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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 175 | Octubre 1996

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Nicaragua

Relaciones con USA: camino de doble vía

¿Cuál será la politica del nuevo gobierno de Estados Unidos hacia el nuevo gobierno de Nicaragua? El pasado tiene mucho que enseñarnos. Repensar las relaciones con la potencia hegemónica no debe ser incompatible con recordar la historia.

Augusto Zamora

En 1996 se cumplieron diez años de la sentencia de la Corte Internacional de Justicia en el caso de las actividades militares y paramilitares en y contra Nicaragua. Fue el 27 de junio de 1986. El caso había sido introducido el 9 de abril de 1984. Esto indica que ese juicio -el más famoso de todos los conocidos por el "principal órgano judicial" de Naciones Unidas- se desarrolló coincidiendo con el período más álgido del conflicto que sacudió a la región centroamericana en la pasada década y, más específicamente, con los años más duros de la política de intervención y fuerza sufrida por Nicaragua.

Diez años son un lapso de tiempo breve para volver los ojos hacia aquellos años y para esperar que los hechos acontecidos sean examinados sin pasión o, al menos, con mayor objetividad. Esperar que esto se dé puede ser imposible en un país donde las simpatías y antipatías se arrastran de generación en generación -un siglo después, los conservadores continúan denostando a Zelaya y los liberales reivindicándolo-. Hay todavía heridas abiertas y odios que permanecen enconados. Es comprensible dada la magnitud que tuvo el conflicto, que afectó a todos los nicaragüenses, de una forma u otra. Las secuelas del mismo, por otra parte, son traumatismos de lenta cicatrización. No es fácil que conflictos de la dimensión del que le fue impuesto a Nicaragua tengan fácil solución. Los daños humanos son irreparables. Los económicos demasiado profundos. La dislocación social demasiado traumática.

Entendimiento no significa servidumbre

Quizás el daño mayor haya sido la pérdida de la esperanza y la desvertebración de Nicaragua. La revolución sandinista fue lo más parecido a un sueño -el de hacer un país, el de poseer una patria libre, justa e independiente-, sueño del que participó un amplio sector de la población, sobre todo jóvenes. Ese podría ser el mayor contraste entre la Nicaragua de hoy y aquella Nicaragua, la que pudo ser y no fue. Basta ver el panorama político e institucional para darse cuenta del marasmo en que se ha hundido Nicaragua. El desconcierto y la corrupción han alcanzado tales niveles que no se ve salida a corto plazo. No, mientras una clase política desgastada y ambiciosa continúe dirigiendo los destinos del país. ¿Es oportuno volver la vista de nuevo hacia el conflicto que enfrentó a Estados Unidos con Nicaragua o, más exactamente, hacia el conflicto que le fue impuesto a nuestro país? Repensar las relaciones con la potencia hegemónica no debe ser incompatible con recoger la historia. Ver hacia el pasado no significa anclarse en él, de la misma manera que el necesario entendimiento entre ambos países no debe traducirse -aunque así suceda en demasiadas ocasiones- en servidumbre, abandono o renuncia de los intereses propios. Si las relaciones así se entendieran, los países pequeños como Nicaragua estarían condenados al vasallaje y a la humillación.

No podemos afrontar con miedos el tema. Debemos aproximarnos a él para, al menos, dejar constancia de un período fundamental de la historia de Nicaragua y de la región centroamericana. Y para su mejor comprensión, este período debe insertarse en el marco general de las relaciones entre las dos partes del hemisferio, Estados Unidos y América Latina. Esta inserción es tanto más necesaria cuanto que permite comprender que el conflicto centroamericano y más específicamente, la política norteamericana hacia Nicaragua, no constituye un hecho aislado, sino que es producto de una concepción que ancla sus raíces en el pasado siglo.

Nicaragua: lamentable primer lugar

Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina han sido todo menos fáciles. Las contradicciones siguen, y continuarán produciéndose, porque los intereses de la superpotencia no coinciden con los nuestros y muchas veces son contradictorios. La constatación de esta realidad no debe llevarnos al antinorteamericanismo fácil, sino a buscar los inevitables caminos de confluencia, de forma que las relaciones mutuas -hasta el presente desventajosas para nuestros países- sean sustituidas por actitudes constructivas y beneficiosas para ambas partes o, cuando menos, que no dañen los intereses de los países latinoamericanos.

