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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 285 | Diciembre 2005

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Centroamérica

¿Por qué hay tantas armas en manos de civiles?

Hay que estar más armado para estar más seguro: este mito colma de armas las manos de los civiles en Centroamérica. Es un mito que hunde sus raíces en la historia pasada, que expresa la “normalización” de la violencia en las relaciones humanas y en el orden social y que refleja el errado desempeño de Estados autoritarios.

José Miguel Cruz

Una discusión por la custodia de sus hijos habría desencadenado la ira que llevó a un hombre a matar de un balazo a su esposa, en Ciudad Delgado. H. E., una mujer de 26 años, fue asesinada de un tiro la noche del miércoles. El hecho ocurrió en la vivienda de la pareja. En todos los medios de prensa centroamericanos se describen a diario hechos de violencia similares. Mas allá de la tragedia que envuelve este asesinato -y tantos otros- la noticia muestra cómo la presencia de un arma de fuego sentenció de manera irreversible el conflicto de la pareja. Sin el arma, podía haber tenido un desenlace menos fatal.

TERRITORIOS DE VIOLENCIA

La mayoría de los homicidios que ocurren en los países de Centroamérica son cometidos utilizando armas de fuego. En Honduras, según datos de la Policía de Investigaciones, casi el 75%. En Guatemala, los asesinatos cometidos con armas de fuego pasaron del 68% en 1999 al 74.8% en 2001. En El Salvador, del 70% en 2000 al 86% en los primeros ocho meses de 2005. Las armas de fuego juegan un papel protagónico en la violencia que afecta a las sociedades centroamericanas, especialmente a Guatemala, Honduras y El Salvador. Los tres países se han venido disputando el primer lugar en la lista de los más violentos del mundo, junto a Colombia, con tasas de homicidios que rondan las 50 muertes por cada 100 mil habitantes. La tasa promedio latinoamericana es de 27.7 y la mundial promedio es de 8.8. Aunque Nicaragua y Costa Rica muestran tasas de violencia por debajo del promedio latinoamericano, también allí las armas son responsables de poco más de la mitad de los delitos y las muertes.

Casi por unanimidad, la literatura que estudia la violencia suele señalar a las armas de fuego como un factor decisivo en la aparición de la violencia más letal. Diversos estudios e información reciente dan cuenta de que en toda Centroamérica el número de armas en manos de civiles es bastante alto y va en aumento. En Costa Rica, la percepción de inseguridad de la población está llevando a muchas personas a armarse, legal o ilegalmente. En Nicaragua, los años de conflictividad política han dejado no pocas armas de guerra en amplios sectores de la población. Pero es en el norte de Centroamérica -Guatemala, Honduras y El Salvador- en donde la amplia disponibilidad de armas se combina con otros factores para convertir a esta subregión en la más violenta de todo el globo. Uno de esos factores es lo que se ha dado en llamar la cultura de la violencia.

Los que suelen defender la tenencia y la portación de las armas de fuego suelen argumentar que éstas no son las responsables de los asesinatos, que los responsables son quienes las utilizan. Es cierto. Pero no es menos cierto que si en medio de una discusión alguien porta un arma, esto alterará el comportamiento y la dinámica relacional de las personas. Si al arma se suma una generalizada “ética” del uso de la violencia en la sociedad, se tienen los ingredientes básicos para un clima que intensifica la violencia.

UNA HISTÓRICA CONVIVENCIA CON LAS ARMAS

Un estudio de la Fundación Arias realizado a principios del siglo XXI señaló que en Centroamérica circulan no menos de 2 millones de armas en manos de civiles. En base a las informaciones, es sensato pensar que ese número se ha venido incrementando notablemente. Varios factores explican la armamentización de las sociedades centroamericanas: los remanentes de armas de los conflictos armados, las políticas de permisividad en el uso de armas, las campañas de mercadeo de los comerciantes de armas, la fragilidad institucional en el campo de la seguridad pública y, por supuesto, la demanda de armas de los civiles. Esta demanda puede responder a muchas causas. Usualmente se cita la inseguridad ciudadana como la principal motivación para que los centroamericanos se armen. El fenómeno es más complejo y tras él es posible encontrar los rastros de la cultura de la violencia.

