblaciones locales indígenas y campesinas, que hasta entonces habían conservado la biodiversidad, se las dejaba de lado o se las intentaba comprar con una participación residual en los beneficios, para así desactivar su potencial oposición.

La otra convención nacida de la Cumbre de Río fue la de la Lucha contra la Desertificación. Sus resultados se ratificaron como convenio internacional en 1994. Este convenio ha tenido hasta ahora poco recorrido, pocos medios y pocos resultados concretos, mientras en el mundo sigue avanzando la erosión de los suelos y la desertificación, fenómenos que afectan ya a un 40% de la masa terrestre de nuestro planeta e inciden en las zonas más empobrecidas del mundo, muy especialmente en África, aunque afectan ya también a ciertas partes del Sur de Europa. Como resultado, son más de 1 mil millones de personas de 100 países las afectadas por el avance de la sequía, agudizada por el cambio climático.

Es la marginación de estos territorios, la pobreza de sus suelos y su escasa biodiversidad lo que ha hecho que sea tan reducida la atención que se les presta. Hay en estas zonas poca riqueza que repartirse -salvo en Oriente Medio- y a los países centrales del Norte les afecta bastante poco la desertificación.

En la Cumbre de Río, los bosques del mundo, y muy especialmente los tropicales -los más sometidos a la presión de una explotación industrializada-, merecieron tan sólo una Declaración de Principios sobre su Gestión, pues no hubo acuerdo para frenar su aprovechamiento comercial. Grandes intereses, tanto del Sur como del Norte, lo impidieron. En los países del Sur que poseen bosques tropicales una de sus principales fuentes de divisas es la explotación de sus masas forestales. Y en los del Norte, las empresas que los explotan obtienen grandes ganancias. Y explotando los bosques ajenos pueden proteger sus propios bosques y realizar también importantes reforestaciones industrializadas.

EL FALSO MENSAJE
DEL “DESARROLLO SOSTENIBLE”

Lo acontecido en Río de Janeiro se puede considerar como un gran simulacro para transmitir al mundo que a partir de entonces nos encaminaríamos poco a poco hacia el Desarrollo Sostenible. El falso mensaje duró prácticamente toda la década y perduró durante los primeros años del nuevo milenio, mientras continuaba la bonanza económica en los espacios centrales del Norte, hasta la llegada de la actual Crisis Global.

La capacidad de persuasión de la Ecocracia mundial nacida en Río de Janeiro fue importante. A partir de Río todo se hizo en nombre del Desarrollo Sostenible, legitimado por el poder de seducción de esta idea en sociedades de consumo adormecidas por los medios de comunicación. A todos les parecía estupendo caminar hacia la sostenibilidad sin modificar los estilos de vida, incluso ahondándolos. Tanto en el Sur como en el Este aspiraban a caminar en la misma dirección, a pesar de la creciente industrialización, y de que los desmanes del mercado les enseñaban brutalmente de vez en cuando cuál era el lugar periférico o superperiférico que el Sistema les asignaba.

En esos años, los nuevos sistemas de información geográfica (SIG), basados en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, permitían conocer casi en tiempo real la tremenda degradación de la cubierta de la Biosfera. Pero las preocupaciones institucionales y sociales -mediáticamente inducidas- se habían desplazado ya definitivamente hacia la convicción de que, a pesar de todo, era posible manejar los impactos de los outputs del metabolismo urbano-agro-industrial a través de mecanismos de mercado para que el mercado continuara su continuo avance hacia el progreso, incluso a pesar del cambio climático, como advirtió el Informe Stern (2006).

Todos estos problemas se querían enfrentar con más mercado. El mercado fue el gran triunfador a la sombra de Río 1992. No en vano la década de la Globalización Feliz iba a ser la de los años dorados del capitalismo financiero globalizado, también en el campo ambiental.

FONDO MONETARIO Y BANCO MUNDIAL:
SU PROTAGONISMO ANTI-ECOLÓGICO

Mientras el mundo asistía embelesado a lo que sucedía en la Cumbre de Río, un capitalismo crecientemente globalizado se iba desembarazando de las regulaciones estatales que lo habían amordazado desde los años 30 -desde el New Deal-hasta finales de los 70.

En todos los campos, muy especialmente en el financiero, se comenzó a imponer la lógica capitalista, aún más perversa. Wall Street se impuso otra vez y definitivamente sobre Washington. Y a escala global también el capital financiero y las grandes corporaciones comenzaron a reinar con cada vez menos cortapisas políticas, sociales, y por supuesto ambientales, a pesar del Desarrollo Sostenible prometido en Río.

