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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 283 | Octubre 2005

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Centroamérica

¿Su mamá no la cuidó? Las madres ante el abuso sexual de sus hijas

¿Qué papel juegan las madres, cuál les toca jugar, cuando sus hijas son víctimas del abuso sexual de padres, padrastros o familiares cercanos? Abundan los prejuicios y escasean las reflexiones. Porque el incesto sigue siendo el secreto mejor guardado en nuestras sociedades. Compartimos algunas pistas para un camino en el que aún todos tenemos mucho que aprender.

María López Vigil

En junio de 2001 los medios de comunicación nicaragüenses se hicieron eco del caso -uno entre muchísimos- de una niña embarazada tras una violación. Gema, de 11 años, violada por un extraño, y probablemente también por su padrastro, dio a luz, tras una cesárea, a una niñita, Abigail de los Ángeles. Una estudiante de periodismo dedicó a este caso tan sonado su trabajo de fin de carrera. En las entrevistas con Gema, ya amamantando a la bebé en su miserable vivienda, la niña aceptaba “tranquila” y “alegre” su inesperada maternidad.

El trabajo de investigación incluyó un grupo focal con niños trabajadores para que valoraran el caso: cuatro varones y dos mujeres, de 11 a 14 años. Todos fueron unánimes en responsabilizar a la mamá de Gema por lo ocurrido. “Nosotros no debemos pagar por las injusticias de nuestras madres”, dijo un varón de 13 años. Una muchacha de 14 opinó que por no atender a su hija, como era “su deber”, la mamá era la culpable. Un niño de 11 años consideró que “si la madre le hubiese puesto atención, ella no hubiera salido embarazada”. Otra, de 14, señaló sin dudar a la madre por cambiar de casa y de pareja: “La mamá tuvo la culpa porque nunca estuvo pendiente de lo que le pasaba”.

A tan temprana edad, Gema y sus coleguitas de edad y de vida difícil repiten ya lo aprendido de sus mayores: sea cual sea el origen del embarazo, ser madre es una “alegría”. Y cuando las niñas son abusadas sexualmente, las madres son “las culpables”.

CREENCIAS, IDEAS, MITOS, PREJUICIOS

Como les sucede a todas las especies, nuestra primordial tarea biológica en este mundo repleto de tantas otras especies vivientes es sencilla: reproducirnos. Tener hijos, dejar descendencia. Trascendernos. En esta tarea, las mujeres invierten muchísima más energía vital que los varones. En instantes un varón engendra un hijo. Una mujer debe dedicar todos los órganos de su cuerpo durante nueve meses completos para tejer dentro de ella a ese hijo. Este notorio desbalance de esfuerzos no se puede alterar ni siquiera con la clonación. La cultura, que tantas cosas altera y que cambia en el tiempo y según las geografías, ha ido edificando, desde hace milenios, sobre esta desigualdad biológica inamovible, una fenomenal desigualdad de poder en beneficio de los hombres. Se expresa en mitos y prejuicios.

El mito de la madre ideal es una de esas construcciones culturales. Partiendo de él se hiper-responsabiliza a las mujeres y se des-responsabiliza a los hombres. Y a la sociedad. Pero, ¿desde cuando existe este mito? ¿Y podríamos superarlo? La antropóloga feminista mexicana Marcela Lagarde tiene una excelente fórmula para enfrentarlo: ella propone maternizar a la sociedad y desmaternizar a las mujeres, desestructurar a las mujeres como seres-para-los-otros, como los entes maternos, y socializar los cuidados que ellas prodigan.

La maternidad como destino natural de la mujer, su único sueño a cumplir, es otro mito poderoso. Pero, ¿es ése aún el “destino” de las mujeres en el siglo XXI, cuando la humanidad ya conoce y emplea con naturalidad los métodos de control natal? La idea de que una mujer no lo es plenamente si no tiene hijos es otro mito. Pero, ¿realmente elige la mujer tenerlos o es sólo un espejismo social el que la conduce hacia allí? ¿Y es igual esa presión cuando la mujer es pobre que cuando es rica? También circula el mito de la mala mujer y el de la mala madre. Pero, ¿con cuáles características se es buena o se es mala en cada época?

Está también arraigado el mito del instinto maternal, del que derivarían no sólo las hormonas que el embarazo y el parto activan, sino también las virtudes morales que requiere la crianza: la ternura, la paciencia y la capacidad de cuido que todas las mujeres tendrían y de las que los hombres carecerían. ¿Y no hay mujeres que carecen de esos sentimientos? ¿Y no hay hombres que los tienen? ¿No existe también el instinto paternal? ¿Y cómo se cultiva?

Biología y cultura: ¿qué pesa más, en qué tiempos pesó más, cuál es el balance, puede haber ese balance? Mientras lo vamos descubriendo, no podemos negar el compendio de creencias, enseñadas y aprendidas, en torno a La Madre. Desde hace años, las feministas vienen poniendo el paquete de todas estas creencias sobre la mesa de los debates teóricos, buscando cómo quitarles la pátina de cultura que tienen adheridas. Los vertiginosos avances de la biología, la genética y la neurociencia están aportando importantísimos datos para desentrañar más profundamente el origen, la validez o la caducidad de estas creencias. No para rebatir a las feministas -a aquellas que todo se lo achacan a la cultura-, sino para enriquecer sus argumentos y para que, como humanidad, complejicemos más y más estos asuntos.

CAPACES DE EMBARAZARSE Y DE PARIR,
¿CAPACES DE SER MADRES?

“¿A dónde la llevo, madre?”, pregunta un taxista a la clienta que recoge en la esquina. “No, madre, así está el precio”, responde don Chemita en su tramo del mercado a la mujer que le alega por lo caro que vende hoy el pescado. Sucede a diario en Nicaragua. Cualquier hombre se dirige naturalmente a cualquier mujer, de la que no conoce absolutamente nada, con el apelativo de “madre”. Para todo hombre, toda mujer es madre. Debe serlo. Para eso está en este mundo. En Nicaragua no hay que ser una mujer hecha y derecha para ser madre. Con alarmante frecuencia se es madre antes de tiempo. “Ser madre no es juego de niñas”, advierten las feministas en Costa Rica cuando luchan por legalizar el aborto si se trata de embarazos forzados. En Centroamérica no resuena aún tan sugerente consigna de lucha.

Nicaragua ostenta actualmente el récord continental en embarazos de niñas y adolescentes. Casi una tercera parte de los niños y niñas que nacen en Nicaragua nacen de niñas de entre 11-15 años. Biológicamente, estas niñas pueden quedar embarazadas. Pero, ¿es lo mismo poder quedar embarazadas y ser capaces de parir que tener la capacidad de ser madres?

La presión social, el “paquete de creencias” con el que han crecido, lleva a muchas de estas adolescentes a una convicción revelada repetidamente en una investigación hecha hace unos años en Nicaragua por el Fondo de Naciones Unidas para la Población. ¿Qué más podía hacer yo que tener un hijo? se titulaba la investigación, reflejando así la motivación más personal de estos embarazos. Sin oportunidades de estudio, de empleo, de realización personal, y viviendo en casas sin afecto y con el aburrido y excesivo trabajo que representan los “oficios”, muchas niñas aprenden muy pronto que sólo empezarán a ser alguien cuando tengan un hijo, que su estatus de adultas merecedoras de algún respeto y reconocimiento social depende de que sean madres. Por eso se van con el primero que les “hace ojitos”, se fugan de la casa, aceptan cualquier propuesta... Después, enseguida, viene el embarazo.

