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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 268 | Julio 2004

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Nicaragua

25 años después de aquel 19 de julio - Memorias apasionadas de una historia de solidaridad

Fue tanta la solidaridad de quienes no siendo nicaragüenses hicieron posible el triunfo de la revolución hace 25 años. Son tantas las historias de heroísmo y generosidad no contadas. Es necesario rescatar de la memoria algunas, con sus sombras y con sus luces. Y contarlas. Lo merecen quienes sobrevivieron. Y quienes ya no están.

William Grigsby

Mucho se ha escrito sobre la gesta heroica de la juventud nicaragüense que derrocó la dictadura somocista, mucho menos del heroísmo de miles de hombres y mujeres anónimos de tantos pueblos del mundo que se sumaron con tan diversas formas de solidaridad a aquella epopeya. Extraigo de mis recuerdos algunos retazos de historias de solidaridad entre nicas y no nicas de las que fui testigo. No faltan en ellas sombras, de las que también hay que hablar. Recordando a algunos de los que conocí -incluidos los muertos- les rendimos el homenaje que merecen.

PANAMÁ: LA CASA DE CHANIS

Uno de los más vigorosos y activos comités de solidaridad con Nicaragua fue el de Panamá. Su presidente, uno de los más grandes poetas de la historia panameña, Rogelio Sinán. En el comité participaban también Carlos Wong, Esther María Osses, el periodista Carlos Núñez, el economista Juan Jované y su esposa Pilar González, Bertilda Jurado Noriega y su madre Gilma Noriega, don Crescencio (Chencho) -un taxista cuya casa era la favorita para alojar a los guerrilleros más importantes-, los hermanos Gloria y Rogelio Rosas, la argentina Stella Calloni, y tantos otros. Sólo los comités de México y Costa Rica eran más grandes que el panameño.

Entre 1977 y 1979 pasaron por Panamá miles de sandinistas de todas las tendencias. Cada una tenía decenas de casas de seguridad, alquiladas o cedidas por panameños de todas las clases sociales. Entre abril y mayo de 1979, por ejemplo, estuvieron alojados en esas casas más de mil combatientes, esperando el momento oportuno para trasladarse a Costa Rica y de ahí, a alguno de los frentes de guerra en Nicaragua.

Una de esas casas, la principal de la tendencia Guerra Popular Prolongada (GPP), estaba ubicada en Chanis, un barrio de clase media en las afueras de la capital panameña). Por allí pasaron muchos dirigentes: Tomás Borge (Mario), Henry Ruiz (Modesto), Jacinto Suárez (Mauro Acosta), Víctor Moreno (René) y su hermano Gustavo, Matilde Rocha (Marcela) y Carlos García (Eduardo) con sus dos hijos, Sergio Buitrago (Rodrigo, a quien se le conocía como el Pájaro Machalá, por los chistes de mal gusto que solía contar), Alfredo Alaniz (Dionisio), Enrique Morales (Julio), Horacio Rocha, Doris Tijerino, Gioconda Belli, Omar Cabezas (Juan José), y muchos otros. El jefe de la Comisión Exterior y de la casa era Daniel Núñez (Danilo). En esa casa vivieron durante tres días los 60 guerrilleros de la columna de Heberto, destinada a combatir en el Frente Sur. Cuando se marcharon, los dos servicios higiénicos de la casa quedaron taponeados.

Una muchacha panameña, Carmen Allen, se encargaba de cocinar y los inquilinos hacían la limpieza de aquella enorme vivienda. Ella llegó embarazada y cuando su hijo nació, hizo caso a la sugerencia de Modesto y Danilo y lo bautizó con el nombre de Nelson, en homenaje al guerrillero campesino Nelson Suárez, el querido Evelio, caído en 1977. A cada uno de los que permanecían en la casa durante algún tiempo se le asignaba un estipendio mensual de 30 dólares, para financiarse su transporte y cualquier gestión y para la compra de sus objetos de uso personal.

Funcionaban allí dos tipos de redes, la de seguridad -que se ocupaba de conseguir armas, municiones, dinero y casas para albergar temporalmente a los guerrilleros que venían de entrenarse en Cuba- y la de propaganda y relaciones. En la de seguridad se aplicaba el riguroso procedimiento de la compartimentación, de manera que cada célula ignoraba qué hacía la otra. Pero en la práctica, muchas veces los panameños que tenían contacto con la estructura pública también hacían trabajos clandestinos.

RAMONA, VALIENTE, TEMERARIA Y ADOLORIDA

Una de las panameñas que trabajaba con los sandinistas era Ramona, una preciosa señora, madre de tres hijas, dos de ellas adolescentes, que había tenido éxito y gozaba de un buen nivel de vida. No obstante, sus raíces indígenas -su madre era de un pueblo nativo cercano a San Antonio, Texas- y el conocimiento personal de la opresión, la hicieron una entusiasta militante de la causa sandinista.

En diciembre de 1977, dejó a sus hijas al cuidado de unas amigas y marchó a Estados Unidos, compró un lote de armas, adquirió uno de esos vehículos que los nicas conocen como “casas rodantes” y escondió en su doble piso su cargamento secreto. Luego, salió desde algún lugar de California, atravesando México, Guatemala y a Honduras, donde guardias asesinos vigilaban todas las carreteras. En por lo menos seis ocasiones estuvieron a punto de descubrir a aquella valiente mujer que realizaba íngrima una auténtica acción temeraria. Hasta que llegó a un pueblecito de Las Segovias, muy cerca de la frontera, donde un puñado de guerrilleros le recibió las armas. Después, cada dos o tres meses regresaba a Estados Unidos para lograr algún pasaporte de cualquier nacionalidad que le sirviera a los sandinistas para circular por donde quisieran.

En Panamá su casa se convirtió en un lugar especial. Ella tenía reservado su cuarto de huéspedes para algún guerrillero enfermo o para el que necesitara un sitio más seguro por unos días. Por ahí pasaron Manolo, Mario, Juan José y algunos otros. En el piano donde ella de vez en cuando tocaba alguna pieza de Chopin o Mozart, Carlos Mejía Godoy ensayó las notas del canto a Carlos Fonseca y las del Himno del FSLN, que luego practicaba con las voces desafinadas de María Isabel Aramburu, Ramiro Contreras, Róger, Chuchú Martínez y algún que otro despistado. Un día, Ramona no quiso que nadie más se alojara en su casa. Sólo permitía que llegaran Danilo y Róger. Muchos meses después, cuando ya había triunfado la Revolución, Ramona le confesó a Róger las razones: uno de sus “huéspedes” había intentado abusar de sus dos hijas mayores, de la empleada doméstica y de ella misma.

