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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 278 | Mayo 2005

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Internacional

De Juan Pablo II a Benedicto XVI: un balance, temores y esperanzas

Los 25 años del Pontificado de Juan Pablo II sellan una época. Marcan la memoria con recuerdos imborrables. Exigen hacer un balance, que será siempre personal. Y alimentan temores que contrarresta la esperanza, una tarea que es siempre personal.

Juan Hernández Pico, SJ

Cuatro días después de haber muerto Juan Pablo II, con las calles de Roma y la Plaza de San Pedro atascadas de gente, me encontraba en una reunión de jesuitas, programada meses antes del fallecimiento del Papa. Tratábamos de hacer un análisis de la nueva coyuntura eclesial y política en el mundo y en Centroamérica. Uno de mis compañeros dijo: “Para nosotros, jesuitas, es muy difícil evaluar el pontificado de Juan Pablo II con imparcialidad. No nos engañemos. Aún llevamos abierta en el corazón la herida por lo que Juan Pablo II le hizo a nuestro superior general Pedro Arrupe, cuando éste estaba recién fulminado por el derrame cerebral del que ya no se recuperaría”. Ninguno discutimos la verdad de su comentario. Y sin embargo, Envío no puede dejar de escribir sobre un acontecimiento que, probablemente, hará época. Y en Envíoese trabajo necesario me ha tocado a mí.

PUEBLA 1979: FALTABAN EL SABOR DE LA DUDA
Y EL OLOR DE LA TERNURA

Conocí a Juan Pablo II en Puebla, México, en enero de 1979. Antes había escuchado su grito vibrante desde el balcón de San Pedro el día que lo eligieron: ¡No tengan miedo de acercarse a Jesucristo! Lo sentí verdadero en la palabra, pero casi amenazante y amedrentador en el gesto. En Puebla conocí al Papa como lo ha conocido la enorme mayoría de las personas en este mundo: de lejos y por sus gestos y palabras. En aquel momento me pareció una persona llena de fuerza y absolutamente decidida a ejercer su autoridad más con disciplina férrea que con diálogo y acogida. Sentí que me hacía falta en sus gestos y en el tono de su voz un cierto sabor a humilde duda -don de Pablo VI- y un cierto olor a firme ternura, el que irradiaba Juan XXIII.

Mucha gente llamó “Hamlet” al Papa Pablo VI y sin embargo, un hombre superinteligente como él y en contacto con un siglo XX tan contradictorio -acelerado en el progreso, injusto en la distribución de sus beneficios y sanguinario en no pocas de sus soluciones “finales”- no podía no dudar de los alcances de su autoridad a menos de que fuera acompañada de diálogo y santidad. También mucha gente había llamado “el Papa bueno” a Juan XXIII. Y sin embargo, su ternura estaba firmemente convencida de que el tiempo de las condenas había pasado y de que la Iglesia tenía que abrir sus ventanas al aire fresco y nuevo del resto de un mundo -más allá de la Iglesia- que no podía haber perdido totalmente la bondad con la que salió de las manos de Dios.

Cuando la Conferencia de obispos latinoamericanos en Puebla habían pasado más de 16 años desde que Juan XXIII inauguró el Concilio Vaticano II. El discurso con el que Juan Pablo II inauguró Puebla me pareció un retorno a la verdad intransigente, a la verdad puramente dogmática, a la verdad poseída sin ninguna incertidumbre -la verdad sobre Cristo, la verdad sobre la Iglesia y la verdad sobre el hombre-, una verdad que en lugar de “hacer libres” a las personas, como propuso Jesús, exigía sumisión favoreciendo de paso, algunos autoritaritarismos.

MAYO 1981:
HERIDO DE GRAVEDAD Y MÁS SEGURO QUE NUNCA

La segunda vez que recuerdo al Papa Juan Pablo II de cerca fue el 13 de mayo de 1981. Estaba en Bilbao. Mi madre estaba ya declinando y yo, leyendo un libro, la acompañaba. Cuando ella lanzó un suspiro, levanté los ojos y me encontré con su mirada espantada. Estaba oyendo radio y había escuchado en vivo la noticia del atentado contra Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro. Prendimos el televisor y todavía alcanzamos a ver la ambulancia que trasladaba al Papa, herido gravemente. No se supo nunca con seguridad qué autores intelectuales estuvieron tras el intento del turco Alí Agca. Las pistas más traídas y llevadas apuntaban -sin pruebas definitivas- al servicio búlgaro de inteligencia.

Juan Pablo II era ya, después de su triunfal visita a Polonia en 1979, un factor importante en la decadencia que -aun sin manifestarse en toda su virulencia- corroía ya mortalmente al socialismo realmente existente. La violencia había llegado al corazón del Vaticano y marcaría para siempre la vida de Juan Pablo II, que ya nunca volvería a ser físicamente el mismo.

Durante los meses siguientes, cuando el Papa se mantuvo dos veces entre la vida y la muerte, sentí que tal vez su paso por las cercanías del momento más definitivo que puede haber en la vida, lo volvería un poco menos seguro, tal vez un poco más conocedor de la debilidad y de la misericordia, imprescindibles para encontrarse con la humanidad con la compasión propia del sucesor de Pedro, que fue un hombre impulsivo y generoso, pero débil, humildemente amoroso y audazmente abierto. El mismo Juan Pablo II había titulado en 1980 su segunda carta encíclica Dives in misericordia (Rico en misericordia), refiriéndose a Dios Padre como Jesucristo lo retrató en los Evangelios con rasgos paterno-maternales.

Pero su recuperación física hizo a Juan Pablo II aún más seguro. En octubre de 1981 envió al Cardenal Casaroli, Secretario de Estado, a la habitación del enfermo y balbuciente Pedro Arrupe, General de la Compañía de Jesús, con una carta en la que le anunciaba la intervención pontificia de la Compañía nombrando como su representante personal al jesuita Paolo Dezza -de 80 años de edad-, y declarando nulo implícitamente el nombramiento que ya Arrupe había hecho del jesuita Vincent O’Keefe, uno de sus cuatro asistentes generales.

CENTROAMÉRICA 1983:
CON EL MODELO POLACO EN LOS OJOS

La trilogía de mis encuentros -relativamente cercanos- con el Papa Juan Pablo II se completó en marzo de 1983 en su visita a Centroamérica. Comenzó ésta por Costa Rica y siguió con Nicaragua. El entonces organizador de los viajes papales, el jesuita Roberto Tucci, ex-director de Radio Vaticano y hoy Cardenal ya sin derecho a voto, comunicó a otro jesuita que el Papa iba a Nicaragua “muy predispuesto”.