Más allá de mitos, ideales o expectativas culturales, ser madre supone, ante todo, una responsabilidad. Como ser padre. Es hacerse responsable de criaturas que vienen al mundo necesitadas, para crecer, desarrollarse y ser independientes, de que las eduquen jugando y las preparen para sobrevivir dándoles cuidados y cariño, estímulos y palabras, respuestas y preguntas. ¿Una niña de doce años, de trece años, es capaz de asumir estas responsabilidades? ¿Hoy y en Nicaragua? En las estructuras comunitarias y familiares de tiempos pasados, tal vez. Pero ¿hoy y aquí?

Quienes afirman que sí es capaz y que el instinto maternal se desarrollará en ellas a la par de las hormonas, pretenden ignorar, por ejemplo, datos tan alarmantes como éste: en el primer semestre del año 2004, y según el Ministerio de la Familia, fueron abandonados en hospitales, lugares públicos y templos 175 niños y niñas muy pequeños, sospechando las autoridades del Ministerio que se trataba de niños nacidos mayoritariamente de niñas-madres. Casi uno diariamente. ¿Cómo explicarlo? Los embarazos forzados
-por la violación- y los embarazos antes de tiempo -por la desesperación- generan hijos no deseados y causan, sumados a mil y una dificultades económicas, niños abandonados. Es una cadena. Es la realidad imponiéndose sobre cualquier mito del instinto maternal. Aunque estos problemas sociales no aparecen en ningún programa electoral ni en ningún debate político, ¿quién puede dudar que cada uno de los pesados eslabones de esta cadena frena el desarrollo de nuestros países, tiene que ver con su futuro e influye en las posibilidades que tienen o no nuestros países de encontrar su lugar en el mundo?

UNA GRAN CARGA BIOLÓGICA
Y UNA MÁS PESADA CARGA CULTURAL

¿Hay límites para la responsabilidad maternal? En nuestra cultura no parece haberlos. Ser madre es ser incondicional de los hijos, sacrificarse por ellos, priorizarlos, entregarles todo: tiempo, gustos, esfuerzos, dinero. Es sufrir por ellos en perpetua abnegación, vivir para ellos, hacer de ellos el centro de la vida y esperar de ellos todas las alegrías y recompensas. Hallar en ellos el entero sentido vital. Es tan central esta cédula de identidad que las mujeres se convierten además de madres de sus hijos y de sus hijas en madres de sus esposos, madres de sus hermanos, madres de sus alumnos… Madres universales, madres en cualquiera de sus relaciones humanas.

Las madres renuncian a su propia vida y descuidan sus propias necesidades, incluso y a menudo su salud. Las estadísticas nacionales reflejan este “descuido” de las mujeres-madres que no se chequean, que aguantan dolor sin ir al médico, que no se atienden a tiempo, que lo dejan para mañana cuando ya no hay remedio. Naturalmente, la pobreza instalada en la mayoría de nuestros hogares alimenta esta tendencia al “descuido”. Cuando se vive sólo sobreviviendo hay que estar priorizando cada día quién come, quién se cura, quién sale adelante…Las mujeres-madres priorizan siempre a sus hijos. Con frecuencia, a sus hijos varones. Con lo que, sin querer, sin saber, siembran en ellos semillas envenenadas: las que germinan cuando son adultos en la idea de que tienen derechos adquiridos por su sexo, que son superiores y valen más que sus hermanas, que sus madres... que las mujeres. ¿Cuántas veces el machismo no comienza con la M de Mamá?

La carga biológica de la maternidad pesa mucho. La gravidez lastra todo el cuerpo femenino. La carga cultural es aún mayor. La agrava la cultura machista, caracterizada en los hombres por la irresponsabilidad, por la práctica del sexo sin afecto, por el control de la sexualidad de las mujeres con todo tipo de abusos y agresividad y por la tendencia masculina a tener muchas parejas y a tener parejas más jóvenes y con menos poder que ellos. Esa cultura, que ha desembocado en que la identidad femenina sea tener hijos, ha hecho de la identidad masculina el que “se los tengan”.

Por comparación con épocas pasadas, en el mundo entero y en la actualidad las mujeres tienen ya menos hijos y viven bastante más tiempo. Y también por comparación, el tiempo que dedican a criar a sus hijos ocupa menos horas en sus vidas diarias, porque la escolarización está más extendida y porque muchos oficios del hogar los facilitan hoy inventos que hace un siglo ni se soñaban. A pesar de todo esto, la carga de ser madre sigue siendo muy grande. Porque es cultural. Es un yugo que pesa sobre la conciencia, va en el corazón. Es una carga emocional. El temor a ser una “mala madre” o a ser tachada de tal es el que más persigue, como fantasma omnipresente, a todas las mujeres.

LAS MADRES ANTE EL INCESTO:
BUSCANDO UNA “HOJA DE RUTA”

Tras abrir apenas el “paquete de creencias” que nuestra cultura mantiene y observar algunos de sus mitos, queremos reflexionar, al menos preliminarmente, sobre uno de los prejuicios derivado de la mitificación de la maternidad y de la hiper-responsabilidad que la sociedad impone a las mujeres-madres. Se trata del perverso -y pervertidor- prejuicio de que son las madres las culpables, las responsables, del abuso sexual que sufren sus hijas, especialmente cuando el abusador es su compañero, el padre o el padrastro. Cuando les toca enfrentarse en su propio hogar al delito de incesto y al delincuente que lo comete.

Así lo pensaron chavalos y chavalas en el caso de Gema. Así lo piensa una buena cantidad de gente, hombres y mujeres, en Nicaragua, en Centroamérica. ¿Qué papel juega la madre cuando su hija es abusada sexualmente entre las cuatro paredes de su casa? Es ésta una situación dolorosa y delicada, a la que sólo muy recientemente se le está prestando atención, con estudios, investigación y reflexión. Todo aquí es muy reciente, apenas vamos tanteando en el camino para hallar pistas. Según el sicólogo argentino Eduardo H. Cazabat, el movimiento feminista por la liberación de la mujer que se desarrolló en los años 70 en Estados Unidos llevó la atención a una realidad oculta por siglos: la de la violencia doméstica y sexual contra las mujeres y los niños. Hasta ese momento, hablar de la violencia sufrida por mujeres y niños en la “intimidad” de su hogar, sólo conducía a mayor vergüenza, humillación y descreimiento.

Pero nunca llega tarde quien llega, aun cuando la meta de llegada haya estado oculta durante siglos. En Centroamérica, la preocupación comienza a extenderse y existen ya algunos grupos para atender a niñas y jóvenes sobrevivientes de abuso sexual en los hogares, grupos donde trabajan su reconstrucción en compañía de sus madres. Hemos empezado a acumular experiencia. Para sintetizarla, busqué nuevamente -como hice hace años- a la sicóloga Lorna Norori, quien durante 15 años ha escuchado a centenares de niñas y muchachas sobrevivientes de incesto, y también a sus madres. Intento trazar con ella una “hoja de ruta” que contribuya a darnos perspectivas sobre esta realidad.

LA PRIMERA REACCIÓN:
NO LO CREO, NO PUEDO CREERLO

“La primera reacción que tienen las madres -explica Lorna- tanto si posteriormente apoyan o no a sus hijas, es de incredulidad. No lo creen. Y no porque traten de proteger al abusador, sino porque le temen y fundamentalmente porque tratan de protegerse a sí mismas. Es un mecanismo inconsciente de protección personal. En el primer momento el dolor es tan inmenso que el inconsciente les avisa que cargarán con ese dolor porque no saben cuánto tiempo y el mecanismo más sencillo, es negarlo. Se niegan a asumir semejante hecho. Todas lo formulan así: ‘No es cierto’.

