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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 332 | Noviembre 2009

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América Latina

El futuro latinoamericano en versión de una pasajera

Esta pasajera es una joven. Esta joven es una latinoamericana, que nació, fue niña y adolescente en Nicaragua y se fue a vivir a Canadá. Entre dos mundos ha vivido y entre dos mundos reflexiona. Como millones de jóvenes de América Latina.

Natalia Roque-Cuadra

Tenía dos pasaportes en mis manos y no estaba segura de cuál debía entregar a la funcionaria de inmigración, que parecía estar más interesada en saber el tamaño del avión que acababa de aterrizar. “¿Es un avión de tres pasillos?”, me preguntó. Le respondí con una pregunta: si importaba cuál pasaporte usaba para entrar al país. Me dijo que no, le entregué mi pasaporte nicaragüense y me guardé el canadiense. Cuando terminó conmigo me dejó ir.

Mi abuela, 67 años, y mis hermanas -Birmania de 26, Irlanda de 24 y Claudia de 20, a quienes no había visto en siete años, a Birmania sí- tuvieron que esperar un poco más de tiempo para poder abrazarnos, pues me estaban retrasando en aduanas por no haberle hecho caso a un pasajero nicaragüense que en el avión me había aconsejado meter un billete de cinco dólares en mi pasaporte antes de dárselo a ellos. Esperando por mis maletas alrededor del carrusel traté de no mirar hacia las puertas de vidrio transparentes donde esperaban los familiares de los pasajeros para evitar ponerme emotiva y opté por mirar fijamente las montañas que veía distantes en la pista tras los aviones parqueados.

DE REGRESO EN NICARAGUA

Cuando finalmente logré salir del aeropuerto Augusto C. Sandino de Managua, comencé a sentir un calor de tardes infernales, de ésos que Gabriel García Márquez describe en sus novelas y al que mi hermana Claudia, por una extraña razón, les llama “presión”. Mi abuela materna, la mujer que me crió, se veía vieja, y eso me puso aún más triste. Luego de todos los aburridos procesos migratorios, nos montamos en un taxi para irnos a casa. Nadie dijo nada. Sentada en las piernas de una de mis hermanas, en la parte trasera del vehículo, observé la ciudad. Miré un anuncio de la Avon con el rostro de Reese Witherspoon con los labios pintados en un color rosa intenso. Las calles se veían viejas y polvosas. Los niños, los vendedores de mangos y quienes no tienen hogar las cruzaban atenidos a la piedad de los carros que las transitaban.

Habían pasado ya siete años desde la última vez que estuve en este país donde lo absurdo es lo habitual, donde una cita para las 3 de la tarde es realmente para las 6, donde la gente duerme de día y trabaja de noche, donde uno le tiene que rogar a la mesera de un restaurante que deje de ver la telenovela y ponga atención al pedido de comida. Éste es el país en donde nací hace 27 años, un año después que comenzara la guerra civil.

MI PADRE,
UN SANDINISTA IMPORTANTE

“Durante la revolución, yo era el segundo hombre más importante del pueblo”, me dijo en una ocasión mi padre con aire orgulloso. Y en realidad lo fue. Al menos, lo era de las calles ruinosas de Tipitapa, llenas de casas que mantenían las puertas y las ventanas abiertas día y noche para ver pasar la vida. Él fue el segundo consejero de la municipalidad, un trabajo lleno de sueños que tuvo que abandonar debido a puñaladas políticas que lo forzaron a ir a la guerra en las montañas lluviosas, lo que explicaba sus prolongadas ausencias de nuestra casa, llena de murciélagos que se colgaban del techo de tejas.

Mi madre, una mujer de cabello maya -descendiente de las mentes brillantes de Manolo Cuadra y Ramiro “Tipitapa” Cuadra, quien retaba a la dinastía somocista con sus chistes- soñaba con “el Norte”. Conoció a mi padre cuando él trabajaba en “Marina Mercante”. Un día, en una de sus tantas embarcaciones a Nueva York, la Florida y el Caribe, mi padre secuestró el barco en que se embarcaba, llamado “Hope”, y lo llevó a Cuba en vez de a Nicaragua, para dejar allí el armamento y las provisiones que había comprado en Puerto Rico. En Cuba se quedaría un par de años recibiendo un riguroso entrenamiento militar. Todo esto pasó justo antes del triunfo de la Revolución Sandinista.

