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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 201 | Diciembre 1998

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Honduras

El Mitch en Urraco: un trauma y una odisea

La comunidad de Urraco, en el valle de Sula, fue una de las más castigadas por las furiosas aguas desbordadas del río Ulúa. El jesuita Chema Cabello, -"Cabellito" para todos-, de 70 años, con más de 30 años de experiencia pastoral en El Salvador, Nicaragua y Honduras, .estuvo allí, testigo y protagonista de una de las muchísimas historias de dolor y heroísmo vividas por el pueblo hondureño al paso del Mitch.

José María Cabello

Urraco Norte tiene una población urbana de casi 7 mil habitantes y es el centro de comunicación de 42 comunidades, que suman una población de 34 mil habitantes. El banano y la palma africana son emblemas en la fisonomía urraqueña. La Tela Railroad Company lo es en su economía e historia. Los campeños llevan marcado en su carácter y cultura el sello de la transnacional. Obreros asalariados que hacen un trabajo programado y exigente con sueldos superiores al del campesino de milpa y machete. Esclavizados también. En las empacadoras se entra a las 7am y se sale a las 7pm. Junto a ellos están los trabajadores de la mecanizada HODUPALMA, con 32 cooperativas asociadas.


La tercera "clase social" urraqueña es la de los campesinos pobres de milpa y machete, que llegaron aquí como emigrantes buscando tierra y trabajo. Desarraigados de sus tierras y su cultura, con espíritu aventurero, llevan marcado el sello del individualismo, de la lucha por la vida a cualquier precio. Muchos de ellos sobreviven combinando el cultivo poco promisorio de la milpa en terrenos bajos abandonados y el trabajo temporal en la Tela. Subsisten casi de milagro. Junto a ellos están comerciantes, maestros, artesanos, zapateros, costureras, sastres, mecánicos empíricos y otros grupos con cierta posición gracias al ganado y el cultivo de plátano.



Ulúa: un poderoso dragón

El río Ulúa es el rey de la geografía urraqueña. Nace a 300 kms, en la montaña, llena la presa de El Cajón y entra en el extenso valle de Sula y de Urraco. El Ulúa corre serpenteando, como un enorme dragón poderoso. En tiempos de calma sus aguas se usan para el riego, ofrece pescados variados y recoge toda la basura de las comunidades aledañas. En tiempos de lluvia y de huracanes, el Ulúa ruge como poderoso dragón que trae la destrucción y la muerte.

Todos los urraqueños vivimos juntos un drama inolvidable cuando el Ulúa se desbordó con las lluvias del Mitch. Los informes recibidos sobre la llegada del huracán pusieron en tensión a toda la población urraqueña. No era sorpresa para nadie una llena o una inundación. Están todos acostumbrados a sus efectos dramáticos, a salir de las casas, a perder muebles, ropa, gallinas, cerdos... Saben lo que es vivir unas horas como los hombres de las cavernas en cualquier cerro de los alrededores. Nadie imaginaba que esta vez todo sería distinto.



Ansiedad general

Los días preliminares a la gran embestida del dragón todos acudían a diario a las márgenes del río para medir el nivel de las aguas. El primer momento de gran dramatismo llegó cuando las aguas ascendieron desde su primer nivel hasta cuatro metros y se hallaban ya a 30 cms de la orilla. Las medidas se tomaban en el punto central del paso del Ulúa por el pueblo. La amenaza era muy grave. En ese punto, el río corre con dos metros de diferencia del nivel de las calles. De romper el río ahí, en ese punto, las consecuencias serían catastróficas. Sus aguas saltarían como torrentes de fuerza enorme y el dragón se tragaría prácticamente todo el pueblo. Moriría la mayoría, sólo se salvarían los afortunados que pudieran trepar en árboles altos o en los tejados de algunas casas.

Ante esta posibilidad, se hizo una convocatoria general a la población y se formó un comité de emergencia. Todo el mundo se puso en acción. A excepción de los niños de pecho, ¡todo el mundo a trabajar día y noche! En 3 días llenamos más de 1 mil 500 sacos con balastro y arena, que se colocaron como muro junto al río. Los cipotes y las mujeres abrían los sacos, los hombres los llenaban con sus palas y los transportaban a hombros. Fue un esfuerzo extraordinario de mucho sacrificio y solidaridad.



Primer éxodo

Muy pronto, las copiosas y persistentes lluvias del huracán se fueron acumulando y comenzaron a inundar Urraco. Se inició el primer éxodo. Hombres, mujeres y niños, recogieron todo lo que podían. Llevaban sobre la cabeza morralitos de ropa, alguna mesa, gallinas atadas, algún cerdo rebelde arrastrado con mecates, y maíz, arroz y manteca para sobrevivir. Buscaron los primeros refugios en la escuela y las iglesias. También eran acogidos por familias y parientes que vivían en las calles altas, a donde pensábamos que las aguas no llegarían. Al caer la tarde, las calles eran un torbellino de gente. Todos corrían angustiados, nerviosos, empapados, buscando refugio. Ya no teníamos ni luz ni agua.