Recuerdo un caso. Cuando le pregunté a la abuela qué había sido lo primero que sintió al saber que el esposo de su hija había abusado de su nieta, me contestó: ‘Mi hija y yo empezamos a llorar y a gritar’. Le hice ver que ésa era una reacción posterior, que recordara su primer sentimiento, ahí dentro de su corazón. Y me confesó: ‘Yo no lo creí, yo dije: esto no puede ser, y mi hija decía lo mismo, ella no lo podía creer, y toda la familia, que se enteró al unísono, decía: no es cierto, no podemos creerlo’.

‘No creer’ se puede traducir también por ‘no sé qué hacer’. Las reacciones posteriores van siendo diversas. Hay madres que terminarán creyéndolo y apoyarán a su hija, y hay otras que nunca lo aceptarán, aun cuando lo estén viendo. Pero, sea cual sea el origen de cómo se enteran, y sea cual sea su reacción posterior, todas coinciden en esta primera reacción: no creen. Se puede decir que es una norma. Es una resistencia generalizada, una resistencia al dolor.

La tendencia a la negación de los hechos sucede independientemente de cómo le llegue a la madre la información del abuso: si es la niña la que se lo dice o si lo sabe por terceros. Sucede incluso cuando ella misma es la que descubre lo que pasa. Atendí a una niña de nueve años abusada por su padre. Cuando la mamá llegó a la casa, su esposo estaba abusando de su hija y ella lo vio con sus propios ojos. Y al igual que todas las madres que conozco dijo: ‘No es cierto, no lo puedo creer’. Y es que no podía creer lo que veía. Verlo, descubrirlo personalmente es especialmente traumático, mucho más que si se entera por terceros. Pero el hecho de verlo no impide que se resistan a creerlo. Mucho tiempo después, esta madre me decía: ‘Cuando yo vi aquello no reaccioné, no supe qué hacer, no podía creerlo, no sabía qué estaba pasando. Hoy lo recuerdo y aún siento como cuando una está viendo una película: la mira, pero sabe que no es real. Siento en mi cabeza bailando las imágenes de lo que miré, como algo que no fue real’”.

SENTIMIENTOS DESGARRADORES:
¿QUIÉN SOY YO, CON QUIÉN HE ESTADO VIVIENDO?

“A esta incredulidad inicial se le mezclan muchos otros elementos emocionales: el dolor de la hija, el miedo a lo que va a pasar, a lo que van a decir: ‘Y si la familia, si los vecinos, si la comunidad, se dan cuenta de esto, si la gente lo sabe, y si sale en los periódicos, ¿qué van a pensar? Será una gran vergüenza’. También aparece el miedo a reaccionar. Si esta mujer tiene ya una historia de violencia con ese hombre y ella lo emplaza, sabe que habrá más violencia. El inconsciente funciona a toda velocidad, más ágil que el consciente. Todo se mezcla, todo se conjuga para que ella afirme: No es verdad, no puedo creerlo.

Hay otro elemento que prácticamente aparece en todas las mujeres al inicio, cuando se dan cuenta. Y que nace de la idea que tienen de lo que es “ser madre”. Como todas las mujeres, están enseñadas a que ser una buena madre significa cuidar y proteger. Entonces, si eso le ha pasado a su niña, significa que son malas madres. Además, quien le hizo eso fue su padre, su padrastro, su compañero de vida, el hombre con quien hicieron su proyecto, el hombre que han amado, que aman. ¿Cómo es posible que ese hombre haya sido capaz de hacerlo con su hija, con mi hija, con una niña? Ese hombre es un monstruo. ¿Y yo he estado conviviendo con un monstruo? Entonces, ¿quién soy yo? Son sentimientos desgarradores. No es sólo la sociedad la que culpa a la madre, ella también se culpa a sí misma: o porque no cuidó o porque comparte la vida con un monstruo”.

LA BUENA MADRE Y LA MALA MADRE:
DOMINA EL SENTIMIENTO DE CULPA

“Después del primer trauma que es saber, enterarse por otros o descubrir ella misma y rendirse ante la evidencia de los hechos, la madre vive enseguida otra angustia: ¿Cómo no me di cuenta antes? Esto también tiene que ver con el deber de ser “buena madre”, tiene que ver con el sentimiento de culpa. No me di cuenta porque soy una mala madre. Las madres asumen todas las responsabilidades, cargan con ellas y cuando algo falla cargan con todas las culpas. En la medida en que vas trabajando con ellas, vas descubriendo todos los mecanismos que ellas mismas se crean para hacerse responsables de todo lo que pasó. Esta resistencia, esta culpabilización, tiene que ver con la construcción social de qué es ser madre, de qué es ser una buena madre.

La cultura patriarcal ha diseñado a la mujer para hacerse responsable de todo y ha culpado siempre a la mujer de las irresponsabilidades de los hombres. En el caso del incesto, esto se cumple a cabalidad, plenamente. La mujer tiende a asumir la responsabilidad y el hombre queda liberado: fue la niña quien lo sedujo, fue la madre quien no supo cuidar a su hija, o fue la mujer como esposa la que no le cumplía sexualmente al hombre y él no pudo más que buscar a la hija para tener con quién. Por una razón u otra, el hombre, el verdadero culpable, queda totalmente impune.

El especialista en abuso sexual infantil David Finkelhor afirma que las madres que más se culpabilizan son las que tienen problemas de pareja. Pero yo he visto esta culpabilización tanto en mujeres con parejas bien llevadas como con parejas emproblemadas. Aun en los hogares que pudiéramos llamar “modelo” por su armonía y en parejas que funcionan sexualmente muy bien, el incesto sucede y también sucede que la madre se responsabiliza y se culpabiliza por lo que sucedió”.

DEL “NO LO PUEDO CREER”
AL “TE CREO Y TE APOYO”

“Dar el paso del ‘no lo puedo creer’ al ‘lo creo’ depende mucho de cada mujer. En mi experiencia, si la madre es una mujer víctima de violencia y ha vivido muy sometida, tardará mucho más en aceptarlo, en admitirlo. Pueden pasar no sólo meses, sino años, muchos años. En algunos casos puede pasar toda la vida y se negará a creerlo y en todo ese tiempo se afirmará en la idea de que a su hija nunca le pasó nada. También hay casos en que las madres reaccionan inmediatamente y el primer momento de no creer dura poco.

Cuando muchas niñas y adolescentes que he atendido me refieren el momento de la revelación a su madre, coinciden en que hay un momento en el que la madre indaga e indaga: ‘¿Vos estás segura de lo que te pasó? ¿Me estás hablando en serio, francamente?’ Ya más serenas, quieren asegurarse. Y todavía entonces tienen la esperanza de que su hija les diga que no es cierto. Ya seguras, con todo y el dolor, como ya entraron en una fase más racional, inician otra fase del proceso: deben decidir si van a apoyar a su hija o no. Es el momento en que se instala en ellas una decisión u otra. Al saber con certeza la verdad pueden ocurrir las dos cosas.

Muchas mujeres se disocian. Hay mujeres que viven toda su vida disociadas. Si deciden continuar viviendo con el hombre que abusó de su hija, necesitan disociarse para poder continuar con él. En mi experiencia, he visto a una mayoría de madres que optan por apoyar a su hija y deciden no seguir junto a ese hombre. Se van de la casa, rompen con el esposo, con el compañero, sea el padre o el padrastro. Esta decisión es señal de una coherencia muy grande. Pero tomarla exige una enorme fortaleza, con la que no siempre cuentan de forma constante. O si la tienen, tratan de emplearla para protegerse de otras formas, evitando recurrir a una ruptura total con el hombre. Por razones económicas, por razones de presión social, por distintas razones.