Mi madre me dijo una vez que sólo se interesó en mi padre porque trabajaba en un barco que a menudo hacía paradas en Estados Unidos. Ella esperaba que se la llevara fuera de Nicaragua porque presentía que “algo malo pasaría”. Me dijo el otro día por teléfono: “Yo sabía que a los gringos no les iban a caer en gracia esos socialistas de mierda y quería salir del país antes de que el caos comenzara”. Cuando le pregunté si sabía que mi padre trabajaba para los sandinistas a escondidas, me dijo que no. “Si lo hubiera sabido -aquí hace una pausa para fumar una bocanada- nunca me hubiera involucrado con él”.

En uno de sus regresos de la montaña -justo en momentos en que había escasez de comida- mi padre comenzó a vender frijoles en el mercado negro para poder mantenernos y, como consecuencia, el gobierno sandinista lo puso en la lista negra. Poco después de eso, la guerra terminó dejando una economía en un desorden total: 17 mil millones de dólares en daños.

CUANDO MI PADRE SE FUE...

Fue por eso que en 1987 mi padre decidió irse a Canadá, donde pidió asilo político. Uno de sus hermanos dice que escogió Canadá y no Estados Unidos porque “Canadá siempre ha tenido tendencias socialistas”. Si a mucha gente le hubieran dado la oportunidad de irse, creo que también se hubieran ido. Mis hermanas, mi madre y yo estábamos supuestas a irnos al año siguiente de que se fuera mi padre. Ése era el plan, pero ese año se prolongaría demasiado: once años.

Recuerdo haber visto en ese primer año la fotografía de un montón de hombres en uno de esos buses amarillos con destino a México para cruzar después la frontera con Estados Unidos. La foto demostraba el éxodo masivo de nicaragüenses después de la guerra y parecía llamarse “Adiós Muchachos”, como el libro de Sergio Ramírez.
Ése es el nombre que yo le hubiese puesto. Desde las ventanillas sacaban manos y sonrisas tristes despidiéndose de todo el mundo. Aunque mi padre no emigró a Estados Unidos, a veces me preguntaba si una de aquellas manos le pertenecía a él.

Cuando mi padre se fue, mi madre nos comenzó a apresurar para que le escribiéramos cartas urgiéndole a que “nos mandara a traer”. “Decile que lo extrañás y que querés estar con él en Canadá”, nos dictaba mientras fumaba cigarro tras cigarro. El 20 de julio de 1989 ella planchó su ropa cuidadosamente en la sala y empacó todo lo suyo en una pequeña maleta de cuero. El bus en el que se iría rumbo a México para luego cruzar la frontera saldría esa noche. A la estación de buses llegamos mi abuela materna -que terminó haciéndose cargo de nosotras-, mi hermana mayor, entonces de nueve años y yo, de ocho. “¡Ya regreso, tonta!”, le dijo mi madre a mi hermana. Nunca regresó a Nicaragua. Se fue a Canadá, pero tardó una década en llegar allá.

NIEVE BLANCA
Y MANZANAS ROJAS

1998 fue el año en que tres adolescentes adultas -hijas de un padre que se había ido a Montreal y de una madre que se había marchado a San Francisco- se ganaron finalmente el premio mayor. Al menos, eso fue lo que pensamos. Después de varios intentos, finalmente nos dieron la residencia canadiense a tres de las hermanas. En el paquete iba yo incluida. Estaba feliz de haberlo logrado. Había esperado once años por aquel momento y estaba lista para dejarlo todo por la nieve y las manzanas rojas.

