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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 276 | Marzo 2005

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Centroamérica

Monseñor Romero: Su retrato en la memoria y en la historia

En El Salvador, en América Latina y a lo largo del mundo se celebran los 25 años de un crimen que aún permanece impune, del martirio de un obispo en proceso de canonización, del paso a la inmortalidad de Oscar Romero, el más universal de los salvadoreños, representante emblemático de las luchas por la justicia, la paz y los derechos humanos en Centroamérica durante las dos penúltimas décadas del siglo XX.

María López Vigil

Llegué por primera vez a El Salvador en 1981, apenas un año después de que Monseñor Romero fuera asesinado. Casi toda la gente con la que hablaba me contaba alguna anécdota que había vivido con él. Anécdotas interesantes, sorprendentes, sugerentes. La memoria estaba fresca, la sangre reciente, el dolor aún dolía cuando la dura realidad de aquellos años tocaba cicatrices no cerradas. Fue entonces cuando pensé que todas esas memorias debían ser resguardadas cuidadosamente en la escritura, ese invento que ha conservado la memoria de la humanidad desde hace tanto. Pensé en un libro.

PIEZAS PARA UN RETRATO

Tan sólo unos años después, ya en Managua, empecé a capturar anécdotas por donde quiera que las veía pasar. Como quien caza mariposas. Todas eran bellas. Vendría después el tiempo de seleccionar cuáles tenían los colores más adecuados para el retrato que quería hacer. El trabajo era lento, tampoco era urgente. A partir de 1990, el libro pasó a ser prioridad. El parto ocurrió en 1992, año en que se firmaron los acuerdos de paz que pusieron fin al conflicto militar en El Salvador, aquella guerra que Monseñor vio venir y que él intentó detener.

La paz tan necesaria y anhelada fue la comadrona. En marzo de 1993 el libro se presentó en la capilla de la Universidad Centroamericana de San Salvador. El título que había pensado -“El mero Romero”- no pasó la “censura” y dio paso al título alternativo, “Piezas para un retrato de Monseñor Romero”. En 1999 las “piezas” se tradujeron al alemán. En el año 2000 al inglés en Estados Unidos y poco después en Gran Bretaña. En el 2001 al francés. Finalmente, en 2002 llegaron a Cuba en una edición especial. Deseaba mucho el arribo de Monseñor a ese puerto.

Cuando escribía el libro supe que en 1943 Monseñor Romero, joven seminarista en vísperas de ordenarse sacerdote, había pasado por Cuba. Regresaba a El Salvador tras varios años de estudio en Roma. El barco hizo escala en la isla, pero viniendo de una temporada tan larga en uno de los países del Eje fascista, y en plena guerra mundial, él y otro compañero de estudios levantaron sospechas en las autoridades. Los mantuvieron internados tres meses en un campo de trabajos forzados, lavando inodoros, lampaceando, barriendo. Hasta que indagando descubrieron que eran tan sólo dos pichones de cura. Me frustró no encontrar ningún testigo que me contara más detalles de este singular episodio de la vida de Romero y tuve que renunciar a incluir la pieza cubana en el retrato que estaba componiendo.

Monseñor Romero volvió a Cuba en el libro de su retrato. Y volvió de nuevo a “limpiar”. A limpiar los juicios y prejuicios, favorables o desfavorables, levantados en Cuba sobre una etapa de la historia latinoamericana que resulta incomprensible si no la inscribimos en la historia de la Iglesia latinoamericana, en donde Romero es ya un personaje emblemático.

COMO LOS HIJOS

Un poderoso impulso para decidirme a construir el retrato de Monseñor Romero era que yo misma tenía una pieza propia que poner en él. Conocí a Monseñor Romero. Platiqué con él varias horas en una tarde de junio de 1979 en Madrid, en un momento particularmente crítico, cuando regresaba de Roma, de su primera visita al Papa Juan Pablo II. En El Salvador la represión del gobierno militar estaba “en lo fino”. Para mí, fue como el paso de una estrella fugaz: breve y luminosa. Hasta hoy evoco detalles de aquella tarde. En mi memoria ha quedado grabado a fuego -y a lágrimas- aquel encuentro en el que, con los ojos siempre humedecidos por el asombro, Monseñor Romero me relató las humillaciones a las que fue sometido en los dicasterios romanos y en la propia audiencia papal por el mismo Sumo Pontífice. Por lo peculiar de la situación que viví esa tarde con él, aquella pieza me puso ya en la pista de intuiciones que después verificaría al enfrentarme a la tarea de darle forma a la materia prima del libro.