Hay armas en las sociedades centroamericanas por el interés de una porción importante de los ciudadanos por tenerlas. Aunque no se trata de una mayoría, es imposible comprender la amplia circulación de armas de fuego en manos de civiles si no existiera interés por ellas. La existencia en Centroamérica de un extenso mercado de armas, sea legal o ilegal, responde a una demanda que con el paso de los años ha sido servida con una oferta cada vez más abierta y más legal. Hacia mediados de los años 90 existían en Centroamérica 270 empresas importadoras de armas (Fundación Arias, 2001), y este número ha ido en aumento, indicador del flujo de armas que llega a nuestros países por vía legal y pasa después a manos privadas. La excepción es Honduras, donde sólo existe una empresa importadora porque el Ejército es el único importador autorizado.

¿La afición de algún sector de nuestras poblaciones hacia las armas de fuego es reciente o surge con el desarrollo o con el fin de los conflictos militares? La respuesta es tema de discusión. Y aunque no se cuenta con información y estadísticas sobre la cantidad de armas de fuego que circulaban antes de las guerras, no es extraño encontrar, en las crónicas y relatos de la vida social de El Salvador y de Guatemala previos al conflicto, o mucho antes del mismo, numerosas referencias a la frecuencia con la que muchos ciudadanos poseían armas y las portaban en sus actividades cotidianas, sobre todo en las zonas rurales. Existía una arraigada relación cultural de la gente con las armas.

Para muchos salvadoreños yguatemaltecos -sobre todo en el oriente de ese país-, el uso de armas de fuego forma parte de un sistema de valores y normas, en el que las armas son socialmente permitidas, aceptadas y, en cierto modo, admiradas. Una relación con las armas que respondería, a su vez, a un sistema cultural que permite, acepta y valora el uso de la fuerza y de la violencia como forma de relación entre los miembros de una comunidad. Una cultura promotora de la violencia.

VIOLENCIA: SOCIALMENTE ACEPTADA Y ACEPTABLE

Sería equivocado detectar la existencia de una cultura de la violencia sólo porque una sociedad presente elevados índices de criminalidad. Algunas sociedades pueden ser más violentas que otras sólo porque pequeños grupos muy violentos son capaces de generar mucha inestabilidad escapando al control de la institucionalidad, sin que actúen cubiertos por el manto de la aprobación de la sociedad.

Se puede hablar de cultura de la violencia cuando en una sociedad existe una subjetividad social, más o menos compartida, que permite la aparición de la violencia. En El Salvador, Miguel Huezo contribuye a esta noción con el concepto de cultura como una construcción social capaz de generar, en individuos y grupos humanos, signos de identificación y de diferenciación, así como de establecer pautas de lo socialmente aceptable; esto es, establecer una normatividad cuyo cumplimiento integra o, en caso contrario, excluye y sanciona. Esto significa que cuando se habla de cultura de la violencia se habla de un sistema de representaciones sociales que permiten comportamientos frecuentes de agresión.

También en El Salvador, el jesuita Ignacio Martín-Baró fue el primero en sugerir una definición de la cultura de la violencia. Intentando explicar el contexto sicosocial en el cual tiene lugar la violencia, Martín-Baró se refirió al sistema de normas y valores sociales, formales e informales, que acepta la violencia como una forma de comportamiento posible o incluso la requiere. Huezo hizo una contribución importante a la aproximación teórica cuando apuntó que la cultura entendida de forma más práctica constituye una -sino la- fuente reproductora de la normatividad social y constituye una estructura de representaciones y actitudes que tienen como resultado un discurso a través del cual la violencia se reproduce. En tal sentido, cuando se habla de cultura de la violencia no se está disertando sobre las expresiones artísticas de la violencia o sobre su carácter “espiritual”. Se habla de construcciones subjetivas compartidas socialmente que rigen la manera más o menos aceptada de conducirse en la sociedad y de relacionarse con los demás con violencia. Más concretamente, se refiere al predominio del uso de la violencia como forma socialmente -y por lo tanto, normativamente- aceptable para relacionarse con los demás.

Esto implica la existencia de una ética, que no se forma de la noche a la mañana y que no podría existir si no fuera compartida. Las normas de esta ética se generan en los procesos de socialización y de interacción social. Nadie nace ni crece con esquemas normativos prefijados, los adquiere interactuando con los demás y los modifica y transmite de esa forma. Las actitudes sociales son expresiones concretas de una normatividad, compartida por diversas personas, establecen patrones de conducta
y asignan valores sociales a esas conductas.

