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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 325 | Abril 2009

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Internacional

Deportaciones En Estados Unidos: Voluntad de excluir, licencia para marginar

Deportar significa mucho más que ejercer el derecho de controlar fronteras. Deportar es la licencia que se otorga el poder mayoritario de una sociedad para discriminar, rechazar y denigrar a quienes son minorías. Estados Unidos tiene una larga historia que demuestra su inveterada vocación de excluir. Tiene impresentables antecedentes en su trayectoria como nación. ¿Será transformada algún día la voluntad de excluir en voluntad de acoger y compartir?

José Luis Rocha

Cuando llegaron los primeros colonos europeos a lo que ahora es Estados Unidos, Ellis Island no era más que un pequeño islote de apenas 3.3 acres (13,355 metros cuadrados) en la boca del río Hudson. A base de relleno de tierra -al principio procedente de las excavaciones de los túneles para el metro de Nueva York- la isla creció hasta alcanzar los 27.5 acres que hoy tiene, aproximadamente 111,289 metros cuadrados.

Ni siquiera después de su expansión, la isla supera el tamaño de las pequeñas finquitas de Carazo en Nicaragua, de San Vicente en El Salvador o de Copán en Honduras. Pero sus dimensiones históricas -y sobre todo sus dimensiones míticas- han hecho de Ellis Island un mojón en la trayectoria nacional y el símbolo más visible -y rentable- de una autoproclamada nación de inmigrantes.

Los indios mohegan que vivieron en Ellis Island la bautizaron Kioshk (Isla Gaviota). Para los holandeses fue la Isla de las Ostras y para los británicos volvió a ser la Gull Island, la Isla Gaviota, hasta que en 1770 la compró Samuel Ellis, quien le dio su nombre actual. Más pletórico de significado fue el nombre que le dieron, en decenas de lenguas, los migrantes que por ella pasaron cuando en 1892 fue convertida en el principal puerto de entrada a Estados Unidos: la isla de las lágrimas.

ELLIS ISLAND: “LA ISLA DE LAS LÁGRIMAS”,
MUSEO DE LA MIGRACIÓN

Ellis Island fue el umbral del sueño americano durante 32 años -hasta 1924-, durante los cuales recibió -o expulsó- a unos 12 millones de pasajeros, a razón de cinco a diez mil por día, inspeccionados allí legal y médicamente para saber si eran o no portadores de enfermedades o de ideologías altamente infecciosas. Con tiza, sobre los hombros de los sospechosos, los médicos escribían la inicial de su posible padecimiento. Muchos salieron sanos de sus países natales y adquirieron tracoma en el hacinamiento e insalubres condiciones del viaje en barco.

Los individuos marcados eran objeto de minuciosos exámenes. Los sanos eran sometidos a un interrogatorio de 29 preguntas no muy distintas de las que actualmente nos espetan los formularios y funcionarios migratorios, individuos tan rígidos, estereotipados y carentes de imaginación como los mismos formularios: “¿Cómo se llama? ¿De dónde viene? ¿Por qué viene a Estados Unidos? ¿Qué edad tiene? ¿Cuánto dinero tiene? Muéstremelo. ¿Quién pago su viaje? ¿Firmó un contrato en Europa para trabajar aquí? ¿Tiene amigos aquí? ¿Tiene familia aquí? ¿Alguien puede ser su garante? ¿Cuál es su oficio? ¿Es usted anarquista?...”

El poema Ellis Island, escrito por el francés de origen judío-polaco Georges Perec, expresa la desolación, la calidad de no-lugar de la isla, “donde funcionarios fatigados bautizaban americanos a granel”. Mientras funcionó, Ellis Island recibió al 70% de los emigrantes procedentes de Europa. Se convirtió en una fábrica de estadounidenses, dice Perec, “tan rápida y eficaz como una fiambrería de Chicago: en un extremo de la cadena ponemos a un irlandés, a un judío de Ucrania o a un italiano, y en el otro extremo -después de la inspección de los ojos y de los bolsillos, vacunación y desinfección- sale un Americano”.

Ellis Island era la puerta, la fábrica, el proceso para alcanzar la tierra prometida, “donde una vida nueva iba a poder comenzar / pero no era todavía América: / sólo una prolongación del barco, / un despojo de la vieja Europa / donde nada estaba aún adquirido, / donde aquellos que habían partido/ no habían llegado todavía, / o aquellos que habían dejado todo / todavía no habían obtenido nada”. Cuando el gobierno restringió la migración aplicando un sistema de cuotas, los barcos se lanzaban a la carrera para llegar antes de que la cantidad de europeos admisibles fuese colmada.

Ahora la isla es un enorme museo de la migración. La propaganda machaca que 100 millones de estadounidenses pueden rastrear antepasados entre los inmigrantes que ingresaron por Ellis Island. Inmigrantes de renombre dan lustre a la isla: el gangster Lucky Luciano, el novelista y divulgador Isaac Asimov y el cosmetólogo Max Factor pasaron por ahí. Muy quedito se habla de los 250 mil rechazados. Con sordina se menciona a los 3 mil que al ser rechazados se suicidaron en “la isla de las lágrimas”. Esta actitud ambi¬valente da idea de la fuerza del mito.

ELLIS ISLAND:
UN MITO, UN MODELO, UN FILTRO

Karen Armstrong, en A short history of myth sostiene que la mitología y la ciencia extienden el alcance de los seres humanos. Como la ciencia y la tecnología, la mitología no versa sobre huir de este mundo, sino que trata de cómo vivir más intensamente en él. El mito no es una historia contada por deleite de sí misma. Es una historia que muestra cómo debemos comportarnos. Ayuda a la gente a encontrar su lugar en el mundo y su verdadera orientación. Toda mitología habla de otro plano que existe a lo largo de nuestro mundo, y que en cierto sentido lo soporta. De acuerdo a una filosofía perenne, todo lo que ocurre en este mundo, todo lo que podemos escuchar y ver aquí abajo, tiene su contraparte en el reino divino, que es más rico, más fuerte y más duradero que el nuestro. Ellis Island es un mito secular: el orden superior es la historia y la constitución de esa gran nación, Estados Unidos, mitificada como la democracia perfecta y la superpotencia mundial.

Los mitos buscan difundir una posición respecto a la realidad y, por medio de ella, quieren moldear la conducta. Ellis Island propone un modelo a seguir: la selección rigurosa de quienes pueden ser admitidos. Es el mito que refuerza el ideal estadounidense de ser una nación que no quiere nada con los loosers porque es la nación de las best practices emprendidas por the best people. Los que ahí viven son descendientes de quienes salieron bien parados de un proceso de selección artificial que imita y acelera la selección natural. Sólo los más aptos física, intelectual y moralmente ingresaron.

Armstrong también arguye que “todos queremos saber de dónde venimos, porque debido a que nuestros más tempranos comienzos están perdidos en los confines de la prehistoria, hemos creado mitos sobre nuestros ancestros que no son históricos pero ayudan a explicar actitudes actuales sobre nuestro ambiente, vecinos y costumbres”. Un ejemplo paradigmático de este anhelo es Ellis Island. ¿Qué significó? Un filtro: una garantía de que entraron los mejores tras un rápido pero minucioso proceso de selección física y mental… que ahora los indocumentados están evadiendo. Ellis Island ayuda a explicar el por qué de la selección, de los rechazos y de los procesos de deportación.