No podía ser de otro modo en años en que las políticas globalizadoras y neoliberales se imponían en el mundo entero. La dinámica de profundización en la mundialización de los mercados hacía que el Norte occidental tuviera que acometer poco a poco una creciente desregulación ambiental, cada vez más incapaz de competir con un Sur que basaba su competitividad en muy bajos costes laborales y sociales y en una ausencia prácticamente absoluta de regulación ambiental. Esto sucedió incluso en la muy “ambientalista” Unión Europea, y a pesar de que en el preámbulo del constitutivo Tratado de Maastricht se resaltara su compromiso con el Desarrollo Sostenible.

La normativa ambiental de la UE se empezó a flexibilizar y los estudios de impacto a agilizar para que las políticas de protección del entorno no entorpecieran la construcción de infraestructuras, la promoción del transporte motorizado y la creciente urbanización para el cada vez más amplio y globalizado Mercado Único que requería la futura moneda: el euro. También lo requería la ambiciosa expansión de la UE hacia el Este.

El Fondo Monetario Internacional tuvo un intenso protagonismo en los países del Sur en los años 90. Continuó imponiendo programas de ajuste estructural a los países periféricos de América Latina y África, promoviendo una creciente orientación de sus economías hacia la exportación, en especial de materias primas, para que pudieran pagar su abultada deuda externa. En ese contexto no cabían posibles protecciones ambientales para actividades depredadoras que les proporcionaban cash para enfrentar su endeudamiento. Lo mismo ocurría con las políticas de industrialización salvaje que impusieron en estos territorios, en concreto en las Zonas Francas. Era preciso promover un crecimiento sin remilgos ambientales, para responder a los acreedores. Y había que hacerlo bajo la glamorosa etiqueta de “sostenible” porque así lo exigía la opinión pública internacional.

En esta aventura un maestro del FMI fue el Banco Mundial, experto en el manejo de la retórica “ambientalista” y en la de la “lucha contra la pobreza”. Sus planes de financiamiento impulsaban una intensa construcción de infraestructuras en el Sur (autopistas, grandes puertos, presas gigantescas, oleoductos) y el apoyo a los proyectos más agresivos (minero-extractivos, industriales, de energía fósil, incluido el carbón). Fue a este defensor del “ambientalismo” al que se le asignó en Río la gestión del nuevo Fondo Mundial para el Medio Ambiente, aunque bajo la presión de los países centrales, cuyas empresas serían las grandes beneficiarias de este Fondo. El BM, un organismo severamente cuestionado a escala mundial, desarrolló en los años 90 un abanico de iniciativas de “marketing verde” para simular que tenía en cuenta las críticas, mientras que continuaba con su bussiness as usual.

ADIÓS, ORANGUTANES

El Consenso de Washington de las instituciones de Bretton Woods llegaría a su paroxismo con las crisis monetario-financieras que afectarían a todo el Sudeste Asiático en 1997-98, espacio periférico del planeta que hasta entonces había logrado escapar más a sus dictados por estar menos endeudado que los territorios de América Latina y África, y por tener un importante desarrollo industrial.

Pero los ataques especulativos que se lanzaron desde las principales plazas financieras mundiales (Wall Street y la City de Londres) provocaron un severo colapso de sus monedas y economías y los puso en manos del FMI y del BM, que les proporcionaron abundantes créditos para hacer frente a la debacle, con el fin de salvar los intereses de los especuladores internacionales. Esto ahondó su endeudamiento. Finalmente, ambas instituciones impusieron políticas de ajuste que agravaron la situación.

El agudo endeudamiento externo incentivó una mayor “reprimarización” de sus economías, fomentando intensas actividades extractivas de todo tipo y la tala de sus bosques, para obtener dólares con los que pagar la deuda externa. Son los momentos en que Indonesia recrudece la tala de sus bosques tropicales, los más importantes del mundo junto con los de Brasil y Congo, vendiendo su madera en los mercados internacionales y fomentando la expansión sin freno de plantaciones de palma aceitera, también destinada al mercado mundial, sobre todo para satisfacer la demanda de los países centrales. El impacto ambiental en Indonesia y en otros países de la región fue -y está siendo- mayúsculo, con una enorme pérdida de biodiversidad, incluidos en esta pérdida esos valiosos primos nuestros que son los oran¬gutanes.

OMC: SIN LÍMITES AMBIENTALES

La OMC (Organización Mundial del Comercio) se creó en 1995, tras la Ronda Uruguay del GATT. Con el FMI y el BM fue la tercera pata de Bretton Woods, que había quedado poco desarrollada y sin estatus jurídico internacional. A partir de su creación, la actividad de la OMC reforzará las dinámicas del capitalismo global mediante la mundialización del comercio y la inversión, con la creciente eliminación de trabas estatales a su expansión. Algunas de esas trabas eran las de carácter ambiental.