Llegó la noche y en medio de la oscuridad resplandecía el pequeño fulgor de las cocinas: una plancha de hierro sobre cuatro piedras donde preparaban el arroz y los frijoles con algún plátano para la cena. Faltaban las tortillas. Ni funcionaba el molino ni había tiempo para amasar. Los refugios eran un revoltijo de gente comentando, gritando. Quejas amargas por el futuro, lamentaciones de pérdidas. El resto de la noche fue una vigilia perpetua entre llorosos niños y predicciones amargas de los mayores. En los cerros, los hombres asentaban cuatro palos rollizos con un nylon encima para soportar la lluvia. Otros hacían de un camión su casa. Cada cual buscaba un hueco entre las rocas para defenderse de la lluvia.



Segundo éxodo

Mitch resultó mucho más violento que todos los huracanes del pasado. Cuando las lluvias habían inundado ya la mitad de las calles de Urraco, los refugiados se sentían aún seguros en las tres calles altas. Sin embargo, el huracán siguió enviando agua y provocó pronto un segundo éxodo. En los terrenos de la iglesia, las aguas subieron de nivel hasta los tobillos. Pronto, ya llegaban hasta las rodillas. De nuevo, todos a recoger ropa, animalitos y maíz y a emprender la búsqueda de zonas más altas. El cerro de la Comandancia, el de Canales y, sobre todo, el cerro del hospital se llenaron de gente. Estaban todos amontonados, no quedaba ni un metro libre.


Salvar a los niños

Yo tenía la responsabilidad de asegurar la vida de catorce niños del Centro de Nutrición de la Iglesia. Los habíamos llevado a una casa en la segunda calle alta. Esa noche, el agua me llegaba casi hasta la rodilla, pero pensaba que podría dormir sin bañarme. Con la luz de una candela me disponía a acostarme, cuando advertí el ruido de la corriente y el rápido ascenso del nivel del agua. Cuando llegué a la puerta ya no podía abrir. Con gran esfuerzo y preocupación salté desde lo alto de la casa al suelo, donde el agua ya me llegaba a la cintura y la corriente traía gran fuerza. Sentí que el poderoso río Ulúa me arrastraba. Miré instintivamente en busca de ayuda, pero era un náufrago solitario. El peligro nos da fuerzas superiores, luché contra la corriente y poco a poco fui ascendiendo hacia las calles más altas.


Tercer éxodo

Otros años las aguas habían llegado hasta el parque como límite final. La iglesia, la escuela y tres calles se habían mantenido como islotes de salvación. Ahora era distinto. Los refugios no sirvieron y tuvo lugar un tercer éxodo. Buscamos los cerros y la zona alta del barrio Suyapa, en la subida al hospital. Todos de nuevo cargando su ropita, su maíz, sus gallinas, la plancha de la cocina... El ambiente de terror, angustia y pánico crecía. Las aguas habían llegado ya hasta la segunda calle de la parte alta. Todas las casas que no habían sido anegadas se llenaban de amigos, parientes y refugiados. ¿Hasta dónde seguiría creciendo el gran lago que se estaba formando?


Alerta máxima: ¡a los cerros!

Cuando salí de mi casa me encontré en el punto de la línea del ferrocarril y me refugié bajo un zinc donde se hallaban unas 25 personas del segundo éxodo. Todos con angustia. Unos sin decisión de dónde ir, yo cerca ya de donde se hallaban los niños del Centro de Nutrición. Nos sentimos desesperados cuando hacia las once de la noche, en medio de la oscuridad y de la copiosa lluvia, se oyó un primer disparo. Le siguió otro y otro hasta cinco. Todo Urraco se estremeció. Era la señal del máximo peligro. A continuación, los parlantes de un carro dieron el aviso del comité de emergencia: "¡Atención! El río Ulúa se ha desbordado y ha roto por el norte y por el sur. ¡Todos a los cerros!". Urraco se iba convirtiendo en un pequeño islote cercado de agua.
Puse en marcha el carro-paila que tenía junto al refugio de los niños. Junto con la enfermera y la cocinera los llevamos al carro. Estaban dormidos. La lluvia era fuerte. No teníamos toldo y los embutimos en la cabina. Atrás echamos dos cunas y la cocina de gas. No cabían los catorce niños adelante y pensamos que no había otro remedio que hacer dos viajes. Me dio tiempo a hacerlos, cuando ya el frente de las aguas invadía la casa de donde saqué a los niños. El hospital, a donde los llevé se hallaba lleno de refugiados, no cabía un alfiler y todos estaban en grado extremo de pánico. Aquello era una colmena, un ir y venir agitado, gritos, llamadas a los niños, llantos, rostros lívidos. Era la colmena de la angustia.