Remitiéndonos a Nicaragua, podríamos señalar que las relaciones con Estados Unidos pasan por distintas etapas, divididas éstas por la evolución de los intereses norteamericanos. Una primera etapa, que podríamos llamar "canalera", abarca el período en el que el interés de Estados Unidos por Nicaragua se centraba en la construcción del canal interoceánico, con dos períodos bien marcados: de 1848, con la llegada del primer agente diplomático (Henry Hise), hasta el bombardeo y destrucción de San Juan del Norte por la fragata Cyane, en 1854.

Después se abre un largo paréntesis, provocado primero por la conquista de los territorios arrebatados a México en 1848 y luego, por la guerra civil norteamericana (1860-1865). La reaparición de Estados Unidos en la escena es consecuencia de la guerra contra España (1898), que concluye con la anexión de Puerto Rico y la conversión de Cuba en un protectorado.

La ascensión de Estados Unidos como país hegemónico en el continente abre la etapa del imperialismo "clásico" (1903-1934), resumida en dos políticas: la del gran garrote y la de la diplomacia de las cañoneras. Esta etapa es seguida de un paréntesis o transición (1934-1944), dominado por las secuelas del crack de 1929, el ascenso del fascismo en Europa y la II Guerra Mundial. De esta etapa de transición quedan en el Caribe dictaduras infames sostenidas por cuerpos armados creados, entrenados y adoctrinados por Estados Unidos -Somoza es el ejemplo más conspicuo-, que se convertirían, en la etapa de postguerra, en el principal instrumento de control de nuestros países y en un último freno al ascenso de los movimientos nacionalistas, revolucionarios o reformistas.

La siguiente etapa corresponde a un Estados Unidos emergido de la II Guerra Mundial como superpotencia, sólo rivalizada -y parcialmente- por la Unión Soviética. En esta etapa, el discurso cambia. La defensa de la democracia y la libertad en un mundo bipolar determinarán la política exterior de Estados Unidos, que exigirá a sus aliados -voluntarios y forzosos- un alineamiento sin fisuras a su política de confrontación con la URSS. América Latina, como su principal zona de influencia, no tiene más alternativa que aceptar ese alineamiento, que Estados Unidos ha procurado mantener -y ha mantenido- sin escatimar medios, desde la simple presión económica hasta la intervención armada. La única excepción ha sido Cuba, que se ha hecho acreedora, por su resistencia, a una política inflexible e implacable, cuyo último episodio ha sido la aprobación de la Ley para la Libertad y la Solidaridad Democrática Cubana -conocida como Ley Helms-Burton-, que agrava sensiblemente la guerra económica que desde 1961 mantiene Estados Unidos contra el pequeño Estado.

A lo largo de todas estas etapas un hecho salta a la vista: ningún país americano ha sufrido durante tanto tiempo y de tantas formas la injerencia de Estados Unidos en sus asuntos internos como Nicaragua. Puede que haya otros, como Cuba y Panamá, que puedan ostentar niveles similares, pero ninguno podría disputarle a Nicaragua tan lamentable primer lugar.

Cuatro luchas armadas contra Estados Unidos

Desde una perspectiva histórica, podría afirmarse que el conflicto que se produjo entre 1979 y 1990 constituyó un nuevo episodio entre dos grupos de posiciones e intereses. Por un lado, las fuerzas nacionalistas de Nicaragua -expresión, a su vez, del nacionalismo latinoamericano-, empeñadas en ejercer los derechos soberanos del país y en desarrollar un proyecto de nación. Por otro, los intereses imperialistas y hegemónicos de Estados Unidos, enunciados tempranamente en la Doctrina Monroe, que consideran a América Latina -y muy particularmente a la región del Caribe- como un mare nostrum, dentro del que sólo pueden existir países de independencia formal, políticamente adscritos a la disciplina de Estados Unidos y económicamente dependientes.