Ha habido muchas denuncias contra la OMC por torpedear los tratados y convenios medioambientales internacionales, firmados por los Estados, pues sus políticas chocan muchas veces frontalmente con los acuerdos de esos tratados. Las políticas de la OMC son de obligado cumplimento para sus Estados miembros y la OMC puede establecer sanciones económicas si se incumplen, mientras que los tratados internacionales en el marco de Naciones Unidas son mucho más difíciles de instrumentar a causa de la “sacrosanta” soberanía estatal, además de la falta de voluntad de los Estados para cumplir lo que firman.

Muchas de las políticas ambientales proteccionistas en materia de pesca, o de limitación y regulación de explotación de recursos, han sido recurridas ante la OMC. La OMC encumbra la Propiedad Intelectual en su tratado TRIPS de protección de patentes, lo que abre la vía para desarrollar patentes sobre la vida, lo que ha sido ampliamente denunciado por muchos países del Sur y por organizaciones sociales y ecologistas del mundo entero.

La OMC fomenta la biopiratería y también el libre comercio de transgénicos. Por eso, Estados Unidos no firmó el Convenio de Biodiversidad, pues esperaba alcanzar el acceso a los recursos de la vida con menos restricciones y satisfacer los intereses de su industria biotecnológica a través de las normas e instrumentos de la OMC. La industria biogenética rechaza frontalmente el llamado Principio de Precaución, recogido en la Agenda 21 de Río, que pone en cuestión el marco normativo de la OMC. Lo mismo podríamos decir de los Tratados de Libre Comercio firmados entre los países centrales y los periféricos, que fomentan políticas y dinámicas parecidas, y que se están activando por todas partes.

¿PRIVATIZAR LA CAPA DE OZONO?

Desde los años 80 comenzó un debate sobre la llamada “Tragedia de los Bienes Comunes”, re-actualizando -magnificando y manipulando- un debate que había empezado tímidamente en los años 60. En los años 70 este debate no prosperó. El capitalismo de la época y el marco regulatorio estatal e internacional era renuente a desarrollarlo. Sin embargo, el advenimiento del nuevo capitalismo financiero y globalizado, así como las políticas neoliberales que lo acompañaban, rescataron y replantearon este debate, enlazándolo con la crisis ambiental.

El nuevo planteamiento es que los bienes comunes globales (el agua, la tierra, las pesquerías, la biodiversidad, los global commons, como se les define) son sobreexplotados porque no hay una propiedad privada que cuide de ellos. Y que la inexistencia de una propiedad clara de estos recursos es lo que favorece su esquilmación y deterioro, lo que no ocurriría si tuvieran propietarios. Este planteamiento es absolutamente falso y engañoso. Lo que va buscando es la privatización de los últimos ámbitos de los bienes comunes planetarios, haciendo de ellos un campo más de apropiación, acumulación y hasta especulación del capital, con la excusa de la crisis ambiental.

Como ha demostrado la Premio Nobel de Economía de 2009, Elinor Ostrom, las comunidades locales han preservado en multitud de casos y durante siglos variados ecosistemas con una gestión comunal y una explotación que respetaba los ciclos y las tasas de reposición natural. Y ha sido la explotación industrializada e indiscriminada de los ecosistemas la que está acabando con ellos y degradando su calidad.

Como decía Polanyi, hay determinados bienes a los que es muy difícil, y en algunos casos imposible, poner precio de mercado. La Naturaleza y toda la diversidad de la vida son ámbitos de enorme complejidad que entran de lleno en esa consideración. ¿Cómo se puede asignar derechos de propiedad a las pesquerías del mundo? ¿Cómo se puede privatizar la capa de ozono del planeta? ¿Cómo se puede poner precio a una tonelada de carbono? ¿Cómo se puede privatizar la biodiversidad del mundo o la Amazonía? Pues sí, se pretende poner precio a gran parte de todo esto, especialmente ahora, a partir de su creciente escasez y progresivo deterioro. O mediante su progresiva apropiación.

La degradación de los llamados “servicios ambientales” de la Naturaleza, hasta ahora gratuitos, abre un enorme campo para su potencial mercantilización, para permitir su acceso y disfrute sólo a la población o a las actividades industriales y de servicios que puedan pagar por ellos. En paralelo, las poblaciones o actividades que no tengan la renta monetaria suficiente, se verán inexorablemente excluidas de su aprovechamiento y goce. El caso del agua es el ejemplo más claro. La OMC pretende colocarla en ese ámbito ambiental y en muchos otros más. También los TLC. Y esto se hace bajo la excusa de que es la forma más eficiente de conservar lo que queda de Naturaleza, evitando su destrucción hasta que conservar sea más rentable que destruir.

Pero al capital privado no le gusta moverse en este terreno tan resbaladizo, pues la crisis de legitimidad ante actividades abiertamente privatizadoras en este campo es grave. Por eso, busca la compañía de los Estados y de las ONG, y hasta de la UICN, para hacer más vendibles ante la opinión pública sus prácticas depredadoras. De esta forma, desde los años 90 empezaron a proliferar los “partenariados” público-privados, en este campo, intentando incorporar cada vez más a las nuevas estrategias de privatización, gestión y apropiación de los recursos naturales a grandes ONG ambientalistas, especialmente a WWF.

