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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 282 | Septiembre 2005

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América Latina

El orden tutelar: una clave para entender y para entendernos

En América Latina “sentimos” a quien manda como un padre y quien manda “siente” su poder como el de un hacendado. Y el ejército y el clero son poderosos referentes de un poder intocable. Y las costumbres pesan más que las leyes. Y no somos democracias. ¿Porqué es esto así? ¿Qué pistas pueden explicarlo?

Guillermo Nugent

Al tratar de responder a la cuestión de por qué, a pesar de que los ideales de modernización de las sociedades son algo relativamente difundido en América Latina, un discurso público sobre la sexualidad y los derechos sexuales ofrece resistencias tan enconadas desde el Estado, descubrí un conjunto de problemas relacionados con una figura política poco explorada, pero de gran eficacia práctica: el tutelaje. Entender el concepto de “orden tutelar” me parece puede ayudarnos a formular argumentos para defender los derechos sexuales y los derechos reproductivos, así como para promover sentimientos de igualdad cívica.

EL NUEVO ORDEN DE LAS NUEVAS REPÚBLICAS

La formación de las Repúblicas latinoamericanas creó la necesidad de contar con un nuevo tipo de instituciones que sucedieran a las del imperio español. Se ha discutido y sostenido repetidamente que este nuevo orden republicano no creó una cultura pública que aspirara tan siquiera a ser moderna. Se ha asumido la continuidad con el ordenamiento colonial español, dando a entender que nada habría cambiado. Sin embargo, con la formación de nuestras Repúblicas se creó un nuevo orden muy propio de la región y hasta ahora insuficientemente teorizado: el tutelaje.

El término tutelaje viene de una figura jurídica del derecho de familia. Básicamente, consiste en una forma de representación. Cuando alguien está incapacitado para la representación de sus intereses, se requiere de alguna otra instancia que se encargue de su adecuada representación. El ejercicio de la tutela genera las figuras del tutor y del tutelado. Es interesante que en este concepto la descripción de las condiciones bajo las cuales alguien queda en la situación de tutelado o tutelada son considerablemente más detalladas que las condiciones requeridas para ser tutor. En otras palabras, el tutelaje no requiere de un especial mérito sino de una reconocida incapacidad.

La figura del tutelaje se aplicó tradicionalmente a las mujeres -en especial a las viudas-, a huérfanos, a menores de edad y a personas con alguna enfermedad mental o severas limitaciones físicas. Era una figura jurídica perteneciente a la esfera de lo doméstico. Sin embargo, resultó y resulta singularmente apta para poder entender a cabalidad las relaciones de poder establecidas en América Latina en el ámbito público. Está de más decir que, por definición, la tutela elimina cualquier pertinencia de una esfera propiamente privada, especialmente de la esfera de la sexualidad -la más privada de todas- pues al no poder disponer de sus propios intereses, el tutelado carece de esfera privada.

EN UN PESIMISMO CULTURAL
Y CON TUTORES PINTORESCOS

De la figura del tutelaje nos interesa extraer dos consecuencias importantes. La primera, una muy sostenida forma de pesimismo cultural, que consistía en señalar las incapacidades de los pueblos, precisamente para justificar la necesidad de la tutela sobre colectividades básicamente incapaces de hacerse cargo de sí mismas. Buena parte de la elaboración cultural oficial en América Latina estaba dedicada a diseñar un conjunto de características según las cuales las poblaciones estaban imposibilitadas para hacerse cargo de sus intereses. La contraparte eran las exaltaciones nacionalistas, que usualmente consistían en la alabanza de un caudillo, una especie de gran tutor.

La segunda consecuencia fue el abandono tendencial de cualquier tipo de ideal de excelencia moral. Los que debían gobernar no tenían que ser los mejores, bastaba con afirmar la condición tutelada de los gobernados. Esto explica, en parte, esa facilidad para el gesto pintoresco que usualmente se encuentra en los personajes que desempeñan cargos de gobierno en varias sociedades del continente. Así como el tutor no tiene que dar cuenta de sus actos al tutelado, sino a otras instancias externas, de parecida manera el pintoresquismo de los personajes públicos es simplemente lo que ocurre cuando no hay que rendir cuentas, cuando no hay accountability ante un auditorio cívico. ¿Ante quiénes se rinde cuentas entonces? Ante los dos modelos jerárquicos del orden social: las fuerzas armadas y la iglesia católica, que son las dos influyentes “sociedades artificiales” en América Latina.

EL MODELO DE LA HACIENDA
Y LA AUTORIDAD DEL HACENDADO

¿Cómo se forma este orden tutelar? En nuestra opinión, los factores centrales están en la servidumbre y en la persistencia de la hacienda. Tanto el caudillaje militar como la hegemonía cultural católica difícilmente pueden explicarse al margen de este modelo, cuyas características no han sido discutidas con la frecuencia que sería deseada. La hacienda, en especial el latifundio, fue un modelo, en tanto fue una experiencia de integración social jerárquica exitosa: la palabra benevolente y justa, o grosera y abusiva, del hacendado era lo necesario para suplir la presencia de un juez o de un comisario de policía. Incluso los matrimonios entre peones contaban con la aprobación del hacendado, verdadera encarnación de la autoridad local.

El ordenamiento jerárquico de la hacienda tuvo una gran capacidad de representación social.La figura central del hacendado, es algo muy próximo al pater familias. En lo que a paternidad biológica se refiere también se trata frecuentemente de una figura de validez literal entre los trabajadores de las haciendas. Su fuerza como símbolo de la autoridad no fue superada ni por los industriales ni por los banqueros, no obstante el creciente poder económico de éstos en el siglo XX.

¿Qué relaciones de poder estaban condensadas en la figura del hacendado? Era la personificación de la autoridad. Más allá de los casos de abuso y crueldad sin límites, el hacendado tenía la última palabra en asuntos judiciales y policiales. Con mucha frecuencia, quienes fueron peones declaran hoy que “en los buenos tiempos” no eran necesarios jueces ni policías porque de todo se encargaba el hacendado. Su poder se basaba en una violencia sin piedad hacia los que estaban fuera de su ámbito de poder y de inapelable paternalismo al interior de la hacienda. Cuando la policía o los soldados se hacían presentes, era en refuerzo de la autoridad del “señor”. Además, no había hacienda que no tuviera su capilla en el interior: una expeditiva manera de impedir la salida de los peones con la excusa de tener que ir a la parroquia.

¿DÓNDE ESTÁ EL PADRE?
¿DÓNDE LAS MUJERES?

Esta figura paternal lejana tenía como contraparte una ausencia de figuras paternales cercanas. La autoridad del hacendado era “como si” fuera la de un pater familias, pero en un contexto donde las familias de los trabajadores con frecuencia no conocían a un padre tangible en la cotidianidad. Incluso donde en esas familias había esposa e hijos con un padre, la ausencia de cualquier entorno legal hacía que la presencia del hombre quedara fuertemente disminuida ante la presencia del “señor”. En este modelo de autoridad era mínimo el espacio familiar y doméstico para lograr los necesarios procesos que hacen de cada persona un individuo.

¿Cómo era cubierta la ausencia de la función paterna en la vida cotidiana? Una respuesta provisoria es que de ese trabajo se encargaban las organizaciones jerárquicas típicas: el ejército y la iglesia. Todavía hasta la fecha los desfiles militares y las procesiones son las actividades callejeras que mejor expresan la imagen de ese orden jerárquico. En estos espacios de autoridad no pueden ser más nítidas las fronteras de género. El hacendado era una función netamente masculina y, cuando eventualmente el cargo era desempeñado por una mujer, era a condición de una masculinización de su imagen. Tanto los institutos castrenses como el clero continuaron, y continúan, cerrados al acceso de las mujeres a puestos de autoridad.

El modelo de autoridad consolidado era una suerte de ampliación de la esfera doméstica, articulada por los ejes jerárquicos de las generaciones y de los géneros. Había calles, pero no una dimensión propiamente pública. En esta domesticidad ampliada no era imaginable una separación o distinción entre la persona y el cargo de autoridad. La autoridad emanaba de la persona y se erigió en norma colectiva. La imaginación de la autoridad era la voz del hacendado y la presencia “formativa” estaba dada por los militares y los sacerdotes. Aunque la domesticidad ampliada no fue excluyente de las mujeres, sí aseguró su condición subordinada.