En cuatro ocasiones esos intereses contrapuestos han desembocado en luchas armadas de desigual intensidad. Entre 1856 y 1858, cuando sucede la Guerra Nacional contra los filibusteros de William Walker, apoyados por algunos sectores norteamericanos. Entre 1909 y 1912, período que va desde la Nota Knox hasta la muerte de Benjamín Zeledón, cuando se produce la primera intervención armada. De 1927 a 1934, etapa que corresponde a la lucha heroica de Sandino y que concluye con su asesinato. Finalmente, entre 1979 y 1990, período que se inicia con el triunfo de la revolución sandinista y concluye con la derrota electoral del FSLN, como consecuencia del desgaste humano y económico provocado por nueve años de guerra sin cuartel.

Unicamente en 1858 Nicaragua vio el triunfo de las fuerzas patrióticas y nacionalistas, hecho que se debió, por una parte, a la falta de apoyo que tuvo Walker en su intento de conquista y por otra, a la unión de todos los centroamericanos contra el filibustero. Las otras tres confrontaciones -dada la absoluta desigualdad de las fuerzas en conflicto- concluyeron con la derrota de las fuerzas nacionalistas. En dos de esos casos (1909-1912 y 1927-1934) la derrota fue total y los sectores patriotas fueron virtualmente diezmados, con el exilio forzado de sus líderes (Zelaya) o con la muerte de los mismos (Zeledón, Sandino), seguida de la persecución y aniquilamiento de sus partidarios (Wiwilí). En el tercer caso (1979-1990), la derrota tuvo carácter parcial, debido a que no fue consecuencia de una derrota militar sino política, conservando las fuerzas nacionalistas parte sustancial del poder, aunque en condiciones precarias.

El criterio utilizado como guía o línea divisoria entre nicaragüenses nacionalistas o no es su posición y vinculación hacia y con los intereses extranjeros, en este caso los estadounidenses. Nacionalistas son las fuerzas que, independientemente de su afiliación política, se han opuesto a la injerencia de Estados Unidos en los asuntos internos y externos de Nicaragua. No nacionalistas, los grupos y sectores que han favorecido, apoyado, incitado y promovido la intervención extranjera, bajo cualesquiera razones o pretextos. Todas las legislaciones del mundo sancionan severamente a los nacionales que favorecen intereses extranjeros en perjuicio de su patria y es idea aceptada en el mundo que no hay razón que pueda justificar que se hiera o que se venda la independencia de un país, menos todavía que se propicie un ataque armado extranjero. "Más que a sus hijos debe amar el príncipe a su nación", decía Séneca.

Independencia: difícil pero posible

En el grupo de los nacionalistas hay que incluir a las fuerzas liberales y conservadoras que enfrentaron a Walker, a los liberales que siguieron a Zelaya, Zeledón y Sandino y a los sectores nucleados en torno al FSLN y -en un grupo heterogéneo- a quienes, a título individual o desde organizaciones y partidos, se han opuesto a la injerencia extranjera y defendido la independencia nacional. En el grupo de los no nacionalistas hay una línea que se extiende desde el tristemente célebre padre Agustín Vijil -que sirvió de embajador a William Walker en Estados Unidos- hasta los sectores que dieron cobertura a la última agresión contra Nicaragua, figurando entre ellos personajes funestos como Adolfo Díaz, Carlos Cuadra Pasos, Emiliano Chamorro, la familia Somoza y un largo etcétera que es innecesario recoger.

En razón de sus condiciones propias -país pequeño, poco poblado, próximo geográficamente al imperio-, la independencia de Nicaragua es difícil de defender. Como señala Karl W. Deutsch al analizar las relaciones internacionales, "en los países pequeños (los que tienen menos de 10 millones de habitantes) es más probable que la intervención extranjera, disfrazada o abierta, salga triunfante". Los hechos respaldan su afirmación. Cuanto más pequeño un país, menos riesgos y esfuerzos se necesita invertir para que salga triunfante una intervención. Para invadir Granada en 1983 hicieron falta 6 mil marines. 25 mil se emplearon en República Dominicana en 1965. Una cantidad similar invadió Panamá en 1989. Para Nicaragua hicieron falta nueve años de guerra indirecta, destrucción y boicot económico. En Vietnam, 600 mil soldados no impidieron la derrota norteamericana. En cambio, ninguna potencia occidental se planteó invadir China para impedir el triunfo de los comunistas de Mao.