Todos los libros tienen una historia. Como las criaturas que nos nacen, los libros son hijos del papel concebidos por el amor y la pasión, son gestados en un largo proceso en el que sobran ansiedades y expectativas y son dados a luz siempre con dolor. Quisiera compartir algunas de las vivencias que acompañaron la gestación de este libro, hoy, cuando en tantos lugares del mundo se celebran los 25 años de que Oscar Romero cayera para siempre del lado de la vida. Así permanece en mi memoria la elaboración de su retrato, así imagino que quedará su retrato en la historia.

EN BUSCA DE LA PERLA

¿Cómo llegó Monseñor Romero a “convertirse” en el mártir, en el santo, en el héroe nacional tal como hoy lo conocemos? Por más mitificado que estaba ya en la memoria y en la historia, Oscar Romero se me aparecía siempre en mi búsqueda de datos como un hombre irrelevante. Rastreaba anécdotas y recuerdos de los años 40, de los 50, de los 60... y nada. Nada me sonaba a diáfana campanada de alerta. Ni sus palabras ni sus acciones. Nada me “servía” si lo que buscaba eran destellos que presagiaran la luz de después. Ni en lo bueno ni en lo malo. En todo me resultaba insignificante. Tanto, que a pesar de los muchos datos que iba encontrando me era difícil “poner en pie al personaje”. Tantos niños dicen esas mismas frases piadosas, tantos curas tienen ese mismo positivo perfil de dedicación y generosidad. Tantos otros tienen esos escrúpulos y manías institucionales. Tantos y tantos otros son como Oscar Romero gente intrascendente, “mediocre” -como Salieri al compararlo con el genial Mozart-. Tantos son gente buena, en el buen sentido de la palabra buena... Pero con esas personas no se hace un libro.

Avanzaba y todo seguía igual. Incluso, en el tiempo de después, cuando ya se había “convertido”. De sus tres años de arzobispo de San Salvador -su etapa “gloriosa”, la más conocida- me llovían muchas más anécdotas, pero en ninguna de ellas hallaba “la perla” que buscaba, la de la genialidad. Ninguna acción, ninguna “salida”, ninguna palabra era especialmente deslumbrante. Leí también todos sus homilías publicadas, lo que es una empresa que exige tiempo y paciencia. Son más de dos mil páginas de un lenguaje que, aunque originalmente hablado, parece el de un tratado sistemático y riguroso de teología y catequética. O el idioma siempre pautado de los noticias de una hoja parroquial. Sacadas de su irrepetible contexto histórico, y leídas fuera del marco de la Catedral donde fueron dichas ante multitudes que lloraban, escuchaban y aplaudían, sus homilías pueden parecer a muchos ojos textos densos, reiterativos. Auténticos, sí. Pero el último calificativo para sus homilías sería el de sugestivas, originales o brillantes. Me costó extraer de ellas frases que, sacadas del marco concreto en que fueron dichas, resultaran pinceladas de brillo para el libro que imaginaba.