SIN LECTURA, SIN ESCRITURA, SIN SÍMBOLOS COMPARTIDOS NI SUEÑOS PERSONALES

Estas formas de autoridad tan personalizadas no necesitaban de la letra. Bastaba la presencia del “señor” o tener a la vista el uniforme militar o los hábitos y la imaginería religiosa. La ausencia de ley iba de la mano con la ausencia de escritura. Uno de los rasgos más sorprendentes en el primer siglo de las Repúblicas latinoamericanas es el muy lento avance de la alfabetización. El acceso a la escritura y la lectura fue sistemáticamente pospuesto, sobre todo por la potencial amenaza que representaba para este orden fuertemente personalizado en esta domesticidad ampliada.

La lectura y la escritura implicaban el acceso a referentes simbólicos compartidos, a una narración, o a varias, de la existencia colectiva. Significaban también la posibilidad de la ensoñación individual a través de la lectura. Por sobre todo, la alfabetización habría permitido que la escritura dejara de ser un privilegio, especialmente en el área típica de la disputa de intereses: las leyes y los procesos judiciales. De ahí, ese curioso privilegio que suelen tener los abogados o escribanos en América Latina: son los que saben “cómo funcionan los papeles”.

Las condiciones comunicativas para el ejercicio de esta autoridad se basaban en un arraigado sentido local y en poca atención a la comunicación a distancia. Como consecuencia, el estado de los caminos y carreteras, así como la extensión de los ferrocarriles, fue relativamente modesta. Es sabido que para la difusión del material escrito -a diferencia de los medios audiovisuales- se requiere de vías de transporte. El estado de los caminos de un país es un buen indicador para tener una idea de la difusión de la imprenta y de la legalidad en una sociedad.

Pero esta falta de leyes no implicaba una guerra de todos contra todos, sino un ordenamiento jerárquico y fuertemente fragmentado en poderes locales. Desde el poder central de los Estados-nación, la alianza con los caciques locales fue inevitable. Así inició una sistemática estrategia de delegación de poderes por parte del Estado. Se cuidó que el ejercicio de la legalidad no entrara en conflicto con los grandes propietarios de tierras. Según la localidad, la extensión para definir a una propiedad como “grande” podía variar considerablemente. La lógica de esta delegación era asegurar y reproducir los mecanismos de integración jerarquizados. Si la autoridad doméstica se delegaba al señor de hacienda, la representación de la nación se le entregaba a los militares y la tarea educativa al clero.

UN ORDEN DE LARGO ALIENTO
AÚN PRESENTE EN NUESTRAS CIUDADES

De esta manera quedaron sentadas las bases para un orden tutelar de largo aliento, como efectivamente lo vemos hoy en la mayoría de las sociedades latinoamericanas. El carácter civil y laico de las Repúblicas fue negociado y cedido para asegurar una sociedad que pudiera tener un contacto con los procesos de modernización occidental, pero sin que el igualitarismo ciudadano pudiese reclamar una institucionalidad propiamente moderna.

Estas complejas redes entre autoridades locales -formadas por hacendados o allegados-, un nacionalismo castrense y una educación clerical permitieron dar consistencia a esa imagen aun hoy frecuente en varios países latinoamericanos: ciudades -o barrios de ciudades-, no solamente modernas, sino con pretensiones cosmopolitas, en donde vive una población en condiciones completamente diferentes, no necesariamente por una diferencia cultural o étnica, ni siquiera por una diferencia en el monto de los ingresos per cápita. Es “otra cosa”, es un trato humano que parece como de otra época, como sacado de otro tiempo. Ese “otro tiempo” es justamente el de la inmovilidad jerárquica, el del orden tutelar. Como se ve, la desigualdad social no es algo tan sencillo como para ser solucionado con una tecnocrática redistribución del ingreso, aunque este tipo de medidas son necesarias. El componente político-cultural del tutelaje ha mostrado una capacidad de supervivencia que en modo alguno puede ser subestimado.

LA DOMESTICIDAD AMPLIADA:
ASALARIADOS QUE SIGUIERON SIENDO “HIJOS”

En este universo, donde el acceso a la ley y el uso de la escritura fue durante mucho tiempo un privilegio, antes que una condición de naturalidad, los elementos de identificación más próximos fueron suministrados por el orden castrense y la institucionalidad clerical. De esta manera, el “tiempo moderno” de la fábrica durante la jornada de trabajo era adaptado en el tiempo libre a las necesidades del orden tutelar. En efecto, aunque la paga, el jornal, podía ser entregado a un asalariado, para todos los demás efectos cotidianos se trataba de un “hijo” o “hija”. En el Perú, por ejemplo, en los institutos castrenses todavía un trato usual de los oficiales a los soldados es llamarlos “hijo”. En los hospitales públicos, “hijo” o “hija” es un trato frecuente a los pacientes al momento de realizarles exámenes corporales. La expresión cumple la función de subrayar una subordinación que se extiende al conjunto de la persona.

A pesar de los mecanismos de mercado que se introducían en la economía, la inmovilidad jerárquica era preservada. Se trata de una lógica de socialización tan arraigada que apenas ha merecido atención en los debates públicos. La domesticidad ampliada era un poderoso elemento que neutralizaba las tendencias individualizadoras que promueve la organización económica capitalista. El anonimato de la función productiva nunca llegó a desplazar la condición jerarquizada de la persona fuera del ámbito laboral. En este factor tal vez pueda encontrarse uno de los motivos por los cuales la racionalización de los impulsos en la esfera individual quedó tan poco elaborada, pues las instancias de control social eran las derivadas del modelo doméstico y las modeladas por las coacciones externas de la tutela castrense-clerical.

Los trabajadores podían ser muy adaptables a la lógica de funcionamiento del taller de producción durante las horas de trabajo, pero la moral pública que rodeaba esas actividades no mostraba mayores signos de impulsar un proceso de autonomía individual entre los miembros de la sociedad. Cuando algunas compañías extranjeras, especialmente anglosajonas, fueron nacionalizadas hace unas décadas y pasaron a una administración local, generaron en los trabajadores sentimientos encontrados. Por un lado estaban las reivindicaciones nacionalistas y por el otro, la sensación cotidiana de un deterioro en la organización del trabajo que, con frecuencia, llevaba a la nostalgia por los anteriores gerentes. Aunque no es el principal, éste es, sin duda, uno de los factores que contribuyeron a apoyar en los años 80 y 90 la expectativa por las privatizaciones de empresas públicas, generalmente traspasadas a propietarios extranjeros.

UN ORDEN DOMÉSTICO QUE COMPENSA
LOS VACÍOS FAMILIARES Y ESCOLARES

Esta domesticidad ampliada tiene un dominante carácter compensatorio. No es que la organización familiar desborde el ámbito doméstico para regir las relaciones en público. Por el contrario, ante una vida familiar en general poco estructurada, sea por el abandono paterno o por la situación de indefensión legal -característica de las uniones libres que sólo en tiempos recientes ha adquirido validez legal-, el mundo es imaginado como si fuera un orden doméstico. Ante el poder encarnado en el gobernante, que transforma a los electores en hijos, los modelos de eficacia jerárquica aparecen representados en el mundo cerrado y corporativo de los rangos religiosos y militares.

La economía emocional de esta compensación se traduce en algo así como: no importa que la socialización primaria, la familiar, sea incompleta y generacionalmente poco diferenciada -la crianza frecuentemente a cargo de madres y abuelas, tías, tíos, abuelos, todos bajo el mismo techo- y que la socialización secundaria -principalmente, la escolaridad- haya sido sistemáticamente dejada de lado y con niveles de calidad decrecientes, y no importa porque por ahí no pasan las principales señales de reconocimiento público, como sería idealmente de esperar en un trasfondo cultural moderno. El espacio de socialización del orden tutelar posee otras prioridades: la idea de que un comportamiento de disciplina militar de los escolares es la mejor señal de orden, la idea de que las fuentes de la moral -de la responsabilidad individual y de la solidaridad- se encuentran en las enseñanzas religiosas y en las ceremonias correspondientes.