Que la independencia sea difícil no significa que sea imposible. Deutsh agrega: "Un país pequeño debe tener habitualmente un gobierno de inusitada fortaleza, o una fuerte motivación en sus habitantes, para que mantenga un tipo de gobierno que lo pone en conflicto con un vecino poderoso. Pero en distintas épocas y de varios modos, Suiza, Israel, Finlandia, Afganistán y Cuba han demostrado que esto puede hacerse. En particular, porque un país pequeño muy defendido puede no valer (para su vecino más grande) los probables costos de una intervención en suficiente escala como para derribar a su gobierno o para terminar con su independencia". Es importante tener en cuenta estos antecedentes para evitar caer en el derrotismo o en el fatalismo.

Traficar con Nicaragua en vez de defenderla

En Nicaragua -como en otros países de la región y del mundo-, un sector de la clase política y económica ha optado por plegarse a las posiciones del poder hegemónico, renunciando al ejercicio de los derechos soberanos del país, en todos aquellos aspectos o cuestiones que no admite Estados Unidos.

La negación de la soberanía nunca tiene carácter general. Si así fuera, desaparecería el Estado dando origen al protectorado o a la colonia. En términos más crudos, un sector no desdeñable de la clase dominante considera que es más rentable -o menos arriesgado, o un hecho fatal contra el que no cabe hacer nada- aceptar la injerencia norteamericana. Como es inútil oponerse a ella -dicen- lo mejor es admitirla. Sea cual fuere la razón que invoquen, estos ciudadanos asumen como praxis el traficar con los intereses del país en vez de defenderlos.

La actitud política de este sector estará determinada por la posición que asuma Estados Unidos ante un gobierno concreto. Si éste obtiene el nihil obstat y es aceptado por las autoridades norteamericanas, sus validos locales también lo aceptarán, aunque sea a regañadientes. Esto aconteció en Nicaragua durante el período de Carter. Si, en cambio, el gobierno es rechazado, este sector defeccionará y pasará a la oposición, como sucedió durante la administración de Ronald Reagan. El motivo de estas actitudes está en la convicción de que el gobierno anatematizado caerá más tarde o más temprano y que ellos recibirán el país como recompensa. Juan José Estrada en 1909, Adolfo Díaz en 1912, Emiliano Chamorro a lo largo de su vida, José María Moncada en 1927, Violeta Barrios y Adolfo Robelo en 1980 y la coalición UNO en 1989 constituyen ejemplos de tal actitud.

Un pasaje de nuestra historia mediata ilustra esta actitud. José María Moncada justificaba ante sus generales su claudicación ante la intervención norteamericana de 1927 en los siguientes términos: "Yo no tengo deseos de inmortalidad. Es decir, no quiero ser el segundo Zeledón. Ya estoy viejo y si puedo vivir unos años más, cuánto mejor. Les digo esto a propósito de la imposición americana. Es decir, yo no iría a la lucha contra el ejército americano por ninguna finalidad, como por lo desastroso que sería para nuestro ejército y para el país en general". El Pacto del Espino Negro, impuesto por Stimson en 1927, significaría para el Partido Liberal renunciar a su herencia nacionalista y asumir la misma posición del Partido Conservador respecto a la intervención extranjera.

A partir de entonces, las fuerzas patrióticas quedaron proscritas y desde el establecimiento de la dictadura somocista, ilegalizadas. Las fuerzas que emergieron posteriormente -como el Partido Liberal Independiente (PLI) y ciertos sectores del conservatismo- existirían como partidos "tolerados", pero no legales. El sentimiento nacionalista, derrotado, se convertiría en minoritario durante décadas, lo que permitiría la consolidación de la dictadura somocista y una indiscutida sumisión a Estados Unidos. "La base de los imperios es la apatía política de la mayoría de su población", constata Deutsch.