Fue inolvidable la enorme multitud que llenó la Plaza 19 de Julio hasta el desborde. La prensa internacional habló de 700 mil personas, casi la quinta parte de los habitantes del país. Enfrente del estrado pontificio, durante la misa, varias mujeres levantaban las fotografías de sus hijos asesinados en la primera emboscada importante de la guerra contrarrevolucionaria, financiada por el Presidente Reagan. Desde campamentos en Honduras ex-guardias nacionales de la era Somoza luchaban contra el ejército sandinista sobre la base de una insurrección campesina interna, poco comprendida por los dirigentes sandinistas, de sesgo urbano. Estas madres pedían del Papa una oración por sus 17 hijos muertos dos días antes. Juan Pablo II no las complació.

Cuando el Papa comenzó su homilía -una exhortación a la unidad de la Iglesia alrededor de los obispos y a la supresión de todo intento de “Iglesia popular”-, se oyeron en la plaza coros multitudinarios de voces que lo interrumpían con la consigna ¡Queremos la paz! Inolvidable fue la poderosa respuesta del Papa ordenando a la multitud repetidamente que callara: ¡Silencio! Conservo todavía la portada de la revista “Time” con la imagen del Papa ordenando silencio. No se ve en ella el rostro mejor de Juan Pablo II. Finalmente, como los coros pidiendo la paz no cesaban, Juan Pablo II exclamó: ¡La primera que quiere la paz es la Iglesia!

Fuera o no verdad que hubiera en Nicaragua de parte de una dirigencia revolucionaria marxista una estrategia para dividir a la Iglesia con un movimiento social de Iglesia popular, era evidente que el Papa así lo entendía, aplicando a América Latina el modelo de la lucha de la iglesia católica polaca -y en general, de las iglesias de Europa Oriental-, apiñadas alrededor de obispos como los Cardenales Stepinac (croata yugoslavo), Mindszenty (húngaro), y Wyszinszki (polaco), contra regímenes “comunistas” del socialismo real, instalados no por una revolución de liberación nacional -como la nicaragüense- sino por el Ejército soviético al final de la Segunda Guerra Mundial. El dedo acusador de Juan Pablo II sobre el rostro del padre Ernesto Cardenal quedó en fuerte contraste con el apretón de manos que cruzó al día siguiente en San Salvador con el Mayor Roberto D’Aubuisson, presidente del Parlamento salvadoreño y principal sospechoso de ser el asesino intelectual de Monseñor Romero.

Con todo, el papa se arrodilló en la Catedral al pie de la tumba de Monseñor Romero y oró allí largamente. Y desde Costa Rica pidió al entonces jefe de Estado golpista de Guatemala, general Efraín Ríos Montt, convertido al neopentecostalismo, que no ejecutara a unos sentenciados a muerte por tribunales y jueces sin rostro en aquellos días. Ríos Montt, estratega de una guerra total contra campesinos indígenas que terminó en 600 masacres y tierra arrasada, no escuchó a Juan Pablo II y los ejecutó antes de la llegada del Papa. Contra estas barbaries y a favor del pueblo indígena el Papa dejó oír su voz clara y poderosa en Guatemala. Todo esto pertenece ya a la historia.

EL PAPA QUE AYUDÓ A TERMINAR LA GUERRA FRÍA

En junio de 1979, el Papa Juan Pablo II había hecho su primera visita a su patria, Polonia, acompañado por su todavía Secretario de Estado, el Cardenal Agostino Casaroli, artífice de la estrategia hacia el Este (Ostpolitik) de Pablo VI. El lento acercamiento a los regímenes comunistas iniciado por Juan XXIII, constatado en la encíclica Pacem in Terris y practicado al recibir en audiencia privada al yerno de Khrushev en 1963, continuado luego por Casaroli y Pablo VI, fue dramáticamente sustituido por la apuesta al influjo personal de Juan Pablo II sobre las muchedumbres.

No faltan analistas que valoran que durante su viaje a Polonia en 1979, el Estado polaco pareció desaparecer absorbido por la fuerza incontenible de las multitudes que recibieron al Papa en todo el país. Evidentemente, el declive del comunismo en Polonia había iniciado ya por el fracaso de la economía estatal colectivista y por el peso de la enorme deuda externa contraída por los gobiernos comunistas con países occidentales.

En 1980 ya el movimiento obrero sindical Solidaridad -en alianza con intelectuales socialistas y nacionalistas disidentes como Jacek Kuron, Adam Mischnik, Leszek Kolakowski (desde Oxford), etc.- había realizado sus primeras huelgas multitudinarias en Gdansk. Desde entonces, Lech Walesa se remontó al liderazgo de Solidaridad.

Es inevitable relacionar estos dos acontecimientos. Karol Woytila, el Cardenal arzobispo de Cracovia, no había sido el líder máximo del catolicismo polaco antes de su elección al Papado el 16 de octubre de 1978. Este papel le había correspondido a su mentor, el cardenal Wyszinszki, arzobispo de Varsovia, que había pasado por las cárceles del régimen comunista y había salido de ellas indemne. Sin embargo, una vez electo Papa, Juan Pablo II usó toda la fuerza de su personalidad carismática para jugar el papel de líder moral y espiritual del movimiento social cuyo objetivo político era devolver a Polonia -y a todo el mundo eslavo de Europa Oriental- las libertades democráticas y la libertad nacional frente a la influencia de la URSS. Ante las demandas de Solidaridad, la prensa de Moscú habló entonces de una orgía antisocialista y antisoviética.

La fuerza de Solidaridad provenía de ser un movimiento obrero masivo y disidente en uno de los países tenidos por patria de los obreros. El auge incontenible del movimiento Solidaridad obligó al General Jaruzelski -el ejército era ya el único componente del régimen comunista con elevado prestigio y aceptación popular- a decretar en diciembre de 1981 el estado de sitio en Polonia “para evitar males mayores”, lo que significaba evitar la invasión de Polonia por las tropas soviéticas estacionadas en la frontera. Por esta razón Juan Pablo II no pudo viajar a Polonia entre 1980 y 1982. Antes de la caída del muro de Berlín, el Papa hizo otros dos viajes a Polonia, uno en 1983 y otro en 1987, ya con Gorbachov al frente del PCUS y de la URSS.

EL PAPA QUE COINCIDIÓ CON RONALD REAGAN

El tiempo entre 1981 y 1989 es también el período de ocho años de Ronald Reagan en la Presidencia de Estados Unidos. Es bien conocida la retórica de Reagan contra la Unión Soviética -el Imperio del Mal- y menos conocida, pero más eficaz, la carrera armamentista que lanzó sobre la base de la revolución tecnológica informacional. Es cierto que el rearme estadounidense, unido a la manera reaganiana de entender el rol del Estado en la economía como apoyo a la oferta -es decir, como recorte de los impuestos a las grandes transnacionales y a los inversores más importantes-, costó a los Estados Unidos un enorme déficit en su cuenta corriente, como ha sucedido hoy en tiempos del segundo Bush. Pero no menos cierto es que esta política lanzó a la URSS por el camino de la bancarrota con el intento de Breshnev, Andropov y Chernenko de mantener, frente al desafío reaganiano, la paridad nuclear y el poder de disuasión con cohetes transcontinentales.