“MI MADRE ME APOYA PORQUE ME CREE”

El primer apoyo y el más importante que la madre puede darle a su hija es creerla. Creer o no creer establece la frontera primordial. Después vendrán otras formas de apoyo, derivadas todas del hecho de creer lo que la hija relata. Cuando le pregunto a las niñas, a las muchachas, a las mujeres ya adultas, por qué sienten que sus madres las apoyan, siempre dicen: ‘Porque me cree’. Aunque sólo hagan eso, ya les dan un gran apoyo. Para las sobrevivientes de abuso sexual ser creídas es fundamental. Y ser creídas por sus madres les resulta totalmente esencial. Porque si su madre, de la que tanto esperan, y que es quien duerme con ese hombre en ese cuarto, les cree, sienten todo lo que les ha ocurrido de una manera totalmente diferente.

Después de ese primer paso, las hijas esperan nuevos pasos de sus madres. ¿Van a dormir con ellas para evitar que el hombre se les acerque? ¿Van a separarse de ese hombre? ¿En qué medida? ¿Las van a acompañar a poner una denuncia? ¿También en el proceso judicial, en el proceso terapéutico? ¿Hasta dónde las acompañarán? Las niñas detectan muy bien si sus madres las apoyan realmente o no”.

LA RIVALIDAD MADRE-HIJA
Y EL VERDADERO RESPONSABLE LIBRE DE CULPA

Comento con Lorna que, al igual que nuestra población prejuiciada, algunos autores hablan también de las madres cómplices. Cómplices del hombre abusador, con una complicidad que estaría alimentada por varios temores: temen que si apoyan a la hija el hombre las dejará y de él dependen económicamente, temen que el hombre las agreda con más violencia de la que ya ejercía contra ellas o se vengue de ellas de mala manera, en comunidades pequeñas temen al hombre o a su familia si tienen poder... Son temores similares a los que frenan a una gran cantidad de mujeres para tomar distancia de maridos que las violentan físicamente. Son siempre temores al poder ejercido como dominio, imposición y agresión. Temores al abuso del poder.

En otros casos, la madre asume ese rol de “sufridora” que la cultura le asigna como “virtud” a las mujeres y siente alivio de que el hombre la deje en paz a ella aun cuando busque a la hija. En estos casos, más que ser cómplice del hombre, la madre, haciendo un malabarismo emocional, busca que la hija sea cómplice de ella, en sus frustraciones. Piensa: ‘Yo he sufrido con este hombre, ahora te toca sufrir a ti’. Hay mujeres que no quieren ser las únicas que sufren y quieren que sus hijas sepan también lo que es sufrir.

Otras madres asumen ese otro rol que la cultura machista enseña a las mujeres y que las mujeres tan velozmente aprenden: el de competir entre sí por la atención de los hombres. Desde esa óptica, consideran que si su hija cayó en manos del hombre fue porque “se puso de enemiga de ella y le quitó al hombre”.

La competencia o rivalidad madre-hija se nutre también de todos los prejuicios y mitos que rodean el abuso sexual y el incesto: que los hombres son así, que si una mujer o una niña los excita no se pueden aguantar, aun cuando sea su propia hija o viva en su casa, que si una esposa no complace a su marido el hombre tiene “derecho” a buscar satisfacerse con sus hijas…Por todos los caminos, el hombre responsable queda des-responsabilizado.

Reflexiona así Diane Russell en “The secret trauma”: En los casos de incesto padre-hija, las madres se ven colocadas en la posición profundamente dolorosa y humillante de ser rechazadas por su propia pareja y reemplazadas por una mujer más joven, su propia hija. En la cultura machista, que una mujer joven desplace a las mujeres mayores de 40 años es bastante común. Pero, ¿qué puede ser más execrable que esto ocurra en su propio hogar y que quien la despoje sea su propia hija? ¿Qué puede ser más destructivo para la relación madre-hija?

LA RIVALIDAD NO ES LA CAUSA,
ES LA CONSECUENCIA

Lorna comenta y continúa: “Según mi experiencia, lo que esta autora identifica como tan humillante, se da e incluso se hace más frecuentemente visible, cuando el incesto sucede entre el padrastro y la hijastra, su entenada. He visto a menudo que cuando el agresor es el padre adoptivo, hay mayor tendencia en las madres a fabricar racionalmente una historia que les permita evadir la realidad: ‘Mi hija lo sedujo, ella lo provocó, ella de loquita se le metió, ella se aprovechaba de que yo no estaba, ella se vestía con shorcitos chingos para excitarlo’.

La rivalidad madre-hija, de la que a veces tanto se habla superficialmente, se genera a partir de este tipo de racionalizaciones. Pero la rivalidad madre-hija no es lo que provoca el abuso ni está en el origen del abuso. Esa rivalidad es, por el contrario, la consecuencia del abuso, el producto final de todo un proceso de negación que hace la madre: ‘Esto no lo puedo aceptar, y porque no lo puedo aceptar no es cierto’. Y fabrica una historia en la que la hija actúa como su rival. A su vez, esta rivalidad de la madre hace que la hija culpe a la madre por no protegerla. La madre culpando a la hija y la hija culpando a la madre, y quien queda exculpado es el hombre, que es el verdadero responsable.

Los medios de comunicación, especialmente los radiales y los televisivos que, cultivando la “nota roja”, informan de manera morbosa y superficial de los delitos de incesto, contribuyen a reforzar los prejuicios contra las madres “que no cuidan” y contra las hijas “que se les meten a los hombres”, alimentan las rivalidades y generan mayor confusión emocional entre todas las mujeres, sean madres o hijas”.

LAS QUE APOYAN, LAS QUE DUDAN,
LAS QUE CULPAN, LAS QUE PROTEGEN AL HOMBRE

“Si yo tuviera que hacer una clasificación, a partir de los casos que he conocido, diría que hay dos tipos de madres que apoyan. Las llamo “apoyantes firmes” y “apoyantes bifurcadas”. Las firmes creen a sus hijas desde el inicio y las acompañan en todo su proceso personal, incluido el proceso judicial. Son madres que deciden ellas mismas interponer la denuncia, que llevan a sus hijas a la consulta sicológica y participan con la sicóloga si es necesario, que buscan conocer más del tema, que toman medidas para prevenir nuevos abusos.

Las bifurcadas se encuentran con más frecuencia en aquellas familias en que el agresor sexual es un hermano de la niña. La madre se encuentra entonces dividida entre su amor al hijo y a la hija. En estos casos, he visto con frecuencia que la madre cree la historia, inicia el proceso, pero pronto el temor se apodera de ella y busca dilaciones y excusas de forma indefinida o fabrica sus propias interpretaciones para minimizar la responsabilidad de su hijo agresor.

Entre las madres no apoyantes predominan las dudas, le quitan importancia al hecho y a las secuelas, niegan los daños causados a la hija por el abuso. Responsabilizan a la niña, si no de los hechos sí de revelarlos y de causar con esa revelación tantos problemas. El caso extremo de las no apoyantes es el de las madres que no creen a sus hijas, que las culpan y hasta protegen incondicionalmente al agresor como una forma de sentirse protegidas ellas mismas. Terminan ubicándose ellas en el papel de víctimas de sus propias hijas. Es en estos casos en los que más se expresa ese fenómeno de la rivalidad madre-hija, provocado en definitiva por el hombre incestuoso”.

EL REINO DEL DESAMOR: SIN INFORMACIÓN,
SIN EDUCACIÓN, SIN PLACER, SIN COMUNICACIÓN

Comento con Lorna que en el trauma del incesto siempre se impone el secreto, siempre hay silencio. Este silencio es el mejor blindaje de los abusadores sexuales, especialmente en el incesto. Con más facilidad una niña le contará a su madre que un desconocido la ha violado con violencia en una calle que le confesará que su papá abusa de ella con la máscara del cariño y el afecto en las noches o con la del miedo y las amenazas cuando la madre no está en la casa.