Este orden tutelar es el gran organizador de las emociones colectivas, de los miedos, las amenazas, los disimulos, de la doble moral, de los silencios y las insinuaciones amenazantes, de la euforia destructora y de los miércoles de ceniza. No es una dictadura ni tampoco un fundamentalismo religioso desembozado. Se trata más bien de una suerte de líneas de contención, es el “mundo” que precede a las acciones cotidianas. Esta situación ayuda a entender la interdependencia que existe entre esfera pública democrática e intimidad. En el orden tutelar, la esfera pública está restringida a las formas de las subordinaciones domésticas, a un tratamiento como si los demás y el “nosotros” colectivo estuvieran en la condición de hijos tutelados. El objetivo es llegar a producir una persistente ilusión de la inviabilidad de un orden público autónomo.

EL CAMPO MÁS AUTÓNOMO:
LA CREACIÓN ARTÍSTICA

En este orden tutelar hay una suerte de abolición sistemática de la intimidad, de la posibilidad de que las personas puedan elaborar espacios síquicos y anímicos para reconocer sus propios humores, elaborar sus propios gustos, considerarlos algo valioso, como algo claramente diferenciado de la esfera de las relaciones con los demás. Históricamente, una vía para lograr todo esto fue la práctica de la lectura, la posibilidad de establecer un distanciamiento emocional con la realidad circundante y confrontar el mensaje escrito con discernimientos y decisiones individuales. La lectura implicaba la difusión de la escolaridad y reconocer la legitimidad de los deseos individuales por sobre las normas de la obediencia jerárquica.

El campo que logró mayor autonomía respecto de este ordenamiento fue el de la creación artística. El arte moderno sí se expresó en América Latina, tanto en la versión culta como en la pop. Fue un espacio en el que, además, las fronteras de género quedaron diluidas desde muy temprano: las vanguardias artísticas, especialmente en la plástica, así como en la música popular y en la literatura, llegaron en la segunda mitad del siglo XX no solamente a tomar distancia de ciertos aspectos del orden tutelar, también lograron dar forma a vías de sentir más individualizadas. Las letras de los boleros y los radioteatros permitieron una inicial problematización de la intimidad y dotaron de realidad todo un mundo de actos y emociones que eran sistemáticamente desconocidos por la domesticidad ampliada.

La pintura, el canto y la actuación fueron las primeras actividades públicas en las que hubo un espacio protagónico para las mujeres. Fueron terrenos de expresión de las emociones donde participaban las mujeres en un formato no jerarquizado, muy diferente al de las paradas militares o las procesiones.

LA DISCIPLINA CASTRENSE
Y EL MONOPOLIO DE LA CONCIENCIA

Si la diferenciación de la esfera de la intimidad y la pública son interdependientes, podemos entender el lugar que en el mundo social ocupa el orden tutelar: la última retaguardia de la escena pública es la presencia militar, los conocidos “estados de emergencia”, que sirven para recordar cuán frágiles son las garantías individuales. De modo similar, el bloqueo para un espacio de intimidad autónoma quedó en manos de una cultura clerical, que sistemáticamente dictó prescripciones sobre la manera como las personas deben conducirse en su fuero íntimo, en especial en el de la sexualidad. Las campañas de obispos reclamando la enseñanza obligatoria de la religión católica en las escuelas públicas y saboteando cualquier intento de introducir en ellas la educación sexual dan una idea aproximada del modelo político-cultural que pone en juego el orden tutelar.

El rasgo común en ambos terrenos es reforzar la idea de la incapacidad de las personas, como ciudadanos y como individuos, de hacerse cargo de sus propios intereses. Una cultura que promueve sistemáticamente el miedo, la vergüenza y demás sentimientos inhibitorios en torno a la sexualidad -el núcleo de la vida íntima- tiene como correspondencia en la escena pública la obediencia de “hijos”, recurso básico para mantener el orden social jerárquico. Se generan así las condiciones para que el monopolio de la conciencia moral sea inequívocamente clerical y la obediencia subordinada produce la sensación de qué la mejor garantía del orden es la disciplina castrense. Resultado: ambas instituciones son consideradas los pilares de la organización social, sin cuya presencia la sociedad se desmoronaría. Como se ve, en América Latina la democracia como un proyecto civil y laico se enfrenta a obstáculos de una configuración distinta a los de los procesos que en su momento tuvieron lugar en Europa y Estados Unidos.

DICTADORES PINTORESCOS,
JEFES DE GOBIERNO Y JEFES DE LA CASA

En la vida diaria el orden tutelar puede no ser tan notorio. Pero cuando surge algún conflicto, cuando hay que “arreglar” algún problema, la solución es hacer explícita la tutela y confiar a los dos ideales de sociedad jerarquizada su intervención directa. ¿Por qué estos recursos aparecen con tanta fuerza como la forma “natural” de arreglar conflictos? Ciertamente, no se debe a que una predisposición castrense o especialmente piadosa forme parte de la vida cotidiana de las personas. Ni las instituciones castrenses ni las clericales gozan de una adhesión “militante” por parte de la población. Sólo son apreciadas por su función de reemplazo eficaz.

¿Cuál es la carencia que las constituye como garantes últimas del orden social? En la casa encontraremos probablemente algunas respuestas. El espacio de la casa no sólo está marcado por la ausencia paterna, los hijos no reconocidos y la superposición generacional, rasgos que en muchas sociedades son mayoritarios. Incluso donde la familia nuclear está completa, su valor de referente social, de modelo, es muy restringido y probablemente el vecindario tiene más importancia como elemento socializador. A pesar de esto, se afirma la importancia del hogar, a la vez que se le reconoce como incompleto y sin límites definidos.

Igualmente, el mundo social es imaginado como basado en relaciones domésticas, de familiaridad y jerarquía, pero también como un mundo incompleto. El padre puede no estar, pero su ausencia aparece cargada de significados y es el ángulo por donde se reclama un ordenamiento jerárquico ideal. Las escenas en las que Vargas Llosa en “La fiesta del Chivo” describe los afanes del dictador Trujillo por tener relaciones sexuales con las esposas e hijas de sus allegados -que las consideraban un privilegio- no hablan solamente de impulsos sexuales desbordados y extremadamente humillantes y dolorosos para las víctimas. Expresan como se lleva a la práctica, y se liquida, la fantasía del espacio doméstico incompleto.

La domesticidad ampliada explica por qué la mayor parte de los dictadores que ha habido en América Latina han sido personajes recordados por sus actos pintorescos. El efecto pintoresco lo produce darle a gestos o comentarios domésticos el valor de pronunciamientos públicos. Los dictadores rara vez tienen un perfil propiamente político. Más bien aparecen como los jefes de una gran casa, donde su capricho no necesita de racionalización alguna para convertirse en una realidad doméstica. Si bien los gestos pueden ser insólitos, el trasfondo emocional que les sirve de sustento es un elemento estable en la mayoría de las culturas públicas del continente.

Es interesante observar que en el siniestro auge de dictaduras militares que hubo en Sudamérica en la década del 70, el modelo tutelar y la reducción del espacio público a una domesticidad literal requirió de personajes muy visibles para darle “una cara” a la dictadura. La excepción fue Uruguay, uno de los pocos países del continente que había logrado generar una cultura pública de diferenciación de lo público y lo privado íntimo. Los dictadores militares uruguayos cometieron tantas barbaridades como cualquiera de sus colegas de los países vecinos, pero no había espacio para la aparición de un personaje “doméstico” que hiciera simultáneamente las veces de jefe de gobierno y jefe de la casa.

La raíz del hecho de que en coyunturas de crisis un dictador aparezca como el jefe de la casa hay que buscarla en la configuración del espacio doméstico como una dimensión radicalmente incompleta. A veces por el abandono del padre, en otras por la simple inexistencia de una ley, en otras por la compensación que se encuentra en el vecindario. El mundo es visto a partir de las jerarquías domésticas, en especial las de generaciones y las de género.

UNA FAMILIARIDAD SIN LÍMITES QUE BLOQUEA
LA INDIVIDUALIDAD Y LA RESPONSABILIDAD

Sería un error juzgar este cuadro como intrínsecamente autoritario. Por el contrario, estimula un aire de familiaridad con pocos límites. La dificultad surge por el lado de la individuación, necesaria para la participación democrática o la ciudadanía activa. Es ahí donde el escenario de la domesticidad ampliada se queda corto. La poca diferenciación generacional crea dificultades para imaginar el tiempo histórico y pensar la propia vida como algo diferente de la de los padres o la de los hijos. La tradición y el destino tienden a ser confundidos y condensados en una sola entidad emocional. El escenario doméstico es el de la presencia de las mujeres, que llevan todo el peso de la organización de la casa, pero han estado desprovistas de recursos tan elementales como el derecho al voto y mantienen aún un restringido acceso a la educación. Históricamente, los objetos clásicos de la tutela, aparte de los menores, fueron las mujeres.