Estados Unidos: imperios informales

La creación, financiación y apoyo de grupos locales identificados con intereses extranjeros es una política común de los países del centro en su relación con los países periféricos. Esto hace posible el mantenimiento de "imperios informales". América Latina ha sido una región pródiga en ejemplos. Gran Bretaña creó en el siglo XIX un imperio informal en las antiguas colonias españolas, que heredó Estados Unidos. Estados Unidos imitó el modelo y -como ha indicado Tony Smith, al estudiar los modelos de imperialismo- la política de expansión norteamericana en el Tercer Mundo se basó en "controlar una situación regional a través de sus aliados locales" y en disponer de "aliados locales razonablemente fuertes que llevaran la carga del esfuerzo". El imperialismo informal es más difícil de denunciar. A una fuerza militar interventora se la ve y se la sufre. En esta otra forma de intervención, el control económico y político se difumina, en buena medida merced a los agentes locales, que prestan rostro y palabra y disfrazan ese control. Los ejércitos nativos -diseñados para actuar como ejércitos de ocupación- no son vistos como tales y cumplen con celo fanático la misma tarea.

La actitud de Estados Unidos hacia los movimientos nacionalistas del Tercer Mundo no ha sido uniforme. Sostiene Smith que, inicialmente, los gobiernos norteamericanos apoyaron el nacionalismo del Sur en contra del imperialismo europeo, impulsados por motivos económicos. Woodrow Wilson fue el primero en hablar de autodeterminación en la Conferencia de Versalles, después de la I Guerra Mundial, aunque no pretendía que tal concepto se aplicara fuera de Europa. En 1944, Roosevelt sostuvo la necesidad de otorgar la independencia a los países y pueblos coloniales. Estados Unidos apoyó el proceso de descolonización impulsado desde Naciones Unidas. Sin embargo, estas actitudes han sido determinadas por intereses económicos y políticos. La descolonización abrió las antiguas colonias a las empresas norteamericanas que, como en Oriente Medio, desplazaron a las europeas en el control de recursos naturales básicos como el petróleo. Por otra parte, se favoreció el nacionalismo, sobre todo en Europa del Este -apoyo a las insurrecciones en Hungría y Polonia-, porque atacaba los intereses soviéticos. Pero se perseguía el nacionalismo en América Latina, por considerarlo enemigo de los intereses norteamericanos. Este es un elemento importante a tener en cuenta para comprender más cabalmente la política de Estados Unidos hacia los países del sur del continente.

Lo bueno para la URSS es malo para USA

El triunfo de la revolución sandinista significó la toma del poder por las fuerzas nacionalistas y revolucionarias, cuarenta y cinco años después del asesinato de Sandino. La ilusión de unidad nacional se desvaneció pronto. El frente antisomocista se rompió en breve tiempo y la ruptura se agudizaría con la victoria electoral del Partido Republicano y de Ronald Reagan en 1980. Un sector importante de la oligarquía tradicional y económica -también de la clase política- rompió con el sandinismo y se alineó como en el pasado con el poder hegemónico.

Con la victoria republicana, la política exterior de Estados Unidos da un giro copernicano. Este triunfo -dice Smith- auguraba "otra oleada del imperialismo norteamericano de ocupación". Con Reagan se reasumieron los criterios rígidos de Truman y su cruzada anticomunista. La situación mundial fue vista como un juego de suma-fija o suma-cero. "Todo juego de suma-cero -dice Deutsch- representa una pauta de conflicto simple y sin alternativa. Lo que es bueno para uno, es necesariamente malo para su adversario, y cualquier cosa que sea de alguna manera buena para el adversario de uno, debe ser inevitablemente mala, en la misma medida, para uno mismo". De esa guisa, aplicado el juego a la política, "todo lo que es bueno para el comunismo, o incluso meramente aceptable para él, debe ser automáticamente malo para Estados Unidos". Los "impacientes activistas de la dureza unilateral -dice Hoffmann- señalaban que el mundo aún era, por sobre todo, un duelo entre nosotros y el comunismo" y "el machismo típico de un western de Hollywood característico de un Ronald Reagan demostraba ser atractivo para una apreciable fracción de público desorientado". Vistas las relaciones internacionales en términos extremistas, "los pueblos del Tercer Mundo aparecían como peones huecos en la contienda planteada entre las superpotencias".