Y ese secreto y ese silencio se blindan con la escasa o nula información y educación sexual que reciben las niñas y que ya de adultas tienen las mujeres. Aún son mayoría las que fueron amenazadas o severamente castigadas por masturbarse, ese sano ejercicio de exploración y de satisfacción y placer corporal que enseña tanto. Aún son mayoría las que no recibieron de sus madres -ni mucho menos de sus padres- ninguna información sobre la menstruación, las relaciones sexuales, el embarazo, el parto. “Ya aprenderás todo eso cuando estés con un hombre”, han escuchado desde niñas muchas mujeres.

Ese innombrable y evasivo “todo eso” les confirma que la sexualidad es turbia y temible. Peligrosa. Riesgosa. Para más, ese hombre que un día será su “maestro” en el aprendizaje está igual que ella, nadie le ha explicado nada, sólo ha aprendido en la calle lo que la cultura enseña: que ser hombre es tener cuanta mujer se le antoje, que a las mujeres hay que dominarlas, que a las mujeres les gusta siempre, que cuando dicen NO significa SÍ, que sólo eso buscan… Ignorancia sobre ignorancia, se construye así una vida sexual carente de amor y plagada de temores, sumisiones y abusos. Abonada por una total incomunicación. Se edifica así, piedra a piedra, lo que la feminista nicaragüense Sofía Montenegro ha llamado acertadamente el reino del desamor.

CÓMO SE ENTERAN LAS MADRES:
EL PODEROSO TABÚ DE LA SEXUALIDAD

“Lo que he visto con mayor frecuencia -continúa Lorna- es que a prácticamente todas las niñas les da temor contárselo a sus madres. En primer lugar, temen no ser creídas. Ese temor es lo que más priva en ellas: ‘Si no me van a creer, mejor no lo digo’. Y piensan así, y no tienen confianza, porque de lo que van a hablarle a su madre es de sexualidad. Y desde muy pequeñas han aprendido que la sexualidad es algo prohibido, sucio, que de eso no se habla, que hablar de eso es vulgaridad, una cochinada. Han aprendido que eso hay que callarlo y temen que si hablan de eso las van a castigar. Por mucha confianza que tengan con su madre, tienen el temor derivado del poderoso tabú que rodea todo lo referente a la sexualidad. Con la poca educación sexual que tenemos, la niña no se equivoca: la madre no va a entenderla, porque también para ella la sexualidad es un tabú.

Según mi experiencia, la mayoría de las madres no se enteran por sus hijas sino por terceras personas. Porque la niña se lo contó a una familiar cercana: a una tía, a una prima, a una amiguita. Y desde ahí le llega la historia a la madre. O ella ya está en la pista porque observa ciertas reacciones en la niña y aunque le pregunta y la niña no se lo dice, la niña termina diciéndoselo a otra persona que finalmente se lo cuenta a la madre. Hay madres que se dan cuenta por el embarazo de sus hijas. Y a menudo es ése el momento en que la chavala lo revela. El embarazo, que le brinda a la hija la oportunidad de contárselo a su madre, le brinda a veces a la madre una coartada para no creer a la hija: interpretan que ese embarazo no es fruto del abuso sino de una locurita que hizo la hija con algún novio. Racionalizan otra historia, re-interpretan los hechos, para evadir la dramática realidad del incesto y sentirse más seguras.

El caso es diferente cuando las niñas revelan la historia de abuso a sus madres muchos años después, cuando ya son adultas y hablan a sus madres de historias pasadas, guardadas en su memoria, protegidas por el silencio de tanto tiempo. En estos casos, lo más común es que las madres no las crean ni las apoyen. Después de tanto tiempo, en el que ellas convivieron con el agresor, les resulta totalmente inaceptable emocionalmente asumir que han vivido toda su vida al lado de un monstruo. Siendo ya adulta la hija, ¿cómo desandar tanto camino para acompañarla? Cuando las hijas son niñas o adolescentes resulta mucho más fácil. La historia con ese hombre es más breve y pueden asumirlo mejor”.

¿QUE DICEN LAS NOTICIAS DE PRENSA?

Comparto con Lorna el fruto de mis “investigaciones”. Entre febrero 2002 y septiembre 2004 recorté puntualmente, día a día, todos los casos de incesto aparecidos en los dos diarios nacionales, El Nuevo Diario y La Prensa, buscando conocer lo que se desprende acerca de las reacciones de las madres de las víctimas en los casi siempre esquemáticos relatos periodísticos.

Informaciones mucho más frecuentes que las de casos de incesto son aquellas en las que el abusador sexual es ajeno a la familia, y el delito ocurre en la calle, en un predio, en un camino, en las orillas de un río. En los casos de violación sexual protagonizadas por extraños, las informaciones de los diarios demuestran prácticamente que son siempre las madres las que acuden a poner la denuncia. Y es precisamente porque denuncian por lo que estos delitos llegan hasta la prensa escrita.

Los casos de incesto de padre o de padrastro aparecen con mucha menos frecuencia. En este período -32 meses- se publicaron 31 casos. Prácticamente uno mensual. ¿Hubo sólo estos casos o hubo más? El subregistro en las denuncias de incesto es inmenso, aunque la tendencia que hemos visto en los últimos años es a aumentar. En 20 de los 31 casos aparecidos en los diarios el delincuente fue el padrastro, en 11 el padre. Cuando es el padre quien abusa las denuncias disminuyen. Se guarda más silencio, la cosa queda más guardada en casa.

Las edades de las niñas van desde los 2 años hasta los 14. Casi la mitad están en el rango de 9-11 años. Siete de ellas resultaron embarazadas como consecuencia del incesto. Nada se informa si la niña embarazada dio a luz o no. Sólo en dos casos es el padre de la niña, abusada por su padrastro, quien da el primer paso denunciando lo ocurrido. ¿Cómo se comprometen los hombres en este drama?

Según las variadas experiencias relatadas en el informe Me reconozco y te acompaño de Dos Generaciones (1999), producto del trabajo de esta ONG con madres de víctimas de abuso sexual y de incesto, han sido muy pocos los casos en que una figura masculina ha apoyado a las víctimas y de éstos, todos han delegado posteriormente en alguna mujer de la familia.

LAS MADRES DEFIENDEN,
DENUNCIAN Y SE ARRIESGAN

Lo más habitual es que, al poner la denuncia, la niña confiese que guardó silencio porque fue amenazada: el padre o padrastro le dijo que la mataría a ella si hablaba o le cortaría la lengua o mataría a su mamá. En una mayoría de casos, las madres estaban trabajando fuera de la casa mientras los hombres, desempleados, vagaban sin hacer nada o haciendo el daño.

La totalidad de los casos ocurrieron en zonas rurales y en ambientes empobrecidos de las ciudades. El secreto que rodea al incesto es casi siempre impenetrable cuando ocurre en los hogares con más recursos, allí lo privado nunca se hace público. De esos casos, que también son numerosos, más difícilmente se habla y prácticamente nunca se informa en los medios.

Lo más interesante de lo que muestran las informaciones que recogí en la prensa es que, aunque la condena social basada en el mito de que la madre es la culpable, es la responsable o es hasta la cómplice, prevalece en el imaginario colectivo, en 25 de los 31 casos fue la madre la que denunció al hombre por lo que le había hecho a su hija. En tres casos, confrontar al hombre puso en riesgo la vida de estas mujeres: una fue apuñaleada, a otra le quebraron el brazo y otra escapó de ser ahorcada. Como nunca se le da seguimiento periodístico a estos casos, no sabemos si fueron muchas más las que pagaron caro el salir en defensa de sus hijas.