VOLUNTARIOS DE TODO EL MUNDO

En el trabajo público, se trataba de difundir la lucha sandinista con una revista que dirigía Eduardo, y que tuvo la particularidad de publicarse tres veces con tres nombres diferentes: primero Presencia Sandinista, porque así se llamaba la que publicaba en Costa Rica la poeta Belli; luego, Gaceta Sandinista, porque era su nombre histórico; y al final, Unidad Sandinista, porque salió después del 7 de marzo, cuando las tres tendencias celebraron en La Habana la cita de su reunificación. En Unidad Sandinista apareció una extensa entrevista realizada por Eduardo a Modesto. El jefe de la GPP insistía en que no había que olvidar una de las lecciones de la lucha de Sandino: cuando el General decidió negociar, lo asesinaron.

Eduardo y Róger también se hicieron cargo de una oficina pública que abrió el FSLN en una de las principales calles de la ciudad, con el objetivo de inscribir a los voluntarios de cualquier parte del mundo que decidieran incorporarse a la lucha contra Somoza. Por aquella oficina pasaron centenares de “cheles” que, apenas escribían su nombre y el número de su pasaporte, se trasladaban a los campamentos guerrilleros del Guanacaste y finalmente entraban al Frente Sur. En esa misma oficina recibieron a medio centenar de ecuatorianos, la mayoría médicos y enfermeras, que también se incorporaron en varios frentes de guerra y salvaron decenas de vidas de los muchachos y muchachas heridos en combate.

MARCELA HACÍA DE TODO

La compañera más querida de todos los sandinistas que trabajaron en la Comisión Exterior fue Marcela, quien debió salir del país con su esposo Eduardo y sus dos hijos pequeños, después que -como consecuencia de la división- toda la estructura del Frente Sandinista en Carazo quedó expuesta a la persecución de la Guardia Nacional, en septiembre de 1978.

Marcela hacía de todo en la casa de Chanis, pero su misión más importante era escuchar y dar cariño a los combatientes que pasaban por allá. Una noche de la semana santa de 1979, cuando la soledad y la nostalgia ponían a prueba la resistencia, ella contó un secreto que llevaba meses devorándola. Pocas semanas después de llegar a Panamá, en octubre de 1978, le habían pedido que cuidara a un compañero dirigente, porque lo iban a operar. Marcela había sido enfermera y era la más indicada para asumir la misión. El compañero era parte de los más de cien prisioneros liberados de las cárceles somocistas por el comando que asaltó el Palacio Nacional. Todavía no se había alquilado la casa de Chanis, y el centro de operaciones estaba ubicado en un apartamento de tres habitaciones, en la planta baja de un edificio de apartamentos de San Francisco, uno de los barrios más tradicionales de Panamá.

MARCELA TIERNA, GENEROSA Y FRUSTRADA

Marcela le pidió a Róger y a Eduardo que le ayudaran en la guardia de 24 horas con la que había que cuidar al enfermo. Cada media hora o cuarenta minutos, quien estaba de guardia armado de guantes de látex debía cambiar las compresas de hielo colocadas sobre el rostro de aquel personaje para bajarle la inflamación. Marcela pasaba toda la madrugada en vela y Róger y Eduardo la relevaban por el día y parte de la noche. Al tercer día el médico dio de alta al compañero, y pocos días después se organizó su traslado a la nueva casa de Chanis.

Durante los días del cuido del enfermo, Marcela estaba retraída y a veces de mal humor. Róger lo atribuyó al cansancio y la tensión que implicaba cuidar al paciente. Pero la razón era otra. En realidad estaba triste, frustrada, decepcionada, abatida, furiosa. Ella, que pensaba que la razón de la intervención quirúrgica era para curar algún mal, se había enterado que, en realidad, había sido una operación de cirugía plástica. El compañero, que ya tenía más de 50 años, había solicitado que le operaran para levantarle los párpados, porque le hacían verse con un rostro achinado... Marcela contó que había comentado la situación con Modesto, y que éste había reaccionado furioso, porque tampoco le habían dicho de qué se trataba. Pero además, el “paciente” se había querido aprovechar del cariño y la entrega de aquella mujer y había intentado manosearla. ¡Cuánto dolor llevaba consigo el manotazo que le estrelló Marcela a aquel impertinente para impedirlo! Ni Marcela ni Róger supieron nunca cuánto había costado la operación, pero desde entonces ya no volvieron a sentir el mismo respeto ni el mismo afecto por aquel compañero vanidoso. Y cada vez que le ven el rostro a Tomás Borge recuerdan aquellos días.

LOS TRES HIJOS
DE DOÑA VELIA PERALTA

A finales de los años 60 Nicaragua fue estremecida por uno de los más brutales crímenes cometidos por la guardia somocista. El 5 de abril de 1968, David Tejada, egresado de la Academia Militar de Somoza con el grado de Teniente y que se había incorporado al Frente Sandinista, fue bestialmente torturado por el Coronel Oscar Morales, asesinado en el cuarto de tormentos y su cadáver fue desaparecido. Incluso, se dijo que lo que quedó de su cuerpo había sido lanzado al cráter humeante del volcán Santiago en Masaya. Su hermano René también se fue a la guerrilla y murió en combate en las montañas del Atlántico Norte siete años después. En su libro La Montaña es algo más que una inmensa estepa verde Omar Cabezas cuenta cómo murió René Tejada Peralta.

La madre de los hermanos Tejada era Velia Peralta, una mujer que los había criado sola a ellos, los hijos mayores de su primer matrimonio, y a dos hijos más, fruto de otras relaciones, Ana y Erving. Su cumiche, Erving Vargas, llevaba el apellido de su padre. Cuando la situación en Nicaragua se hizo más difícil y el muchacho ya tenía los años suficientes para que se lo matara la guardia somocista o él decidiera marcharse a la guerrilla, doña Velia hizo grandes sacrificios y con la ayuda de unos amigos sandinistas lo sacó del país y lo mandó para Panamá. No quería perder a su único hijo varón.