La hora del hambre

De todas las seis calles paralelas de Urraco, sólo una quedó fuera del agua, junto a la línea del ferrocarril. Era el único pedazo de tierra libre de agua. Pronto, sentimos la angustia del hambre. No habían truchas (ventas) ni alimentos. Ni dinero para comprar. El dinero ya no servía. Las familias comenzaron a comerse sus gallinitas, los que las tenían. Otros mataron un chancho y vendieron la carne a bajo precio. La mayor parte del ganado ya se había perdido. Un hacendado perdió 120 cabezas de ganado. Las pocas reses que quedaron vivas en la "isla" de Urraco, nada tenían que comer. Ni siquiera hojas de los árboles. Los terneros desfallecían echando baba y caían al suelo. El espectro del hambre llegó entonces como otro huracán más terrible. A los dos días de estar así, vimos un helicóptero sobrevolando nuestra "isla", pero siguió su vuelo, no encontrando espacio libre para aterrizar. Por fin, dos días después descendió otro helicóptero. El comando militar tuvo que imponer orden ante los ánimos exaltados de los que acudían buscando una ración de comida. Para desconsuelo de todos sólo traían 150 bolsas de comida. Y éramos miles.



Urraco se hizo una isla

Completamente incomunicados por tierra, nos hallábamos en la "isla" en que había sido convertida Urraco, en medio de un inmenso lago. Para pisar tierra, tendríamos que cruzar más de 15 kilómetros de agua. Pronto se buscaron lanchas del pueblo. Todos las solicitaban, prestadas o alquiladas, a cualquier precio. Unos para llegar a los bordos altos, donde el ganado moría de hambre, y para reconocer sus pérdidas. Otros para acercarse a la casa donde habían vivido y ver si podían recuperar algo de lo que habían dejado guindado del techo. Otros buscaban desaparecidos. Dos días navegaron las lanchas hasta los tres puentes de la muerte, para buscar al que, por querer izar la bicicleta para salvarla de las aguas, se había ahogado. La corriente de las aguas arrastraba cadáveres, que aparecían entre las ramas y los árboles que llevaba la corriente. Otros trataban de saber con certeza si algún pariente había muerto en otra comunidad, como Estero de Indios, donde la corriente había arrasado con todo. Los sueños de espanto llegaron en la noche a la imaginación de muchos.
Como Robinson Crusoe en su isla teníamos que sobrevivir. Las truchas vacías. El maíz acabado. Sin arroz. Sin manteca. Y el cuerpo que no espera. ¿Qué hacer? La única salida era por agua. Por tierra imposible. Al día siguiente, varios helicópteros sobrevolaron, hasta que uno tomó tierra en la grama embarrada de un terreno cercano. La gente, enloquecida, pensó que llegaban alimentos. Pero sólo tuvimos 150 raciones para repartir entre 900 familias. La tensión y la angustia fueron creciendo. Un grupo, por su cuenta, trato de hacer el viaje a El Progreso por la línea del ferrocarril, pero tuvieron que regresarse frustrados. Para entonces, ya nadie obedecía al comité central. Empezaba la anarquía.



Navegantes improvisados

Finalmente se decidió salir por agua. Habría que navegar unos 15 kms hasta la comunidad La 28 y de allí salir 12 kms a la asfaltada y tomar el bus para El Progreso. En la lancha de don Adrián, de fondo plano y estable, abordamos doce hombres. Marinos jóvenes con ganas de aventuras y otros, más viejos, planificando el viaje. Salimos de Urraco y nos internamos por los bosques de palmera. Las aguas llegaban alto, hasta el cogollo de los frutos. A puro remo íbamos, ya que la vara que habíamos cortado no nos ayudaba en profundidades de hasta cuatro metros.

Las hojas de palma se interponían y había que apartarlas. Estaban llenas de una multitud de sobrevivientes: arañas, insectos de todo tipo, zompopos de fuertes mandíbulas que caían sobre nosotros en tropel y nos herían sin compasión y, sobre las aguas, culebras, víboras venenosas navegando rápidamente para subirse hacia los árboles. Entre ellas la barba amarilla, de veneno rápido y mortal. Era ella la que más nos preocupaba. Por la carretera rural donde tantas veces habíamos caminado en bicicleta, moto o carro, viajábamos ahora remando en lancha. Todo era agua y puntas de árboles convertidas en refugio de animalitos. Entre ellos, una gatita afianzada sobre la horquilla de unas ramas se quedó mirándonos con ojos de súplica.