Ambas dimensiones -las generaciones indiferenciadas y la subordinación de género- hicieron del espacio doméstico un escenario en el que las posibilidades de un acceso a la privacidad y una problematización de los sentimientos íntimos no fuera prácticamente posible. Este estado de cosas era reforzado por las “sociedades artificiales” -los institutos militares y la iglesia católica-, que producían la imagen emocional de “sociedades atemporales”, donde las jerarquías no están sujetas a ningún proceso de elaboración, maduración y extinción. Que siempre están ahí, inamovibles: los ocupantes de los cargos pueden cambiar y ser transitorios, pero la permanencia jerárquica queda asegurada.

¿Quiere esto decir que si hubiese tenido lugar un proceso de organización familiar legalizado, respaldado por la ley, con una cultura familiar orientada a la diferenciación individual de sus miembros y con una adecuada separación generacional, el ejército y la iglesia católica habrían tenido una influencia menor en el orden social? Probablemente. La obediencia consciente a las leyes y sobre todo, la confianza en los semejantes son muy diferentes a las exigencias de subordinación mediante la violencia corporal y de conciencia que las instituciones tutelares suelen establecer como norma. Sería también una simplificación extrema atribuirle a las instituciones tutelares una orientación constrictiva para explicar su activo papel en la reproducción del orden social. En ciertas situaciones extremas pueden haber desarrollado una práctica conspiradora, pero su fortaleza no viene de acciones realizadas en las sombras. Simplemente son el lugar donde desemboca este universo social de la domesticidad ampliada que reclama el orden tutelar, que bloquea sistemáticamente la individualidad y el correspondiente sentido de responsabilidad.

SIN OPINIÓN PROPIA:
CON POQUITO YO Y CON MUCHA FE

¿Cómo eran imaginados los demás para que un orden social de estas características pudiera tener lugar? El punto de partida es un mundo marcado por las relaciones de servidumbre en variados niveles. Un elemento importante en este cuadro era la escasa difusión de la imprenta y de la lectura por una deficiente alfabetización. En algunos casos, también por una desconfianza del poder político ante el potencial perturbador de la lectura. A finales del siglo XVIII fue prohibida la difusión entre caciques indígenas del área andina -que eran gente educada en colegios de élite de la época- de los “Comentarios Reales” del Inca Garcilaso, por temor a que despertaran reivindicaciones de nacionalismo indio.

Para algunos, a la pregunta “¿Quién soy?” la respuesta era seguramente algo así: “Uno de muy pocos”. No era propiamente un sentimiento elitista el que animaba esas respuestas, sino la convicción de que quienes no eran “los pocos” no estaban en condiciones de hacerse cargo de sí mismos. Requerían la tutela. En el “clima de opinión” dominante ni siquiera podía plantearse la libertad de expresión como un derecho de todos los miembros de la sociedad, pues reconocer la posibilidad de una opinión propia implicaba admitir la individualidad como rasgo general de la vida social y eso entraba en oposición con las normas de los ideales jerárquicos. Ese clima de opinión no se limitaba a una mera constatación del estado de cosas del momento. Se trataba de una expectativa sobre cómo los demás, los que estaban fuera de “los pocos”, debían comportarse. El poder del Estado no sólo actúa mediante la fuerza y la coacción cruda. Define cotidianamente lo que los grupos en el poder esperan de los demás.

Esas expectativas, por ejemplo, le dan muy poca importancia a la curiosidad infantil como una forma de explorar conocimientos. Promover la experimentación para mejorar los problemas del entorno es algo simplemente impensado. Es más difícil todavía estimular a jóvenes o adultos, mujeres y hombres, a llevar diarios personales acerca de sus ocurrencias. Los diarios personales son una manera muy efectiva y simple de que los individuos sientan que tienen una opinión interesante que expresar. Al no haber expresión de la individualidad, las formas correspondientes de responsabilidad también quedaron sin mayor asidero. El cumplimiento de la ley quedó relegado o subsumido a las relaciones de subordinación personal y las celebraciones comunitarias, en especial las de carácter religioso o militar, pasaron a ser el principal factor normativo de la vida social.

ESE COMÚN “AIRE LATINOAMERICANO”

Con esta caracterización no estamos describiendo un mundo “atrasado” o “pre-moderno”. Se trata del revés de la trama modernizadora de la que se valieron muchos Estados latinoamericanos al momento de establecer un ordenamiento republicano. Justamente la sensación de “atraso” era el valor que confirmaba la necesidad del orden tutelar. Al igual que la democracia como régimen de gobierno no apareció en la historia por un designio expreso, sino que fue una propuesta que se consolidó al cabo de varios tanteos y experimentaciones, otro tanto puede decirse del orden tutelar. La tenacidad del orden tutelar radica en que es el resultado de una conjunción de factores bastante disímiles que se sedimentaron sin obedecer a un programa previo, en cierto modo asumido como válido, como el lenguaje natural de la realidad.

Las tentativas de modernizar las sociedades latinoamericanas han subestimado la vigencia de este orden tutelar, que da el soporte normativo a la jerarquización. O simplemente han pasado de largo ante él. Tenerlo en cuenta ayudaría a entender cómo, incluso en la actualidad, tanto en las sociedades más prósperas y estables de América Latina como en las más empobrecidas o caóticas, se encuentran ciertos rasgos comunes y recurrentes: una importancia de las instituciones militares como fundamento del orden social o unas formas de religiosidad comunitaria en las que el perdón y el arrepentimiento son los recursos para sustituir o suprimir la tolerancia y la responsabilidad individual. Ese común “aire latinoamericano” en la similitud de los problemas tiene que ver con el ordenamiento tutelar, que explica desde la manera de legitimar las políticas económicas hasta las resistencias que produce la incorporación de los derechos sexuales y los derechos reproductivos al ordenamiento legal.

RUPTURAS DEL ORDEN TUTELAR:
LOS MEDIOS MASIVOS Y LA EMIGRACIÓN

El orden tutelar es un lenguaje social. Esto quiere decir que es visto como natural no solamente por quienes ejercen la autoridad sino también por quienes se encuentran bajo la tutela. La gran fractura de este orden, que ha permitido la formación de auditorios diferenciados, ha sido la cultura de masas, en especial la que fue llegando por los medios audiovisuales, radio y televisión.

La apariencia políticamente inocua de estos medios permitió una difusión relativamente fluida y sin trabas de nuevas ideas, aunque no dejaron de producirse episodios en sentido contrario. Por ejemplo, que fuera prohibido asistir a un concierto de mambo de Pérez Prado en Lima en la década de los 50. O que, también en Perú y en esos mismos años, la transmisión de la radionovela “El derecho de nacer” incluyera en el equipo de producción a un sacerdote para garantizar la moral de los programas.

A través de los medios masivos se incorporaron a la vida social latinoamericana un conjunto de referentes que no pasaban por el caudillismo ni por los símbolos militares o religiosos. También la literatura, en especial la celebrada por esta cultura de masas, desarrolló un discurso moral que logró una cierta autonomía respecto de las exigencias tutelares. En los años 60, cuando la novela “La ciudad y los perros” de Vargas Llosa fue quemada en el patio del colegio militar de Lima, ya era una obra que había desbordado el marco de la cultura culta para convertirse en un acontecimiento de masas. Los novelistas del boom latinoamericano se situaron entre la cultura letrada tradicional y la cultura de masas. Vargas Llosa, junto con Cortázar, buscaron la consagración en ambos registros culturales.

En los últimos veinte años, la otra gran crisis del orden tutelar la ha provocado la sostenida y masiva migración latinoamericana a los países industrializados. Es una crisis no porque provoque un cambio en los contenidos de conciencia de los emigrantes, sino porque toda jerarquía es un “mundo cerrado” y no puede asimilar la sola posibilidad de un horizonte indefinidamente abierto, como el que se abre ante los emigrantes.