UN MITO: LAS ARMAS PROTEGEN Y DAN SEGURIDAD

Una encuesta realizada en El Salvador en 2004 reveló que al 39% de los salvadoreños les gustaría tener un arma de fuego para su propia protección. Otra encuesta similar llevada a cabo en Guatemala en el mismo año mostró que al 35% de los guatemaltecos les gustaría poseer un arma de fuego, casi al 80% para “defenderse de la delincuencia”. Al menos uno de cada tres guatemaltecos y salvadoreños quiere tener un arma para protegerse de la posibilidad de ser víctima de la violencia. Sin embargo, un estudio salvadoreño sobre el impacto de las armas de fuego en los delitos ocurridos en 2000, encontró que una persona que intenta defenderse de un asalto usando un arma de fuego tiene 46 veces más probabilidades de salir herido o muerto que si no usa un arma. Las armas aumentan el riesgo de ser víctimas directas de la violencia.

¿Cómo se explica tan notable disparidad entre las creencias y la realidad? La creencia de que las armas protegen
y dan seguridad constituye una construcción social. Sobre todo, responde a una ideología que considera que la violencia juega un rol central en la definición de las relaciones sociales y en el mantenimiento del orden público. Cuando muchos ciudadanos expresan que el arma les da seguridad y los defiende de las amenazas, están reconociendo que la mejor forma de enfrentar las amenazas y de resolver los conflictos es con la violencia. Es este pensamiento el que marca la relación de muchos centroamericanos con las armas de fuego. Detrás del deseo de poseer armas existe la convicción de que para no ser víctima de la violencia se debe emplear la violencia, de que la violencia debe ser enfrentada con el mismo método, con violencia.

Sin duda, la gente quiere armarse por la delincuencia y por la inseguridad que ésta provoca. Sin duda, mucha gente se arma porque se siente tan genuinamente insegura que piensa que el arma los resguardará de la posible agresión.
En muchos casos, esta convicción esconde la tolerancia y hasta la exigencia de la violencia.

En esta construcción normativa se le asignan valores no sólo a las conductas violentas de respuesta sino también a las condiciones que las originan. Quienes así piensan identifican amenazas, asignan roles y justifican conductas de reacción basadas en la agresión física. Las armas ocupan un puesto fundamental en esta dinámica al ser instrumentos para el ejercicio de la violencia. Tener y portar un arma significa la posibilidad de responder violentamente frente a cualquier percepción de amenaza. Es una conducta congruente con los sistemas culturales que enseñan que usar la violencia es permitido al experimentar sentimientos de inseguridad.

La cultura de la violencia no se explica simplemente por la inseguridad ciudadana y por la debilidad institucional. La forma con que se responde a la inseguridad depende de muchos factores. Cuando una respuesta compartida, aceptada y esperada por una parte importante de la población privilegia el uso de las armas tenemos que considerar un marco cultural valorativo.

AGRESIÓN, VIOLENCIA Y ARMAS: “NORMALIZADAS”

La violencia de ataque, de defensa, de control, de opresión, de liberación, de desagravio, ocurre siempre en un contexto humano, tiene un valor social y requiere de una justificación. Sólo la violencia de origen estrictamente sicopática escapa a estas condiciones. En la mayoría de los casos de violencia ejercida con armas de fuego en las sociedades centroamericanas contemporáneas interviene el contexto social.

En Centroamérica no ocurren prácticamente homicidios por victimarios que experimentan placer en matar. Linchar a un delincuente -como sucede con demasiada frecuencia en Guatemala-, mandar a matar a quien se metió con la cónyuge -como ocurre en no pocas ocasiones en El Salvador-, torturar a un sospechoso -con la frecuencia con la que se hace en Honduras según los reportes de las organizaciones de derechos humanos-, golpear al hijo o a la hija porque se portó mal y abofetear a la mujer por irrespetuosa -como ocurre en todos nuestros países- son conductas que implican un contexto y que, dependiendo de la posición de quien lo juzga, pueden encontrar justificación. Los valores de una sociedad proveen esas justificaciones y al hacerlo contribuyen a su reproducción y a su mantenimiento.