Regreso angustioso

Nuestra primera expedición fue un éxito. Llegamos a El Progreso y después de tantos días de soledad en Urraco, nos parecía algo insólito lo que veíamos: las calles repletas de gente nerviosa comprando. Había víveres, arroz, harina, manteca. En la casa de doña Lola nos pusimos en comunicación con Estados Unidos. La hermana Laurinda, siempre solidaria, enviaba ayuda. Era nuestra tabla de salvación. En los centros de distribución de alimentos de El Progreso no pudimos conseguir nada. Todos tenían ya sus propios refugiados y la única vía de acceso a ellos eran también los helicópteros.

Invertimos el dinero que llevamos en la compra de 17 quintales de víveres. Nos prestaron un camión para llevar esa carga al "puerto" de La 28. Allí, subimos al "barco" trece pasajeros con una buena carga. Esta vez era un cayuco, de fondo curvo, que se balanceaba de un lado a otro. Nos costó mucho equilibrar carga y pasajeros. Los había gordos y flacos. Entre los pasajeros dos mujeres, doña Marta y una joven. Iniciamos el viaje de regreso con gran tensión nerviosa. Algunos habían repetido varias veces: "Los que no puedan nadar, mejor que se queden". Las dos mujeres y cuatro hombres confesaron que no sabían nadar. El cayuco se inclinaba continuamente a ambos lados. Por mi mente cruzaban pensamientos trágicos. Bien pueden morir -pensaba- cinco o seis y será una tragedia fatal... Avanzamos durante horas, con los vuelcos de la lancha y los del corazón. Y finalmente llegamos al bordo del desembarco en Urraco. En el viaje de regreso volvimos a ver a la gatita en el árbol. Llevaba ya cinco días allí, pero tal como viajábamos nada pudimos hacer por ella.



¡Todos a trabajar!

Todo Urraco nos esperaba. El helicóptero les había llevado ya otras 300 raciones, que se distribuyeron entre la gente de dos barrios. Todavía faltaban muchas familias que no habían recibido ni una bolsita de alimentos. La ilusión por recibir la bolsita era tan grande que en el reparto la aglomeración de la gente, los empujones, los gritos y los reclamos hacían perder la paciencia al comité. La presidenta renunciaba, otros se sentían frustrados y el nivel de crítica emotiva creaba un ambiente muy negativo.

Hubo entonces una nueva convocatoria. Se reforzó la directiva y se lograron calmar algo los ánimos. Poco a poco, la mayoría tomó conciencia de la situación y con los alimentos comprados en El Progreso se inició una nueva fase de trabajo. "¡Nada de llorar, todos a trabajar!" con este lema 45 hombres marcharon al día siguiente al puente de Río Abajo, que había sido arrollado por la corriente. Junto con el puente perdimos el tubo madre del agua potable y nos encontrábamos en una situación crítica. El agua contaminada que bebíamos provocaba diarreas, sobre todo en los niños. Las aguas del lago que formó la inundación recogían toda clase de basuras de los corrales de animales, de las viviendas, de las letrinas desbordadas. Animales muertos, personas ahogadas... El peor daño nos lo hicieron los microbios que causan la "mazamorra". Casi todos caminábamos cojeando. Esta enfermedad causa una inflamación en la planta de los pies y deja la piel en carne viva, con úlceras. Cada paso que das es doloroso. Afortunadamente, encontramos unos tubos de pomada y aplicando un poquito a cada uno, cada uno se alivió algo el dolor.



Al calor de los rayos del sol

Después del primer viaje fluvial siguieron otros. Logramos otras cuotas de alimentos y pudimos repartir algo a todos los barrios de Urraco. Más de 5 mil damnificados en Urraco. En el último viaje, vimos de nuevo a la gatita en las ramas del mismo árbol. La pobre, había batido un récord de hambre, vigilia y martirio. Esta vez, detuvimos la lancha y uno de los "marinos" trepó como un mono al árbol. La gata huyó a otra rama más débil. Nuestro compañero agitó la rama y, por fin, la gata cayó al agua. La recogimos y viajó con nosotros a El Progreso y luego a Urraco. Estaba completamente traumatizada. Recibía los rayos del sol y se quedaba quietecita junto a los niños. ¿Qué pensaría? Su trauma fue extraordinario, ella misma no lo entiende. Igual le pasa a todos los urraqueños, a los hondureños, a los centroamericanos. Pero, animales y seres humanos se crecen ante la adversidad. Y después de esta aventura inesperada e inolvidable, Urraco ha emprendido con mucho espíritu la tarea de su reconstrucción.

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