Aunque diez años más viejo que Juan Pablo II, la trayectoria vital de Ronald Reagan tiene con la del Papa algunos puntos de notable semejanza. Reagan nació, como Wojtyla, en un pueblo pequeño lejos de la capital de su país; fue actor igual que el joven Wojtyla; basó sus creencias en una moral familiar estricta -sobre todo antiaborto- y se apoyó en la “mayoría moral” para relanzar la familia como núcleo fundamental de la sociedad. Fueron también materialmente coincidentes sus objetivos antisoviéticos. Otra coincidencia: mes y medio antes que el Papa Juan Pablo II -el 30 de marzo de 1981- también Ronald Reagan fue objeto de un atentado que estuvo a punto de llegar a ser mortal.

Ronald Reagan fue el primer Presidente de Estados Unidos que abrió una embajada en el Vaticano y admitió que, recíprocamente, la Delegación Apostólica en Washington fuera convertida en Nunciatura. Mucho se ha hablado sobre el apoyo financiero del gobierno Reagan al sindicato polaco Solidaridad y a los viajes de Juan Pablo II a Polonia. Todo naturalmente imposible de probar, al menos por ahora.

Lo que sí es evidente es que el viaje de Juan Pablo II a Nicaragua en marzo de 1983 y el posterior nombramiento del arzobispo de Managua Miguel Obando como cardenal, ayudaron a minar el apoyo al régimen sandinista, ya sacudido por crasos errores políticos, económicos y militares de los sandinistas, también en sus relaciones con la Iglesia católica. En noviembre de 1983 las tropas de Reagan invadieron la pequeña isla caribeña de Grenada y derrocaron al régimen revolucionario pro nicaragüense y pro cubano. La invasión de Nicaragua parecía entonces muy cercana. Lo importante no era que estuviera de hecho programada sino que se mantuviera como amenaza creíble. Eso justificaba el creciente militarismo de los sandinistas.

Nada de esto nos hace concluir en la probabilidad de una conspiración estratégica entre el Vaticano de Juan Pablo II y el gobierno imperial de Reagan. Las coincidencias de objetivos no son necesariamente estratégicas. Funcionan sencillamente en la práctica con fundamento en la firmeza de las ideologías o de las creencias en que se sustentan: los intereses de la Guerra Fría y los de la ideología de la Seguridad Nacional por un lado, y por el otro la desconfianza profunda en el comunismo ateo y el rechazo al socialismo realmente existente por haber sido impuesto en gran medida por el Ejército soviético. En este sentido, parece que es justo denominar “político” al Pontificado de Juan Pablo II. E igualmente justo parece destacar que “lo político” fue consecuencia del modo como este Papa entendió su fe, la ética derivada de ella y el compromiso con su patria polaca.

EL PRIMER PAPA DE LA GLOBALIZACIÓN
Y DE LA POSTMODERNIDAD

En la historia universal el Papa Juan Pablo II será recordado básicamente por este papel político que jugó. Un papel que se agigantó -en comparación, por ejemplo, con el influjo que ejercieron sus predecesores a través de la radio- por el uso inteligente de los medios de comunicación y de transporte masivos. Desde esta óptica, Juan Pablo II fue el primer Papa de la globalización y de la postmodernidad.

Juan XXIII y Pablo VI apenas fueron precursores en este terreno. El “Papa bueno” lo fue por la convocatoria del Concilio Vaticano II, católico como nunca por la presencia en Roma de tres mil obispos y muchos teólogos de todos los continentes y de observadores del laicado, e incipientemente ecuménico por la presencia de los observadores cristianos separados de la Iglesia romana. El acontecimiento del Vaticano II, seguido por la televisión, la radio y la prensa de todo el mundo, tuvo, sin duda, más rápidamente que nunca antes, un efecto mundializador en la ya aldea planetaria eclesial.

Por su parte, Pablo VI visitó casi todos los continentes extraeuropeos: Asia (la India), Africa (Uganda), América (Bogotá y New York) y escribió tres encíclicas de corte globalizante. En 1962 la Ecclesiam suam con el tema del diálogo global con la humanidad en un mundo plural habitado por no creyentes, creyentes de otras religiones no cristianas, cristianos separados de Roma y católicos. En 1967 la Populorum progressio, con el tema de la urgencia de una acción solidaria global para enfrentar el desafío que a los pueblos hambrientos plantean los pueblos opulentos y para promover el desarrollo de los pueblos más pobres con un programa de justicia social. Y en 1975, la Evangelii nuntiandi,con el tema de la liberación humana como elemento de la liberación evangélica integral y de la inculturación del cristianismo en las culturas plurales de hoy.

Juan Pablo II batió todas las marcas en el uso de los grandes medios y en su exposición a ellos y se colocó a una distancia difícilmente salvable para sus sucesores: 104 viajes fuera de Italia y 130 países visitados. De alguna manera, se puede decir que el Papa vivió mediáticamente. Y en sus viajes -los grandes países ausentes fueron China y Rusia-abordó siempre temas ya globales.

ESTRATEGIA PASTORAL: VIAJES DEL PAPA PEREGRINO

Los medios de comunicación y de transporte no le sirvieron a Juan Pablo II únicamente para sus fines políticos. Juan Pablo II diseñó su estrategia pastoral, la estrategia para la “nueva evangelización” -que fue una de sus pasiones más sentidas, si bien su contenido se mantuvo siempre algo vago- como una estrategia de “viajero” o, en términos teológicos, de “peregrino”. Se pareció en esto más a lo que conocemos de San Pablo que a lo poco que conocemos de San Pedro.

Para sus viajes utilizó el avión y el helicóptero y, aunque no sabemos de “naufragios” -como los que enfrentó San Pablo- en forma de fallo de motores en los aviones, sí hubo atentados contra él para matarlo en México, en Italia, en Filipinas y en Portugal, todos sin éxito, además del que logró herirlo de gravedad en 1981. Gracias a la radio, a la televisión y más tarde a internet, sus viajes fueron seguidos por una audiencia de muchos millones más que las multitudes con las que se encontró en ellos. Aunque nunca se habla de los muchos más que no se sintieron atraídos por estos viajes y aunque tampoco hay manera de medir la eficacia que tuvieron en términos de continuidad del interés por la Iglesia entre quienes sí acudieron a verlo.

El problema con esta estrategia pastoral es que desde el principio se habló de Juan Pablo II como alguien a quien no le interesaba mucho el gobierno cotidiano de la Iglesia, el dar seguimiento en detalle a las innumerables propuestas que se hacen a un Papa a través de los diferentes dicasterios, los ministerios de la Curia romana. En este sentido -y sólo en éste- su Papado fue muy poco el de una monarquía absoluta.