ENTRE EL MITO Y LA DESMITIFICACIÓN

También debo decir, sinceramente, que esta permanente constatación de la insignificancia del personaje, al ir ordenando el mucho material que iba reuniendo, no mermaba ni mi cariño ni mi veneración por Monseñor Romero, pero sí me desanimaba en mi quehacer de narradora literaria. ¿Qué era aquí lo resaltable, qué era lo especial, cómo destacar tanto gris? ¿Cómo escribir significativamente sobre la insignificancia? Cuando confronté el material, ya algo ordenado y seleccionado, con los tres pares de ojos amigos, distanciados tanto del Romero-mito como del Romero-hombre, los tres me confirmaron mi perplejidad. “Ya está mejor, me decían, pero todavía no le veo nada especial”, “Si yo no supiera quién es Romero, alguien ya tan famoso, no entendería bien por qué ni cómo llegó a serlo”.
Peor aún, cuando ya había encontrado el hilo de oro para ordenar el material y cuando el libro empezaba a circular de mano en mano, un amigo muy ajeno a todo ese mundo de la Iglesia, lo leyó y me comentó con sinceridad: “Realmente, me gusta el libro, pero no el hombre, nada me llama la atención en él”. Su comentario me volvió a colocar en aquel paralizante punto de partida en que viví durante tantos meses. Y me añadió una duda nueva: ¿No hubiera sido mejor mantener el mito de un Romero casi desconocido que dar a conocer al ser humano, necesariamente desmitificándolo?

UNA PIEZA QUE BUSQUÉ DESESPERADAMENTE

Las dudas de la gestación las han ido desvaneciendo los años y los lectores, ese tiempo nuevo que viene después del parto de un libro. La gente que leyó el libro ha amado a este Romero desmitificado, se ha sentido inspirada y acompañada por este Monseñor Romero de carne y hueso. Y por muchos comentarios que he escuchado, en ese encuentro con el Romero real mucha gente tocó el “misterio” que hay en este hombre, el que yo toqué cuando lo retrataba en el libro. Ésa es la palabra: misterio. No encuentro otra.

Hay “misterio” en su conversión -en el hecho, ¿en los hechos?- por los que llegó a ser el que es. Realmente, ese ser humano que fue Oscar Romero cambió en un determinado momento, tuvo un “antes” y un “después”. Romero mismo así lo reconoció. La gente así lo percibió aunque -y es curioso- no los más cercanísimos. Ésos no me hablaron nunca de “conversión”. Su mejor amigo, Salvador Barraza, otro ser deliciosamente insignificante, un vendedor de zapatos que se convirtió en su chofer, me reiteraba que no hubo en Romero ninguna “conversión”. Pero algo hubo. Sin esta transformación, no estaríamos hablando de Romero veinticinco años después de su muerte.

Creo que lo que sucede es que hay algo en su conversión que calza con su personalidad. No podemos hablar de esa conversión como un hecho que impacta, que causa una conmoción, que deslumbra. Hay algo en ese cambio de leve, de gris. No hay ni luz cegadora ni caída del caballo. Más: no hay caballo. Falta todo rasgo de aparatosidad o de vehemencia. La frontera es tan tenue y el ser humano que cruza esa línea es tan parecido al que era antes de atravesarla que estaríamos ante una conversión tan “insignificante” como el convertido que la experimentó.

Por eso, darle forma literaria y credibilidad narrativa al cambio operado en este hombre se me convirtió en un tan prolongado quebradero de cabeza. Hasta el final cargué con el problema insoluble de no hallar ninguna “pieza” que me sirviera para darle peso narrativo e imagen plástica a ese cambio. Ninguna me servía como una auténtica bisagra de transición. Busqué y no hallé. Hasta que llegó un momento en que supe con certeza que jamás encontraría esa pieza. Porque no existía.

Literalmente, fue esa pieza -o ese vacío de pieza- lo último que decidí en el texto. Y lo resolví acudiendo al recurso del “fundido en negro” que jalona la secuencia de algunas películas. Puse en el libro una “primera parte” -el antes de la conversión- y una “segunda” -el después-. Fue un reconocimiento a mi impotencia. Después, sentí la necesidad de buscar en la Biblia alguna frase con la que disimularla mejor. Y en esas joyas deslumbrantes que se hallan en el libro de Job y en el de Jeremías encontré algo que tal vez aguardaba por mí.

Para la primera parte, para el Romero “sin convertirse”, encontré en el Libro de Job (38, 24-26) esta pregunta llena de sutiles sugerencias para una descreída como yo: “¿Qué caminos sigue la luz al repartirse? ¿Quién abre una vereda a la tormenta para que llueva en el desierto?” Para la segunda parte, para el Romero ya convertido, hallé en el profeta Jeremías (18, 4) un perfecto telón, un drástico fundido en negro: “El cántaro que estaba haciendo con barro se arruinó en manos del alfarero. Y éste empezó de nuevo y lo transformó en uno muy diferente.”