CUANDO SE CUESTIONAN
LOS PILARES JERÁRQUICOS...

Cuando se trata de entender las sociedades latinoamericanas, o a una gran parte de ellas, desde el punto de vista de la responsabilidad individual y desde las libertades civiles, el panorama es desalentador y no se ven mayores posibilidades de cambio en el mediano plazo. Con frecuencia esta impresión inicial lleva a una conclusión errónea: el todo social sería algo caótico sin un sentido discernible como no sea el de la frustración. Sin duda esa sensación tiene asideros en la realidad, pero deja sin explicar cómo estas sociedades siguen existiendo a pesar de eso.

Lo que sucede es que las libertades individuales y la responsabilidad ciudadana son justamente lo que no forma parte del orden tutelar. De ahí que la denuncia de la falta de libertades individuales no pocas veces aparece como un exotismo y ciertamente le tiene sin cuidado a las autoridades. Pero cuando se ponen en cuestión los pilares jerárquicos de ese orden la reacción suele ser bastante áspera. No solamente entre quienes integran las dos “sociedades artificiales”. También entre la población aparece una sensación de amenaza que puede resultar insoportable. Es ése el espacio de la crítica y del debate político-cultural que en nuestra opinión puede ser el más fructífero.

LAS LEALTADES ENCADENADAS
Y LA FALTA DE ESCRÚPULOS

Tenemos un doble escenario moral. Por una parte, un eficaz encadenamiento de lealtades, que no sólo aparecen en el terreno de las relaciones políticas. Probablemente es ahí donde importan menos. Su verdadera eficacia se despliega en la escena cotidiana. De mayores a menores, de hombres a mujeres, de antiguos a nuevos… Se trata de un encadenamiento que excluye al “extraño”. Esta condición se adquiere por el simple hecho de estar al margen de la familiaridad, de estas formas nucleares de la domesticidad ampliada. El vínculo jerárquico adquiere más relevancia que la acción llevada a cabo satisfactoriamente. De ahí el no tan inusual conflicto entre un trabajo bien hecho como fuente de gratificación individual y la amenaza que puede representar eso para los vínculos jerárquicos pre-existentes en una situación local.

La otra parte del problema tiene que ver directamente con la falta de escrúpulos. La extensión de las redes de corrupción y de delincuencia común -asaltos, asesinatos, secuestros- ponen de manifiesto un evidente límite del orden tutelar. Tanto la actual complejidad de las organizaciones públicas, como el sostenido crecimiento de las ciudades requieren, para un funcionamiento medianamente aceptable, una significativa presencia de la autocoacción individual en los comportamientos sociales. La antigua vigilancia tutelar ya no abarca las dinámicas ampliaciones de la organización social. La extensión de la delincuencia común y de la corrupción son hoy una muestra bastante elocuente de la bancarrota moral del tutelaje, en especial del clerical, que tiene una marcada dificultad para diseñar una moral de la responsabilidad individual.

LAS BUENAS COSTUMBRES Y LAS MALAS LEYES:
UN MUNDO EN DOS DIMENSIONES

En el orden tutelar, la cadena de lealtades tiene su expresión más familiar en la figura de la “argolla”, que insinúa una distinción muy influyente en la vida social. La podríamos describir como la contraposición entre las buenas costumbres y las malas leyes. Hay en nuestras sociedades un conjunto de prácticas que pueden estar en abierto desafío a la ley, pero que usualmente no son vistas ni vividas como transgresiones. Simplemente, forman parte de las “costumbres”, un término que hace referencia al conjunto de expectativas que los demás tienen de una determinada actuación. Es una figura que también explica muchas modalidades de corrupción.

En nuestras sociedades la referencia pública dominante no es la ley y más allá de ella está el dominio de la transgresión. Se trata, más bien, de un mundo con dos dimensiones: por una parte está la legalidad y por el otro “lo que se acostumbra a hacer”. Es cierto que en cualquier sociedad la vigencia de una ley en sus comienzos puede estar en conflicto con prácticas muy arraigadas, pero hay un período de transición hasta que la ley se constituye efectivamente en límite de ciertas prácticas o en el punto de inicio de nuevas acciones. En el universo que estamos describiendo, las leyes y las costumbres desarrollan una modalidad de convivencia en beneficio de las costumbres. Es un problema real que adquiere mayor visibilidad en sociedades de trasfondo oral y donde la práctica de la escritura y la lectura ha sido socialmente muy restringida. La dificultad de las leyes para reformar las costumbres encubre otra realidad: las expectativas colectivas no tienen como referencia la expresión escrita de la ley, sino las lealtades subordinadas. Y ahí donde no existen lealtades previas se elaboran con una mezcla de complicidad y chantaje.

Los videos que mostraron las escenas de corrupción de Vladimiro Montesinos, durante el gobierno Fujimori en Perú, no describen únicamente transacciones comerciales de carácter ilegal. La atmósfera de camaradería apunta de manera muy clara a la formación de esas lealtades subordinadas. De hecho, la expectativa de chantaje que tenía Montesinos era para asegurar en el futuro esas lealtades subordinadas. El libro de Andrés Oppenheimer “Ojos vendados”, sobre la corrupción en América Latina por la acción de transnacionales norteamericanas, muestra ese ambiente de familiaridad y de lealtad subordinada que es necesario para llevar a cabo operaciones fraudulentas.

ÁREAS LIBRES DEL TUTELAJE:
RADIONOVELAS, DEPORTE, INGENIO, PICARDÍA...

Las costumbres no han estado asociadas siempre ni necesariamente a formas de corrupción. También han permitido crear algunas áreas donde los intentos de control jerárquico han sido neutralizados. Todo el mundo de los sentimientos domésticos, la ingeniosidad y ese terreno de las soluciones imprevistas y sorprendentes, ha servido para crear algunos bolsones de autonomía en el orden tutelar.

En la segunda mitad del siglo XX el peculiar desarrollo de la cultura de masas permitió revertir el significado de importantes aspectos de la domesticidad ampliada, en especial los que están relacionados con los sentimientos femeninos -de las mujeres y de los hombres-, primero en las radionovelas y luego en las telenovelas. También el deporte creó imágenes de culto colectivo que nunca llegaron a estar bajo un control tutelar total y que, de hecho, rompieron el monopolio castrense y clerical de la elaboración de símbolos comunitarios.

Esas rupturas no tuvieron necesariamente, ni siquiera en la mayoría de los casos, un aire de confrontación. Simplemente fueron cubriendo el paisaje público con otros elementos comunicativos hasta que se formó un “bosque de símbolos” tan variado que obligó a una tendencial individualización de los gustos. La literatura de costumbres del siglo XIX ofrece también testimonios de circunstancias que escapaban mediante el ingenio al control de ese ordenamiento tutelar. Sin duda, el caso más notable en el cuestionamiento del orden tutelar, a partir de cambiar irónicamente el sentido de las costumbres, es el de las películas de Cantinflas, en especial las del período en blanco y negro.

El ordenamiento tutelar ha saboteado sistemáticamente la posibilidad de una plena legitimidad cultural de la libertad de pensamiento. Los medios utilizados para lograrlo consistieron en un sistema de educación pública deficiente, en un desaliento de la lectura y en un limitado espacio institucional para la investigación universitaria. Además de una prensa tradicionalmente complaciente con los modos autoritarios- y la destrucción de imprentas de la prensa opositora-, prácticas corrientes hasta las primeras décadas del siglo XX. No quedaba mucho espacio para expresar opiniones legítimamente disidentes, que permitieran ampliar la agenda de la restringidísima conversación moral de la época. El ingenio, la picardía, la complejidad en la búsqueda de nuevos sabores en las comidas, eran formas de mantener áreas libres del tutelaje, aunque establecidas en la periferia de la cultura oficialmente reconocida.

No era una crítica. Se trataba de una forma de supervivencia donde los elementos del propio universo jerárquico eran reacomodados de otra forma, con resultados insospechadamente novedosos. Ciertamente, ahí se consolidó una forma alternativa de pensar la vida en sociedad.