Recuerdo que una vez, antes de irnos, mi padre me explicaba por teléfono, mientras yo escribía mi nombre con el dedo en la lámpara polvorienta de vidrio color rosa que tenía en la mesita de noche, que su “prometida” no tenía hijos propios y que no sabía como tratar con hijos y mucho menos sabría hacerlo con tres adolescentes de hormonas alborotadas incapaces de decir otra cosa que Hi!, how are you? Fue por eso que ella decidió intentar con tres de nosotras primero y no con las cinco hermanas.

Aquel año celebré mi cumpleaños número 17. Meses más tarde me encontraba barriendo hojas de todos los colores en Dartmouth, Nueva Escocia, y no en Montreal, como era lo planeado porque a la “prometida” de mi padre -una bióloga- le habían ofrecido un trabajo en esa región y se mudaron meses antes de nuestra llegada. A veces me la imaginaba a ella sentada en medio del océano Atlántico helado y oscuro... Estoy segura que la inspiración la habré sacado de alguna literatura inglesa en español de las que leía por entonces. Después de todo, Montreal no estaba en mi destino.

AQUELLOS DÍAS CANADIENSES,
TAN FRÍOS Y TAN NUEVOS

Años más tarde, me encontraría corriendo en el parque Mont Royal en Montreal, preguntándome qué tal hubiera sido mi vida si nos hubiéramos mudado allí en vez de a Halifax. Durante mi estancia en la ciudad francófona me di cuenta de que sus habitantes eran más abiertos de mente y al mundo, sin duda por el ambiente multicultural que los rodea. También pude observar que son más flexibles ante los cambios de la vida, una cualidad que sentí que la gente de Nueva Escocia no tiene. “No podría vivir sin poder ver las mismas estrellas”, me dijo un día una vecina en Halifax, cuando le comenté qué maravilloso sería ver la vida pasar en Valparaíso.

Aquel día de otoño de 1998, mientras barría las hojas rojas y amarillas que el viento soplaba en dirección a mi cara morena, con mis manos heladas al contacto del mango metálico del rastrillo, y aunque la temperatura era de cero grados, supe que todo era soportable y pensé suspirando: “¡Ya hice mi vida aquí!” Qué equivocada estaba…

Al principio de aquellos días canadienses, hubo muchos ajustes culturales a los que mis hermanas y yo tuvimos que acostumbrarnos. Recuerdo que una vez nos reunimos para una cena en casa del ex-esposo de mi madrastra
y me empaché comiendo carne al horno con papas, sin darme cuenta de los muchos otros platillos que nos esperaban. Alguien como yo, con un vocabulario que no incluía la palabra “opciones”, tenía que asimilar una nueva mentalidad. “¿Qué querés que te diga? -me decía un tío, con una experiencia similar en España cuando fue a la boda de su hijo-. Somos proletarios”.

Así que a los 17 años y en una nueva cultura, no sólo tenía que preocuparme por quién sería el chico que me iba a gustar al día siguiente. Un día en la universidad hubo una presentación sobre la historia de Internet y sus avances a lo largo de los años. De repente, todo el mundo se echó a reír cuando vieron en el proyector la imagen de un hombre al lado de lo que parecía ser una televisión, pero no, era una caja de metal enorme, la que ahora han remplazado nuestras pantallas de computadoras modernas. Los gestos del hombre -vestido con saco color marrón-, indicaban que estaba mostrando cómo funcionaba aquel raro equipo. El título de esa diapositiva se llamaba “1975” y su texto decía: “Canadá comienza el desarrollo de Telidon, un sistema de videotexto avanzado que funcionó a partir de 1979. considerado líder mundial en tecnología gráfica avanzada.”

“¡Ésos eran los días marrones!”, escuché gritar a alguien desde el fondo del aula refiriéndose a los años 70 en alusión al color del saco del hombre, entonces de última moda. Mis compañeros de clase se reían a carcajadas y yo también me reía, pretendiendo entenderlo todo, aunque aquella experiencia no tenía ninguna resonancia en mí. Aunque no había nacido todavía, los años 70 para mí no significaban ni siguen significando “tecnología cool”. Para mí, esos años son símbolo de un padre secuestrando barcos y de una madre intentando montarse en uno de ellos para que la bajaran en los Estados Unidos de América. Tampoco entendía cuando mis amigas, Mimi y Crystal, mencionaban aThe Tea Party como la banda más cool de principios de los 90, pues para mí esa época es musicalmente sinónimo de las canciones de amores desilusionados de Los Bukis.