ENSEÑOREADO DE LA HISTORIA SALVADOREÑA

Fue una crisis. Una tenaza diaria sobre la pluma con que escribía. Y esa crisis me empujaba una y otra vez hacia “lo trascendente”, hacia “lo sobrenatural”, por usar las palabras habituales, las más conocidas, las que empleamos a veces banalmente. No me lo explico -pensaba tercamente, sin lograr evitar esos pensares-, no me explico la relevancia, la dimensión, el eco, el por qué de tanto amor y tanta fama a partir de estos pobres datos. No lo puedo agarrar, no cuadra, tal vez debo buscar más, tal vez hay algo que no sé.

Pero -también tercamente- no podía dejar de admitir lo que ya sabía, lo que conozco, lo que he podido palpar siempre en El Salvador: su huella es real y profunda, es verdadera, encontrable por todos lados, y brillan los ojos al recordarlo porque persiste en la memoria de la gente y esa llama perenne ha sobrevivido ríos de sangre sin apagarse. Ya es historia. Porque he sentido cuánto lo quieren gentes tan diversas, y yo misma no logro olvidarlo ni dejo de conmoverme al recordarlo aquella tarde de 1979, tan vulnerable y tan auténtico pidiéndome apoyo y consejos. Porque después de tantos años de haber muerto, vi prácticamente a todos mis testigos -desde Rubén Zamora hasta doña Tina- llorar evocando aquel 24 de marzo como si fuera hoy. Porque llena de calor la imaginación de muchísimos más de los que yo puedo sospechar. Porque suena vivo y se ha enseñoreado de la historia de su país. Porque siendo uno de tantos se hizo símbolo de tantos, rompiendo las barreras del espacio-tiempo en que se movió su insignificancia.

Tan reales aquellas mis dudas como éstas mis evidencias. Fue tocando su innegable insignificancia y sintiendo, no obstante, un irresistible impulso a darle en ese libro todo el significado posible, que yo misma experimenté que en lo que ocurrió con Oscar Romero hay un misterio.

PASTOR DE CORDEROS Y LOBOS Y PEQUEÑO INQUISIDOR

Si la pista esencial para “explicar” la conversión de Monseñor Romero, creo yo que lleva a Dios -y qué cosa más importante decir-, su conversión, su cambio, cobra pleno sentido al estar acuerpada por el pueblo de Dios. Dios y ese pueblo de Dios que vive en ese diminuto e insignificante país que es El Salvador. En El Salvador ya había habido muchas más “conversiones” antes de la de Monseñor Romero. Romero no está en la base de los cambios que ocurrieron en ese país, no los nutre desde abajo. No es raíz. Es el fruto más maduro, un fruto tardío de esos cambios. Romero sube al tren en una de sus últimas paradas. Es en la hora undécima que se levanta y se une a tantos otros jornaleros que soportaban desde hacia muchos años el peso del día y del calor. 23 años de párroco en San Miguel (1944-1967), y en un país donde muy pocos lobos imponían su feroz ley a millones de corderos, el padre Romero quiso ser a la vez pastor de los corderos y de los lobos. En el país de las
“catorce familias”, con una de las distribuciones de la tierra más injustas del continente y a pocos años de la masacre de 40 mil campesinos en una sola semana (1932) -uno de los hechos de sangre más estremecedores de la historia latinoamericana-, el padre Romero aparecía en un artificial fiel de la balanza, imparcial, neutral, impoluto en medio del conflicto latente. Honesto, incansable, tesonero, rezador, clerical en superlativo, no tenía otro “compromiso social” que sacarle dinero a los ricos para darle limosna a los pobres. Así, aliviaba a los pobres sus necesidades y a los ricos su conciencia. De haberse estancado la explosiva lava del volcán salvadoreño, Romero habría continuado en esta actitud de pasividad neutral y de complaciente complicidad todos los días del mundo.

Pero era imposible. Rugía el volcán. La alianza de los militares y la élite oligárquica había fabricado con la injusticia social y la dictadura una bomba de tiempo, cerrando los cauces a la oposición cívica y a la organización popular. Y año con año crecían los corderos que se “convertían” a la rebeldía y desafiaban la ley de los lobos.