JOSEPH RATZINGER:
MANO DERECHA DE JUAN PABLO II

Para enfrentar el problema del gobierno diario, Juan Pablo II escogió a algunos colaboradores de su entera confianza y les encomendó, en forma más real que ningún otro Papa anterior, la administración cotidiana de la Iglesia. Eligió pronto al Cardenal alemán Joseph Ratzinger, teólogo, perito del Concilio Vaticano II y nombrado por Pablo VI Cardenal arzobispo de München-Freising, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Mantuvo al cardenal Agostino Casaroli como Secretario de Estado hasta su jubilación y eligió luego en 1991 como sucesor al cardenal Angelo Sodano, nuncio en Chile durante una buena parte de la dictadura de Pinochet, en donde estaba durante la visita del Papa a Chile. Después del retiro del Cardenal Jerome Hamer, dominico, puso al frente de la Congregación de Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica a un cardenal español, el sacerdote diocesano Eduardo Martínez Somalo, cercano al Opus Dei.

Ratzinger, Sodano y Martínez Somalo han sido durante muchos años las manos derechas de Juan Pablo II. Ratzinger, un teólogo de estirpe agustiniana, con un cierto pesimismo en su mirada al mundo, siguió publicando opiniones teológicas a pesar de su cargo en el Vaticano. La más conocida es Informe sobre la Fe, publicado en 1985, donde aparecen claros ese pesimismo, sus serias reservas frente al Vaticano II y su simpatía por los nuevos movimientos eclesiales -Comunión y Liberación, Foccolari, Catecúmenos-, los que considera la nueva figura histórica que sucede a las antiguas órdenes religiosas.

Bajo la prefectura de Ratzinger, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó dos Instrucciones sobre la Teología de la Liberación y la Libertad Cristiana. La primera intentó estigmatizar esta teología como dependiente del marxismo e irremediablemente contaminada por él.

El retiro a Hans Küng de su título de profesor de teología católica, el año de silencio impuesto a Leonardo Boff, la excomunión lanzada contra Tissa Balasuriya -teólogo marianista de Sri Lanka-, las suspensiones del ejercicio del ministerio sacerdotal del sacerdote alemán Eugen Drewermann y del dominico francés Jacques Pohier, las serias reservas a la obra sobre la teología de las religiones y la presencia salvífica de Dios en ellas del jesuita Jacques Dupuis -confirmadas luego por la Declaración Dominus Iesus, la casi insólita prohibición de pensar las posibilidades de la ordenación ministerial de las mujeres basada en un fundamentalismo bíblico insostenible y contenida en la Declaración Ordinatio sacerdotalis de 1994, todo ello y mucho más lleva el sello del Cardenal Ratzinger, aunque en la teología vaticana la última responsabilidad -y a veces el visto bueno con firma- sean del Papa.

El Cardenal Martínez Somalo actuó como una especie de vigilante de las órdenes religiosas, siempre suspicaz con su profetismo. Y el Cardenal Sodano estuvo al frente de la más extensa ampliación diplomática que se haya conocido en la historia de la Iglesia -un número sin precedentes de nunciaturas- y por consiguiente, de la enorme extensión del papel del Papa como Jefe de Estado. Era difícil evitar la sensación de contradicción entre el beso humilde del Papa, hincado sobre la tierra de los países a los que llegaba, y la alfombra roja por la que acto seguido se dirigía a un estrado para escuchar los himnos de esa nación y del Vaticano.

TAMBIÉN TUVO MANOS IZQUIERDAS

El papado de Juan Pablo II ha sido complejo. Y en su forma de gobernar los asuntos diarios de la Iglesia también tuvo manos izquierdas. Tal vez el más importante de sus colaboradores en el campo social fue el cardenal Roger Etchegaray, francés, que fue Arzobispo de Marsella y luego estuvo al frente del Secretariado Pontificio de Justicia y Paz. Jubilado, ya no tuvo voto en el Cónclave por superar los 80 años, pero todavía en 2003 fue el enviado de Juan Pablo II a Irak, antes del comienzo de la guerra, para urgir a Sadam Hussein a cooperar con los equipos de la ONU que investigaban la existencia de armas de destrucción masiva.

Estuvo también el cardenal Paul Poupard, también francés, al frente del Consejo Pontificio de la Cultura. Hablando de la unidad europea según la etapa de Maastricht, Poupard se expresó así en 1994: Sólo se habla de dinero. En cambio se calla sobre los millones de europeos que están sin trabajo. ¿Dónde está la Europa social? La sociedad está viviendo un drama para el que se propone una receta tecnológica sin corazón. En este momento fundante de Europa hay que pararse a reflexionar sobre el riesgo de edificar un muro de Berlín mucho más sólido que el que acaba de ser derribado.

Durante mucho tiempo, el cardenal Eduardo Pironio,-ya fallecido-, argentino, identificado con los Documentos de Medellín y con la Teología de la Liberación, estuvo al frente del Consejo Pontificio de Laicos, si bien después de haber tenido que dejar la prefectura de la entonces Congregación de Religiosos e Institutos Seculares por su firme oposición a la concesión hecha por Juan Pablo II al Opus Dei del estatus de Prelatura Nullius -diócesis personal sin límites territoriales-.

El cardenal Francis Arinze, africano de Nigeria, estuvo al frente del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso y se entregó con alma y vida al programa iniciado con el gesto papal de oración pluralista por la paz en Asís en 1986, con representantes de diversas religiones. De Arinzi es la idea de que la construcción de una economía de la solidaridad con dimensiones planetarias es el programa “evangélico” con el que la Iglesia debe comprometerse. Habiendo sido presidente del Sínodo Africano, Arinze es hoy prefecto de la Congregación del Culto Divino y ha sido bajo su autoridad que se han publicado las últimas normas restrictivas de la liturgia en el rito latino.

UNA AUTORIDAD ESTATAL RESPONSABLE
DE JUICIOS SIN DERECHOS HUMANOS

En el ejercicio supremo, pleno e inmediato de su poder sobre toda la Iglesia, el Romano Pontífice se sirve de los dicasterios de la Curia Romana, que, en consecuencia, realizan su labor en su nombre y bajo su autoridad para bien de las Iglesias y servicio de los sagrados pastores. Así reza el número 9 de la Constitución Apostólica Christus Dominus que encabeza el sitio en la red de la Curia romana, a pesar de que esa definición ha sido ya sustituida por la de la Constitución Apostólica Pastor Bonus, del mismo Juan Pablo II.

En su típico lenguaje pomposo, no muy cercano al del Nuevo Testamento, este texto jurídico reconoce un hecho de sentido común: que el Papa no puede por sí mismo ocuparse de todos los asuntos diarios que incumben a un Papado que ha evolucionado históricamente a través de los siglos hacia una autoridad centralista, sólo comparable, por las dimensiones actuales del catolicismo en el mundo, con la de la República Popular China. En un sistema así es evidente que el Papa necesita de consejeros y asesores y es impensable que pueda gobernar sin ministros, viceministros, secretarios, y funcionarios menores. Pero la predilección de Juan Pablo II por la estrategia pastoral de peregrino hizo que el papel de la Curia Romana sea hoy en realidad el de una amplia burocracia institucional y no pocas veces estatal.