Las armas entran en esta dinámica, no porque sirvan para defenderse, sino porque sirven para agredir. En una sociedad que “normaliza” la violencia, esa agresión está justificada. Por eso la llamada “cultura de la violencia” se convierte en el factor más contundente para explicar la tendencia hacia las armas. Si la tercera parte de la población guatemalteca y salvadoreña quiere tener armas de fuego como un instrumento de defensa no es porque sean delincuentes potenciales, son gente que está convencida de la utilidad de la violencia para relacionarse segura y efectivamente con los demás y para mantener el orden social.

UN ENTORNO AMENAZANTE Y UNA HISTORIA HOSTIL

Este orden normativo encaja con una cosmovisión de la realidad que es cotidiana y vitalmente precaria. La legitimación de la violencia encaja con un entorno ecológico amenazante e inestable, y con una historia insegura y hostil. La violencia prevalece porque generaciones de centroamericanos han sido socializados en el ejercicio de la violencia, aprendiendo que es la moneda de cambio más reconocida, la que ha dominado en el convulso ordenamiento social. La actitud más frecuente en la legitimación de la violencia es la que la autoriza con tal de mantener el orden público. Hemos aprendido que para poder subsistir con cierto orden social hay que comportarse de manera agresiva y violenta. Así se han definido históricamente las relaciones sociales y así se continúan promoviendo cuando se permite que los ciudadanos usen armas de fuego.

A estos valores contribuye en buena medida el discurso y el desempeño de las instituciones de cada uno de los países centroamericanos, y eso establece algunas diferencias entre unos países y otros. Si Nicaragua y Costa Rica presentan escenarios de violencia distintos a los de los otros tres países de Centroamérica, a pesar que estos dos países están también inundados de armas, es por la manera en que los Estados de estos dos países han reaccionado históricamente al desafío de la inseguridad.

COSTA RICA Y NICARAGUA: ¿POR QUÉ SON MENOS VIOLENTAS?

El apego de Costa Rica a la institucionalidad democrática desde hace más de medio siglo le ha permitido enfrentar la inseguridad apelando a su propia capacidad para proveer y garantizar los derechos sociales y económicos básicos a la población, sin acudir a esa violencia institucional que significa atribuirle a los militares el papel de brindar seguridad. La disolución del Ejército desde hace tantos años constituye un mensaje que resta valor al uso de la fuerza para resolver los conflictos. Y aunque el rápido crecimiento de las existencias de armas en Costa Rica está provocando un incremento en los niveles de violencia, los índices costarricenses no se comparan a los del resto de la región. Esto es un fruto de la contención que ha significado una institucionalidad democrática que ha promovido valores de apego a la convivencia.

El caso de Nicaragua es diferente, pero no por ello menos interesante. El modelo de amplia participación comunitaria en los problemas sociales generado durante la década del gobierno sandinista echó por tierra el legado de violencia social de los regímenes autoritarios pre-revolucionarios. Más allá de las valoraciones sobre el carácter autoritario de la etapa sandinista, lo cierto es que el nuevo modelo de seguridad -que sobrevivió al fin de la revolución- se basó en un importante componente de organización y participación ciudadana en los problemas locales. Esto promovió una práctica de convivencia, debate y negociación en la resolución de los conflictos interpersonales y comunitarios que, en conjunto con la institucionalidad, redujo las expresiones de la violencia.

CUANDO EL ORDEN SOCIAL ESTÁ EN MANOS PRIVADAS

En el triángulo norte de Centroamérica, en cambio, la historia política ha creado un marco institucional débil y generador del uso de la violencia privada. Por diversas razones, las transiciones políticas que trajeron la democracia política a Guatemala, El Salvador y Honduras, no han logrado imponer con claridad un Estado de derecho funcional, no han conseguido romper con los legados autoritarios de la militarización como respuesta a la inseguridad pública y no han construido un sistema de organización y participación ciudadana capaz de lograr acuerdos sociales de convivencia.

Los tres Estados del norte de Centroamérica se han caracterizado por insistir en los modelos de represión
y en el uso de la fuerza para enfrentar el problema de la inseguridad. Los programas “Mano Dura” y “Cero Tolerancia” que han dominado las políticas de seguridad en Honduras y El Salvador son el mejor ejemplo de estas tendencias. Se han caracterizado también por promover la ética de la seguridad privada, facilitando el surgimiento de empresas de seguridad
y fomentando que la gente se arme para garantizarse seguridad. Y se han empeñado en promover un tipo de participación ciudadana basado en la vigilancia y en el espionaje de los vecinos, antes que en la resolución comunitaria dialogada de los problemas. Esto no ha hecho sino incrementar la ética de la violencia privada.