Cuando en los años 60 los vientos de los cambios nacionales y de otros cambios en la Iglesia universal -el Concilio Vaticano II, la Conferencia de obispos latinoamericanos en Medellín- comenzaron a sacudir con vientos y bocanadas de aire fresco a la Iglesia institucional, Monseñor Romero cerró puertas y ventanas para no sentirlos. Como obispo auxiliar de San Salvador, permaneció siete años en esa actitud defensiva, pasando de ser un neutral cura párroco a ejercer el oficio de pequeño inquisidor de las comunidades, los curas, las monjas y los agentes de pastoral que defendían a los corderos, enfrentaban a los lobos y ya en aquel entonces morían matados por la causa de un cambio hacia la vida y la justicia.

No fue el gran inquisidor, sino un insignificante clérigo sumergido en papeles, que colaba mosquitos y tragaba camellos. Aunque seguía siendo honesto, incansable, tesonero y rezador. De haberse detenido en aquel cargo su carrera eclesiástica, hubiera seguido atizando el resto de su vida pequeñas hogueras inquisitoriales a la medida de sus dogmatismos. Mientras, la Iglesia salvadoreña crecía en la edad de los compromisos, en la sabiduría del evangelio nunca neutral y en la gracia del martirio. Era una Iglesia puntera dentro de la Iglesia latinoamericana. Romero estaba al margen, él mismo se marginaba.

CACHETEADO POR LA REALIDAD Y ARROLLADO POR LA VIOLENCIA

Obispo ya en diócesis propia, Santiago de María (1974-1977) y en tiempos en que los campos salvadoreños estaban cundidos de cosecha política y pastoral -organizaciones campesinas, organizaciones populares, organizaciones ya guerrilleras, y los concientizados y concientizadores Delegados de la Palabra-, Monseñor Romero, aunque cacheteado por aquella realidad imparable e incontrolable, seguía queriendo controlar y cerraba centros de pastoral o ignoraba los mensajes de Medellín. Aunque clerical al máximo, por seguir siendo honesto, incansable, tesonero y rezador, fue en aquellos años cuando aparece algún destello, cuando la compasión le empezó a ganar, paso a paso, terreno a la ideología.

Su expediente institucional era impecable. Por eso, en 1977 los lobos -la oligarquía terrateniente y los militares a su servicio- presionaron en el Vaticano para que lo nombraran Arzobispo de San Salvador. Esperaban que fuera él un apagafuegos del incendio de la rebeldía popular. Cuando consiguieron el nombramiento, nadie podía siguiera atisbar lo que ocurriría: una mutación en la historia salvadoreña. Su conversión. Si no le hubieran dado, con el cargo de Arzobispo, tanto poder -el máximo en aquella Iglesia- Oscar Romero habría seguido siendo tal vez un compasivo, pero tibio representante eclesiástico, tocado naturalmente por una ineludible realidad de violencia, pero no arrollado por ella.

Pero le dieron poder. Y él era un hombre muy consciente del poder, de la autoridad, creía en eso y en ese terreno se sabía mover. Al recibir el máximo poder institucional y con 60 años a cuestas, curtida ya su piel clerical por todos las rutinas institucionales, este hombre insignificante, sin apenas dejar de ser el que había sido, enfiló el timón en otra dirección y puso todo el poder de la Iglesia que representaba, aquel poder en el que creía tan plenamente y que sabía usar, en el otro platillo de la balanza.

Su conversión es personal, pero es sobre todo histórica. Sin el telón de fondo de la historia jamás se percibiría. Es precisamente en el preciso espacio-tiempo en el que aquel país vivió una etapa crucial, que desembocaría en una interminable guerra civil, que el “convertido” Monseñor Romero vivió la etapa crucial de su vida. Coincidencias. Misterios. El reflejo de esa conversión fue clamoroso en la historia y apenas perceptible en su personalidad más profunda. Seguirá siendo hasta el final de su vida extremadamente clerical. Y como siempre, honesto, tesonero, incansable. Tal vez el rasgo que más va a cambiar en él es el del valor. Sin ser un valiente -mucho menos un audaz o un temerario-, ya no estará preso de cobardías y escrúpulos e irá dando, uno a uno, todos los pasos que le exigía ser un salvadoreño en aquellos días de arbitrariedad violenta y cruel. Más libre para arriesgar. Libre ya del temor a la muerte, antes de que la resurrección le liberara definitivamente de la muerte.