A partir de los planteamientos de la administración republicana, no había lugar para los neutrales ni para quienes quisieran permanecer al margen del conflicto entre los grandes poderes. En ese sentido, la revolución sandinista, que había triunfado en un contexto internacional favorable, se vería en el ojo del huracán después de 1980. Su situación geográfica y económica la hacía el objetivo ideal para una política de intervención y fuerza, de bajo costo y de éxito casi asegurado. La posibilidad de un entendimiento con el nuevo gobierno de Estados Unidos aparecía comprometida por la decisión de la administración Reagan de plantear el conflicto con la URSS en términos de suma-cero. Por el hecho de ser nacionalista, simpatizar con Cuba y establecer relaciones con los países comunistas, al tiempo que ampliaba y fortalecía sus relaciones con Europa occidental, Africa y Asia y profundizaba sus vínculos con América Latina, el gobierno sandinista era contemplado como suma para la URSS y como resta para Estados Unidos. Esta consideración extrema determinaría el fracaso de las constantes iniciativas de paz de Nicaragua y de esfuerzos internos como el del subsecretario de Estado para América Latina, Thomas Enders, partidario de un entendimiento con el sandinismo. La línea dura, que apoyaba la intervención armada contra Nicaragua, se impondría totalmente.

La derrota electoral del sandinismo, en febrero de 1990, fracturó en decenas de pedazos a Nicaragua. Sectores internos y gobiernos extranjeros celebran todavía la derrota del totalitarismo, que en definitiva ha resultado más una derrota de Nicaragua que del FSLN. Una reflexión de Stanley Hoffmann a propósito de la política norteamericana en Vietnam es evocadora: "Otros creen aún que a pesar de lo que pueda decirse, nuestro esfuerzo no era inmoral porque nuestras intenciones eran buenas. Pero la ética de la acción política no es una ética de motivos, sino una ética de consecuencias... No hay nada moral o políticamente sensato en la arrogancia que nos hace sustituir `sus' realidades por nuestro sueño y (cuando las realidades no se adecúan al sueño) utilizar medios viles y violentos para intentar concretar el sueño que las conflictivas realidades han tornado irrealizable".

Por más que se quiera presentar la política norteamericana hacia Nicaragua en la década de los 80 como fundamentada en buenas intenciones, sus resultados bastarían para deslegitimarla. La destrucción de un país podría tener explicación desde posiciones amorales -como las sostenidas por "realistas" como Morgenthau o Kissinger-, pero nunca desde quienes digan defender los derechos de las naciones y de los seres humanos.

Al parecer, una de las preocupaciones de Reagan era que una victoria comunista en Centroamérica "llevaría a una fuga masiva de refugiados hacia Estados Unidos y la perspectiva de incontables refugiados centroamericanos atravesando el río Grande lo alarmaba enormemente". Los hechos han demostrado sobradamente que han sido las crueles guerras sufridas en Centroamérica las que han provocado una marea incontenible de refugiados. Después de 1991, los gobiernos de Nicaragua y El Salvador tuvieron que pedir a Estados Unidos que no expulsara a los inmigrantes ilegales. La riada de pobres que emigran ha provocado una reacción racista y xenófoba en ese país. Alambradas, muros de concreto, destacamentos militares y leyes intentan detener a los latinoamericanos que huyen de la pobreza. En Estados Unidos no parecen entender que el problema del hambre no se resuelve con represión, sino con justicia social y con participación ciudadana, y que si no quieren emigrantes deben modificar drásticamente sus pautas de conducta y abandonar la política imperial.

¿Creemos en la Carta de Naciones Unidas?