Erving tenía 18 años cuando llegó a Panamá en 1977. Ya el gobierno torrijista había iniciado su política de ayuda a los refugiados políticos y el muchacho se acogió a sus beneficios. Recibía una ayuda mensual y lo habían matriculado en la Universidad estatal. Pero Erving llevaba “el gusanito” del sandinismo en sus entrañas. Conoció a otros muchachos que estaban en una situación similar a la suya y los organizó. Con ellos fundó la Asociación de Estudiantes Nicaragüenses de Panamá, que en algún momento llegó a aglutinar a medio centenar de jóvenes menores de 25 años. Involucró en la Asociación a su novia, Noemí Cuevas, y a su cuñada, Marielos, dos hermosas jovencitas panameñas.

Erving organizó círculos de estudios sobre marxismo e historia de Nicaragua y trabajaba intensamente en la difusión de la lucha del FSLN entre los panameños. Cuando el Frente Sandinista organizó su representación en Panamá, se puso rápidamente en contacto con ellos. A finales de 1978, Róger fue designado como responsable político de la Asociación. Erving estaba entusiasmado y de inmediato hubo una gran afinidad, que los llevó a forjar una sólida amistad. Róger recibió instrucciones de seleccionar a los más destacados de aquellos muchachos para formar una célula de militantes. Como parte del procedimiento, cada uno recibió un seudónimo. Erving escogió Ernesto para honrar la memoria del Che. Otros compañeros de aquel grupo eran los hermanos Félix y Jairo Palacios, Oscar, Gerardo y Jesús Oviedo Mosquera, y Alberto Legal.

Con ellos y otros miembros de la Asociación, en febrero de 1979, como un homenaje al 45 aniversario del asesinato de Sandino, Ernesto y Róger prepararon concienzudamente la toma de la representación de la OEA en Panamá. Con una sincronización militar, Ernesto y otros diez estudiantes nicaragüenses lograron introducirse en el edificio de la OEA, en el que permanecieron durante 48 horas hasta desalojarlo, cuando consideraron que había sido cumplido el objetivo político de denunciar la situación de Nicaragua y los crímenes de la dictadura somocista. La noticia apareció muy destacada en todos los medios panameños y hasta -según decían algunos compañeros- fue publicada en Nicaragua. La noche que terminó la toma de la OEA los muchachos hicieron fiesta y rindieron tributo a la capacidad organizativa y política de Ernesto.

EL TERCER HIJO CAÍDO

Ernesto quería recibir preparación militar para marchar como guerrillero a Nicaragua, y todos los días preguntaba si sería posible que lo enviaran al frente de guerra. Cuando se preparaba la ofensiva militar, Modesto decidió incluirlo entre los que integrarían la columna de la GPP que entraría al Frente Sur. En total eran 60 compañeros. Uno de ellos, de seudónimo Heberto, era un joven leonés alto, fornido, moreno y con una extraordinaria preparación militar. Róger supo que había sido designado como jefe de la columna y le encomendó especialmente a Ernesto. Después de un intenso entrenamiento de quince días en el norte de Costa Rica, los guerrilleros partieron al combate en la segunda quincena de mayo. Dos días después de ingresar por el sector de Cárdenas, un francotirador somocista mató de un balazo en la cabeza a Heberto, y Ernesto se encargó de sepultarlo.

La guerra entró a su fase más cruenta y Ernesto llegó a Managua con los guerrilleros del Frente Sur el 20 de julio de 1979. Ernesto decidió hacer carrera militar. Le apasionaba el Ejército y sentía que de esa manera reivindicaba la memoria de sus dos hermanos. Consiguió una casa para su madre y se dedicó por entero al Ejército. Sus méritos eran notables y en 1983 y lo asignaron a la dirección de operaciones del Estado Mayor General. Ya tenía el grado de capitán.

Un año después, Estados Unidos incrementó la guerra contra Nicaragua. Había logrado articular un auténtico ejército dirigido por mercenarios que recibían entrenamiento en Honduras de los oficiales de la CIA y del Ejército de Argentina. En Matagalpa y Jinotega los combates eran diarios. Los mandos ordenaron a muchos de sus principales jefes y oficiales trasladarse a esa zona. Entre ellos iba Ernesto, bajo las órdenes del subcomandante Cristóbal Vanegas, un veterano jefe guerrillero originario de Monimbó.

El 21 de noviembre de 1984 se realizaba uno de tantos operativos contra las bandas de la Contra en Mulukukú. Cuando los mandos regresaban en helicóptero a su base de Matagalpa, la nave cayó. O fue derribada. En ella viajaban Vanegas y el capitán Erving Vargas Peralta. No sobrevivieron.
Doña Velia Peralta apenas pudo soportar el dolor de su tercer hijo caído. Y aquella noche que le llevaron el ataúd con los restos de su cumiche prefirió llorar en silencio, arrinconada en la sala de la casa que Erving le había conseguido en Colonial Los Robles. Así transitó los siguientes 17 años. Pudo amanecer en el siglo XXI, pero el domingo 28 de enero de 2001, cuando cifraba los 82 años, no resistió una intervención quirúrgica. Presintiendo su muerte y como fue toda su vida una mujer previsora doña Velia preparó su mortaja y pidió ser sepultada el mismo día de su muerte.

ECUADOR: EL HABLATÓN

Era junio de 1979. Las noticias del frente de guerra en Nicaragua llenaban los espacios de todos los medios de comunicación del mundo entero y en Ecuador se seguía con apasionado interés el desarrollo de los combates. Un puñado de jovencitos liderados por Esperanza Martínez, militantes clandestinos contra la dictadura militar y de la solidaridad con los sandinistas, se ocupaban de organizar la recolecta de ayuda para los guerrilleros y habían atiborrado las paredes universitarias y de gran parte del centro de Quito con consignas antisomocistas y antiimperialistas.

Meses antes habían recibido a Eduardo (Carlos García Castillo) y animados por los resultados de la gira y sobre todo, por las exquisitas formas de aquel joven sandinista, habían organizado una campaña nacional para recoger ropa, dinero y todo tipo de materiales para los combatientes sandinistas y para los millares de ciudadanos damnificados por los bombardeos inmisericordes de la guardia somocista. En Cuenca, Tulcán, Guayaquil, Quito, Machala y muchas otras ciudades, se estaban desarrollando masivas recolectas y Róger, un imberbe jovencito nicaragüense sin ninguno de los rasgos típicos de los nicas, había sido enviado desde Panamá por la Comisión Exterior del Frente Sandinista para, entre otras cosas, ofrecer testimonio de la lucha y recabar la ayuda del pueblo ecuatoriano.