NO ERA EL ACTOR, ERA EL ESCENARIO

Cuando recogía las “piezas” para el retrato de Monseñor Romero me era claro que en las que formarían la “primera parte” -el antes-, lo importante era ir definiendo el “camino de Damasco”, la trayectoria que hiciera más entendible el cambio. Era tarea de pesquisa. ¿Y después? En la segunda parte, ¿con qué clave ordenar las piezas? ¿Cuál sería el hilo que conduciría a quienes leyeran hasta el desenlace de su muerte? Pronto descubrí que por ahí no daba nada el argumento, que no habría materia de “supense” porque su asesinato es el hecho más sabido de la vida de Monseñor Romero.

El desarrollo de la segunda parte del libro, la más extensa, donde hablan los salvadoreños del Romero más conocido -para muchos, el único conocido- resultó muy difícil. Conseguir armonía y “argumento” con piezas bastante similares, pequeñitas y no muy brillantes, fue otro tremendo reto. Pronto descubrí que más que el actor, importaba el escenario en el que se movía. El tormentoso, macabro, increíble y heroico El Salvador de aquellos tres años, con su crescendo de sangre. Como una marea, una marea que también cubriría a Monseñor Romero y se lo llevaría.

El hilo eran los acontecimientos. Y cómo Monseñor, cual hormiga, iba caminando sobre el hilo de aquella trágica realidad, asumiendo cada día nuevos compromisos. Modestos e insignificantes, pero nuevos y buenos. Ninguna pieza era una “perla”, pero sabiéndolas engarzar harían un collar. Al tenerlo terminado llegué a convencerme de que “ser santo” no es más que eso: escudriñar la realidad y ser fiel a ella. En El Salvador de aquella época, la realidad era avasalladora, urgente, cruel, retadora. Y cambiante. Cambiaba por días, a veces por horas. Todo día, cualquier minuto, ofrecía una oportunidad: para la santidad o para una mediocridad más, aunque tal vez más culpable que si ocurría en otros tiempos y en otras latitudes. Ser fiel al ritmo de una realidad así no es fácil para nadie. Menos para un viejo. Menos aún para un obispo. Él cabalgó esa realidad y alcanzó en ella un significado creciente. En ese escenario se convirtió en el salvadoreño más universal, en la propia voz de El Salvador. Ya nadie recuerda los nombres de los personajes de aquel escenario trepidante. Sólo su nombre. Y el de su asesino. Pero de Monseñor Romero no sólo queda el nombre. Queda su voz, su rostro, su vida, su ejemplo, las tantas semillas que sembró.

LA ÚLTIMA TENTACIÓN

¿Y su última tentación? También la hubo. Hombre de poder, consciente del poder que tenía y que representaba, tan capacitado y hábil para ejercer el poder institucional, Monseñor Romero apostó todo entero ese poder en los últimos tres años al número de los siempre perdedores. Aunque naturalmente, para ganar, no para perder. La apuesta suya fue desde el poder: todo el poder de la Iglesia para los sin voz, para los sin vida, para los empobrecidos. Por eso, en aquella etapa de convulsiones y cambios tenía él necesariamente que enfrentar la “última tentación” del poder.

Octubre de 1979: el golpe de la “juventud militar” y la junta de gobierno que salió de ese golpe, hechos a los que Monseñor Romero contribuyó protagónicamente. En la crisis en la que colocó al país esa “solución” política, le tocó vivir a Romero su última tentación. Fue la prueba de fuego de su conversión histórica, como al comienzo de su cambio -marzo de 1977- lo habían sido las presiones del Nuncio del Vaticano para que no celebrara una misa pública y masiva en memoria del asesinado padre Rutilio Grande. Superó su última tentación. Y nuevamente, fue el pueblo el que lo empujó a hacerlo. El pueblo y la sangre, derramada a torrentes. Resolvió el reto con el criterio del amor por la gente y no con el del cálculo político.