Y es ése un serio problema teológico. Por no citar más que un solo caso: de la buro-necesario-cracia de la Congregación para la Doctrina de la Fe depende que una Iglesia que, por la boca del sucesor de Pedro, defiende los derechos humanos y desafía a los Estados a cumplirlos escrupulosamente, los cumpla o no ella misma cuando llama a juicio a sus propios teólogos. El sucesor de Pedro queda muy lejano en estos procesos y rara vez, si es que alguna, los sometidos a sospecha -los Boff, los Pohier, los Dupuis, los Balasuriya, los Drewermann, los Curran, los Height- ven el rostro del Papa, ese rostro que los medios presentan tan cercano a las grandes multitudes. Tampoco saben quién ha sembrado la sospecha contra ellos o quién los ha acusado. Y sus defensas las tienen que hacer ellos en persona, sin la ayuda de abogados defensores. No saben cuándo una absolución va a significar el final de la acusación o si la sombra del estigma, del castigo o de la condenación les va a acompañar todos los días de su vida.

UNA BUROCRACIA DE CORTE IMPERIAL
CON MÉTODOS MODERNOS

Sucede a veces que la autoridad en que esa burocracia fundamenta su acción simplemente no puede ser ejercida por el Papa, como ha sido el caso al menos en los dos meses últimos de su vida y muy probablemente en casi todo su último año, a pesar de las afirmaciones en contrario de la misma Curia. Por ponerlo en un ejemplo extremo: el cardenal Miguel Obando reveló públicamente con no poco disgusto que de la Nunciatura de Managua lo llamaron por teléfono a las tres menos cuarto de la mañana del día 1 de abril, apenas dos horas antes de que falleciera el Papa, para anunciarle su cese en el arzobispado y el nombramiento de su sucesor. Si no se hubiera hecho así, se corría el peligro de que el nombramiento hubiese quedado congelado, una vez muerto el Papa, hasta que el siguiente Papa lo confirmara o lo revisara.

Lo que es claro es que el Papa, gravemente enfermo desde meses antes, probablemente no pudo haber realizado él mismo el nombramiento. Y si eso -que suena a nombramiento-ficción- sucedió en este caso por enfermedad, pudo haber sucedido en el nombramiento de otros obispos, por ausencia del Papa viajero del Vaticano, por otras enfermedades o por estar el Papa ocupado principalmente en otras tareas. O simple y sencillamente porque Juan Pablo II delegaba no poco, por selección de prioridades, en otras personas de su entorno curial, apareciendo las decisiones, sin embargo, con su firma -tal vez digital- o bajo el vago título de por mandato de la autoridad suprema.

El problema de fondo es que el Papa necesite para actuar pastoral o magisterialmente de esa burocracia eclesiástica, tanto más cuanto que esa burocracia, radicalmente moderna en sus medios de trabajo, se confunde a veces, por sus hábitos del corazón, con una corte imperial, con todos los secretos y la falta de fluidez y transparencia -especialmente financiera- en el dar cuenta, que la caracterizan. Los oscuros acontecimientos que acabaron en 1984 con el suicidio (¿asesinato?) del presidente del Banco Ambrosiano, Calvi, la quiebra de este banco y la dimisión del arzobispo Marcinckus -al frente de las finanzas del Vaticano- lo confirmaron dolorosamente.

UNA AUTORIDAD CENTRALISTA
CON FUNCIONARIOS SÓLO VARONES

Sólo un gobierno de la Iglesia concebido como irremediablemente centralista presenta este problema. No lo presentaría un gobierno de la Iglesia en el que ésta estuviera organizada en varios Patriarcados -por ejemplo, por grandes lenguas o por continentes- como el jesuita y cardenal Carlo María Martini lo ha sugerido abiertamente.

Tampoco lo presentaría -hoy menos que nunca- un gobierno de la Iglesia en el que el Papa convocara un Concilio con mucha mayor frecuencia que la acostumbrada -también Martini ha clamado por un Vaticano III-, precisamente porque vivimos en una época en que los cambios radicales se producen con una velocidad y aceleración impresionantes y el Evangelio tiene que adaptarse a estos ritmos inéditos e inculturarse en ellos.

Tampoco presentaría tantos problemas una forma de gobernar en la que el Papa consultara continuamente en forma auténticamente sinodal a sus hermanos obispos, reunidos a su vez colegialmente en conferencias episcopales, pues es claro que la teología católica no sostiene una concepción de los obispos como ministros del Papa sino como sucesores de los apóstoles.

Tampoco presentaría problemas un gobierno de la Iglesia en el que se consultara a laicos y a laicas, a religiosos y a religiosas, sin preferencias por el poder o la riqueza que tienen o por las masas que pueden o no movilizar, sino sólo por el testimonio de su seguimiento de Jesucristo, que construye comunidad. El Concilio Vaticano II dejó claro que la asistencia del Espíritu Santo y el no desfallecimiento en la fe, la esperanza y el amor, se aplica a las comunidades cristianas en conjunto con sus líderes y no únicamente a sus líderes. El mismo Papa Juan Pablo II dijo claramente que para lograr la unión de las Iglesias cristianas, el ministerio petrino -es decir, el oficio del Papa- tendrá que ser reformado profundamente. Y es que con el Papa Juan Pablo II ocurrió no pocas veces que sus profundas intuiciones cristianas acabaron siendo frustradas en las redes internas de la Curia romana. No en último término porque esa Curia es el único funcionariado burocrático del mundo que aún se mantiene exclusivamente masculino. Compárese, por ejemplo, la gran audacia de la oración por la paz en Asís, en 1986, cuando el Papa compartió su plegaria con líderes religiosos de todo el mundo y de casi todas las religiones sin reclamar ninguna precedencia, con la Declaración Dominus Iesus calzada con la firma del Cardenal Ratzinger, en la que se reafirma la doctrina anterior al Vaticano II de que fuera de la Iglesia no hay salvación.

GUATEMALA 2002:
AL RITMO DE LA IGLESIA POSTMODERNA

Cuando me encontré de cerca con el Papa Juan Pablo II por cuarta vez, la vez que he estado más próximo a él como sacerdote concelebrante de la eucaristía en la que canonizó en Guatemala al Beato Hermano Pedro de San José de Betancourt, fui testigo de su capacidad de convocar masas -se calculó en 700 mil los asistentes- y también de su capacidad de sufrir a la vista de multitudes. ¡Terribile! fue la exclamación del Papa cuando por los efectos de la enfermedad de Parkinson se comenzó a deslizar de su sillón y las hojas de su homilía empezaron a volar de sus manos por el viento y por su propia incapacidad de sostenerlas con firmeza.

Juan Pablo ha sido el primer Papa de la postmodernidad. Fue electo diez años después de la gran crisis de la modernidad en 1968. La celebración de aquellas enormes multitudes del año 2002 en el Hipódromo del Sur en Guatemala recordaba mucho -salvando diferencias obvias y profundas- el acontecimiento happening de Woodstock en los 70: la gente quería vivir la fraternidad al aire libre, cantando y sentándose en el césped al menos por unas horas en un país dominado por la violencia.