Machala, la capital de la provincia de El Oro, situada en el enclave bananero más importante del país, era entonces una pequeña ciudad semirural del sur ecuatoriano. Róger llegó un lunes y apenas descendió del destartalado autobús que lo trasladó desde Quito, encontró a un grupo de entusiastas jóvenes de la ciudad que lo llevaron a la radio donde desde las seis de la mañana se realizaba un hablatón de solidaridad con la lucha de los nicaragüenses. El plan de trabajo también incluía visitas a todas las escuelas de primaria y secundaria, pues ese día cada niño llevaría su óbolo y querían conocer a un sandinista.

LA VOZ DE UNA ANCIANA:
“¡NO SE RINDAN!”

El local de la radio estaba atestado de sacos, cajas y paquetes con víveres, ropa y hasta utensilios de cocina. Después de la extensa entrevista, había mucha gente esperando en las afueras de aquel oscuro cuarto con vetustos equipos que servía de estudio de transmisión de la emisora. Róger saludó una a una a toda la gente y en un momento en que quedó solo se le acercó, arrastrando los pies, una anciana llevada de la mano por un niño pequeño.

Cada arruga de su rostro parecía representar uno de sus más de ochenta años y su voz parecía aún más débil por la emoción, convirtiéndose en un susurro quebrantado. “¡Que gusto conocerle!” musitó mientras alzaba los brazos desde su metro y medio de estatura para abrazar a aquel mozalbete alto y recio de facciones europeas. “¡Tienen que seguir peleando! ¡No se rindan! ¡No hay derecho en lo que está haciendo ese hombre tan malo!”. Y Róger le agradecía con monosílabos, abriendo mucho los ojos para impedir que las lágrimas le rebalsaran.

“Mire -continuó la anciana- el sábado fui al comisariato a sacar la provisión de la quincena de mis hijos para mis nietos. Ellos trabajan en una hacienda, recogiendo banano. Yo sé que allá en Nicaragua hay muchos niños que no tienen qué comer. Entonces yo le traigo el azúcar y el arroz de la provisión. Ya veremos cómo le damos de comer a mis nietos, porque nosotros sí tenemos cómo buscarlo. Yo sé que no es mucho, pero quiero que usted se los lleve”. Róger tenía atrapada la garganta por la emoción, y ya no pudo reprimir las lágrimas. Tan solo se inclinó para abrazar otra vez el cuerpecito enjuto de la anciana, y musitar un “muchas gracias”. La mujer tomó la mano de su nieto, dio la vuelta y se marchó. Al llegar a la puerta se volvió y quién sabe de donde sacó las fuerzas para gritarle al sandinista: ¡No se rindan!.

LA GENEROSIDAD DE GUAYASAMÍN

En Panamá, Danilo (Daniel Núñez) y Mauro Acosta (Jacinto Suárez) le asignaron a Róger una misión especial en Quito: tenía que entrevistarse con un famoso pintor que iba a donar algunas de sus obras para financiar la guerra contra Somoza. Le dieron un número telefónico y un nombre: Oswaldo Guayasamín. Jamás lo había escuchado. Culminada la gira por el interior ecuatoriano, Róger se puso en contacto con aquel personaje, quien lo citó para recibirlo en su residencia, una mansión gigantesca ubicada en los suburbios de Quito. En otras circunstancias, ese encuentro nunca hubiese ocurrido.

Guayasamín fue extremadamente amable y condescendiente. Supo perdonar la ignorancia cultural de su interlocutor, le hizo abundantes preguntas sobre el frente de guerra e hizo cáusticos comentarios sobre Somoza y los norteamericanos. Diez minutos después le entregó una por una veinte litografías de sus mejores pinturas. “Las pueden vender cada una en diez mil dólares, para que puedan comprar armas y botar a ese dictador”, sentenció. No hizo falta venderlas ni comprar más armas, porque semanas después los guerrilleros sandinistas entraban victoriosos a Managua. Róger entregó las litografías a sus responsables en Panamá y cuando todos viajaron a Nicaragua para asumir responsabilidades en el naciente gobierno revolucionario, quedaron en custodia de José Pasos Marciaq, un siquiatra que vivía exiliado después que la guardia capturó en 1971 a su mentor y dirigente sandinista, Ricardo Morales Avilés.

LA GENEROSIDAD BURLADA

Varios años después, en 1987, cuando la guerra contra los mercenarios de Estados Unidos atravesaba su período más feroz, Pasos Marciaq era un importante funcionario del Departamento de Relaciones Internacionales del Frente Sandinista. Una noche de abril, invitó a Róger a su casa, una elegante residencia confiscada a un ex-guardia somocista ubicada en la fresca zona de Monte Tabor, 14 kilómetros al sur de Managua. Frente a un paraje semiselvático, el ex-diplomático estacionó el vehículo Mercedes Benz blanco -también confiscado a algún otro guardia- y entró en su vivienda.

Róger se retrasó y entró después solo. Se quedó impávido, paralizado por la sorpresa: en la pared frontal, detrás de la puerta principal, estaba una de aquellas litografías. No podía creerlo. No supo ni cómo, pero cuando se percató ya estaba en la amplia sala de la casa, en cuyas paredes pudo contar otras seis de las obras donadas “para comprar armas contra Somoza”. Pasos Marciaq lo sorprendió en ese momento, y con una sonrisa de oreja a oreja comentó: “Son preciosas, ¿verdad? ¡Y son originales! Son de un famoso pintor ecuatoriano, Oswaldo Guayasamín”. Róger no supo responder. La rabia se hizo bocado y no tuvo más remedio que tragársela.

BOLIVIA: 19 DE JULIO DE 1979
LÁGRIMAS DE ALEGRÍA Y DE DOLOR

Cuando Róger arribó la noche del 19 de julio de 1979 a La Paz, nadie lo esperaba en el aeropuerto. Desconcertado, acudió a los altavoces para que le llamaran a Jaime Paz, su contacto para reunirse con las organizaciones populares bolivianas interesadas en ofrecer donaciones para la Revolución Sandinista. Hubo uno, dos, tres llamados, y nada. Enseguida notó algo extraño en el ambiente. Sentía que lo estaban vigilando, y había detectado la presencia de tres individuos con todas las características de ser agentes de la seguridad que no le quitaban la vista de encima.