Cuando las autoridades nacionales permiten la adquisición y portación de armas están legitimando la violencia para mantener el orden público y, por tanto, para definir las relaciones sociales. Cuando el Estado ofrece a sus ciudadanos la oportunidad de portar armas de forma tan amplia, como ha sucedido en Honduras, Guatemala y El Salvador, está alentando que los ciudadanos diriman sus conflictos por la fuerza, a la vez que está renunciando al monopolio de la fuerza para mantener el orden social. Está confiando a los ciudadanos armados ese orden.

LA ÉTICA DE LA AUTODEFENSA EN SOCIEDADES DESIGUALES

Esto no es nada nuevo. En realidad, estos Estados centroamericanos renunciaron durante muchos años a mantener el monopolio de la fuerza, cuando hasta la primera mitad del siglo XX permitían a los hacendados crear sus propios ejércitos privados para controlar a los jornaleros y agricultores de sus tierras. La violencia definió las relaciones humanas y laborales, sobre todo en el área rural, y permitió la creación de una ética de la autodefensa privada basada en la violencia. En Nicaragua, la revolución rompió con ese legado por la vía política.

La ética de la autodefensa constituye el eje normativo de la violencia social. Esa ética ha crecido a la par de las convicciones de que el Estado y las instituciones no proveen seguridad y que la seguridad se la debe proveer el propio ciudadano. Las transiciones políticas de inicios de los 90, marcadas y alteradas por el apego al Consenso de Washington y al modelo neoliberal, no lograron resolver esquemas tan arraigados en el triángulo norte de Centroamérica. Al contrario, sumergieron a nuestras sociedades en dinámicas tan impredecibles y tan amenazantes que atraparon a la población en la inseguridad.

En sociedades percibidas como fundamentalmente inseguras esto condicionó el reforzamiento de ese antiguo esquema de defensa vital y estimuló la vuelta a la ética de la autodefensa como elemento configurador de las relaciones sociales. Los nuevos escenarios económicos neoliberales también han afectado a Nicaragua y a Costa Rica, pero estos países vivieron procesos políticos que atenuaron su impacto en la cultura social.

En Guatemala, El Salvador y Honduras, el actual modelo ha generado un caldo idóneo para el fortalecimiento de la ética cultural de autodefensa, en detrimento de la institucionalidad y de la convivencia. En sociedades tan fragmentadas por las desigualdades sociales, la posesión de armas garantizó la capacidad de relacionarse seguramente con los demás y otorgó un estatus de respeto y de poder a quienes poseen esas armas.

En Centroamérica, muchos ciudadanos han aprendido -y han sido socializados así- que son responsables por su propia seguridad, y no lo es el Estado, que sólo tendría el papel de meter a la cárcel a los delincuentes. Tenemos Estados que facilitan armas a los ciudadanos para que se defiendan ellos mismos y que demandan inmunidad para violar los derechos de los sospechosos.

TENENCIA DE ARMAS: NEGACIÓN DE LA CONVIVENCIA

Cuando buena parte de los asesinatos con armas de fuego que ocurren en Centroamérica es cometida bajo condiciones de venganza, rencillas personales o ajusticiamento y no como consecuencia de respuesta a un asalto en contra de la propiedad, es obvio que en nuestros países están operando mecanismos sicosociales de promoción de la violencia, construidos históricamente, en reflejo del desempeño institucional de los Estados. Los discursos de las autoridades y los mensajes de los medios de comunicación contribuyen decididamente a la aparición y al mantenimiento de estos mecanismos.

Las armas de fuego son pieza central de esta cultura a la cual contribuyen reproduciéndola. Se trata de un círculo vicioso: las armas de fuego que se buscan para la defensa se convierten en amenaza para los demás. Hay que estar más armado para estar más seguro: este mito colma de armas las manos de los civiles en Centroamérica. El sistema que legitima la violencia como forma privilegiada para resolver conflictos y para defenderse hace imposible construir una sociedad basada en el respeto. Tenencia de armas: negación de la convivencia.

DIRECTOR DEL INSTITUTO UNIVERSITARIO DE OPINIÓN PÚBLICA (IUDOP) DE LA UCA DE EL SALVADOR.

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