En cambio, el mensaje ético de los obispos guatemaltecos Anda y haz tú lo mismo -el final de la parábola del samaritano-, que se desprendía de la vida del Hermano Pedro siguiendo a Jesucristo, no fue recibido con el mismo entusiasmo por aquella multitud. A la salida de la fiesta, numerosos mendigos y lisiados pedían limosna, pero la multitud pasaba de largo. No se oyó, por ejemplo, de ningún fondo de becas para estudiantes pobres que se instituyera por iniciativa de los grandes empresarios en las diversas universidades del país en memoria de la canonización del Hermano Pedro y de la visita del Papa.

Leo en “The New York Times” que Juan Pablo II ha dejado tras de sí una generación de jóvenes católicos que han prendido de nuevo la llama del exigente catolicismo moral que la generación de sus padres puso en duda o desechó en temas como la masturbación, las relaciones prematrimoniales, el control de la natalidad, el aborto... Se trataría también de una generación de la que vuelven a surgir numerosas vocaciones sacerdotales que, en sus seminarios, estrenan de nuevo con gozo sotanas y hábitos y viven la segregación clerical que la generación de sus antecesores rechazó. Puede ser. Pero no se me quita del corazón la pregunta de cuánto tiene que ver con todo eso la lejanía de los pobres y tal vez el haberlos ignorado casi totalmente, mientras regresa todo el poder del clericalismo y la necesidad de vivir las dudas vitales bajo la certidumbre anticipada de la gloria y no soportando los dolores de parto de la nueva humanidad, que es como dice San Pablo que se vive cristianamente en esperanza.

LA IMPOTENCIA DEL PAPA AGONIZANTE

Que este Papa ha atraído enormes multitudes en la vida y en la muerte es evidente e innegable. Sin embargo, ¿será ése el signo fundamental para la credibilidad de la Iglesia y sobre todo, para la del Evangelio? Juan Pablo II vivió en un mundo mediático y vivió mediáticamente. Su enfermedad, su agonía y su muerte fueron también mediáticas.

La quinta vez que sentí una cercanía intensa con Juan Pablo II fue el Domingo de Pascua, menos de una semana antes de su muerte. Cuando fui testigo a través de internet de cómo le pusieron el micrófono para que intentara desde su ventana dar un mensaje. Su intento fallido fue desgarrador. Pero lo que me impresiónó por encima de todo fue el modo como se llevó la mano a su frente y el gesto de impotencia y frustración de su boca. Soy jesuita y confieso mi respeto especial por cualquier Papa y también por éste que acaba de morir, pero los sentimientos y las impresiones personales no están sujetas a ningún parámetro de corrección porque son espontáneas e incontenibles y despiertan conexiones en la memoria y con las memorias. En aquel momento me impresionó la expresión de su boca, como la que le vi en Managua cuando, sin duda frustrado por los gritos de la multitud, ordenó silencio.

Yo había estado orando para que su agonía fuera lo menos dolorosa posible. Para que mientras estuviera consciente viviera la confianza en Dios, “amigo de la vida” frente al tremendo misterio de enemistad con la humanidad que, según San Pablo es la muerte, para que pudiera así experimentar el profundo deseo de San Pablo: “Deseo morir y estar con Cristo”. Pero en Juan Pablo II triunfó aquel otro deseo, también de San Pablo y en la misma ocasión: “Para vosotros es más necesario que siga viviendo”. Impotencia al sentir que no se podía ya cumplir ese deseo fue lo que me pareció que su cuerpo transmitió desde la ventana de su apartamento.

Para un Papa que vivió momentos de gloria y de poder al constatar su inmensa influencia en la caída del muro de Berlín, en la liberación de su patria y en la disgregación y caída de la URSS, su declive brutal, a la vista del mundo, fue espectacular y probablemente extremadamente doloroso.

Me imagino que más doloroso aún fue -en 1990 y en 2003- constatar su impotencia para frenar a dos presidentes estadounidenses, los dos Bush, padre e hijo, en su carrera hacia la guerra del Golfo y en Irak, así como para detener a Ariel Sharon en su bárbara política de tierra arrasada en Palestina, o para detener la guerra genocida en Ruanda. Y me imagino también su impotencia al ver la expansión incontenible del capitalismo salvaje o primitivo, como lo llamó en su encíclica Centesimus annus.

LAS MULTITUDES Y EL ESPECTÁCULO:
¿SIGNOS DE CREDIBILIDAD DE LA IGLESIA?

El funeral de Juan Pablo II fue una manifestación enorme de veneración y piedad. A lo largo de los días fueron desfilando ante su catafalco tal vez más de tres millones de personas, la mitad de ellas sus compatriotas de Polonia. Es innegable que Juan Pablo II tocó el corazón de mucha gente y particularmente de mucha gente joven, que por la extraordinaria duración de su Papado no conocieron a nadie más que a él como sucesor de San Pedro. La cantidad, sin embargo, no ha sido el más importante de los indicadores de que el seguimiento de Jesucristo está enraizado en el corazón de la gente.

La presencia de las multitudes no es una señal inequívoca. Es ambigua. En sus intensos y largos peregrinajes por el mundo, Juan Pablo II atrajo multitudes. Lo que no sabemos es cuántos se mantuvieron constantes después en el amor al prójimo en la vida diaria. La postmodernidad, también la postmodernidad religiosa, ama el espectáculo y la celebración, especialmente el esplendor de las ceremonias, el canto e incluso la danza, como lo prueban las decenas de miles que acuden a la Misa danzante del joven Padre Rossi en Brasil, a quien el año 1999 la revista “Time” incluyó entre los cien líderes emergentes del siglo XXI, seleccionados como personajes para el nuevo milenio. Es evidente que a la liturgia católica del rito latino le hace falta mucha más imaginación y que la danza no debe de ninguna manera estar excluida de una liturgia creativa. Pero es necesario mirar con mirada más larga.

El signo de la santidad ha de mantenerse en medio del mundo y contra ese estilo mundano que vive la vida únicamente con voluntariados de uno o dos años, con fiestas religiosas espectaculares, con ritos de paso, y que no se acerca con compromiso permanente a la religión verdaderamente carismática, la que el famoso sociólogo Max Weber observaba en páginas de los Evangelios como la de las Bienaventuranzas, afirmando que hay en ellas un contenido tan humano que resurgen una y otra vez de sus cenizas en la historia. Muy pocas veces aparece la palabra religión en el Nuevo Testamento, pero cuando aparece, lo hace vinculada al cuidado del prójimo pobre y excluido.

Que la mera concentración de multitudes es ambigua lo prueban las que hubo en el funeral de un hombre justo como Ghandi -dos millones de personas-, en el de mujeres amadas como Diana de Gales o la Madre Teresa -un millón en ambos-, en el del Ayatollah Jomeini -diez millones-, en el de un luchador por la paz como Yitzakh Rabin -un millón-, en el de un revolucionario transformador de China como Mao Zedong -un millón- y en el de un tirano sanguinario como José Stalin -cinco millones-.