¿QUIÉN SOY YO?

Éstos y otros aspectos más me hicieron ver que estaba viviendo entre dos mundos: el viejo que había dejado en Nicaragua y uno nuevo, insegura todavía de entrar en él. Al final entré, pero sin dejar atrás el viejo.
“En todo caso -me dijo mi padre-, tenés que aprender de ambos”. Ya que me sentía excluida del mundo anglosajón en la universidad -y desde siempre-, decidí tomar clases de literatura española.

Allí me di cuenta de mi manera mediocre de escribir ensayos en mi lengua materna. Era confuso ver los ojos café de mi profesora, que desaprobaba cuando me escuchaba citar a Shakespeare en vez de a Cervantes. Esto y todo lo demás hizo que me preguntara quién era yo.

“Soy una de esas plantas de bambú sin raíces importadas que ponen los canadienses en sus casas”, me escuché diciendo en un murmullo. Fue entonces cuando me di cuenta de lo importante que era regresar a mi país. Ya estaba cansada de caracterizar múltiples personajes dentro de una misma obra teatral.

DECIDÍ REGRESAR

Decidí regresar, quería darme cuenta si realmente podía encontrar mi identidad en mi antigua vida. Normalmente, para llegar a Managua desde Halifax uno tiene que tomar tres aviones. La última escala fue Miami-Managua. En ese último vuelo uno puede notar ya todo el ambiente latinoamericano. Los pasajeros -en su gran mayoría latinos, específicamente nicaragüenses- demuestran sus modales anárquicos. Me dio la sensación de que, contagiado por el comportamiento de la gente, el piloto descendió más rápido de lo normal, aterrizando de una manera más aventurera.

Al aterrizar, el señor sentado a la par mía -el mismo que me aconsejó pagar cinco dólares a aduanas para que no registraran mis maletas- sacó un espejito y un peinecito de la bolsa del pantalón para arreglar su pelo teñido en negro -apenas lograba ocultar algunas canas-, antes de ver a su familia. Seguramente habían tomado algún bus a las cuatro de la mañana para poder llegar a tiempo a traerlo.

“No sabía que usted era hispana”, me dijo en algún momento en el transcurso del vuelo. “Es que los latinos no andan esas grandes mochilas, eso es cosa de gringos”, concluyó educadamente. Cuando me volteé al otro lado del pasillo, vi a las mujeres sacar también espejitos y pinturas de labios rojas de carteras de cuero falso que seguramente compraron con el último pago que recibieron de los padres de los niños que cuidan en Estados Unidos.

MI VIAJE COMENZÓ ALLÍ

Pisando suelo nicaragüense me di cuenta rápidamente cómo la vida había cambiado, cómo el árbol de mango que una vez vivió en el porche de tierra -ahora cerrado con verjas de hierro- de la casa de mi abuela había desaparecido.

Las conversaciones de mis amigas, sobre pañales sucios, pezones adoloridos de tanto amamantar y biberones no tenían ninguna resonancia en mí. Sus voces se convirtieron en ecos distantes que no podía entender. Tampoco pude comprender la indiferencia de una antigua conocida ante la protesta de un pequeño grupo por la falta de empleos. “¡Solo así viven ésos!”, me dijo desde su camionetona con aire acondicionado, que más bien parecía tanque de guerra de tan grande.

Viajé a Ometepe, donde uno puede contemplar las olas rompiendo día y noche y donde también, si uno es puntual, recibe el título de “extranjera”. En Ometepe terminé quedándome en la cabaña de un pequeño hospedaje. Allí pasaba pensativa. En el restaurante había un mesero que me sirvió desayuno, almuerzo y cena durante tres días. Una vez ordené pescado. Después de tomar mi orden el mesero se quedó una vez ante mí silencioso, como en agonía, queriéndome preguntar algo que no tenía que ver nada con la comida. En otra ocasión lo mismo, pero su timidez se desprendió de él y comenzó a bombardearme con preguntas: que si era casada, que de qué país venía, que hacia dónde me dirigía…Sus ojos se agrandaron y se entusiasmaron cuando le dije que vivía en Canadá y comenzó a preguntarme sobre la vida en “el norte”.