NI MENOS PATRIÓTICOS
NI MENOS RELIGIOSOS

A diferencia de la crítica, entendida como la disposición a someter todo a un libre examen, se trataba de un esfuerzo por cambiar el contexto en que los elementos adquirían significado: cómo con las palabras de siempre, con los ingredientes de siempre, con lo naturalmente familiar, se podían crear cosas enteramente nuevas. De hecho, es así como en esta parte del mundo hemos aprendido a pensar. No somos tanto inventores de elementos, de aparatos, como inventores de contextos. La crítica no apunta tanto a la destrucción de lo obsoleto, ni siquiera al descubrimiento de lo previamente desconocido. Nos orientamos hacia el descubrimiento de nuevas posibilidades con aquello que nos ha resultado familiar desde siempre.

Imaginar una situación alternativa al ordenamiento tutelar no significa necesariamente empezar desde cero, una creación desde la nada. Es trabajar para dar un nuevo contexto a las acciones y personajes que muchas veces ya nos resultan familiares. El cuestionamiento al modelo que hace de los institutos militares y de la iglesia católica las “sociedades artificiales” no va a hacer a la gente menos patriótica o menos religiosa, pero seguramente permitirá aflorar un sentido más amplio de cómo entender una comunidad nacional y un experiencia religiosa con un sentido menos protocolario y obediente. Nuestra expectativa es que esas dos prótesis jerárquicas del orden social sean dejadas de lado y se pueda vivir en sociedad con calidez pero sin subordinación, con cercanía pero sin atacar la intimidad. En vínculo y en libertad. En suma, que las buenas costumbres puedan estar en función de leyes justas.

LA NACIÓN FUE IMAGINADA
COMO UNA GRAN CASA

La nación, la comunidad más amplia, fue imaginada como una gran casa, o un conjunto de casas, antes que como una comunidad ciudadana. Esta imagen guardaba consonancia con el modelo de autoridad del hacendado y con las dos “sociedades artificiales”. En la nación como casa “todo el mundo se conoce”, lo que quiere decir que hay expectativas muy detalladas acerca de lo que la gente puede hacer en sus actividades diarias. No solamente se conoce -o se presume un pasado-, también hay un destino socialmente elaborado. Condición básica para mantener la imagen de la nación como casa es la inmovilidad, algo muy propio de lugares donde en el comienzo de la República la propiedad de la tierra era el principal símbolo de riqueza. El mundo de la casa es también idóneo para la representación de las jerarquías sociales, aunque sea con la significativa ausencia de la función paterna.

Que la casa fuera un orden estático no significa que no estuviera expuesta a sobresaltos. La más grave falla del modelo de la casa nacional era su limitado poder para mantener períodos de estabilidad pacífica. Los inicios del orden republicano, desde México hasta Argentina, están marcados por una permanente inestabilidad política que pronto se convirtió en un rasgo distintivo de las culturas políticas latinoamericanas. La lucha entre caudillos era una lucha entre jefes de familia, una pugna que incluía confrontaciones militares y, sobre todo, la habilidad para ganar aliados, para establecer algún tipo de lealtad por más efímera que fuera.

A través de esas confrontaciones, de intensidad variable, se creó la imagen de los países como un conjunto de “familias” que habitaban la parte que les tocaba de la gran casa nacional. La nación, tal como era enunciada desde el Estado no era un asunto de pertenencia jurídica ni siquiera de sentimientos homogéneamente compartidos. Era algo parecido a una gran casa.

CAMPESINOS, CAMPESINAS, INDÍGENAS:
LA SERVIDUMBRE DE LA CASA

Esta imagen de la casa nos ayuda a entender situaciones que en un primer momento podrían parecer sumamente paradójicas, como la de exaltar un nacionalismo criollo, y simultáneamente, reconocer que había una inmensa población indígena que no estaba “incorporada a la civilización” y permanecía sumida en la barbarie y la ignorancia.

¿Cómo podían compartir un sentimiento de pertenencia a la nación quienes eran considerados como sumidos en la más insondable barbarie? Eran parte de la casa, pero lo eran en el entorno de la servidumbre. Para eso estaban y ése era su lugar.

En los países con una población significativa de indígenas no se aplicaba la nación como un sentimiento compartido por una comunidad de ciudadanos. En ausencia de una política democratizadora de alfabetización, esto contribuyó a cimentar el prestigio y la influencia de los institutos militares y de la iglesia católica. El efecto era doble: en los institutos militares se ofrecía una identidad escrita -durante mucho tiempo el único documento de identidad escrito que poseían muchos campesinos era el del servicio militar, lo que permite imaginar la situación aún peor de las mujeres campesinas- y en los oficios religiosos se ponía en escena la pertenencia a otra comunidad, la que no era perceptible desde la vida cotidiana.

La imagen de la casa no sólo alude a la familiaridad, sino al hecho decisivo de ser una instancia donde la desigualdad es un rasgo no sólo evidente sino hasta imprescindible para el funcionamiento doméstico. Que en el espacio de la nación hubiera gente, especialmente campesinos indígenas, que estuvieran en una situación muy relegada no era en absoluto contradictorio con los ideales de unidad nacional. Para el pensamiento liberal o radical esta situación fue escandalosa, pero sus críticas quedaron cortas ante la estabilidad de este modelo.

Un factor básico para explicar su permanencia tiene que ver directamente con los modos y medios de comunicación dominantes. Hay que insistir en que el modelo de la nación como casa no fue la realización de una propuesta programática o la consecuencia de una estrategia oculta. Surgió como un ordenamiento que permitió reforzar de la manera más eficaz anteriores lazos de autoridad, los característicos del orden tutelar.

La manera de acceder a símbolos que evocaran una realidad que estaba más allá de ese modelo estaba en la lectura. Pero en este contexto, la lectura, especialmente la que tenía por motivación el deseo antes que la obligación, era algo simplemente desterrado. Por peligroso o amenazante. En muchos casos -y la magnitud de este problema resulta todavía hoy difícil de aquilatar en su real magnitud- lectura voluntaria y lectura clandestina fueron casi sinónimos. Cuando se crearon los primeros sindicatos de obreros, un lugar especialmente apreciado y usualmente infaltable en los locales era la biblioteca.

MIENTRAS MÁS JERARQUÍA,
MÁS CEREMONIAL

La nación como casa se formó a partir de una conjunción entre lazos de autoridad y carencias modernas, especialmente en el terreno de la comunicación. Si la lectura individual es sospechosa, si además quienes leen son pocos porque la escolaridad está muy deficientemente difundida y si la ley y la acción legal están mas asociadas con el despojo y el privilegio antes que con la protección y la garantía, entonces la vida pública es como estar entrecasa, sin formalidades. Es como si esta esfera no se diferenciara de lo que Goffman llamaba “las regiones posteriores de la conducta”.

Las “regiones posteriores de la conducta” son aquellas que sustraemos a la percepción de los demás porque podrían entrar en contradicción con la imagen que deseamos proyectar. La cocina de un restaurant, donde los mozos hablan libremente acerca de los comensales, la trastienda de una panadería, las habitaciones de una casa cuando llegan invitados, son ejemplos de lo que Goffman consideraba escenarios sustraídos a la percepción de los otros.

Es casi innecesario agregar que el desarrollo de la privacidad requiere un tipo de “región posterior”, en especial en relación a la expresión de ciertos sentimientos. La “región anterior” es lo que mostramos deliberadamente porque suponemos que guarda relación con la apreciación de los otros, la fachada. Una parte muy importante de la “región anterior” es naturalmente el rostro. Mostrar la cara y otras partes del cuerpo tiene directa relación con el grado de definición de la identidad individual. Una presentación muy desaliñada o con el cuerpo muy cubierto indica una severa desproporción entre ambas regiones. El desaliño y el exceso al cubrirse tiende a coincidir con las distinciones de género.

Una de las dificultades más grandes en las sociedades actuales para lograr un reconocimiento democrático es que la formalidad pública todavía es sinónima de ceremonia, de comportamientos y palabras definidos de antemano. Un poco menos de ceremonial sería muy importante para suscitar sentimientos de igualdad en las interacciones cotidianas. Una exploración a fondo de la compulsión ceremonial latinoamericana y sus consecuencias está aún por hacerse.