EN EL CAPITALISMO SALVAJE TODO TIENE PRECIO

Esta estrategia quedó consagrada en el décimo aniversario de la Cumbre de Río, en la Cumbre del Desarrollo Sostenible de Johannesburgo (2002), que puso el acento en este tipo de tratados, llamados tipo Dos, de carácter voluntario, sin compromisos de ningún tipo y sin supervisión internacional. Los tratados tipo Uno eran los que sólo involucraban a los Estados como únicos actores y que tienen carácter en teoría vinculante, de acuerdo con el marco de Naciones Unidas. Todo se hizo con una propaganda mediática que refuerza la imagen de la Responsabilidad Social y Ambiental corporativa. Una vía más para sustraer del control de los Estados los acuerdos de protección ambiental y para debilitar aún más lo aprobado en Río.

La Cumbre de Johannesburgo se llamó abiertamente del Desarrollo Sostenible, aunque abría un gran boquete hacia una mucho mayor insosteniblidad. Esta Cumbre cabe situarla también en el mundo post-11-S y en un contexto en que la administración Bush estaba quebrando el marco multilateral de Naciones Unidas y promoviendo un capitalismo global cada día más salvaje, mientras se preparaba para lanzar conjuntamente con Gran Bretaña y el apoyo de la Coalition of the Willing una guerra contra Irak para apropiarse directamente de sus recursos petroleros.

En esta etapa predominó una tendencia creciente a medir todo monetariamente, intentando proyectar el simulacro de que lo ambiental forma parte del aparato estadístico, cuando lo que se estaba produciendo era la penetración de la lógica del mercado en este ámbito, hasta hacía poco ajeno a esa lógica. Curiosamente, esto ocurría cuando empezaban a medirse las transformaciones bio-geofísicas, que permanecían convenientemente alejadas de las políticas estatales y privadas de gestión ambiental y sin práctica incidencia en ellas.

Primaba un enfoque de “sostenibilidad débil” y de monetarización de las externalidades ambientales, en consonancia con la lógica del mercado. Mientras, permanecían marginados del enfoque ambiental institucional los planteamientos de “sostenibilidad fuerte”, relacionados muchos de ellos con la llamada Economía Ecológica. Estos planteamientos se niegan a aceptar la reducción de los impactos a una única variable cuantitativa, la monetaria, y señalan la necesidad de recurrir a una multiplicidad de valoraciones bio-geofísicas y cualitativas para hacer frente a la gestión ambiental. Muchos flujos bio-geofísicos permanecen totalmente ocultos al aparato estadístico convencional, pues no experimentan ninguna valoración real en el mercado realmente existente.

POR EL CONSUMO IMPARABLE DE ENERGÍA

En estos últimos 30 años, tras la crisis de los años 70, hemos asistido a un muy importante desarrollo tecnológico, de la mano de las nuevas tecnologías de la información y comunicación. Esto lo que ha permitido el desarrollo de tecnologías más eficientes. El avance en la eficacia ha provocado un mayor uso de los recursos.

En el caso de la energía, la paradoja implica que la introducción de tecnologías con mayor eficiencia energética puede aumentar el consumo total de energía. Esto se conoce también como el “efecto rebote”: lograr un menor consumo por unidad producida o por kilómetro recorrido no implica necesariamente que se reduzca el consumo energético o el número de vehículos circulando. La realidad es que el incremento de la eficiencia se ve absolutamente rebasado por el auge imparable del consumo, especialmente en un sistema como el actual, basado en la necesidad de crecimiento y acumulación constante, y en el que las desigualdades sociales y la capacidad de consumo de una parte importante de la Humanidad, especialmente de las élites, ha aumentado de manera manifiesta.

Esto es lo que ha sucedido desde los años 80 hasta la llegada de la Crisis Global. La expansión de las energías renovables no ha contribuido a reducir el consumo energético fósil. Al contrario, ha contribuido a incrementar aún más el consumo energético total. Se han sumado a otras energías, en vez de sustituirlas. Han contribuido a más “desarrollo” insostenible.

MIEMBRO DE ECOLOGISTAS EN ACCIÓN.
INGENIERO Y URBANISTA. PROFESOR UNIVERSITARIO.

ESTE TEXTO Y EL SIGUIENTE, QUE PUBLICAREMOS EN UN PRÓXIMO NÚMERO, SON EL NÚCLEO DE UN LIBRO QUE ELABORA SOBRE LA CRISIS DEL CAPITALISMO GLOBAL Y EL PREVISIBLE COLAPSO CIVILIZATORIO.

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