EL PODER Y LA GLORIA:
LA GRAN TENTACIÓN DE LA IGLESIA

Mientras la Iglesia mantenga en su núcleo romano la calidad y el carácter de Estado secular -históricamente adquirido e históricamente comprensible, perdonable pero no justificable-, la tentación del poder que pide homenaje de rodillas estará siempre al acecho. Difícilmente “lavará los pies” a la gente todo el año y toda la vida, según el ejemplo que Jesús dio. Y más difícilmente aún dejará de “buscar la gloria de este mundo”, como dice el Vaticano II que no debe hacer. Pero mucho más difícilmente todavía se convertirá, como su Maestro Jesús de Nazaret, en la Iglesia de los pobres, concepto propuesto por Juan XXIII y el Cardenal Giacomo Lercaro en el Concilio Vaticano II, pero que sólo la Iglesia que está en América Latina se atrevió a insertar en los documentos de Medellín y Puebla, traducción del Concilio a esta Iglesia continental.

Con el nuevo sucesor de San Pedro, ¿volverá a ser el Vaticano, antes que la Ciudad-Estado del Vaticano, el cerro de los mártires, donde según la tradición, fue crucificado y enterrado San Pedro cabeza abajo, sin poder ya “ir a donde quería” ni ajustarse su pobre túnica porque otros -éstos, sí, mundanamente poderosos- se la desajustarían para clavarlo en la cruz? Poderosos de todo el mundo circundaron reverentemente el féretro de Juan Pablo II. Y sin embargo, si la Iglesia, como Jesús, no es odiada y perseguida, acabará siendo “mayor que su maestro”.

¿“SANTO SÚBITO”?

Hablando de los santos en un libro extraordinario -Amigos de Dios y profetas, una interpretación teológica feminista de la comunión de los santos-, una teóloga estadounidense, Elizabeth Johnson, escribe: Merece también análisis la reconstrucción de la memoria de los santos y las características del culto que se les tributa, el cual, dependiendo de las circunstancias, puede ser usado con idéntica eficacia por los poderes civiles o eclesiásticos para afirmar su propia posición, y por aquellos que trabajan para resistirse u oponerse a estructuras de gobierno que consideran opresivas.

Esto puede pasar con la insistente demanda que viene de algunos campos, de la jerarquía y del laicado eclesiásticos, de canonizar rápidamente al Papa Juan Pablo II. Esto pudo convertirse, en los días que precedieron al cónclave y en el mismo proceso de la elección del nuevo Papa, en una presión para que la elección recayera en alguien ya comprometido con la prosecución de la línea que este Papa siguió. Algo parecido ocurrió al morir Juan XXIII y el Papa que le siguió, Pablo VI, no se avino a ello.

Pocas veces fueron predecibles los conclaves, a diferencia de éste último. Los cardenales que nombró León XIII, un Papa social, y liberal, eligieron a un conservador tradicionalista, Pío X, quien a pesar de haber sido canonizado, permitió el establecimiento en la Curia romana de un sistema de espionaje contra teólogos disidentes. Los cardenales que nombró Pío XII eligieron a Juan XXIII. Y los cardenales que nombró Pablo VI -que se esforzó por desarrollar el Concilio Vaticano II en su letra y en su espíritu- eligieron a Juan Pablo II, quien invocando siempre al Concilio, lo desarrolló no pocas veces según la letra y el espíritu que la minoría conservadora logró insertar en los textos conciliares, por lo que Juan Pablo II ha sido llamado, con razón, impulsor de la restauración eclesiástica.

EL TESTAMENTO DEL PAPA JUAN PABLO II:
LA CAUSA DEL CONCILIO VATICANO II

En su testamento, el Papa Juan Pablo II se muestra profundamente agradecido por el gran don a la Iglesia que supuso el Concilio Vaticano II, en el que él fue uno de los participantes. En ese testamento, el Papa confía el patrimonio del Vaticano II implícitamente a su sucesor y a toda la Iglesia en estos términos: Al encontrarme en el umbral del tercer milenio in medio Ecclesiae deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II -del que junto a la Iglesia entera y todo el episcopado- me siento deudor. Estoy convencido de que las nuevas generaciones podrán servirse todavía durante mucho tiempo de las riquezas proporcionadas por este Concilio del siglo XX. Como obispo que ha participado en el evento conciliar desde el primer al último día, deseo confiar este gran patrimonio a todos aquellos que son y serán llamados a ponerlo en práctica en el futuro. Por mi parte, doy las gracias al Pastor eterno, que me ha permitido servir a esta grandísima causa en el curso de todos los años de mi pontificado.

Poner en práctica el Concilio Vaticano II: he aquí la gran tarea del nuevo sucesor de San Pedro, de sus hermanos obispos y de toda la Iglesia. No cabe la menor duda de que el Concilio Vaticano II fue en cierto modo ambiguo, ya que comprimió en sus documentos tanto la orientación pastoral de la mayoría de los padres conciliares como la de la minoría, dándole, sí, preferencia a la de la mayoría, pero otorgando muchas concesiones a la de la minoría, algunas veces incluso por mandato explícito del Papa Pablo VI, como la famosa “Nota Explicativa” al capítulo III, que restó fuerza a la visión colegial de la autoridad, que la mayoría de los Padres Conciliares tenían.

El jesuita José María Castillo ha tratado en un breve pero incisivo libro -La Iglesia que quiso el Concilio- esta ambigüedad. Pienso que Juan Pablo II “sirvió” a la causa del Concilio con la misma ambigüedad que los textos conciliares revelan. En algunas horas y en algunas decisiones interpretó el Vaticano II en el sentido de la mayoría y en otras en el de la minoría.

RATZINGER: EL ELEGIDO

Cuando diez días después de haber escrito sobre el Papado de Juan Pablo II me di cuenta de que había humo blanco y resonaban las campanas de la gran basílica, supe con bastante certeza que el elegido era el Cardenal Joseph Ratzinger. Una rapidez tal en la elección no podía haberse logrado alrededor de otro candidato. Con todo, aún escondía una expectativa distinta. Tan duro me parecía que los Cardenales hubieran elegido al símbolo mayor de la intransigencia doctrinal del Papado de Juan Pablo II. Pero mi intuición se confirmó: era Ratzinger.

Mi primera impresión fue de abatimiento. Tanto me apenaba su trayectoria de 24 años al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Después, buscando acoger la noticia con esperanza, recordé que, según las filtraciones, había habido en el precónclave, una postura muy firme del Cardenal Martini a favor de un cambio en la Iglesia y un agrupamiento de no pocos cardenales alrededor de su punto de vista. Incluso hubo después otra filtración: Martini, que en la primera votación del cónclave recibió numerosos votos, más incluso que Ratzinger, les había recordado a sus hermanos cardenales que él sufría la enfermedad de Parkinson y les había rogado que no votaran más por él.