Mientras más jerarquía hay, más importante es el ceremonial. Pensar que el problema se reduce a una pugna entre formalidad e informalidad es un importante error de apreciación, pues sugiere que no hay una formalidad establecida por contingencias como el descuido, la dejadez, la excesiva burocracia, etc. La informalidad persiste y seguirá con muy buena salud mientras los momentos de ceremonial sean la principal fuente de reconocimiento de identidades. Como es esperable, en ese mundo de ceremoniales castrense-clericales, la presencia de las mujeres simplemente desaparece, excepto cuando se trata del culto a las “patronas” de los cuerpos militares o de las procesiones en honor a la Virgen María. Mientras este orden de cosas prosiga, la población seguirá con los ruleros de doña Florinda y la camiseta de don Ramón, siempre de entrecasa, con voz en el vecindario pero en silencio ante el ceremonial público.

LOS LINDEROS DE LA HACIENDA
LIMITAN LA PATRIA

Si la nación fue elaborada y propuesta como si fuera una casa, el territorio fue defendido como patria, algo que debe ser defendido o conquistado. La mayoría de las guerras que han tenido lugar entre los países latinoamericanos han tenido que ver más con la disputa de territorios que con reivindicaciones nacionalistas de poblaciones que deseaban vivir en otro Estado. En términos generales, han sido guerras entre naciones, pero sin “cuestión nacional” de por medio. Acaso con la excepción de la guerra de la Triple Alianza contra Paraguay en el siglo XIX, la mayoría de las guerras fue por territorios, ya sea que estuvieran poco poblados o que tuvieran un interés económico particular.

En la formación del nacionalismo en América Latina, la cuestión de los territorios ha tenido una importancia desmesurada ¿Por qué? Entre las varias explicaciones posibles, hay una que nos parece relevante: la representación del territorio como aquello que debe defenderse o conquistarse era lo más compartido que existía, dadas las características de un orden tutelar que impedía cualquier otro sentimiento compartido entre los ciudadanos. En un universo social donde la línea demarcatoria, si se puede hablar así, pasaba entre tutores y tutelados, el territorio nacional era como la ampliación imaginaria de la hacienda. En las haciendas lo más importante son los linderos.

Las demandas y la afirmación del territorio fueron mucho más importantes para fomentar el nacionalismo que descubrir rasgos comunes entre los habitantes de la nación. La gente se reconocía más en la forma de un mapa que en las caras y hábitos de su propia gente. El territorio ofrecía el elemento unificador como nación ante otra nación. En la relación entre tutores y tutelados se agota lo que hay que saber del mundo y de la condición humana en general. El aire de “provincia” como opuesto a cosmopolita se explica por ese peculiar encapsulamiento que genera este orden jerárquico. En este sentido estricto, puede decirse que las jerarquías del orden tutelar son pre-colombinas y se mueven en la dirección de un “non plus ultra”, como si más allá del alcance de la vista ya no hubiera nada que explorar ni nada por lo cual interesarse.

LA INFORMACIÓN EN EL “MUNDO CERRADO”
DE LA CASA NACIONAL

La cultura pública correspondiente a esta situación le daba a los conocimientos impartidos por el sistema educativo una posición muy relegada. No todo ordenamiento jerárquico supone una inhibición del conocimiento creativo y dispuesto a los descubrimientos. Pero cuando esas jerarquías no dependen de sistemas morales o religiosos sistematizados -como en las clásicas civilizaciones de Oriente- sino en una adaptación del orden doméstico al conjunto de la vida pública, cualquier forma cooperativa del esfuerzo intelectual queda muy limitada.

Éste es uno de los motivos que ayudan a entender la influencia creciente que en los comienzos de las Repúblicas y en varios casos en el siglo XX tuvo la enseñanza religiosa y el traspaso, en la práctica, de centros educativos públicos a la iglesia católica. El caso es interesante en dos niveles. En primer lugar, el republicanismo latinoamericano, a pesar de algunas voces liberales en sentido contrario, fue marcado por una fuerte tendencia clerical o -más exactamente- careció de una explícita vocación laica. A pesar de la influencia francesa en la formulación de los nuevos aparatos jurídicos republicanos, el temperamento dominante era el de una simpatía por sistemas en todo caso más próximos a las monarquías constitucionales.

La perspectiva de una ciudadanía masculina universal era extraña por entonces, entre otras cosas por la presencia del trasfondo de servidumbre, y en algunos casos de esclavitud, que estaban aún vigentes. No era tanto un asunto de preferencia doctrinaria por tal o cual escuela de pensamiento. El punto decisivo estaba en cómo incorporar la información que fuera al interior del “mundo cerrado” de la casa nacional. Por lo demás, ese mundo estaba en pleno proceso de formación y cualquier referencia “extradoméstica” estaba destinada a diluirse cuando fuera expresamente prohibida.

El soporte clerical para este estado de cosas no podía ser más oportuno. El antimodernismo del Vaticano durante el siglo XIX y comienzos del XX no sólo era radical. Con frecuencia era sumamente explícito y eran los tiempos donde hacer listas de libros censurados era considerada una práctica normal. Más que un factor originario de una cultura pública lánguida y de escasa vocación ciudadana, este clericalismo era un elemento muy funcional para la formación del orden tutelar. Si el clericalismo hubiera sido un factor protagónico del tutelaje seguramente habría formulado ideas conservadoras distintivamente latinoamericanas. Pero no fue éste el caso. El eje que daba sentido a todos los esfuerzos era la consolidación del orden tutelar sobre la base de la domesticidad ampliada.

UNA CASA HABITADA
POR UNA MULTITUD SILVESTRE E INFANTIL

Entre las consecuencias más importantes está la formación de la imagen del indio ignorante o del pueblo bárbaro como un dato estable, casi se diría que normativo de la realidad. Esta imagen no era el producto de una constatación de las circunstancias, era el enunciado de una situación normativa, de cómo deben ser las cosas.

El conocimiento científico, académico, letrado, no era visto como la expresión de opiniones que buscaran un mejor estado de cosas, ni simplemente una búsqueda esforzada de la verdad, era sobre todo una manera de afirmar a qué parte de la sociedad se pertenecía. De ahí surgen las raíces del tan arraigado como característico pesimismo cultural que endémicamente está presente en las elaboraciones intelectuales del continente: esa idea de una multitud silvestre, ya sea para destacar la impureza o para exaltar un estado de infancia y candor primigenios. Esto era parte del inventario de la casa.

El discurso científico moderno, y tal vez la recepción del positivismo, es uno de los ejemplos más claros: si bien contenía a veces declaraciones anticlericales, era utilizado sobre todo para ratificar la sensación de abismo que había entre los diferentes sectores de la sociedad. Un abismo que no tenía su principal expresión en la distribución del ingreso, sino en el orden jerárquico de la casa. Por eso, había sectores de la sociedad que nunca iban a poder ser iguales o tener semejanza legítima. Las creaciones culturales de la modernidad, y de Occidente en general, eran puestas al servicio de esa diferencia insuperable.

“NO ES LO MISMO UN GRIEGO DESNUDO...”

Una boutade que circulaba en Lima a comienzos del siglo XX afirmaba que no era lo mismo “un griego desnudo que un indio calato”. El sentido de la expresión, que hasta la fecha se deja escuchar, no era tanto destacar la rotundidad expresiva del peruanismo calato (encueros), sino destacar que entre un griego, un ateniense del siglo V, y un indio o un cholo del siglo XX, no podía haber nada en común.

Pero además -y aquí está el núcleo del significado- quien decía la frase afirmaba su proximidad con los griegos desnudos -que en el mejor de los casos conocía a través de láminas impresas en libros- que con el indio o el cholo con los que podría tropezarse en la calzada un día cualquiera. No se menciona a la chola, y es que la expresión supone una admiración de la belleza masculina y una omisión de la femenina, algo usual entre los caballeros finiseculares.

En la práctica, el conocimiento letrado servía para confirmar lo que se enseñaba desde la cuna: que la gente de un país es insalvablemente diferente entre sí porque las personas están agrupadas en categorías inmutables, aunque complementarias a través de la domesticidad ampliada. En la frase en cuestión, la imaginación helenizante permitía que no se olvidaran las diferencias jerárquicas que el incipiente desarrollo urbano podía poner a prueba.