UNOS ENTRAN POR LA PUERTA DEL MITO
Y OTROS POR LA PUERTA TRASERA

La Ellis Island construida por la propaganda no narra la vera historia. En realidad, como señala Perec en la introducción a su poema, “no todos los emigrantes estaban obligados a pasar por Ellis Island. Aquellos que disponían de suficiente dinero para viajar en primera o en segunda clase eran inspeccionados rápidamente a bordo por un médico y un oficial y desembarcaban sin problemas. El gobierno federal estimaba que esos emigrantes tendrían con qué satisfacer sus necesidades y no estarían a cargo del Estado. Los emigrantes que debían pasar por Ellis Island eran aquellos que viajaban en tercera clase: en los entrepuentes, en la bodega, debajo de la línea de flotación, en los grandes dormitorios no sólo sin ventanas sino prácticamente sin ventilación ni luz, donde dos mil pasajeros se amontonaban sobre literas superpuestas”.

Este mito en construcción de Ellis Island tiene un sitio web (www.ellisisland.org), donde están colgadas las historias más inocuas para el ideal de Estados Unidos como “nación de inmigrantes”. Hay historias de noruegos, ingleses, escoceses, suecos, italianos, rusos, alemanes, yugoslavos, lituanos, húngaros, finlandeses, irlandeses, polacos, daneses, pakistaníes, coreanos, franceses, checos, españoles, turcos, dominicanos, cubanos, mexicanos, belgas, griegos… Sólo hay dos historias de centroamericanas: las salvadoreñas Yemine González y Evelyn Beltrán. Yemine describe de manera muy escueta el arribo de su madre: “Mi mamá tuvo que venir a Estados Unidos para ayudar a su familia tras 12 años de guerra. Mi mamá vino de El Salvador”.

Evelyn escribió sobre la llegada en 1981 de su padre y su madre: “Mis padres vinieron de El Salvador en un avión directamente a California. Entonces se trasladaron a Nueva Jersey y se situaron ahí. Más tarde también trajeron a sus hijos a Estados Unidos para darles una mejor vida. Todos sus hijos fueron a la universidad y obtuvieron un título”.

La historia de Evelyn no es en modo alguno representativa de lo que ha ocurrido con la mayoría de salvadoreños, que ingresaron mojados, por tierra, sin documentos y terminaron empacando pollos, cosechando fresas o sirviendo hamburguesas. La selección de las historias es quizás una autoselección, pero no por ello es menos funcional al mito: los inmigrantes que entraron mojados y terminaron empacando pollos saben que ése no es el sitio donde contar su historia, y dejan la cancha libre a los que llegan por avión y van a la universidad.

Los que entran a la “nación de inmigrantes” por la puerta trasera, por las ventanas, las rendijas y el ático siguen siendo muy numerosos. En 2008 el Department of Homeland Security registró 11.6 millones de inmigrantes no autorizados residiendo en Estados Unidos. Entre 2000 y 2008 la población inmigrante no autorizada aumentó en un 37%. Evadieron la selección y el país les pasa la cuenta negándoles derechos. ¿O no es así?

El sitio web de Ellis Island tiene una serie de tests para que los usuarios puedan calibrar si tienen los conocimientos que requiere la residencia legal en Estados Unidos. Un test pregunta “¿A quienes garantiza derechos la Constitución (1787) y la Declaración de Derechos?” La respuesta correcta es “a los ciudadanos y a los no ciudadanos”. Es revelador el hecho de que apenas el 24% de los aplicantes respondan correctamente. La mayoría responde “a los ciudadanos”. ¿La experiencia guía su respuesta? El test no desglosa esos “no ciudadanos” en sus múltiples segmentaciones: residentes y no residentes, adinerados y pobres, documentados e indocumentados, europeos y latinoamericanos, blancos y trigueños, angloparlantes e hispanoparlantes, entre otras categorías, que a su vez pueden ser bifurcadas, trifurcadas… ad infinitum.

ESTADOS UNIDOS: ¿NACIÓN DE INMIGRANTES
O NACIÓN DEPORTADORA?

La historia de los Estados Unidos ha recibido los bandazos de olas migratorias cuya diversidad étnica, confesional y económica siempre generó tensiones que pusieron a prueba el ideal de nación plasmado en la Declaración de Independencia: Todos los hombres fueron creados iguales y fueron dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

Una versión importante de la historia de los Estados Unidos es la historia de cómo esos derechos han sido conculcados redefiniendo quién es y quién no es ciudadano, y adjudicando o negando derechos de acuerdo a distintos niveles de ciudadanía. El rechazo y la deportación de ciertos individuos o grupos han sido las medidas extremas del secuestro de los derechos inalienables porque al rechazar o deportar se ha enviado a una muerte segura a personas perseguidas en sus países -si es que no murieron en el intento de entrar debido a los peligros radicados en los controles migratorios-, se les ha privado de la libertad de elegir dónde quieren vivir y se ha truncado una búsqueda de la felicidad que identificó ésta con el sueño americano.

La deportación es el total despojo de esos y otros derechos. Hay raíces doctrinales e históricas de la potestad del poder estatal estadounidense para definir como no deseables, capturar y expulsar a ciertas personas o categorías de individuos. Muestran que, bajo la presunta nación de inmigrantes, existe una nación deportadora. Tan antigua es una como la otra.

La deportación ha sido la sempiterna compañía de la nación de inmigrantes. Así lo afirma Daniel Kanstroom -Director del Programa de Derechos Humanos Internacionales de la Escuela de Leyes del Boston College- en su libro Deportation Nation, escrito para demoler el mito de Estados Unidos como la nación de inmigrantes. Kanstroom sostiene que la política de deportación actual está doctrinalmente basada en los conceptos de soberanía acuñados en el siglo XIX y es el legado vivo de episodios históricos marcados por las ideas sobre raza, imperialismo y poder gubernamental. La deportación implica mucho más que el control fronterizo y es también el punto sobre el cual se apoya el poder mayoritario para emprenderla contra los segmentos marginados de la sociedad.

RAÍCES: CONTROL POBLACIONAL,
DE POBRES, DE DISIDENTES, DE CRIMINALES

¿De dónde arranca esta voluntad de expulsar? ¿De qué manantial vitriólico se nutre? Las raíces doctrinales del actual sistema de deportación pueden ser rastreadas en los diversos mecanismos, políticas y argumentos de la exclusión, confiscación y deportación aplicados a diversos grupos étnicos en Estados Unidos. Las deportaciones -en la forma de controles, remociones y desplazamientos- arrancan con la expulsión de los indígenas amerindios o incluso antes, en las políticas británicas. Arrancan con distinciones que repartían derechos con desigual generosidad. En la Colonia, únicamente los ingleses eran ciudadanos con pleno derecho. El estatus de los inmigrantes no ingleses era complicado. Para ellos se creó el concepto legal de denizens, un estado intermedio entre un extranjero y un nativo. Toma rasgos de uno y otro. Ellos eran la más probable “carne de deportación”.

Las primeras ideas de deportación en América se basaron en los antecedentes británicos de desplazamientos forzosos para enfrentar la sobrepoblación, movimientos forzosos de pobres y trabajadores, control de disidentes políticos y castigo de criminales. Sir Walter Raleigh escribió sobre la necesidad de descargar a Inglaterra y pasar el peso de los pobres a otros. Siguiendo esa política, 200 niños pobres fueron removidos de las calles de Londres en 1618 y trasladados a las colonias como aprendices.