Como consecuencia de la abrumadora influencia de Estados Unidos, Nicaragua -como los demás países de la región- se ha visto obligada a hacer de sus relaciones con este país un asunto de vida o muerte. Las fuerzas nacionalistas, aunque derrotadas una y otra vez, perseveran en el sueño de poseer algún día una patria libre sin tener que morir por ello, aunque dispuestas a hacerlo si no se tiene otra alternativa. No podemos dejar de ser críticos ante el imperialismo, por la sencilla razón de que el imperialismo se opone a la independencia. Como sucedió con la esclavitud: no se pueden asumir ante ese fenómeno actitudes inciertas o vacilantes. O se cree en el derecho de todos los países del mundo a su soberanía e independencia o no se cree. En términos jurídicos, o creemos que la Carta de Naciones Unidas vale, o pasamos de ella. Es imposible combinar el derecho a la independencia con la tolerancia o aceptación de la intervención de los países poderosos en perjuicio de los débiles. Como dijo la Corte Internacional de Justicia en 1949: "El pretendido derecho de intervención no puede considerarse más que como una manifestación de una política de fuerza reservada por la naturaleza de las cosas a los Estados más poderosos".

Estados Unidos: viejos hábitos se niegan a morir

Antiimperialismo no es igual a antinorteamericanismo. Uno no puede estar contra un país entero porque -en la inmensa mayoría de casos- la gente de a pie no tiene nada que ver con la política de sus gobiernos. Por lo demás, demandar relaciones de respeto e igualdad debe dejar de ser un crimen. Solamente desde mentalidades extremistas puede verse como delito que un pueblo aspire a mejorar sus condiciones de vida y a elevar sus niveles de educación, construyendo escuelas, hospitales, industrias y centros de investigación.

El mundo del presente poco o nada tiene que ver con el existente entre 1979 y 1990. La URSS ya no existe y la guerra fría yace en los museos. Los signos de los tiempos han sufrido una jubilación anticipada y forzosa, aunque -y esa es una de las características más notables del mundo de hoy- los grandes problemas que afectaban al mundo permanezcan, unos inmutables, otros notablemente agravados. Los términos en boga hablan de globalización, competitividad, libre comercio, deslocalización. Nadie o casi nadie quiere recordar el conflicto Norte-Sur o el intercambio desigual. Menos todavía, hablar de un nuevo orden económico internacional. Pero lo cierto es que los países ricos son cada vez más ricos y los pobres -como Nicaragua- cada vez más pobres.

Las relaciones entre América Latina y Estados Unidos parecen haber experimentado un cambio, acorde con los nuevos tiempos. No existiendo la amenaza comunista sería posible pensar en relaciones mas igualitarias, de mayor respeto a la soberanía de las naciones y de confianza mutua. Sin embargo, situaciones como la de Cuba, acosada sin tregua ni piedad y con grave olvido de las normas más fundamentales del Derecho Internacional; las actitudes norteamericanas en relación al narcotráfico, pretendiendo imponer sus propias políticas a los países que sufren esa lacra, sin respeto a su soberanía; o la intervención militar en Haití, so pretexto de la defensa de la democracia, hacen pensar que en Estados Unidos hay viejos hábitos que se niegan a morir. Tales hechos obligan a atemperar las esperanzas de establecer un marco realmente nuevo de relaciones entre nuestros países.

Las semillas de nuevas violencias

Un tema que está pendiente de resolver es la tensión entre el nacionalismo latinoamericano -político y económico- y la persistente intolerancia de, cuando menos, un sector influyente de la clase política norteamericana. El monroísmo que todavía palpita con fuerza en Estados Unidos ahuyenta a potenciales inversionistas japoneses y europeos, mientras desde organismos internacionales controlados por el gobierno norteamericano se dictan políticas crueles y sin alternativas a los países de la región, aumentando la pobreza y la desigualdad, haciendo más dura aún la dependencia y más profundo el subdesarrollo. Las semillas de nuevas espirales de violencia están allí y en ellas se reproduce también el sentimiento antiimperialista y antinorteamericano.