CARGAN CON EL DOLOR DE SUS HIJAS
Y CON EL DE ELLAS MISMAS

“Lo que muestran y demuestran las informaciones que recogiste en los diarios -explica Lorna- es lo que confirma mi experiencia. Yo puedo afirmar que la mayoría de las madres de niñas o muchachas abusadas en sus hogares y por sus padres o padrastros creen a sus hijas y las acompañan y las apoyan. Yo considero heroicas a estas mujeres. La revelación del incesto supone un cambio total para la vida de una madre. Y para la vida de una familia. Desde fuera es difícil dimensionar la fortaleza que una mujer necesita para enfrentar adecuadamente este drama, imaginar la carga que significa asumirlo. Le toca cargar con su hija y consigo misma. Muchas veces sola. La sociedad la juzga injustamente, la culpabiliza injustamente, no la acompaña, haciendo así aún más insoportable su dolorosa carga.

El incesto sigue siendo el secreto mejor guardado en nuestra sociedad y en todas las sociedades. Es sólo una minoría de niñas y adolescentes las que revelan ese secreto a sus madres. Es también minoritario el número de las que se lo revelan a cualquier otra persona. La mayoría de estas historias permanecen guardadas en el silencio, en el secreto, en un subregistro de cifras ocultas, son casos de los que nunca nadie sabrá nada. Con mucha frecuencia he conocido a adultas que me confiesan: ‘A estas alturas de mi vida ni siquiera me había dado cuenta de que a mí me ocurrió eso’.

La creciente información que sobre abusos sexuales aparece en nuestros medios de comunicación, la revelación en Estados Unidos y otros países de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes, y una cada vez mayor información sobre lo que significa el abuso sexual, va a contribuir, ya está contribuyendo, y positivamente, a la reflexión y a la acción de prevención. Las informaciones que hoy se diseminan cada vez más mueven en la memoria de muchas mujeres el recuerdo de historias pasadas y propias que creían haber olvidado o que, de hecho, habían olvidado por haberles sucedido en edades muy tempranas. También mueve a muchas a hablar.

Naturalmente, esto promueve entre las madres la desconfianza hacia maestros, pastores, sacerdotes y familiares. Hay quienes piensan que la promoción de la desconfianza como prevención y el enseñar a niñas y niños el autocuido genera una paranoia y un pánico entre las madres. Pero esos sentimientos aparecen sobre todo al comienzo de la toma de conciencia del problema. Y yo creo que son necesarios. No viene mal un poquito de paranoia. Obliga a buscar alternativas de prevención”.

LA HISTORIA SE REPITE:
MADRE ABUSADA, HIJA ABUSADA

“Una sobreviviente de incesto desde que era muy pequeña me decía: ‘Yo estoy convencida que mi madre también sufrió abuso en su niñez, pero ella no quiere hablar y por eso es difícil ayudarle. Y eso hace también más difícil mi proceso. Sería mucho más fácil si ella se abriera. Mi madre pertenece a una generación que no habla de eso. Se morirá sin hablar’.

No es un caso excepcional. Con frecuencia he atendido a niñas y adolescentes abusadas en sus hogares cuyas madres habían vivido también una historia de abuso sexual en su niñez o en su adolescencia. Es muy frecuente que las niñas abusadas sean hijas de madres que también sufrieron abuso. Lo he comprobado en Nicaragua. El experto David Finkelhor lo ha comprobado internacionalmente. Es lo que llamamos “modelaje”. La madre que vivió una historia de abuso y que probablemente nunca la ha podido ni procesar ni expresar ha venido sobreviviendo a su historia con el comportamiento típico de una sobreviviente: una persona sometida, vulnerable, frágil. Aunque no diga nada, transmite estas señales a sus hijas. Estas actitudes se “contagian” por el modelaje de las madres.

Haber vivido una historia similar no procesada limita el apoyo que las madres puedan darle a sus hijas. No están preparadas para asumir ese dolor si ni siquiera han podido identificar y procesar el dolor propio. También tienden a reaccionar queriendo proteger a sus hijas y piensan que protegerlas es pedirles silencio, perdón y olvido, que es lo que ellas hicieron hace tiempo. Pero nunca el silencio o el olvido, tampoco el perdón, resuelven nada.

Es particularmente difícil el caso de las madres que sufrieron abuso sexual en su infancia y jamás lo han aceptado y nunca lo han querido reconocer o asumir. Entre ellas es siempre mayor la resistencia a creer, a aceptar y a apoyar. Cuando se enteran de lo que le pasó a su niña lo ven como una fatalidad y se resisten mucho. Además, como nunca contaron su propia historia y se creen fuertes considerando que ya la superaron, piensan: ‘Si yo nunca lo he dicho ni he tenido necesidad de hablar de eso, ¿por qué esta mocosa va a tener que decirlo? Si yo pude sobreponerme y ser fuerte, ¿cómo no va a poder ella? Yo no he necesitado de nadie, yo hace rato que no pienso en eso, ¿y quién se cree ella, qué lecciones me va a dar ella a mí?’ Aceptar lo que le dice la hija, entrar en su proceso, obligaría a la madre a aceptar su propia historia, su propio abuso. Y eso supone cuestionar toda su vida. Para huir de esa angustia, la madre racionaliza que su hija es mala, la considera como una enemiga que quiere destruir su hogar. No son casos excepcionales. Muestran, con mayor profundidad, el mecanismo de defensa propia con que muchas mujeres reaccionan ante el incesto.

Recuerdo un caso: el abuelo violó a la nieta y años antes había violado a su hija, cuando era pequeña. Esta mamá me decía: ‘Ahora la que importa es mi hija, yo ya no importo porque yo ya me he olvidado de todo’. Pero se contradecía: ‘No hay día del mundo en que no lo recuerde’. Así me decía a veces y estallaba en llanto. No había olvidado nada de lo que le había hecho su padre. Ella creía que su hija estaría tranquila si olvidaba, y ella misma le exigía olvidar, así como ella había olvidado. Descubrí pronto que olvidaba su historia con licor. Y terminó aceptándome que bebía desde hacía años. Para olvidar. En su caso, su pareja era buena, pero ella vivía con esta herida abierta”.

UN PROBLEMA ANTIGUO
QUE HOY YA TENEMOS CAPACIDAD DE VER

“Cuando descubrimos el delito de incesto descubrimos, a la par, muchas historias encadenadas. Y la cadena tiene eslabones muy firmes: la madre sobreviviente transmite inconscientemente señales que hacen vulnerable a su hija, la hija las capta, las aprende, la hija es abusada y la madre o la hace callar o la siente como su rival. Con probabilidad, la historia se va a repetir en la siguiente generación. Si no sabemos intervenir, éstas son historias que se prolongarán a lo largo de generaciones. Sin introducir un proceso terapéutico en esta cadena nos arriesgamos a que nunca termine.

En el caso de sobrevivientes con madres con una historia similar ambas necesitan de apoyo terapéutico. La experiencia nos enseña que existen en Centroamérica muchas cadenas generacionales. Y es desde esta perspectiva desde la que debemos mirar lo que está pasando actualmente, lo que estamos viendo: es un error de apreciación pensar que el abuso sexual es un problema reciente o que sucede ahora más que antes o que ocurre porque la sociedad perdió sus valores o porque no tiene principios religiosos o que es más frecuente porque las chavalas de ahora son locas. No, éste es un problema muy antiguo que hoy, por fin, tenemos capacidad de ver y de hablar de él. Esto es positivo, es un primer paso, es un gran avance.