En el Nuevo Mundo es donde encontramos una aplicación más cruda de la voluntad de ejercer ese control poblacional y de selección que están en la base de la noción de deportación. En 1637, la Corte General de Massachussetts ordenó que ninguna persona o pueblo debiera recibir a extraños que intentaran residir en su jurisdicción sin haber obtenido antes un permiso oficial. En los primeros pueblos de Nueva Inglaterra ningún extranjero era aceptado como habitante sin el voto del pueblo, cuyo consentimiento era imprescindible para vender o alquilar tierras y proporcionar casa a extranjeros. New Plymouth en 1658, Massachussetts y Rhode Island en 1700, New Hampshire en 1718, New York en 1721 y New Jersey en 1730 emitieron ordenanzas para contener el ingreso de diversos tipos de “indeseables” que pudieran ser una carga para las colonias. New Jersey bloqueó la entrada a los viejos, infantes, mutilados, lunáticos y vagabundos. Estas normativas sentaron las bases del control y la exclusión más allá de las fronteras.

ACEPTABLES: SEGÚN RELIGIÓN,
RIQUEZA, SALUD Y MORALIDAD

Aún entonces no se aplicaron las deportaciones como mecanismo rutinario de “limpieza social”. La insaciable necesidad de mano de obra, la abundancia de tierras, el elevado costo de atravesar el Atlántico y el temor a las revueltas de esclavos y los ataques de los indios contuvo la posibilidad de organizar deportaciones de colonos europeos. Sin embargo hubo casos y leyes de deportación que gradualmente fueron sentando las bases de la legitimidad y aceptación social de la exclusión y la repatriación forzosa. Algunas tuvieron como motivo el credo político y religioso. En 1643 una ley en Virginia ordenó la deportación de los sacerdotes católicos cinco días después de su arribo. En 1717, el Consejo de Pennsylvania, preocupado por el grueso flujo de inmigrantes alemanes “ajenos a nuestro lenguaje y constituciones”, ordenó que los inmigrantes ofrecieran juramentos de lealtad a su arribo. En 1743, en Connecticut fue aprobada una ley “dedicada” a los inmigrantes moravos: la ley para proveer alivio contra los designios peligrosos y malignos de los extranjeros y personas sospechosas. Esos delitos se penalizaban con la deportación.

El conjunto de estas leyes sumaron el abanico de rasgos de la aceptabilidad: religión, riqueza, salud y moralidad. A veces bastaba un rasgo para ser objeto de deportación, aunque otro rasgo hiciera aceptable a la persona o grupo. Por ejemplo, a fines del siglo XVII, en la ponderación de los hugonotes pesó más su condición de franceses que su protestantismo. Se les envió de regreso.

LOS “EXTRANJEROS ENEMIGOS”

En 1787, Benjamín Franklin, en el contexto del bloqueo comercial de Inglaterra, lanzó una propuesta de deportaciones graduales: “Todos podemos recordar el tiempo en que nuestra madre patria, como muestra de su maternal ternura, vació sus cárceles en nuestras habitaciones ‘para el mejor poblamiento’, según expresó, ‘de las colonias’. Ninguna devolución ha sido hecha hasta ahora por tan valiosa encomienda. Los delincuentes que plantó entre nosotros han producido tan despampanante incremento que ahora estamos en condiciones de ampliar la remesa en la misma mercancía. Y ya que nuestros buques están ociosos debido a sus restricciones a nuestro comercio, ¿por qué no emplearlos transportando delincuentes a Inglaterra?”

Franklin propuso seriamente un sistema de deportación que obligaría a cada barco mercantil inglés a llevarse al menos un delincuente por cada 50 toneladas de su carga. Sin embargo, ninguna política nacional de deportación fue aplicada sino hasta once años más tarde: la ley contra la sedición y los enemigos extranjeros de 1798, que tuvo como blanco a los extranjeros franceses y estableció que “todos los nativos, ciudadanos, residentes o súbditos de una nación hostil quedaban expuestos a ser aprehendidos, restringidos, asegurados y removidos como extranjeros enemigos”. Esta ley sigue formando parte del cuerpo legal estadounidense.

Los senadores Federalistas no se conformaron con esta ley timorata. Algunos llegaron a pedir poder ilimitado y discrecional para que el Presidente pudiera deportar a cualquier extranjero por cualquier razón. Su opinión prevaleció y dio lugar a la ley concerniente a los extranjeros, mejor conocida como “Ley de los extranjeros amigos”, que otorgó al Presidente la potestad de deportar a cualquier extranjero a quien juzgara demasiado peligroso para la paz y seguridad de los Estados Unidos. A la postre, esa ley dotó al Presidente de la facultad de expulsar del país a aquellos de quienes se tuviera sospecha sobre bases razonables de que estaban involucrados en secretas maquinaciones contra el gobierno.

Esta ley también dejó sus remanentes: la conculcación de derechos a los extranjeros -se les privó de juicio con jurado-, la creación de un sistema centralizado de registro de todos los extranjeros, la imposibilidad de permanecer en el país sin obtener un permiso especial y la aplicación de cargos criminales a todos aquellos que regresaran una vez que fueron deportados. Muchos Federalistas no negaron la aspereza de la ley. Simplemente sostuvieron que los extranjeros no eran parte del “Nosotros, el pueblo” (We the people) y por eso carecían de garantías constitucionales para permanecer.

LA “REMOCIÓN” Y LA ELIMINACIÓN DE INDIOS

El historiador estadounidense Howard Zinn observó que “si las mujeres, entre todos los grupos subordinados de una sociedad dominada por los blancos ricos, eran las que más cerca estaban de casa (de hecho, estaban en la misma casa) -las más ’interiores’- los indios serían los más extraños, los más ‘exteriores’”. A estos exteriores se les envió cada vez más al exterior -hacia el oeste, a la tierra aún no colonizada- y se les terminó confinando en reservas, cuando ya no quedó nada por colonizar. El desprecio a los indios quedó plasmado en la Declaración de Independencia: “(El Rey) ha provocado insurrecciones domésticas entre nosotros, y ha pretendido echarnos encima los habitantes de nuestras fronteras, los indios salvajes inmisericordes, cuyo dominio del arte de la guerra consiste en la destrucción indiscriminada de toda persona, no importando su edad, sexo o condición”.

Esa visión y propaganda despectiva y difamatoria empezó antes de la independencia. La ausencia de matrimonios mixtos tras un siglo de colonización refleja la actitud de los conquistadores británicos hacia las etnias y culturas sometidas. Este escaso acercamiento erótico fue complementado con un acercamiento hostil. Zinn nos recuerda que veinte años antes de la independencia, una proclamación del parlamento de Massachussetts del 3 de noviembre de 1755, ofreció una recompensa de 40 libras por cada cabellera de indio macho y 20 por cada cabellera de mujer india o indio menor de 12 años. El año siguiente el Consejo y el subgobernador Robert H. Morris de Pennsylvania declararon abiertamente la guerra y ofrecieron 130 dólares por el cuero cabelludo de cada varón indio de más de 12 años y 50 por el de mujer.

Del desprecio y la codicia nació la deportación. La llamada “mudanza” de los indios -tómese nota de que en inglés removal quiere decir tanto mudanza como eliminación- despejó el territorio entre los montes Apalaches y el Mississippi para usufructo de los blancos. Se despejó para sembrar algodón en el sur y grano en el norte, y para expandir el dominio blanco anglosajón de costa a costa.