Ya la compasión le había ganado todo el terreno a la ideología. Y Monseñor Romero “estaba en la raya”, listo no sólo para que lo mataran, sino para dar la vida, que no es lo mismo. Aprecié sobremanera la “pieza” que me regaló Jorge Lara Braud, pastor evangélico mexicano-estadounidense, al contarme la confesión que poco antes de su muerte le hizo Monseñor Romero en el carro en que los dos regresaban de una visita a las comunidades. “Le digo la verdad, doctor -dijo Romero a Lara-: no quiero morir. Por lo menos ahora no, no quiero morir ahora. ¡Jamás le he tenido tanto amor a la vida. Se lo digo honradamente: yo no tengo vocación para mártir, no la tengo... Quiero un poco más de tiempo”.

Nada brillante, pero sí un hermoso broche para cerrar el hilo de una vida totalmente coherente en su significativa insignificancia. Porque se trata no de buscar la muerte, sino de amar la vida y de defender la vida de otros. Tal vez sólo se trata de eso. Y “eso” exige conversión. En El Salvador de aquellos años, quien “eso” hacía arriesgaba su propia vida y podía perderla. Siguiendo esa simple lógica, aquel insignificante Oscar Romero alcanzó la santidad, llegó al martirio y está resucitado y resucitando en el pueblo salvadoreño, en el pueblo que tanto le amó.

NOS REPRESENTA EN LA HISTORIA MAYOR

Como a Cuba hace unos años, como a cualquier puerto a donde llegue, como en cualquier plaza donde se le conmemore en este marzo de 2005, con Monseñor Romero, con su retrato, con su palabra, llegará siempre el retrato y la voz de Centroamérica.

Fue a finales de los años 70 que le llegó su hora a Centroamérica. La lucha sandinista en Nicaragua, que desembocaría en el triunfo revolucionario de 1979, y los esfuerzos de las organizaciones campesinas, populares y guerrilleras en Guatemala y en El Salvador colocaron al traspatio del imperio en el centro del jardín de la solidaridad mundial.

Hoy aquella etapa parece ya muy lejana. Tanto ha cambiado Centroamérica en estos últimos años. Tanto es lo triste y lo perdido. Tanto lo transformado y lo avanzado. Tanto lo que parecía sólido y era frágil. Tanto lo que se demostró efímero. Tantas las páginas superadas, tantas las lágrimas, la sangre, las montañas de muertos, el heroísmo espectacular y el compromiso persistente y silencioso para cambiar las cosas. A la hora del recuento, presiento que será Oscar Romero, el más universal de los salvadoreños, quien en definitiva representará a los centroamericanos y a las centroamericanas en las páginas de esa historia mayor, la que se escribe con la distancia que nos regala el tiempo.

Porque en la trayectoria de este hombre, en su cambio personal, en sus palabras, en la muerte con que lo mataron, están resumidos todos -o casi todos, que no es lo mismo pero es igual- los grandes desafíos de aquella etapa: la represión cruel, el cierre de los espacios ciudadanos, la tenaz lucha por los derechos humanos diariamente violados, la organización popular, la obscena injerencia de Estados Unidos, el terrorismo de Estado, el despertar de la conciencia campesina, el surgimiento de “otra” Iglesia -y con ella de “otro” Dios, el Dios de la justicia que toma partido por los de abajo-, los presos políticos, las torturadas, los desaparecidos, las refugiadas, la resistencia sin tregua, la pobreza y la miseria tocando fondo. Y la guerra. Y el anhelo de una paz justa y con dignidad. En todo eso estuvo este hombre, también sacerdote y obispo. Es el símbolo de un puñado de años inolvidables, de una época gloriosa vivida en este rincón del planeta. Pasarán los tiempos y él, como icono, representará a la Centroamérica de aquel momento único. Y lo hará cabalmente.

REDACTORA JEFA DE ENVÍO. AUTORA DEL LIBRO “PIEZAS PARA UN RETRATO DE MONSEÑOR ROMERO”.

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