Segundos después de escuchar por tercera vez aquella voz femenina “Señor Jaime Paz, señor Jaime Paz, lo esperan en la recepción”, se percató de su tremendo error. ¡Su contacto no se llamaba Jaime! ¡Ése era el nombre del dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), uno de los líderes de la resistencia contra los militares! ¡Con razón lo estaban vigilando! El nombre de quien buscaba era otro: Eduardo Paz. Consciente de su torpeza, corrió hasta el mostrador y explicó a la jovencita su error pero ya no quiso esperar más: buscó un taxi. Sólo que esa noche había empezado una huelga del transporte y debió esperar horas hasta conseguir que un particular, que se aprovechaba de la ocasión con una tarifa prohibitiva, lo llevase hasta la ciudad.

A la mañana siguiente pudo contactarse con Eduardo, quien se partía de la risa cuando supo lo ocurrido en el aeropuerto. Caminaron por las calles de La Paz, buscando la Universidad, para entrevistarse con una compañera. Justo cuando pasaban por las grandes escalinatas de la entrada a la sede universitaria, Róger alcanzó a leer los periódicos que se exhibían en un puesto callejero, y no pudo reprimir un alarido de alegría: “¡Ganamos, ganamos! ¡Compremos el periódico!”.
Era un ejemplar del tabloide Presencia, que editaba la Iglesia Católica. Había una foto a toda página de una columna guerrillera vitoreada por la gente y un titular que decía.

Sandinistas entran a Managua, con un antetítulo que rezaba: Guardias abandonan uniformes en las calles. Devoró toda la información pero tenía que reprimir su alegría. Habían llegado a la cita. La compañera que les esperaba era toda una leyenda en Bolivia: Loyola Guzmán, una de las pocas mujeres bolivianas que había participado en la guerrilla del Che.

La entrevista fue larga, sobre todo hablando de los sandinistas y de los innumerables gestos de la solidaridad internacional. Róger no pudo resistir la tentación de preguntarle a aquella mujer qué había pasado después del asesinato del Che, tras tantos años de represión. Loyola se quedó en silencio. Detrás de sus lentes se escondió el dolor y esbozó una sonrisa. “Aquí seguimos, en la lucha”, dijo. Esa noche, Róger durmió en la casa de Matías, un sacerdote metodista, y su esposa. Con ellos conversó sobre la huida de Somoza, sobre los muertos, sobre los vivos que sufrían y sobre los indígenas bolivianos que agonizaban bajo la bota de la oligarquía boliviana. Fue hasta la mañana siguiente que pudo desahogar tanta emoción. Encerrado en el baño, lloró a moco tendido por la victoria y por los muertos que el padre Matías le había recordado.

ENTRE LOS MINEROS DE BOLIVIA

El viernes 21 de julio, la cita era en la sede de la Central Obrera Boliviana, donde les esperaban los dirigentes de la Unión Democrática Popular para entregar un donativo. Apenas llegaron al local les hicieron pasar a un salón de conferencias, en donde había reunidos más de una docena de dirigentes sindicales y políticos. Ahí estaban el ex-Presidente Hernán Siles Suazo, Juan Lechón, Simón Reyes y muchos más. Don Hernán se levantó de su silla y saludó efusivamente a su invitado sandinista, se congratuló por la victoria sobre la dictadura y anticipó que una nueva era empezaba en América Latina.

Después tomó la palabra un hombre de unos 30 años, quien se presentó como secretario general de la federación de sindicatos mineros, pero no dijo su nombre. Habló poco pero contundente y prometió la solidaridad militante de los obreros bolivianos con los revolucionarios nicaragüenses. Después, explicó que los mineros habían decidido donar un día de salario para la lucha sandinista, y acto seguido entregó un cheque de 10 mil dólares. ¡Diez mil dólares! “Los compañeros querían que fueran para comprar municiones para los guerrilleros, pero ahora que se ocupen en lo que los sandinistas decidan”, concluyó el sindicalista.

LOS BRAZOS DE MARTA Y DE CARLOS

Róger regresó a Panamá la noche del 24 de julio y la casa de Chanis ya no era la misma. El ambiente que se respiraba era de tensión: nadie quería estar allí, todos querían regresar a Nicaragua, pero la orden de Modesto había sido que ninguno podía marcharse hasta que no quedara organizada una embajada. El 27 de julio, Danilo llevó a la casa a dos jovencitos con carita de ángel. Ella, Marta, y él Carlos, 15 años cada uno. Acababan de llegar de Costa Rica, hasta donde el 17 de julio habían sido trasladados en busca de atención médica.

En abril, ambos habían sufrido dos accidentes que les cambiaron la vida para siempre. Ella, en Monseñor Lezcano, un populoso barrio de Managua, y él, en León. Los dos hacían lo mismo: preparaban bombas de contacto para la lucha callejera de todos los días contra la guarda somocista. Y los dos se descuidaron: el polvorín estalló y les arrebató ambos brazos, hasta por encima del codo. Marcela se encargó de cuidar a Marta, y Julio a Carlos. Había que ayudarles en todo: desde darles de comer y vestirlos hasta acompañarlos al servicio. En medio del dolor, era un verdadero canto de amor el afecto y la ternura con la que Marcela y Julio atendían a aquellos dos jovencitos, Ofilio Delgadillo y Alma Nubia Baltodano Marcenaro.

Entretanto, Danilo organizaba a los compañeros que sí podían regresar a Nicaragua, y quería aprovechar para, de paso, enviar una gran cantidad de la ayuda recabada entre los panameños y la que ya había llegado desde Ecuador. A principios de agosto, zarpó de Panamá con destino a Corinto, un barco que llevaba todos los víveres, la ropa y muchas otras cosas donadas por los pueblos panameño y ecuatoriano. A bordo viajaron también un puñado de nicaragüenses exiliados en Panamá. Aquel viaje fue pagado con el día de salario donado por los mineros bolivianos.

EL POETA MILITAR CHUCHÚ MARTÍNEZ

Desde 1975, Panamá era ya uno de los principales refugios de los perseguidos políticos nicaragüenses. El General Omar Torrijos jugó un papel crucial para el triunfo de la Revolución Sandinista. Su gobierno destinó un presupuesto especial para acondicionar albergues para familias enteras. Bautizadas entre los refugiados y sus benefactores como “las palomeras”, el gobierno panameño se encargaba de dotar a cada una, a cada casa, no sólo de camas, comedores, cocinas y alimentos, había además una persona del gobierno encargada diariamente de atenderles otras necesidades, incluyendo las sicológicas. Ahí estuvieron el profesor Francisco Guzmán, Ricardo Abud, Yasmina Martínez y sus hijos, Roberto Leal, su esposa y sus hijos; Iván Vanegas -apodado certeramente El Petulante- y tantos otros.