La mayoría de los indios lucharon del lado de los británicos en la guerra de independencia. Sabían lo que se avecinaba. Jefferson llegó a la presidencia en 1800 y en seguida promovió la remoción de los indios creeks y cherokees de Georgia, cosa muy conveniente porque en ese estado no tardaría en encontrarse oro. Cuando la compra de Luisiana a los franceses duplicó el tamaño de los Estados Unidos, Jefferson propuso al Congreso que se animara a los indios a establecerse en territorios más reducidos y a dedicarse a la agricultura. Jefferson decía promover la agricultura, la industria y la civilización. Actuaba como una pieza en la expansión del capitalismo y allanaba el terreno a gusto y deleite de los terratenientes. Las tierras de los indios “removidos” fueron adquiridas por ricos especuladores, entre los que se incluía George Washington.

PRESIDENTE JACKSON: EXTERMINADOR DE INDIOS
Y HOY MAL LLAMADO DEMÓCRATA

Según Zinn, “John Donelson, un cartógrafo de Carolina del Norte, se hizo con 20 mil acres de tierra cerca de donde hoy se encuentra Chattanooga. Su yerno hizo veintidós viajes desde Nashville en el año 1795 para comprar tierras. Se llamaba Andrew Jackson. Jackson era un especulador inmobiliario, comerciante, negrero y el más agresivo enemigo de los indios de la primitiva historia americana”.

Jackson se convirtió en héroe nacional cuando en la batalla de Horseshoe Bend masacró a 800 creeks y despojó a la nación creek de la mitad de su territorio. Posteriormente Jackson jugó un papel clave en los tratados entre indios y blancos del sur que entre 1814 y 1824 a base de sobornos y engaños permitieron que los blancos se apoderaran de las tres cuartas partes de Alabama y Florida, la tercera parte de Tennessee, la quinta parte de Georgia y Mississippi, y grandes porciones de Kentucky y Carolina del Norte. El reino del algodón y las fincas negreras fueron instaladas en los territorios expoliados a los indios.

En 1818 Jackson promovió la guerra contra los seminoles, que culminó con la adquisición de Florida y con la entronización de Jackson como gobernador del nuevo estado. Zinn lamenta que en los textos escolares de historia estadounidense Jackson aparezca caracterizado como soldado fronterizo, demócrata y hombre del pueblo, y que jamás se hable del Jackson negrero, especulador inmobiliario, ejecutor de soldados disidentes y exterminador de indios. Una vez elegido como Presidente en 1828, Jackson pudo desplegar su geofagia y su frenesí “removedor” de indios a gran escala. En 1830 la ley de remoción de indios fue firmada por el Presidente Andrew Jackson, convencido de que separar a los indios permitiría que éstos buscaran la felicidad por su propia vía y siguiendo sus propias rudas instituciones.

Su cinismo no tuvo pudor cuando declaró a los indios: “Decid a los jefes y a los guerreros que soy su amigo, pero deben confiar en mí y marchar de los límites de los estados de Mississippi y Alabama y establecerse en las tierras que les ofrezco allí, más allá de los límites de ningún estado (o sea, fuera de Estados Unidos), en posesión de tierra suya, que poseerán mientras crezca la hierba y corra el agua. Seré su amigo y su padre y les protegeré”. En 1840, más de 70 mil indios fueron forzados a pasar al oeste del Mississippi. Esta marcha forzada es conocida como “la caminata de las lágrimas”. Había 645 carros y gente marchando a su lado. Muchos murieron hambrientos, enfermos y exhaustos. Durante su confinamiento en una empalizada y en el éxodo murieron cuatro mil cherokees. El norte no fue más benigno. Ser de¬portados en su propia tierra significó que en 1972 solamente quedaban en manos indias 78 mil acres de los 18 millones que los iroqueses poseyeron en el Estado de Nueva York.

En 1835 Tocqueville anticipó su apoyo doctrinal a esta política: “La Providencia, que los situó (a los indios) en medio de las riquezas del Nuevo Mundo, parece no haberles concedido más que un corto usufructo; ellos estaban allí, en cierto modo, como esperando”. Antes de la llegada del hombre blanco, el inagotable valle del Mississippi y el continente entero le parecieron a Tocqueville “la cuna, vacía aún, de una gran nación”. Más de un siglo después, el escritor francés André Maurois remachó la misma tesis: “¿Por qué esos europeos desventurados veían en los Estados Unidos una Tierra Prometida? En parte porque esta tierra no pertenecía a nadie”. El expolio ejercido por los recién llegados se justifica por su predestinación y la carencia de derechos de los “salvajes” nativos.

LOS NUEVOS AMENAZANTES AFROAMERICANOS:
EL ESTATUTO DE 1803

Los indios no habían sido enteramente controlados cuando esos “otros amenazantes” que eran los afrodescendientes empezaron a despertar inquietud y medidas de control. Como reacción a la entrada masiva de afroamericanos procedentes de Guadalupe, se aprobó el estatuto de 1803, primera legislación federal inmigratoria posterior a la Ley de extranjeros y sedición, orientada a bloquear el ingreso de negros y mulatos extranjeros o de cualquier otra “persona de color, que no sea un nativo, un ciudadano o un marinero registrado en los Estados Unidos” en estados que habían aprobado leyes prohibiendo la entrada de afrodescendientes.

En Carolina del Norte se conminó a todos los afroame¬ri¬canos libres de las ciudades a registrarse y portar una escarapela en el hombro con la palabra libre. La semejanza entre este tratamiento y el que los nazis dieron a los judíos no es casual. En ambos casos se trataba de un mecanismo de control de las máculas nacionales que podían tornarse peligrosas. En ambos casos se redujo o se mantuvo a un sector de la población a la condición de ciudadanos de segunda clase con una dosis de obligaciones y derechos distinta de los ciudadanos plenos. En ambos casos se trataba de un temor a “los pequeños números”.

LA LEY DEL ESCLAVO FUGITIVO DE 1850:
LOS TIEMPOS DEL TÍO TOM

Esta tónica continuó con una consistencia y penetración inamovibles. En 1850 fue aprobada la “Ley federal del esclavo fugitivo” para forzar el desplazamiento de personas sobre la base de su estatus legal y su raza. Encontramos en ella raíces de las concepciones que subyacen a la legislación migratoria actual. La ley confería poder para remover a los esclavos fugitivos del servicio y labor que estuvieran ejerciendo en “estados libres” para reubicarlos en el estado o territorio del cual habían escapado. Ahora se devuelve a colombianos, ecuatorianos, mexicanos y centroamericanos a los territorios de donde escaparon para evitar una muerte violenta o salarios miserables.

Los alguaciles que no tomaban todas las medidas necesarias para actuar diligentemente en la severa aplicación de esta ley eran penalizados con una multa de mil dólares. Si el esclavo conseguía escapar estando bajo la custodia de un alguacil, éste podía ser procesado, en beneficio del demandante, hasta por el total del valor que el servicio o labor del esclavo tuviera en el territorio de donde escapó. Cualquier persona que proporcionara ayuda o refugio a un esclavo fugitivo era castigada con seis meses de prisión y mil dólares de multa.

Bastaba el testimonio de alguien que asegurara ser el propietario de un afroamericano para que éste tuviera que ser forzosamente aprehendido por un alguacil. El presunto esclavo no tenía derecho a juicio ni a testificar en su propia representación. Puesto que cualquier afroamericano bajo sospecha de ser esclavo carecía de derechos y no era aceptado como testigo en un juicio, quedaban anuladas muchas posibles defensas y se multiplicó la cantidad de afroame¬ricanos libres que fueron conscriptos en la esclavitud por carecer de derechos en un tribunal y no poder defenderse a sí mismos contra las acusaciones. La ley se aplicaba a seres humanos estimados como propiedad de estados donde poseer personas era un derecho legitimado y reconocía las mínimas garantías constitucionales a los indiciados porque se aplicaba a individuos considerados como carentes de derechos ciudadanos. Hoy, a los inmigrantes indocumentados frecuentemente no se les reconocen ni siquiera los derechos mínimos.