Cuando la madre no tuvo una historia similar, la revelación de los hechos la sorprende siempre más. De todas maneras, en cualquier caso, conocer de un abuso sexual en la familia es siempre algo que resulta inconcebible. Pero cuando no ha habido ninguna historia previa, la incredulidad tiende a ser mayor: ‘Esto no ha pasado nunca en mi familia, esto le pasa a otros, esto sólo pasa en los periódicos’. En muchas ocasiones he partido, en la consulta, de que no hay historia previa en la madre, y la madre así me lo afirma. Y no porque esté evadiendo la realidad, sino porque realmente no lo recuerda. Pero, investigando a partir de indicadores que permiten sospecharlo, descubro que sí hubo una historia similar en su pasado y que estaba “borrada”. Cada nuevo caso, cada nueva cadena, nos demuestra cuán prevalente es el incesto en nuestra sociedad”.

EL SENTIMIENTO DE CULPA Y EL DE TRAICIÓN:
LOS DOS PILARES QUE DEBEMOS ENFRENTAR

“A las mujeres adultas que fueron abusadas en la infancia y en la adolescencia y no dijeron nada a sus madres en aquel momento, las tengo que preparar especialmente para que se lo cuenten a sus madres. Aunque hayan pasado muchos años, compartirlo con su madre es fundamental en su proceso terapéutico. Aunque ya son mayores, siguen buscando su apoyo, quieren contar con su credibilidad. Decírselo y que sus madres les crean es fundamental para superar el sentimiento de traición. Todas las sobrevivientes, tanto niñas como adultas, sienten que su madre las ha traicionado. Cuando son adultas este sentimiento está más arraigado por todo el tiempo que ya ha transcurrido.

Sienten que su madre las traicionó porque no se dio cuenta de lo que pasaba, porque no hizo nada para que no pasara, porque siguió viviendo con ese hombre… Son sentimientos muy fuertes en la conciencia de la niña que prevalecen aun cuando es adulta. Y esto tiene que ver también con que en la cultura en que crecemos, las hijas han aprendido también a mitificar a la madre y a esperarlo de ella todo, una protección total. También ellas viven el mito de “la buena madre”. La madre tiene que ser perfecta, saberlo todo, resolverlo todo.

Madres e hijas han sido enseñadas culturalmente a esa omnipotencia y a esa super-protección. Si la madre no lo logra es una mala madre. Y como la realidad social le muestra a las niñas desde muy chiquitas que el padre se va de la casa, abandona la familia y la madre es la que se queda y la que se responsabiliza de todo, la mitificación se reafirma en la realidad diaria.

Si el sentimiento más profundo de toda madre es ‘no lo puedo creer’, el de toda hija es ‘mi madre me falló, me traicionó’. Esos son los dos sentimientos fundamentales en la relación madre-hija con los que hay que trabajar: culpa y traición. Son los dos pilares que debemos mover. El punto de partida es saber desde el comienzo, es que una sobreviviente de incesto no puede salir adelante sin establecer una red social de apoyo para reconstruir su vida. En esta red su madre ocupa un lugar importante.

Pero también en esta tarea debemos desmitificar a las madres. Si las sobrevivientes no tienen a la madre, porque ya no está o porque no las apoya, también podrán reconstruir sus vidas. Y de hecho, las reconstruyen. La experiencia lo demuestra. Tal vez el proceso les resultará más difícil. O tal vez no. Hay muchas sobrevivientes que buscan, y encuentran a alguien que ocupa el lugar de la madre que falta o que no quiere. Puede ser una familiar, una amiga, una sicóloga. Funciona. Y hay también grupos de autoayuda donde las mujeres sobrevivientes, hablando y compartiendo entre ellas, apoyándose entre ellas, actúan como madres unas de otras. También funciona”.

LO MUCHO QUE NOS FALTA
POR REFLEXIONAR Y POR HACER

Me despido de Lorna. Las experiencias que ella ya ha tenido, lo que enseña y sigue aprendiendo, las informaciones de las que ya disponemos en libros y talleres, las reflexiones ya hechas y las que sabemos que aún nos faltan, nos indican que queda mucho por hacer. Mucho por hablar y por pensar. Mucho por transformar. Mucha conciencia por construir. Entre las mujeres, para que la maternidad deje de ser un destino fatal y sea elegida cada vez más libremente. Y entre los hombres, para que la paternidad sea asumida activa, responsable y gozosamente.

Sin involucrar a los hombres en los cambios que exigen sociedades más justas y más felices, será difícil detener la violencia, detener el abuso sexual, detener el incesto. El subdesarrollo emocional y espiritual de nuestros países tiene género: es masculino.

Los hombres deben crear “redes” donde revisen entre ellos mismos, entre ellos solos, los daños que les causa la formación que sus madres -y sus padres, cuando estaban- les dieron para que consideraran impropio llorar, cocinar, barrer o chinear y besar a sus hijos, donde analicen el miedo cerval a “parecer mujeres”, donde evalúen y repasen la “educación” que compartieron en la escuela y en las calles haciendo chistes groseros sobre las mujeres que todos reían, visitando burdeles o violando muchachas. Deben crear redes donde se preparen juntos para una paternidad responsable y para una sexualidad más feliz, que no sea sólo un ejercicio de poder.

Y mientras esto sucede, las redes de mujeres ya creadas deben revisar cómo educan a sus hijos varones, cómo hipotecan sus afectos conviviendo con hombres extremadamente machistas por temor a la soledad, y con qué violencia verbal y trucos del poder tratan a sus congéneres mujeres. Deben analizar si realmente el discurso feminista es una actitud vital o sólo una teoría apasionante pero no practicada fuera de los libros, los discursos, los talleres y los informes.

¿DIOS TIENE ALGO QUE VER EN TODO ESTO?

En la construcción de una nueva conciencia entre hombres y entre mujeres, y ante la extensión que en nuestros países tiene el incesto, cabe hacernos esta pregunta: si siguiendo a la antropología, el tabú del incesto es la institución “legal” más universal que existe en todas las culturas del planeta, ¿cómo es posible que nuestros hombres transgredan esta institución tan frecuente y tan impunemente?

No es fácil hallar una respuesta convincente. Para hallar pistas, creo que debemos indagar también en el terreno de lo religioso, ese terreno en donde apenas incursionamos. Por respeto, por miedo, por ignorancia. Tal vez porque tememos quedarnos “sin terreno” si avanzamos demasiado cuestionando nuestras propias ideas religiosas, nuestra propia idea de Dios.

Las desiguales y distorsionadas estructuras de poder entre mujeres y hombres en las que hoy vivimos tan “naturalmente” han sido alimentadas desde hace milenios, en primer y destacado lugar, por la religión. ¿Ese alimento ha sido tan prolongado y abundante que ha logrado quebrantar el tabú del incesto? La cultura derivada de esas ideas religiosas, ¿ha dado tanto poder a los hombres como para hacerles sentir también que tienen el “derecho” de usar sexualmente a sus propias hijas, nietas, a niñas y a muchachas de su entorno familiar? Mucho se habla ya en Centroamérica, en el lenguaje sociológico con que todas las ONG “tallerean” a los más variados sectores de la población de “la cultura patriarcal”. Menos se reflexiona en las raíces religiosas de esa cultura, y específicamente en su raíz más profunda: la imagen de Dios, la idea de Dios que ha generado esa cultura. Un Dios surgido hace unos cuatro mil años, un Dios masculino, pensado, invocado, impuesto, predicado y adorado en masculino. Exclusivamente en masculino.