Dos de aquellos personajes del gobierno panameño que tenían contacto diario con los refugiados, y a quienes los nicas llegaron a querer entrañablemente, fueron Baltasar Aispurúa, quien fue el primer embajador panameño ante el gobierno sandinista, y el sargento José de Jesús Martínez, a quien nadie conocía por su nombre, sino por Chuchú, un hombre cuya personalidad te obligaba a quererlo. Y a respetarlo. La periodista argentina Stella Calloni, que vivió en Panamá entre 1977 y 1979, recuerda que su rostro nica, como él decía, lo hacía alardear de un pasado indígena que lo enorgullecía, pero fabulaba con su propia vida, su pasado, su presente. Era oscuro y luminoso a la vez. No hay nadie que tenga la misma visión de Chuchú. Hacía el milagro de convertirse él mismo en un caleidoscopio, donde uno podía mirar, mirarse, disgregarse y jugar a las estrellas o a los infiernos. Estudió en La Sorbona de París, en Madrid, en Munich, en Nueva York, en México y en otros países. Pero sobre todo, aprendió viviendo al lado del General Omar Torrijos, de quien se convirtió en su mano derecha desde que ingresó a la Guardia Nacional de Panamá.

Chuchú era matemático, piloto de avión, poeta, filósofo, literato y militar, pero por sobre todas las cosas un amigo leal, que no se guardaba sus opiniones políticas, aun a sabiendas de que podían causar disgusto a los encumbrados jefes del FSLN. Su trabajo fue vital para la retaguardia guerrillera, tanto por su papel como enlace oficial con el General Omar Torrijos, como por sus verdaderas hazañas personales en la búsqueda de armas, traslado de guerrilleros, correo de grandes cantidades de dinero o temerarios vuelos para dejar caer municiones y alimentos en los campamentos guerrilleros de las montañas nicaragüenses.

El mismo Chuchú contaba que cuando se sentía deprimido, hambriento o ansioso, se iba a meter a una de las palomeras -llegaron a ser más de quince, hacia junio de 1979- y entraba a alguna cocina, donde siempre había alguien cocinando gallopinto, indio viejo y pinolillo, sus platos favoritos, o donde encontraba algún nacatamal guardado en la refrigeradora. Le gustaba tanto la comida nicaragüense, que cuando acompañó a su gran amigo, el escritor inglés Graham Green a la Nicaragua liberada, le sugirió a Tomás Borge que lo llevara a comer al mercado Roberto Huembes de Managua, cuyos comedores ya en 1980 habían adquirido merecida fama.

CHUCHÚ Y MODESTO: UNA AMISTAD PROFUNDA

Más que por su origen nicaragüense -nació en Diriamba, pero desde niño vivió en Panamá-, Chuchú se enamoró de la lucha sandinista a comienzos de 1975 después de su encuentro con Eduardo Contreras, el recordado Comandante Cero de la operación Diciembre Victorioso de 1974. El General y Chuchú lloraron su muerte en 1976, apenas unos meses después de conocerlo, y desde entonces su compromiso con la revolución sandinista fue total.

Año y medio después, Chuchú, el poeta militar, se fue en su avioneta a Costa Rica, para recoger a Modesto y llevarlo ante Torrijos. Después de aquella plática, la amistad entre los dos, o entre los tres, creció hasta la hermandad. Chuchú decía que si tuviera que darle un nombre a Modesto y un adjetivo, le llamaría Revolucionario Ejemplar, aplicando una máxima del Che Guevara: la única forma de enseñar es el ejemplo. Y en eso, decía, Modesto es un maestro.

De la mano de Chuchú, la relación de Modesto con Torrijos llegó a convertirse casi en su vínculo exclusivo con los sandinistas. De hecho, cuando Daniel Ortega llegó en 1978 a Panamá, el General se lo mandó al Coronel Manuel Antonio Noriega. Y Ortega le reclamó a Chuchú que cómo era posible que Torrijos hablara con Modesto y no con él. En su libro Mi General Torrijos, escrito en 1987, Chuchú relata que cuando salió de su reunión con Noriega, Daniel Ortega está encantado con el Coronel. Hablaba de él con un entusiasmo y un cariño que yo espero que se tengan mutuamente todavía. Después, los hermanos Ortega lograron penetrar hasta el General Torrijos, sobre todo Humberto, y hasta superaron las relaciones que con él tenía Modesto.

Chuchú siempre se sintió más cercano políticamente a los GPP. Tanto, que arriesgó su vida en muchas misiones clandestinas. Aunque también conoció y entabló amistad con Sergio Ramírez, Ernesto Cardenal, Carlos Mejía Godoy, Lenín Cerna, Dora María Téllez, Edgard Lang, Javier Carrión, Omar Cabezas y tantos otros, su amistad con Modesto perduró. Hubo otro sandinista a quien Chuchú quiso especialmente como un hermano. Germán Pomares, El Danto. Fue Chuchú quien llegó a Honduras a liberarlo cuando fue capturado por el ejército hondureño y amenazaba con entregárselo a Somoza. El propio General Torrijos hizo la gestión ante el jefe de los militares catrachos, para que lo pusieran en libertad como un favor personal y mandó a su amigo, el sargento Martínez, para garantizar que se lo entregaran. Pomares murió en combate el 24 de mayo de 1979.

UN VIEJO AVIÓN EN UNA CRUDA TORMENTA

Seguramente la caída de su amigo El Danto, empujó a Chuchú a protagonizar una espectacular acción unos días después. Hacía unos meses, las tres tendencias sandinistas se habían reunificado y habían decidido lanzar la ofensiva final contra la dictadura somocista. A principios del año, Modesto había ordenado la compra de un viejo avión de cuatro motores (con todo y sus escandalosas hélices) y entregó a Marcela y Róger muchos miles de dólares para cerrar la operación. Con la expresa autorización del General Torrijos, aquel avión abastecía de armas, municiones y avituallamiento a las columnas guerrilleras del Atlántico Norte, Matagalpa, Estelí y hasta a las de Managua.