Ayer como hoy, hubo reacciones contra esta ley y sus inhumanas aplicaciones. La literatura hizo su aporte. La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe está ambientada en el contexto de la ley de esclavos fugitivos y se le atribuye haber contribuido a la abolición de la esclavitud. Las iglesias cristianas también la fustigaron. El reverendo Luther Lee, pastor de la Iglesia Metodista Wesleyana en Siracusa, Nueva York, escribió en 1855 sobre esa ley: “Nunca la obedeceré. He asistido a treinta esclavos en su huida hacia Canadá el mes pasado. Si las autoridades quieren algo de mí, mi residencia está en el número 39 de la calle Onondaga. Admitiré los cargos y podrán aprehenderme y encerrarme en la penitenciaría que está sobre la colina; pero si cometen semejante tontería, tengo suficientes amigos en el condado de Onondaga para arrasarla antes del amanecer”.

LAS BASES
DE LAS ACTUALES LEYES DE DEPORTACIÓN

“La ley del esclavo fugitivo” no fue la primera en su género. Sentó las bases de las futuras leyes de deportación porque logró que el sistema legal estadounidense aceptara, por primera vez en su historia, y en larga escala, un sistema federal relativamente eficiente para la reubicación forzosa de personas sobre la base de pruebas más bien nimias, con mínima o nula supervisión judicial y con apenas la más elemental protección judicial.

Los periódicos conservadores de la época se animaron a proponer que se limpiara el país de la presencia de afroamericanos. También muchos senadores y periodistas han perdido hoy el pudor y no vacilan en respaldar abiertamente las deportaciones. Los inmigrantes, como nuevos esclavos fugitivos, son confinados al territorio donde nacieron. Son forzados a retornar a lugares donde no hay empleo, seguro social y donde quizás son perseguidos. Los esclavos capturados, aunque tuvieran familias, trabajos y diversos tipos de raíces en las nuevas comunidades donde se insertaron, enfrentaron una remoción forzosa hacia lugares donde recibían el tratamiento más inhumano. Los inmigrantes padecen la desintegración de sus familias debido a las deportaciones. Cuando reclaman que tienen familias, empleos y vínculos socioculturales en los países de destino son desoídos por las autoridades.

La legislación sobre los esclavos fugitivos afectó a todos los afrodescendientes, libres o esclavos. Incluso esclavos libres temían ser secuestrados y vendidos como presuntos esclavos fugitivos. Entre 4 y 5 mil afroamericanos huyeron de Estados Unidos pocos meses después de aprobada la ley de 1850. Durante la guerra civil, la situación se agravó incluso al interior de los estados libres de esclavitud, donde la afluencia de afroamericanos alarmó a ciertos sectores.

Un editorial del National Intelligencer llegó al extremo de afirmar que “el africano es un hermano, pero Carolina del Sur, no Massachussets, fue designado como el guardián de ese hermano”. Otros abogaron por reexportarlos. Fue muy difundida la convicción de que los esclavistas sureños se opondrían menos a la abolición de la esclavitud ante la perspectiva de que los afroamericanos serían trasladados a otras regiones porque su gran temor se refería a cómo gobernar afroamericanos libres.

ABRAHAM LINCOLN:
ENVIAR LOS NEGROS A CENTROAMÉRICA

En el siglo XVIII circularon muchos planes de remoción: confinarlos a unas zonas en Estados Unidos, sacarlos del país, aplicarles leyes tan duras que ellos mismos quisieran salir voluntariamente del país… En 1816 fue establecida la American Colonization Society (ACS) para promover, con fondos de los gobiernos estatales, la deportación de afroamericanos hacia África. Miembros prominentes de la ACS fueron Thomas Jefferson, James Madison, Andrew Jackson y Abraham Lincoln.

La ley contra el comercio de esclavos de 1819 proporcionó 100 mil dólares para trasladar afroamericanos a África. El Presidente James Monroe, temiendo que los afroamericanos retornados fueran nuevamente esclavizados por los traficantes de esclavos, adquirió en la costa oeste africana la parcela de tierra que en 1848 se convertiría en Liberia. Haití también figuró como destino. Lincoln propuso Centroamérica y envió un emisario a explorar las condiciones en Chiriquí, Panamá.

Maryland llegó al extremo de crear el “Equipo de gestores para la remoción de la gente de color” (Board of Managers for the Removal of Colored People), una agencia de deportación estatal. Otros estados lo imitaron. Virginia dedicó 30 mil dólares anuales a la deportación, una suma que en buena medida fue amasada aplicando impuestos a los afroamericanos libres. El dictamen Dred Scout de 1857, confirmando la carencia de ciudadanía de los afroamericanos reforzó la ola de deportaciones. En 1860 el estado de Arkansas conminó a todos los afroamericanos libres a abandonar el estado o a ser vendidos como esclavos.

El argumento más revelador fue expuesto en 1862 por el reverendo James Mitchell en una carta a Lincoln: los negros deben ser deportados porque “el sistema republicano fue establecido para gente homogénea”. Y añadió que si los negros continuaban viviendo con los blancos, constituirían una amenaza a la vida nacional: la vida familiar también colapsaría y el incremento de bastardos de castas mezcladas podría impugnar algún día la supremacía del hombre blanco. Lo más dramático del caso fue que Lincoln, tan pronto como terminó de leer este comunicado, colocó a Mitchell en el recién creado puesto de Comisionado de Emigración.

Al ser visitado por un grupo de afroamericanos libres en 1862, Lincoln insistió en que ellos y él pertenecían a razas distintas, cuya separación era de beneficio mutuo. Concediendo que muchos deportados a Liberia habían muerto, Lincoln propuso Centroamérica como vertedero de esos desechos humanos: la similitud con el clima de su tierra nativa se acoplaba más a sus condiciones físicas.

PÁNICO CENTROAMERICANO
A UN “ESPANTOSO DILUVIO DE EMIGRACIÓN NEGRA”

Mitchell se puso manos a la obra y envió un memorandum a los pastores afroamericanos para que usaran su influencia para estimular la emigración. “Esta es una nación de trabajadores blancos iguales -afirmó Mitchell-, y puesto que ustedes no pueden ser aceptados en tales términos, aquí no hay sitio para ustedes. Ustedes no pueden ir al norte o al oeste sin levantar crecientes sentimientos de hostilidad. El sur de los Estados Unidos debe tener una población homogénea, y cualquier intento de conceder a los libertos un estatus igualitario en el sur traerá el desastre para ambas razas”. Al parecer, Lincoln y Mitchell estaban convencidos de que en Centroamérica los afroamericanos vivirían entre iguales y no despertarían hostilidad.

Pero los gobernantes del istmo no eran del mismo parecer. Los cónsules de Nicaragua y Honduras reportaron un pánico nacional ante la inminencia de un “espantoso diluvio de emigración negra”. El proyecto fue abortado finalmente porque algunos senadores, probablemente respaldados por poderosos grupos económicos, aseguraron que los afroamericanos eran piezas importantes de la economía nacional y su ausencia tendría graves consecuencias sobre la prosperidad del país. Por otro lado, los gobiernos de Nicaragua, Honduras y Costa Rica -que por esa época estaban rediseñando sus políticas migratorias para atraer europeos- emitieron una protesta oficial. No faltaba más: a los gringos se les podían tolerar invasiones, afirmaciones desdeñosas y muchas otras vejaciones, pero de ninguna manera se les aguantaría que nos negrearan para blanquearse. Y menos aún que nos consideraran una población con la que los negros podían sentir homogeneidad.