LA GUERRA DE LOS DIOSES CONTRA LAS DIOSAS

La conciencia de la superioridad de los hombres sobre las mujeres tiene su base más firme en la imagen masculina de Dios. Esa idea, esa imagen, esa representación de Dios, nos ha llegado desde el hondón de los tiempos, desde muy lejos. Es tan antigua que nos da la apariencia de ser la verdad, la única verdad. Y no lo es. Esa imagen tiene historia y reduce peligrosamente la verdad sobre Dios. Esa idea de Dios, que extirpó todo lo femenino -la espontaneidad, la intuición, el sentimiento y el instinto- de todo lo que era divino es histórica, es una creación cultural. No siempre fue así. No tiene por qué ser así.

La guerra de los dioses padres, tribales y violentos, sobre las diosas madres, vitales y compasivas, librada inicialmente hace cuatro mil años en Babilonia, en las tierras del Próximo Oriente, ha afectado, etapa tras etapa, a toda la humanidad más de lo que nos podemos imaginar o de lo que querríamos aceptar. Dentro de nuestra cultura occidental, la imagen del Dios Yahvé, sólo exclusivamente Padre, que hemos heredado desde entonces, por la vía de la cultura judeocristiana expresada en la Biblia, ha hecho estragos en nuestras mentes. Y en nuestras conductas.

Mucho tiempo después que los dioses varones se impusieran sobre extensos territorios, hace dos mil años, Jesús cuestionó en Palestina esa imagen, predominantemente autoritaria e intolerante, exigente y severa, excluyente y celosa, con palabras y con actitudes. Jesús revolucionó la idea de Dios. Le llamó Abba (Papá) y propuso a hombres y a mujeres virtudes que la cultura menospreciaba y atribuía sólo a las mujeres como las herramientas que transformarían el mundo: el poder ejercido como servicio y como cuidado, la compasión, la ternura.

Pero el cristianismo oficial se hizo enseguida más seguidor de Pablo de Tarso que de Jesús de Nazaret. Y la teología del misógino Pablo le ganó terreno al movimiento del feminista Jesús. Las consecuencias son gravísimas. Son violencia y abuso de poder. ¿Son también el abuso sexual en el hogar, el incesto?

DONDE DIOS ES VARÓN
LOS VARONES SON DIOSES

En un encuentro regional de mujeres evangélicas celebrado en el año 2004 en Buenos Aires, la Reverenda Judith VanOsdol lo sugería con contundencia al hablar así: La imagen de Dios que se predica y se emplea en muchas iglesias es inadecuada. Las iglesias relegan a la mujer a una segunda o tercera categoría, como si fueran seres inferiores, contribuyendo a invisibilizar el importante e histórico liderazgo de las mujeres. Las iglesias que imaginan o representan a Dios como un varón tienen que hacerse cargo de esta imagen creada como herejía. Porque donde Dios es varón, el varón es Dios… El término “Padre” es un término relacional, que apunta a la igualdad de toda persona, como hija y como hijo. La base de la tentación en el jardín del Edén fue querer ser dioses. Esta tentación sigue en pie hasta el día de hoy. Cuando los varones se postulan como dioses por encima de las mujeres seguimos viviendo las consecuencias de este pecado: el desequilibrio y la injusticia de género.

EL MACHO: EL GRAN CHINGÓN

Recientemente ha sido traducida por fin al español una obra muy importante para entender el daño que le ha hecho a la humanidad la imagen exclusivamente masculina de Dios, el haber despojado a lo femenino de su carácter sagrado, el haber hecho a Eva responsable de todos los males y de todas las calamidades. El mito de la diosa, de Jules Cashford y Anne Baring, intenta explicar esta historia con abundancia de datos desde una perspectiva poco usual y con gran inteligencia.

Bastantes años antes, en esa estupenda radiografía de la cultura mexicana y de buena parte de la cultura latinoamericana, El laberinto de la soledad, Octavio Paz percibía cabalmente el daño y ubicaba adecuadamente las raíces religiosas del machismo mexicano, violento y diario continuador de esta guerra ancestral de los dioses contra las diosas: En todas las civilizaciones, la imagen del Dios Padre -apenas destrona a las divinidades femeninas- se presenta como una figura ambivalente. Es rey de la creación, regulador cósmico, origen de la vida, el Uno de donde todo nace y a donde todo desemboca. Pero, además, es el dueño del rayo y del látigo, el tirano y el ogro devorador de la vida. Este aspecto -Jehová colérico, Dios de ira, Zeus violador de mujeres- es el que aparece casi exclusivamente en las representaciones populares que se hace el mexicano del poder viril.

La frase “Yo soy tu padre”, que usamos tanto en México, no tiene ningún sabor paternal, ni se dice para proteger, resguardar o conducir, sino para imponer una superioridad, esto es, para humillar. Su significado real no es distinto al del verbo “chingar” y algunos de sus derivados. El Macho es el Gran Chingón. Una palabra resume la agresividad, impasibilidad, invulnerabilidad, uso descarnado de la violencia y demás atributos del “macho”: poder. La fuerza, pero desligada de toda noción de orden: el poder arbitrario, la voluntad sin freno y sin cauce.

Chingar -explicita Paz- es hacer violencia sobre otro… Humillar, castigar, ofender… Es un verbo masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha. Lo chingado es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior: la idea de violación rige oscuramente todos los significados.


EL MIEDO DE LAS MUJERES
Y EL MIEDO DE LOS HOMBRES

En todas partes del mundo todo esto está empezando a cambiar. Son tantas las señales que no cabría su listado en las páginas de este ejemplar de la revista. Al describir lo que llama miedo global, el pensador uruguayo Eduardo Galeno se refiere al miedo de las mujeres a la violencia de los hombres -un miedo muy antiguo y aún no desterrado-, al que él suma otro miedo, éste más reciente: el miedo de los hombres a las mujeres sin miedo. Es un signo de nuestros tiempos, de nuevos tiempos: son cada vez más las mujeres que toman conciencia de su dignidad, que descubren sus capacidades y habilidades, que logran limar y quebrar de mil maneras los barrotes del machismo en que estuvieron atrapadas, que “no se dejan”, que van perdiendo el miedo. Que son madres de otra manera, que están buscando las formas de serlo de otra manera.

Una buena cantidad de hombres tiene miedo a estas mujeres. Y el miedo suele engendrar violencia. ¿Es ese miedo en ascenso el que quiebra con tanta frecuencia el tabú del incesto? Cuando la mujer empieza a romper con su identidad cultural de “buena madre”, sumisa siempre, abnegada siempre, sacrificada siempre, al hombre se le cuestiona su propia identidad. Y experimenta miedo. Sucedió en Francia y en Inglaterra a finales del siglo XIX, cuando las mujeres comenzaron a conocer y a emplear los métodos anticonceptivos para la planificación familiar y a incorporarse masivamente al trabajo. Las hijas de Lilith, un interesante libro de la catalana Erika Bornay, analiza a profundidad el miedo masculino de aquella época en estos dos países, un miedo que generó una abundante literatura y pintura masculinas donde la “mala mujer” llamada entonces “mujer fatal”, “vampiresa” eran las protagonistas, a la vez que aumentaba el número de casos de prostitución de niñas y adolescentes y proliferaba el abuso sexual contra las niñas y la pedofilia.

En Nicaragua, en Centroamérica, en los países que ahora serán del “área CAFTA”, con un desempleo estructural que se “resuelve” con la maquila -donde las mujeres son mayoría- y con mujeres cada día más conscientes de que no quieren ser subordinadas ni sólo “buenas madres”, podemos estar asistiendo a otra ola de miedo masculino de este tipo, que en nuestras tierras no está generando lamentablemente ni literatura ni arte, pero sí recrudeciendo la violencia -cada vez escuchamos más casos de feminicidios, asesinatos de mujeres por el hecho de ser mujeres- e incrementando el abuso sexual. ¿También el incesto?


PERIODISTA. REDACTORA JEFA DE ENVÍO.

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