UN SUEÑO VACÍO: IRSE AL NORTE

“Contamelo todo, porque quiero irme allí y casarme con una canadiense de ojos azules y tener niños morenos con ella”, parecía decirme. “A usted le debe de gustar la nieve”, me dijo finalmente. Aquel sueño “vacío” -como me dijo alguien- es una ilusión, llamémosle canadiense o americana. No importa cuántas veces uno les diga cómo es la cosa allá, que se desengañen, porque nunca lo van a creer y realmente no los culpo. Ven constantemente cómo van y vienen Miami boys and girls con aires victoriosos, usando ropa de “marca” y cortes de pelo modernos. “¡La moda está en los Estados, india!” le dicen a sus amigas en spanglish cuando las desaprueban con sus miradas.

A veces se disculpan por su mal español, aunque sólo hayan estado ausentes de su tierra sólo cinco años. “¡Qué bueno que ya te olvidaste de ese idioma bueno para nada, el inglés es súper más chic!”, parecen decir sus expresiones faciales, deseando ser ellos los que hablen spanglish. No se les puede culpar por anhelar sueños ilusorios cuando la gran mayoría de la juventud nicaragüense vive desempleada frente a un televisor absorbiendo el estilo de vida americano.

Cuando le pregunté al mesero de Ometepe qué pensaba sobre el futuro político de Nicaragua ignoró mis palabras y me preguntó sobre los inviernos canadienses. Le redirigí la pregunta: qué pensaba sobre la decisión del gobierno -según la oposición- de no incluir en el presupuesto el dinero venezolano proveniente de los negocios petroleros. Parecía estar frustrado de que yo cortara la dirección de sus conversaciones para voltearlas hacia mis temas de interés. “¡Ay!, aquí todos los políticos comen del mismo plato!,”, me respondió y regresó con tono animado queriendo continuar la plática sobre “el norte”. “Cuando la vi llegando al hotel me dije: “Ésta es española”, continuó sonriendo.

Cuando estábamos esperando en Granada el ferry que nos llevaría a Ometepe un señor se me acercó con la intención de venderme un paquete de hotel en la isla. Era evidente que pensó que era realmente extranjera. Mi hermana Irlanda -que viajaba conmigo- le preguntó qué le hacía pensar que lo fuera. “¿La manera como se viste?” “No -dijo, moviendo el índice, mientras fijaba su mirada en la distancia de las aguas oscuras del Cocibolca-. Esta niña no tiene paciencia, ya le dije que el ferry ya va a venir…”, sugiriendo que me quejaba demasiado del calor y del ferry, porque no llegaba a tiempo.

MI CASA NO ESTÁ AQUÍ

Aquel hombre tenía razón. Mi casa ya no está en Nicaragua, al menos no en la Nicaragua que conocí, que se ha quedado en un lugar distante de mis memorias.

Mientras miraba la espuma blanca de las olas en Ometepe me di cuenta que sólo soy una pasajera. Pero ya no lucho contra eso. Ya sé que las cosas están donde deberían estar. Después de todo, vivir entre estos dos mundos no ha sido tan malo como me parecía. Este viaje hizo que apreciara “el norte y su racionalidad y el sur y su imaginación,” como tan bien lo dice un amigo.

Yo simbolizo la nueva era de los latinoamericanos. Para ser parte de ella es indispensable saber ambos idiomas. El nuevo latinoamericano es quien emigra, quien lo deja todo por la nieve y las manzanas rojas. Ésta es nuestra realidad y nuestro futuro. Es hacia allí hacia donde nos dirigimos, aunque eso signifique convertir la lengua de Cervantes en Spanglish.

PERIODISTA. COLABORACIÓN CON ENVÍO.

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