Un año después Lincoln empezó a diseñar un plan para enviar al estado de Texas a toda la “raza de color” de los estados esclavistas. Luego pensó en Florida y finalmente propuso enviar 5 mil afrodescendientes a Ile ä Vache, una isla en Haití donde finalmente fueron enviados 450 deportados, 100 de los cuales no tardaron en perecer, enfermos y famélicos. Los sobrevivientes retornaron a Estados Unidos y el aparatoso fracaso de esta aventura dio al traste con las estrategias de deportación de Lincoln.

LOS CHINOS, “ENEMIGOS INDISPENSABLES”:
LA RUTA DE UNA CRECIENTE HOSTILIDAD

Estos planes y políticas sólo fueron los cimientos ideológicos y operativos de una política federal de deportaciones, un adefesio jurídico articulado una vez que se dieron tres pasos: la federalización del control migratorio, la legitimación de las leyes federales de deportación y, finalmente, la extensión de las leyes de control fronterizo hacia una legislación de control social mediante deportaciones aplicadas a quienes ya habían ingresado. La analogía entre el control de las fronteras y el control post-ingreso es una pieza clave en el armatoste de las deportaciones.

Durante las décadas de los 60 y 70 del siglo XIX se incentivó la inmigración. La guerra civil y la emancipación crearon una creciente demanda laboral. El gran capital también necesitaba esquiroles y abundancia de mano de obra para neutralizar a los sindicatos. Los chinos empezaron a llegar a California poco antes: durante la fiebre del oro. Entre 1849 y 1852 aumentaron de 325 a más de 20 mil. Mark Twain calculó que poco más de una década más tarde había quizás hasta 100 mil chinos en la costa del Pacífico. Otras fuentes calculan un incremento de 7 mil 500 a 105 mil entre 1850 y 1880. El 25% de la fuerza laboral de California en 1870 procedía de China, según un informe titulado “Enemigo indispensable”. Al principio fueron bienvenidos. Pero su acelerado incremento suscitó hostilidad.

Twain denunció la venta de esclavas chinas de entre 14 y 20 años a 150-400 dólares. Las muchachas eran raptadas y vendidas en los prostíbulos de San Francisco, mientras los legisladores aprobaban leyes contra la prostitución, atribuyendo a las mujeres chinas una propensión a ese oficio. El representante Higby anunció con gran empaque que, entre las mujeres chinas, “la virtud es una excepción a la regla general” y que los chinos vendían a sus mujeres como ganado: “Ése es su carácter. No puedes hacer ciudadanos de ellos”. En 1874, la ley migratoria californiana impuso un bono de 500 dólares a cierto tipo de indeseables, incluyendo a mujeres lascivas y corruptas. Esta campaña tuvo éxito: de los 39 mil 579 chinos que llegaron a Estados Unidos entre 1876 y 1882, solamente 136 eran mujeres. Debido a la casi inexistencia de matrimonios inter-raciales, esta política funcionó como un control poblacional racial. Pero eso no fue suficiente para los grupos anti-chinos. Presionaron hasta conseguir que la Convención Constitucional de California de 1878 prohibiera que los chinos, idiotas, locos y personas acusadas de crímenes infames jamás participaran como electores en comicio alguno. La Convención también prohibió el empleo público para los chinos y mongoles, excepto si se trataba de la penalización de algún delito.

Los chinos se convirtieron en enemigos indispensables que permitieron a los inmigrantes irlandeses desprenderse de la hostilidad xenófoba y reorientarla hacia un grupo “no blanco”. Cualidades raciales previamente atribuidas a los negros pronto se convirtieron en características de los chinos. De ahí la defensa de Twain, que destaca el talante industrioso de los chinos: cultivan sorprendentes vegetales en pilas de arena; no desperdician nada: lo que es basura para un cristiano, un chino lo preserva y de alguna manera le encuentra utilidad; junta muchas latas de sardinas y ostras que otros desechan para armar un artefacto de hojalata que luego venden; junta viejos huesos y los transforma en abono. Twain destaca que todos los chinos sabían leer y escribir con gran facilidad, cosa que no se podía decir de la mayoría de los votantes. La mayoría trabajaba ganándose la vida lavando ropa a razón de 2.50 dólares la docena de piezas.

¿LA “TIERRA DE LOS LIBRES”?
DEPENDE DE QUIÉN TESTIFIQUE...

Los chinos fueron objeto de impuestos discriminatorios y se les restringió su posesión de negocios, elección de escuelas y su derecho a testificar en la corte. Podían ser acusados por blancos en cualquier tribunal. Pero ningún chino podía testificar contra un blanco en tribunal alguno. Twain extrajo una conclusión: “La nuestra es ‘la tierra de los libres’. Nadie lo niega, nadie lo impugna. Quizás porque no permitimos que otra gente testifique”.

El Presidente de la Corte Suprema de Justicia, Hugh Murria, absolvió al asesino de un hombre chino al desestimar el testimonio de otros chinos. Murray basó su veredicto en el hecho de que la china es una raza “cuya mendacidad es proverbial, a la que la naturaleza marcó como inferior y que es incapaz de progreso o desarrollo más allá de cierto punto”. El oeste estaba plagado de estas actitudes. El juez Hasting, ciudadano de San Francisco, sostuvo que “los chinos son casi otra especie del género homo”: varían tanto respecto de la raza aria o europea que los vástagos de un chino con un americano serían infértiles, imperfectamente fértiles, si no mulas.

Con la firma del tratado Burlingame en 1868 pareció que soplarían otros vientos. Ese convenio, suscrito por los gobiernos de China y Estados Unidos, reformó el tratado de Tientsin y estableció relaciones amistosas formales entre los dos países. Estados Unidos le concedió a China un trato preferencial y le dio el derecho a instalar, en puertos estadounidenses, consulados que gozarían de los mismos privilegios e inmunidades que los de Gran Bretaña y Rusia. También estimuló la migración de chinos hacia Estados Unidos y concedió libertad de culto y conciencia para los ciudadanos chinos en Estados Unidos y para los estadounidenses en China. Los dos países concedieron privilegios de naturalización a los ciudadanos del otro país.

MARK TWAIN: “HE VISTO CHINOS
MALTRATADOS MEZQUINA Y COBARDEMENTE”

Mark Twain celebró la firma del tratado. En el New York Tribune describió el trato despiadado que muchos estadounidenses prodigaban a los chinos: “Ya no podrán pegar ni apalear ni echar perros a los chinos. Pasatiempos como éstos se han ido para siempre. En San Francisco, una gran mayoría de las noticias locales que aparecen en los diarios consisten en calurosas felicitaciones al ‘capaz y eficiente’ oficial Tal o Cual por arrestar a Ah Foo, a Ching Wang o a Song Hi por robar un pollo; pero cuando algún bruto blanco rompe de un ladrillazo la cabeza de algún chino inocente, el periódico no felicita a ningún oficial por arrestar al verdugo, dada la sencilla razón de que el oficial no realiza un arresto así. El derramamiento de sangre china sólo logra hacerlo reír; lo considera una diversión muy entretenida”.