En ese mismo avión, Modesto quería regresar a Nicaragua, a su columna Pablo Úbeda, para así contribuir en lo que parecía la batalla final. Reunió a 75 guerrilleros, entre ellos algunos panameños, ametralladoras 50, fusiles nuevecitos y una enorme cantidad de municiones. Y le pidió a su amigo Chuchú que pilotara el avión. Al amanecer del 29 de mayo, con el cielo despejado, salieron de una base militar de David, en Chiriquí, en la frontera con Costa Rica.

Dos horas después sobrevolaban los cielos del Caribe Norte nicaragüense, pero el tiempo había cambiado. Había una tormenta y la tensión entre los guerrilleros apiñados dentro de aquel avión aumentaba por minutos. Chuchú dio una vuelta, intentando descubrir algún resquicio donde poder aterrizar. No lo encontró. Modesto se había situado a su lado. Dio una segunda vuelta, pero tampoco encontró espacio para el aterrizaje. “En estas condiciones -le dijo a su amigo Modesto entre gritos casi ahogados por el ruido infernal de los motores de aquella nave que parecía una estufa- no puedo aterrizar. ¡No me importa que no pueda despegar después, porque me quedo con ustedes, pero es que ni siquiera puedo bajar!”. Le explicaba, pero Modesto era terco y le ordenó a gritos que descendiera. Entonces, Chuchú casi perdió la compostura: “En tierra, mi comandante, manda usted. Pero aquí, mando yo. ¡Y no vamos a aterrizar!”. Modesto no supo qué contestar. Por fin, regresaron a Panamá y aterrizaron en la misma base de la cual habían partido. Después, cuando le contaron lo ocurrido a Róger, Chuchú y Modesto reían juntos de las órdenes y contraórdenes. Y su amistad se fortaleció.

El sargento Martínez nunca pudo superar el asesinato de su General, el 31 de julio de 1981, y nunca volvió a tener la misma alegría. Peor aún cuando fue testigo impotente de cómo toda la obra de Torrijos era pulverizada por Noriega y los ricos que se habían apoderado del Partido Revolucionario Democrático. Pero el dolor ya se le hizo insoportable tras la invasión yanki en diciembre de 1989. Hasta que un infarto fulminante se lo llevó cuando todavía no cumplía los 62 años, el 27 de enero de 1991. Uno de sus muchos amigos nicaragüenses, Carlos Mejía Godoy, le hizo una canción cuyo estribillo dice: Se murió Chuchú Martínez / Chuchú Martínez murió / que Dios lo haya perdonado, porque nosotros, no.

MONTAÑA:
EL CHOFER DE LA EMBAJADA

Entre noviembre y diciembre de 1978, Carlos Mejía Godoy y Los de Palagacüina hicieron una gira por varias ciudades panameñas, que culminó con un vibrante concierto en el gimnasio del Colegio Javier, regentado por los jesuitas en la capital panameña. Carlos y su grupo -Silvio Linarte, Enrique Duarte y Humberto Quintanilla- tenían su “salón de ensayos” en las casas de Marisabel Aramburu, Rogelio y Lidia, y Gloria Rosas, con sus respectivas hijas adolescentes haciendo de coro.

Danilo dispuso que Róger ayudara a Carlos a organizar aquella gira, y escogió a Pedro Montañez, un panameño de pura cepa, para que manejara el vehículo. Pedro tenía entonces unos 28 años y era gordo, muy gordo. Con su habitual buen humor y jugando con su apellido, Carlos le apodó Montaña y Pedro estaba encantado. Montaña era incansable y nunca andaba de mal genio. Como buen panameño, cantaba cada vez que había un momento tenso o gustaba burlarse de cualquier cosa. Róger solo le vio triste una vez: cuando iban en la carretera rumbo a Penonomé, no pudo esquivar un perro callejero y lo atropelló mortalmente. Montaña detuvo el vehículo, corrió a asistir al animal moribundo pero no pudo hacer nada. Cuando reanudó la marcha, Pedro lloraba en silencio.

Desde que el gobierno sandinista asumió el poder, Montaña fue contratado como el chofer del embajador, ganando un modesto salario de 250 dólares, con los que a duras penas mantenía a sus cuatro hijos. Y aún así, ahorraba lo suficiente para, cada dos años, en noviembre o diciembre, viajar a Nicaragua solo o con su hijo mayor, en una de las destartaladas unidades de Tica Bus. Su objetivo no era hacer turismo.

A veces, le daba tiempo de visitar a Róger o a Carlos, pero sólo si eso no le atrasaba en su objetivo principal: trabajar en las haciendas cafetaleras de Matagalpa, en las brigadas voluntarias de cortadores de café. Todavía conserva en su casa, como el adorno principal de la sala, uno de aquellos tapices de mecates teñidos en muchos colores que hacen en Masaya, como el único trofeo de su época como empleado de la embajada.

EL CHINO REBELDE

Montaña se unió a los sandinistas por su amistad con El Chino, a quien consideraba más que un amigo, su mentor político. Evaristo Vásquez, El Chino, era negro, alto y recio, tenía los dientes ligeramente salidos y hablaba con la zeta. Cuando los coroneles Omar Torrijos y Boris Martínez dieron el golpe de estado el 11 de octubre de 1968, junto a otros jóvenes panameños se lanzó a las calles para protestar. En enero de 1969, Martínez ordenó masacrar a los estudiantes que seguían protestando y El Chino decidió alzarse en armas, con su organización izquierdista Frente Estudiantil Revolucionario (FER-29).

Pocos días después, el coronel Torrijos se deshizo de Martínez, lo puso en un avión y lo mandó al exilio en Miami. Nunca más regresó. Semanas más tarde y ya con todo el poder en sus manos, Torrijos neutralizó el foco guerrillero, puso presos a la mayoría de sus integrantes -entre ellos, El Chino- y una vez en la cárcel, después de muchas conversaciones, los muchachos salieron libres.

EL CHINO Y SUS SEIS HIJOS:
DE PANAMÁ A MANAGUA

Con el tiempo, Evaristo y algunos de sus amigos se sumaron a las fuerzas torrijistas. Así se hizo amigo de Chuchú Martínez y fue a través suyo que conoció a Modesto. El Chino se ganó no sólo la confianza absoluta sino el cariño de todos los sandinistas que le conocían, principalmente el de Modesto. Con astucia y osadía, construyó una red de colaboradores entre los propios marinos norteamericanos, en las bases militares instaladas por Estados Unidos en el Canal. Después de la medianoche, una o dos veces por semana, con la ayuda de otros compañeros panameños y los nicaragüenses René y Danilo, sacaron de esas bases centenares de fusiles nuevecitos, municiones y pertrechos para los guerrilleros. Pero también El Chino quería combatir, y se lo había pedido una y otra vez a Modesto y a Danilo. Hasta que a finales de mayo, le informaron que sería el número dos de la columna que se iría con el comandante Ruiz a Nicaragua, a bordo del avión que manejaría Chuchú.