UN ORDEN VIGENTE
QUE PASA DESAPERCIBIDO

El encuadre cultural que se formó en el orden tutelar por diversos caminos consistió en una sostenida renuncia a una cultura republicana democrática y laica. La cuestión de la secularización y de la afirmación de una cultura laica requiere plantear un conjunto de problemas, bastante distintos en ciertos aspectos sustanciales a los de la experiencia europea y norteamericana. Esta renuncia no significó un cambio en las formas de gobierno o la aparición de un integrismo religioso fanatizado o de un régimen explícitamente pretoriano. Por el contrario, la escenografía republicana se mantuvo en el nivel de las instituciones y las ideologías explícitas y, más allá de un conservadurismo difuso, no aportó mayor novedad.

Esta situación contribuyó a que la formación y consolidación del orden tutelar pasaran desapercibidas. Podían reconocerse algunos episodios de crueldad extrema o un clima general de “atraso”, pero la formación de una sociedad civil subsumida dentro de la domesticidad ampliada era menos detectable. En el pintoresquismo político latinoamericano solamente se vio, por lo general, un conjunto de anécdotas memorables, desde el militar organizando un funeral para su pierna perdida en una batalla hasta el astrólogo -poder tras el trono del caudillo populista-, sin olvidar al reciente asesor presidencial que grabó todas las escenas de corrupción. Ese pintoresquismo es lo único visible, o es lo que tiene mayor visibilidad, cuando la representación ciudadana se ha reducido a expresiones mínimas.

El orden tutelar no era solamente una manera de estructurar la autoridad por parte de quienes ejercían los cargos más importantes del poder. También era una forma de entenderse en la vida social. Este orden no era excluyente en absoluto. Su mayor aspiración era lograr una integración jerárquica a nivel de los poderes locales y, si era posible, también a partir del Estado central. Aunque el orden tutelar se puede encontrar aún con especial nitidez en países de mayoritaria población rural e indígena, se extendió por todo el continente. De hecho, es probable que la figura tan latinoamericana del “derecho de asilo” se pudiera formular con facilidad precisamente porque los Estados asumían sus respectivas naciones como “casas”.

LOS TUTELADOS APARECEN
EN LAS TARJETAS POSTALES

El tutelado recibía ciertas prerrogativas culturales de una importancia nada desdeñable. Una de ellas, la inversión jerárquica consistente en glorificar a quien cotidianamente está en los rangos inferiores de la subordinación. Las figuras representativas de las distintas naciones eran la imagen típica de un varón, de preferencia un trabajador de hacienda, que representaba la “esencia de la nacionalidad”. Se trata de un movimiento equivalente a esos discursos misóginos que hacen de la mujer un objeto de veneración. También el Vaticano, al reiterar la exclusión de las mujeres del sacerdocio, da nuevos bríos al culto a la Virgen María.

Aparentemente es un contrasentido conceder una gran representatividad simbólica a quien en la práctica diaria se le negaba cualquier posibilidad de representación política autónoma. Es aquí donde reside el núcleo más sólido del orden tutelar, pues pone de manifiesto las modalidades de representación que están en juego. Cuando en la propaganda turística contemporánea se quieren mostrar imágenes características de un país latinoamericano, aparecen generalmente, además de los monumentos arqueológicos, artesanos indígenas, niños y niñas pastoreando...

El cuadro de imágenes tradicionales puede explicarse apelando a la expectativa de los potenciales turistas. Y toda sociedad tiene una imagen “tradicional”. El problema se revela cuando entre esa escena que define lo típico y las relaciones cotidianas no sólo falta cualquier continuidad perceptible, sino que existe una abierta contradicción. Estamos ante un mecanismo de compensación que busca darle legitimidad a un orden de cosas que de otra manera difícilmente podría haberse sostenido en tantos lugares y por tanto tiempo.

GLORIA INDÍGENA
Y MAYORÍAS INDÍGENAS RELEGADAS

La tutela, la subordinación, no significa desprecio ni mucho menos. Puede significar también el lugar donde se deposita lo más valioso en términos honoríficos, aunque completamente ausente de la cotidianidad. En el mundo urbano, donde la perspectiva de la movilidad social es cada vez más arraigada, esto produce un sentimiento de perplejidad. En algunas sociedades latinoamericanas, la postergación de demandas modernas que implicaban la posibilidad de legitimar esa movilidad social, el fomento de una cultura del individualismo expresivo, y la difusión de un tiempo social cada vez más ajustado a la disciplina del trabajo industrial fueron, y aún son, compensadas con esta exaltación de los personajes típicos.

A comienzos del siglo XX, las campañas humanitarias para mejorar la situación de la población indígena tropezaban habitualmente con la firme alianza entre el Estado y los dueños de las haciendas, en las que imperaban condiciones de pobreza y desprotección muy grandes. Había en esas acciones una limitación que en la actualidad al menos encontramos ya evidente: la voz, la expresión de la propia población objeto de los reclamos solidarios rara vez era escuchada. Salvo algunos educadores que trabajaban en el medio indígena y que tenían una apreciación realista de las posibilidades que tendría un modelo de escuela pública laica, la actitud dominante era cómo favorecer una legislación tutelar “benigna”. La sensación de inaccesibilidad que había en las ciudades respecto de la población indígena guardaba una estrecha relación con las condiciones comunicativas impuestas por un cerco de oralidad. Fue con la difusión de la radio, y luego de la televisión, que la imagen de una población indígena lejana e inaccesible se diluyó gradualmente.

La situación escindida entre gloria indígena por una parte, y una situación cotidianamente relegada por otra, es una marca frecuente del orden tutelar. Muestra cómo la raíz de los conflictos en el interior de este orden no se producen entre entidades individuales contrapuestas, sino en un denso campo de complementariedades para mantener la casa nacional en orden.

PARA SUPERAR EL MIEDO Y LA OBEDIENCIA

El orden tutelar, que hemos intentado caracterizar, permite entender mejor por qué es necesario y posee actualidad la demanda por una cultura pública democrática, laica y civil.

El pluralismo, como vía de superación del orden tutelar, estimula la aparición de nuevos sentimientos en las personas. Entre ellos, el más importante es el que podríamos llamar sentimiento de la igualdad básica. El orden tutelar ha sido el más eficiente administrador de sentimientos como el miedo y la obediencia. Un miedo que no siempre, ni siquiera en la mayoría de los casos, ha tenido necesidad de expresarse como terror. Su manifestación más cotidiana es una inhibición que a veces se expresa en un tono de voz tenue y en una manera muy rápida de hablar, como si las palabras estuvieran siendo perseguidas por alguien. A esa voz tenue le corresponde la voz cortante del grito. Una obediencia que no tiene que ver con acatar normas abstractas, sino que se expresa en un comportamiento donde la arbitrariedad y la desconfianza mutua se convierten en moneda corriente. Como si la libertad no fuera posible, sino tan sólo la insubordinación.

Lo más engañoso del orden tutelar es que ya no tiene lugar en un paisaje de chacras, cuarteles y templos. El bullicio de las ciudades, los edificios de cemento y vidrio, el fluir incesante de vehículos, la iluminación nocturna, las formas de comunicación basadas en la electricidad, los viajes aéreos, todo ello invita a creer que las sociedades latinoamericanos se han “secularizado” y que la domesticidad ampliada es un asunto del pasado.

EL SENTIMIENTO DE LA IGUALDAD BÁSICA

Para salir de la espiral de tutelaje-insubordinación-más tutelaje se requiere de un marco de garantías institucionales que aseguren la legitimidad de las existencias individuales, que las opiniones cuando son dichas en público pueden ser escuchadas y respondidas en un clima de mutuo respeto, y que las emociones más individualizadoras, que son las vinculadas a la sexualidad, puedan ser objeto de una opinión elaborada.

Sólo cuando haya un compromiso en torno a estas prácticas podremos descubrir que la tolerancia es una virtud pública más importante que el perdón. Y que la democracia no es una etiqueta que surgió de la guerra fría, sino un sentimiento de igualdad básica. Con un trasfondo anímico así, la imaginación y la energía para superar nuestras dificultades sociales, en primer lugar la pobreza, serán tan desbordantes que seguramente nosotros mismos seremos los primeros en sorprendernos.

SOCIÓLOGO Y SICOTERAPEUTA PERUANO. CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL MAYOR DE SAN MARCOS. TEXTO APARECIDO EN “LA TRAMPA DE LA MORAL ÚNICA. ARGUMENTOS PARA UNA DEMOCRACIA LAICA”. LIMA, 2005. SÍNTESIS Y EDICIÓN DE ENVÍO.

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