"Los norteamericanos olvidan a menudo cuán poderosos y duraderos pueden ser los recuerdos de las injusticias históricas". La frase es de Richard Nixon. El comentario lo hacía a propósito de las relaciones entre Rusia y las otras repúblicas que formaban la Unión Soviética. Más adelante afirmaba: "podemos estar seguros de que el anhelo ucraniano por la autodeterminación nacional no se desvanecerá pronto". Estos comentarios, aunque referidos al nacionalismo de los pueblos soviéticos no rusos, pueden ser aplicables a América Latina, hinterland de Estados Unidos, como lo eran -y siguen siéndolo- aquellos Estados europeos.

¿Será Estados Unidos capaz de abandonar los viejos y negativos hábitos y políticas y asumir como imperativo histórico la necesidad de respetar la independencia y soberanía de los Estados del hemisferio? ¿Renunciará a recurrir a la intervención, directa e indirecta, sea cual fuere el motivo, para sofocar las demandas de cambio y las imprescindibles reformas políticas, económicas y sociales? ¿Aceptará por fin una relación de igualdad, sin considerar actos hostiles las demandas de independencia real y efectiva, no la formal y decorativa independencia de hoy?

Si los ucranianos, después de 300 años de unión con Rusia, han mantenido su "anhelo por la autodeterminación nacional" con más razón los pueblos latinoamericanos, muchos de los cuales, como Nicaragua llevan casi siglo y medio luchando por su autodeterminación e independencia. Este factor debe de tenerse presente si se quieren relaciones constructivas. En situaciones de opresión el fenómeno nacionalista no decrece. Zeledón fue derrotado y muerto y quienes le seguían eran pocos. Sandino no fue derrotado, pero fue muerto, y sus seguidores eran muchos más. El FSLN promovió una revolución y derrotó a la dictadura. No perdió la guerra y aunque perdió las elecciones, es hoy la mayor fuerza política del país. Intervenciones militares, dictadura y guerra no debilitaron ese sentimiento, sino que lo han acrecentado.

Si las fuerzas conservadoras en Estados Unidos -ésas que patrocinan e imponen leyes como la Helms-Burton- no son capaces de asumir el derecho de autodeterminación nacional, es de prever que los conflictos continuarán. Puede que las fuerzas conservadoras logren imponerse en el continente un tiempo más. Sin embargo, a mediano y largo plazo tales políticas no podrán mantenerse. Si algo enseña la historia es que ningún imperio es eterno y que el mundo se mueve hacia una mayor democratización de la sociedad internacional. Hace apenas medio siglo un puñado de países gobernaba el mundo. La bipolaridad que siguió a la II Guerra Mundial no impidió que, a pesar de ese hecho, la sociedad internacional se hiciera menos tributaria de los imperios. Hoy vivimos un mundo multipolar en el que, aunque Estados Unidos siga siendo un factor decisorio, no es ya un poder dominante. En 1945 la economía norteamericana representaba el 50% de la economía mundial. Hoy, el PIB de Estados Unidos ocupa el segundo lugar (20%), detrás de la Unión Europea (22%) y seguido de cerca por Japón (19%), mientras china emerge como la quinta economía mundial. Lester Thurow, profesor del MIT, recordaba que "ser simplemente uno más del grupo de países ricos en un mundo rico es mucho mejor que ser el único país rico en un mundo pobre".

Un camino de doble vía

Estados Unidos es una realidad inobjetable en el mundo y con más fuerza en este continente. Esta realidad obliga a buscar caminos de entendimiento y relaciones constructivas para todos. Pero ése es un camino de doble vía, en el sentido de que las dos partes deben mostrar su voluntad de cooperación, sin esperar la más poderosa que la débil incline siempre su cerviz. La historia nos enseña que es más productiva la colaboración que la confrontación. También que es menos costoso para un país defender sus intereses cuando -como en 1857- une sus fuerzas. Ver el pasado debe permitirnos entender el presente y sobre todo, debe hacernos avanzar hacia el futuro con perspectivas más correctas y ajustadas a nuestra realidad.

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