“He visto perros casi desgarrar a chinos desgraciados, a plena luz, en San Francisco, y he viso a peones de albañil que ayudan a hacer presidentes quedarse quietos a mirar y gozar del deporte. He visto tropeles de chiquillos apedrear a un chino cuando, sin meterse con nadie, iba él a sus asuntos, y hacerlo volver a casa de nuevo, sangrante y desollado. He visto chinos insultados y maltratados de todas las maneras mezquinas y cobardes de posible invención por una naturaleza degradada, pero nunca he visto que en un tribunal se hiciera justicia a un chino por los entuertos cometidos contra él. Las leyes de California no permiten que un chino testifique contra un blanco”.

Hasta mediados del siglo XIX, cada estado tenía su propio sistema legal y policial de exclusión que protegía a su población de inmigrantes indeseados: pobres, criminales, enfermos y varios tipos de gente “inmoral”. La aplicación de esas leyes tenía un sesgo étnico que luego fue transmitido a la legislación federal. Una ley federal de 1878 limitó a 15 el número de pasajeros mongoles que un buque podía transportar a Estados Unidos.

Explicando la motivación de esta ley, el juez de la Corte Suprema Stephen J. Field declaró ante un periodista: “Estamos alarmados en esta costa por la incursión de chinos. Para nosotros esto es una cuestión de propiedad, civilización y existencia”. La Corte tuvo un rol protagónico en la federalización de las políticas migratorias. Al calor de ciertas controversias, la corte falló que sólo al Congreso, y no a los Estados de la Unión, le correspondía normar quién podía y quién no podía ingresar al país. La Corte sostuvo que dejar esa decisión a los estados podría acarrear desastrosas pendencias con otras naciones.

EL ODIO RACIAL CONTRA LOS CHINOS
INSPIRÓ LA ACTUAL LEGISLACIÓN DEPORTADORA


Para evitar más fricciones se aprobó la primera ley federal inmigratoria comprehensiva de 1882. Esa ley ordenaba la exclusión y retorno “a las naciones a las que pertenecen y de donde vienen” una variedad de personas no deseables: convictos, idiotas, lunáticos y personas incapaces de valerse por sí mismas. Esta ley era aplicada por funcionarios estatales que operaban bajo la autoridad federal y eran pagados con un impuesto federal. Los estadounidenses tuvieron que pagar 50 centavos de dólar por cabeza para sostener a la nueva burocracia encargada de las deportaciones. Considerando que en 1880 la población de Estados Unidos ascendía a 50 millones 189 mil 209 habitantes, ese impuesto debió generar un nada despreciable fondo de 25 millones 94 mil 605 dólares anuales. Tremenda fortuna para librarse de los indeseables.

El odio racial hacia los chinos cuajó finalmente en la moderna legislación sobre inmigración y deportación. En 1882 el Congreso abrogó el tratado Burlingame y aprobó una ley que prohibió el ingreso de trabajadores chinos en un lapso de diez años. Seis años después propuso a China un tratado para extender la prohibición a los siguientes veinte años. Ante la renuencia del gobierno chino a ratificar el tratado, aprobó la ley Scott, que prohibió la entrada a todos los trabajadores chinos, congeló la emisión de certificados de retorno para quienes quisieran visitar a sus familiares en China y canceló los certificados vigentes.

Más de 20 mil chinos fueron afectados de manera directa porque no se les permitió retornar. Más de 600 portadores de certificados estaban en alta mar al momento de aprobación de la ley. Chae Chan Ping fue uno de ellos y decidió defender a toda costa su causa. Su caso -Chae Chan Ping vs. Estados Unidos, también cono¬cido como el caso de la exclusión de chinos- fue presentado en 1889 ante la Corte Suprema.

Chae Chan Ping vivió y trabajó en San Francisco durante doce años. Salió para visitar a sus familiares. Para tal efecto obtuvo un certificado de retorno que la ley Scott declaró inválido. La corte no cedió ante los alegatos de la defensa: la existencia de un contrato, derechos concedidos, protección constitucional y límites de poder gubernamental. La corte definió el principio de soberanía como un irrestricto poder plenario. A partir de entonces, el poder de regular la inmigración fue instituido como extracons¬titucional, pleno e inherente a la soberanía. Esto supuso que, a diferencia de otras acciones gubernamentales, que deben justificarse haciendo referencia a la autoridad constitucional y deben cumplir con los estándares constitucionales, la legislación inmigratoria recibiría mínima o ninguna revisión judicial.

“UNA AMENAZA
CONTRA NUESTRA CIVILIZACIÓN”


Los partidarios de este giro legal justificaban la exclusión arguyendo que ésta ponía a raya a “un grupo que constituye una amenaza para nuestra civilización”. La nueva legislación estableció que el poder de excluir extranjeros era un asunto de soberanía nacional que los Estados Unidos puede ejercer en cualquier momento en que, a juicio del gobierno, el interés del país lo requiera, y que el departamento político del gobierno era competente por sí mismo para actuar sobre esta materia. Esta pieza jurídica se convirtió en el sustrato doctrinal de la actual jurisprudencia sobre deportación.

Posteriormente se arremetió contra los chinos ya residentes en Estados Unidos. En 1892, la ley Geary les exigió demostrar su condición de residentes legales mediante el testimonio de al menos un testigo blanco creíble. No era fácil encontrar blancos “creíbles” dispuestos a declarar a favor de un chino. En consecuencia, dado que decenas de miles de trabajadores chinos debían ser deportados y embarcados a costillas del gobierno estadounidense, el Secretario del Tesoro, que entonces tenía apenas un presupuesto de 25 mil dólares, debió enfrentar una tarea cuyo costo superaba los 7 millones.

Fue imposible aplicar la ley Geary, pero su discusión en el senado estableció un vínculo doctrinal importante: el poder de expulsar se infería del poder plenipotenciario de excluir. La Corte también determinó que la orden de deportación no es el castigo por un delito, sino un método para forzar el retorno a su país de origen de aquellos extranjeros que no hubieran cumplido con las condiciones para seguir residiendo en los Estados Unidos.

LA “CIUDADANÍA ESTADOUNIDENSE”:
EL CASO EMMA GOLDMAN


¿Qué encontramos rascando bajo estos planteamientos? El moderno régimen de deportación decimonónico se basó en lo que ha sido llamado “ciudadanía como membresía”: todos los ciudadanos son miembros plenos de la comunidad constitucional estadounidense, mientras los no ciudadanos están en otra categoría. La moderna doctrina de la deportación es esencialmente contractual: quien ingresa a Estados Unidos acepta ciertas condiciones; si el contrato es violado, el gobierno y el individuo deben retornar al status quo ante.

El problema es que este sistema, aplicado a no ciudadanos, proporciona un modelo para aplicar a ciudadanos, como ocurrió en el caso de la célebre Emma Goldman, ciudadana estadounidense desprovista de su ciudadanía para poder ser deportada.

Goldman (1869-1940) fue una famosa anarquista de origen lituano, pionera en la lucha por la emancipación de la mujer. Emigró a Estados Unidos a los 16 años y trabajó como obrera textil. Fue arrestada innumerables veces por sus actividades anarquistas. Cada conferencia le costaba un arresto. Por eso iba siempre pertrechada con un buen libro para leerlo en prisión.

En 1916 fue encarcelada por distribuir un manifiesto a favor de la contracepción, en 1917 por oponerse al servicio militar y en 1919 para ser despojada de su ciudadanía y deportada a Rusia. John Edgar Hoover, fundador y director del FBI durante 48 años (1924-1972), la etiquetó como una de las mujeres más peligrosas de América.

Después del 11 de septiembre, el gobierno estadounidense aplicó a muchos sospechosos la misma secuencia que a Goldman: cancelación de la ciudadanía y deportación. Una vez despojados de su ciudadanía, los inmigrantes y sus hijos se convirtieron en seres enteramente vulnerables ante la legislación y las autoridades estadounidenses.