Si algo es Joseph Ratzinger es muy inteligente y un teólogo muy capaz. Santa Teresa de Jesús siempre prefirió para guía espiritual a una persona inteligente más que a una muy buena persona, incluso muy santa, pero poco inteligente. Si Ratzinger comprobó en los días anteriores al cónclave que hay un fuerte grupo en la Iglesia que representa una aspiración al cambio, ya como Papa no querrá imponerse con el peligro de dividir a la Iglesia. Martini lo ha dicho mejor: Estoy seguro de que Benedicto XVI nos reserva sorpresas porque, como pude experimentar al pasar de la enseñanza a las responsabilidades pastorales, a un pastor le está constantemente reeducando su pueblo.

BENEDICTO XVI:
ENTRE LA ESPERANZA Y LA PREOCUPACIÓN

Lo que Benedicto XVI dijo desde el día de su elección hasta el día de su toma de posesión como obispo de Roma y sucesor de San Pedro, parece ir en esta línea: su insistencia en la unión de los cristianos, en el diálogo con otras religiones y en favorecer la causa del Concilio Vaticano II; su autodenominación como un humilde trabajador más en la viña del Señor, su indicación a los Cardenales de que su misión como Papa no es de honores sino de servicio; su decisión de no anunciar un “programa de gobierno”, sino permanecer, como único programa, abierto y a la escucha de la voluntad de Dios con toda la Iglesia sin hacer mi voluntad ni seguir mis propias ideas; y sobre todo, la crítica del poder eclesiástico y de todo poder encerrada en su interpretación de los dos símbolos con que tomó posesión: el palio de arzobispo de la región de Roma y el anillo del pescador.

También, su recuerdo de esos desiertos de la pobreza, del hambre y de la sed al lado de los desiertos de la oscuridad de Dios, del vacío del alma sin conciencia de la dignidad y el camino del hombre. Cuando terminó diciendo que los desiertos exteriores se multiplican en el mundo porque los desiertos interiores se han hecho muy extensos pensé, como jesuita, en “la justicia que brota de la fe”. O de la buena voluntad humana, ésa que el nuevo Papa saludó cuando mencionó también, con calidez, en esta misma homilía a las personas no creyentes.

En cambio, la confirmación en sus puestos de todos los dignatarios de la Curia romana, no ayuda al optimismo. Y si su elección del nombre de Benedicto fuera -como lo ha dicho- por San Benito de Nursia, constructor de Europa después del derrumbe del Imperio Romano, quedaría clara una jerarquía de sus preocupaciones, para mí inquietante: una misión que priorizará el contrarrestar el secularismo y la indiferencia europeas más que por desterrar de la mayoría del resto del mundo el hambre y la miseria.

COMBATIR EL CAPITALISMO
CON CONDENAS QUE SEAN CREÍBLES

Lo mínimo que se debería esperar hoy, para que este sucesor de Pedro y toda la Iglesia se muevan en el seguimiento de Jesucristo, actualizando al samaritano de la parábola, ¿no sería precisamente que la Iglesia combata el capitalismo salvaje -salvaje es casi todo el capitalismo- al menos con el mismo ardor y el mismo vigor con que combatió al socialismo realmente existente por ser ateo?

Y que lo combata más con el llamado a la solidaridad global y local, con el llamado a la identidad solidaria, y menos con condenas que resultan menos creíbles por otras actitudes de condenar que mantiene hoy la Iglesia: a las personas homosexuales, a las mujeres feministas o que aspiran a ser sacerdotisas, a los sacerdotes diocesanos que aspiran a casarse, a quienes combaten con el condón el SIDA, a quienes dominan la naturaleza con el control de natalidad, a quienes acuden al aborto para salvar la vida, a quienes buscan la muerte por no poder aguantar el sufrimiento de años...

LA PRIORIDAD:
EXPULSAR DE LA IGLESIA AL PODER

Y si hubiera que privilegiar una tarea para Benedicto XVI, me quedaría con la que -según el famoso periodista Giancarlo Zizola en El Sucesor- enunció, ya casi moribundo, un teólogo de las religiones, el entonces obispo auxiliar de Roma, Pietro Rosano, en 1991. Redactor de los principales discursos de Juan Pablo II en Asís, Rosano proponía la tarea de expulsar de la Iglesia al poder que la ha ocupado: La Iglesia debe ser tanto más amada hoy cuanto más está en pecado grave. La Iglesia está en pecado porque se ocupa del poder y porque está ocupada por el poder...Estimo que es un deber de cada cristiano luchar para expulsar de la Iglesia este pecado.

El obispo Rosano, que falleció dos semanas después de un cáncer terminal, estuvo en los años 60 en el entonces Secretariado para los no Cristianos, en la Curia Romana. Fue él, entre otros, según Zizola, quien unió la conciencia de este pecado con la imposibilidad de algunos eclesiáticos para cambiar de centro: desde la Iglesia a la humanidad.

Así se expresó el obispo Rosano en su lecho de muerte: Actualmente los dirigentes de la Curia, que tienen el vértigo del éxito, de la seducción mediática y de la palabrería mundana, prefieren ocuparse de lo inmediato. No parecen importarles demasiado los problemas culturales y no están dispuestos a interesarse por esta perspectiva. Por esto, les es difícil comprender que la Iglesia no podrá superar la crisis actual, si no sabe aceptar el desafío de las culturas pluralistas y diferenciadas, incluida la idea de la pluralidad de las vías de salvación. Si, por consiguiente, no saben abandonar la ideología de la Iglesia como la sociedad perfecta y el principio secular del Extra Ecclesiam nulla salus (fuera de la Iglesia no hay salvación) interpretado materialmente y al pie de la letra. A los cristianos sólo nos queda el amor y el testimonio de la caridad. Es la última tarea que nos incumbe. El resto, lo que preocupa en exceso a los dirigentes de la Iglesia, me hace pensar en esta advertencia de Shakespeare: “Si la Iglesia malgasta una vez más su tiempo, el tiempo la rechazará”.

UNA IGLESIA EN LA DIÁSPORA
CON CRISTIANOS MÍSTICOS

No es el miedo a quedarnos solos o pocos lo que nos tiene que preocupar sino el peligro de quedarnos sin amor. Termino con dos pensamientos de Karl Rahner en horas que él llamaba de “invierno” en la Iglesia, y que no dejan de serlo aun a pesara de las multitudes que hemos visto despidiendo a un Papa o dando la bienvenida a otro. Son dos pensamientos que dependen el uno del otro: La Iglesia del futuro será una Iglesia en diáspora. Es decir, migrante y extraña en medio de la gran mundanidad de la globalización postmo-derna. Y el cristiano del mañana será místico o no será nada. Es decir, se abrirá al misterio de Dios en la humanidad o permanecerá irremediablemente irrelevante en medio del mundo al que Dios tanto ama.

CORRESPONSAL DE ENVÍO EN GUATEMALA.

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