Menos de una semana después del fracaso de aquella misión, Evaristo Vásquez fue enviado como jefe de los mismos hombres que iban en el avión -entre los cuales estaba Horacio Rocha, hermano de Marcela- rumbo a Costa Rica para después ingresar al Frente Sur, donde se topó con Martín, el hijo mayor del General Torrijos, hoy Presidente de Panamá, quien recién había llegado para saber cómo era una guerra.
El 20 de julio El Chino entró a Managua y en agosto, ya formaba parte de los esfuerzos para fundar la Policía Nacional. Para entonces, trajo consigo a su esposa Mariana y a sus seis hijos: Rosa, 14 años, a la que El Chino llamaba Molo; Evaristo, 13, a quien llamaban Tin; José, 12, conocido como Pepe; Diana, 11; y los gemelos, que aún no cumplían los dos años, Mariana y Modesto -así le puso su padre, en honor a su amigo-.

Una de las primeras misiones que cumplió El Chino, con el rango de subcomandante, fue acabar con los plantíos de marihuana que Somoza y sus generales tenían en Sébaco, Matiguás y otras zonas de Matagalpa y que luego distribuían en Managua. Nunca más hubo en el país plantíos de la hierba maldita a esa escala. Cuando Estados Unidos lanzó la guerra contra Nicaragua, Tomás Borge mandó a Evaristo como jefe militar al Triángulo Minero en el Atlántico Norte, precisamente la zona donde debió aterrizar aquel avión en el que viajaba con Modesto. Entre tanto, poco veía a sus hijos. Tin, en plena adolescencia, se había involucrado en las pandillas juveniles -tenían entonces una esencia distinta a las actuales- y era el principal dolor de cabeza de Mariana.

TIN, EL PANDILLERO

A finales de abril de 1984, Tin el hijo de El Chino, se escapó de la casa: quería regresar a Panamá, su país, fue al raid y a pie, buscando la frontera con Costa Rica, hasta que la tarde del 7 de mayo lo encontró la Policía. Por instrucciones superiores lo buscaban afanosamente. La patrulla se encargó de decirle a Tin por qué: dos días antes su padre había muerto acribillado a balazos en una emboscada que le tendió la contrarrevolución entre Siuna y Bonanza. Tin llegó esa noche a su casa en Las Brisas, abrazó a su madre y luego lloró amargamente en los hombros de Róger. Nunca pudo ver el cadáver de su padre porque quedó desfigurado y habían ordenado sellar el ataúd.

Mariana siguió en Nicaragua unos años más, pero no pudo acostumbrarse ni a la ausencia de Evaristo ni a la comida nicaragüense. Optó por regresar a su patria. Molo y Diana fueron enviadas a Cuba a terminar su bachillerato y estudiar medicina. Los otros hijos se fueron con la madre a Panamá. En 1989, Tin ya estaba de nuevo metido en las pandillas y con ellas anduvo hasta finales de los 90, cuando lo capturó la nueva policía panameña, instalada por los marinos yankis que habían invadido el país en diciembre de 1989. En la cárcel, Tin aceptó la oferta de sus captores y reveló el nombre de otros integrantes de las pandillas rivales y al cabo de dos años salió en libertad. Pocos meses después, resentidos contra Tin, los jefes de una de esas pandillas asesinaron a balazos a su hermano Pepe, que nunca se había metido en problemas, y que era el hijo ejemplar de Mariana.

En 1995 Molo se graduó de médica y regresó a Panamá, pero pasó varios años sin poder trabajar, por el “delito” de haber estudiado en Cuba. Lo mismo le ocurrió a Diana. Entretanto, Mariana lavaba y planchaba para terminar de educar a Marianita y Modesto, mientras Tin intentaba reconstruir su vida, huyendo de sus enemigos. Hasta que hace casi tres años lo cazaron, le metieron dos disparos en el cuerpo y murió solo, desangrado en un callejón de un barrio marginal de la capital panameña.

PORQUE ASÍ MERECEN
SER RECORDADOS

Mariana vive el dolor de sus hijos. Se le nota en el rostro. Sus tres hijas mujeres ya están casadas y le han dado varios nietos. Ahora está sola, en una casa grande recién construida por una empresa que le compró el solar donde antes había levantado una casucha y por donde ahora pasa uno de los nuevos cinturones de asfalto que rodean Panamá. Pasa las horas sola, fumando un cigarrillo tras otro y pensando cada minuto del día cómo hace, dónde consigue quién le ayude a contratar a un abogado que defienda a su hijo Modesto, preso desde hace dos años sin que todavía lo juzgue ningún juez después que sus amigos le tendieron una trampa en el taller de mecánica donde trabajaba.

Por primera vez en muchos años sonríe cuando celebra como suya la victoria de Martín, y comenta orgullosa que otra vez Torrijos será Presidente de Panamá. En el fondo de su corazón guarda la esperanza de que Martín, aquél muchacho hijo de su querido General, que anduvo con Evaristo en el Frente Sur, se acuerde de ella y le devuelva a su hijo.

Pero Montaña no quiere que Róger ni nadie en Nicaragua recuerde a Pepe y a Tin, los hijos de El Chino, de esa forma. Quiere para ellos el recuerdo que merecen los héroes, quiere para ellos una memoria apasionada. Y narra nítidamente, como si lo estuviese viviendo de nuevo, cómo aquel par de jovenzuelos tomaron los fusiles de los escombros del cuartel de Tinajita y durante varios días actuaron de francotiradores para aniquilar a la mayor cantidad de invasores gringos que pudieran.

“Ahí mismo, en ese cerro -dice Pedro Montañez, con un timbre de orgullo que apenas disimula el dolor mientras señala una pequeña elevación ubicada en el norte de la ciudad- fue donde Pepe logró derribar un helicóptero de los yankis. Se arrodilló mientras Tin y yo lo cubríamos, y disparó. ¡Zas! ¡Se vino abajo! Y luego corrimos y corrimos. Nunca nos pudieron agarrar. Pepe y Tin fueron unos héroes en la resistencia contra los invasores yankis. Como su padre. Y así merecen que los recordemos”.

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