LIMPIAR, PURIFICAR:
EL SINIESTRO KU-KLUX-KLAN


La deportación -como otros procesos de purificación estudiados por la antropóloga británica Mary Douglas en su Purity and Danger- sirve para limpiar a la sociedad estadounidense de gente con ciertas cualidades y mitigar la ansiedad que su presencia produce. La deportación ha sido sólo uno de los métodos de limpieza que ha empapado la historia estadounidense.

André Maurois nos recuerda el “a la vez siniestro y bufonesco” Ku-Klux-Klan, “el intento más espectacular de administrar justicia privadamente… e injustamente. Fundado en Georgia por cierto coronel Simmons, había atraído a los espíritus débiles por su aparato infantil. En las expediciones punitivas, sus miembros vestían largas túnicas blancas y cogullas. En nombre del americanismo, el Klan combatía a los negros, los judíos, los católicos, así como a los liberales que protegían a estas minorías. Sus dignatarios recibían el nombre de Kleagles, Goblins. Simmons fue el Imperial Wizard (el Hechicero Imperial). El Klan creció rápidamente hasta contar cuatro millones y medio de miembros y ejerció un poder político real en el Sur, en el Middle-West y en la costa del Pacífico. Teóricamente, el Klan debería unir a los representantes del ‘puro americanismo’. De hecho, y en el Sur sobre todo, su finalidad fue aterrorizar a los negros”.

La preservación del “puro americanismo” -racial o ideológico- sigue justificando la exclusión y deportación de los impuros. El Ku-Klux-Klan sirvió de inspiración a otros purificadores del americanismo. Según André Maurois: “Ciertas organizaciones patrióticas (como la National Security League) se erigían en custodios del americanismo. Exigíase a los educadores un juramento de lealtad; censurábanse los libros de historia; tratábase como sospechosos a los desdichados que llevaban nombre extranjero. No eran éstos los crímenes del Ku-Klux-Klan, pero sí su espíritu. La Corte Suprema, cuya misión consistía en asegurar a todos las garantías constitucionales, se mostraba débil apenas se hablaba de ‘sedición’ o de ‘sindicalismo criminal’”.

La actitud generalizada entre los funcionarios estatales era ominosa para los inmigrantes. Terence Powderly, que ejerció durante cinco años el Cargo de Comisionado General de Inmigración (1897-1902), había dicho apenas cinco años antes que los chinos “no se asimilan con nuestra gente, no usan nuestra ropa, no adoptan nuestras costumbres, lenguaje, religión o sentimientos… Las civilizaciones china y estadounidense son antagónicas; no pueden vivir, prosperar y sobrevivir en el mismo suelo. Una o la otra deben perecer”.

EL CIERRE DE ELLIS ISLAND
NO PUSO FIN A ESTA ARROGANCIA


Pretender que la estadounidense es una civilización comparable a la china fue más que una temeridad rayana en la ignorancia más cruda y sin paliativos, sintomática de la soberbia imperial.

Ese espíritu alentó muchas polémicas. Los involucrados en ellas -senadores, representantes y jueces- hicieron distinciones que luego moldearon con la legislación. Distinguieron entre el poder de excluir y el poder de expulsar. Distinguieron entre ciudadanos (citizens), residentes (denizens, residentes legales por largo tiempo), recién llegados y visitantes. Otros distinguieron entre habitantes extranjeros y habitantes perpetuos, y otros más entre habitantes y transeúntes, definiendo a éstos como habitantes no legales.

Los del bando contrario sostuvieron que ninguna nación tenía derecho a expulsar a un ciudadano de otra nación sin una causa especial. Pero su posición no prevaleció en las políticas. Las corrientes proclives a la exclusión cosecharon un éxito tras otro. En 1917, contra un veto del Presidente Wilson, fue aprobada la Literacy Act, la Ley de Alfabetización, que exigía saber leer y escribir en su lengua de origen y someterse a diversos tests de inteligencia a todos los aspirantes al ingreso en Estados Unidos.

Siete años después, Ellis Island fue clausurada como puerto de entrada y convertida en base de entrenamiento para guardacostas y centro de detención para enemigos extranjeros -comunistas y fascistas-, tras la aprobación de la Ley de Inmigración de 1924, también conocida como Ley Johnson-Reed, una ley que limitó el número de inmigrantes admisibles a 150 mil y asignó cuotas por nacionalidades del 2% del número de personas de cada país que ya estaban residiendo en Estados Unidos en 1890. Por si el privilegio de los anglosajones, nórdicos y alemanes -los que tenían más tiempo de estar migrando a Estados Unidos y más inmi¬grantes establecidos- no fuera suficiente, el sistema excluía de las cuotas a todos los asiáticos. Los latinos todavía no representaban un problema migratorio.

La ley fue aprobada con sólo seis votos en contra. Sus propulsores fueron inspirados por The Passing of the Great Race, que Madison Grant publicó en 1916 para difundir sus teorías sobre la eugenesia y la higiene racial. Grant insistió en la superioridad de las razas del norte de Europa que fundaron Estados Unidos. El líder sindical Samuel Gompers, de origen judío, dio su respaldo a la ley, haciendo caso omiso del clamor de muchos judíos, quienes sostuvieron que el sistema de cuotas estaba basado en el antisemitismo.

La aparición de esta ley y el ocaso de Ellis Island no pusieron punto final a esta historia. Como señaló Perec, “la emigración hacia Estados Unidos había comenzado mucho antes de Ellis Island y no se terminó con su cierre”. Tampoco las deportaciones.

INTENTAR COMPRENDER
A TANTOS MILLONES DE PERSONAS


Sobre la evolución de las políticas de deportación desde el siglo XX hasta nuestros días hablaremos en la próxima. La pregunta ante esta trágica historia es si esta voluntad de excluir y expulsar será transformada algún día en voluntad de acoger y compartir.

Quizás esa voluntad expulsora experimente un declive cuando muchos estadounidenses hagan lo que Perec sugiere: intentar representarse las vidas individuales de los millones que pasaron por Ellis Island, “historias idénticas y diferentes de esos hombres, de esas mujeres y de esos niños expulsados de su tierra natal por el hambre o la miseria, la opresión política, racial o religiosa, que dejando todo, su pueblo, su familia, sus amigos, demorando meses y años para reunir el dinero necesario para el viaje, y encontrarse aquí, en una sala amplia, tan amplia que nunca hubieran osado imaginar que pudiera existir un sitio tan grande, agrupados en filas de cuatro, esperando su turno, habían renunciado a su pasado y a su historia, habían abandonado todo para intentar venir a vivir aquí una vida que no les habían dado el de¬recho a vivir en su país natal y se encontraron frente a lo ine¬xorable”.

Tanto ha cambiado el mundo desde que estos millones de hombres, mujeres y niños llenaron aquella sala que hoy un afroamericano es Presidente de Estados Unidos y China va en camino de ser una superpotencia mundial. ¿Tanto hemos cambiado quienes habitamos el mundo? Quizás el inicio del cambio, en versión subjetiva y actual, radica en comprender que Ellis Island “pertenece a todos aquellos a quienes la intolerancia y la miseria echaron y echan aún de la tierra en la que crecieron”.

INVESTIGADOR DEL SERVICIO JESUITA PARA MIGRANTES DE CENTROAMÉRICA (SJM). MIEMBRO DEL CONSEJO EDITORIAL DE ENVÍO.

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