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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 168 | Marzo 1996

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Internacional

Lucha contra la corrupción: bandera de izquierdas

Una reflexión desde Nicaragua sobre esta lacra universal, hoy que hemos glorificado el triunfo y el dinero y menospreciamos el deber,el servicio público y el sacrificio

Augusto Zamora

Corromper proviene del latín corrumpere. Dice Corominas que se incorpora al idioma entre 1220 y 1250. El diccionario de la Academia de la Lengua da siete acepciones a la palabra. De ellas interesan la segunda y la tercera. Corrupción significa "Echar a perder, depravar, dañar, podrir". También "Sobornar a alguien con dádivas o de otra manera". Corrupto, consecuentemente, es quien "se deja o ha dejado sobornar, pervertir o viciar". Corruptor es quien corrompe. La corrupción es uno de los más graves males que afligen a Nicaragua y, quizás, el más difícilmente erradicable, pues se encuentra presente en todos los rincones.

Es importante plantear este problema, porque Nicaragua está hoy crucificada hasta el límite por la corrupción. Erradicar la corrupción constituye uno de los mayores retos para el país y una acción que no puede diferirse en el tiempo. El futuro dependerá en gran medida de la respuesta que los nicaragüenses demos a ese cáncer, antes de que sea demasiado tarde.

Compañera perenne del poder

No dudo que unos cuantos sonreirán, o adoptarán gestos maquiavélicos, por creer que la corrupción es inherente a la política y que es, al menos, ingenuo criticar su práctica. Podrían incluso considerar expresión de ignorancia de lo que es la "alta política" el plantearse su erradicación. Justifican muchas veces la defensa, abierta o solapada, de la corrupción calificándola de "pragmatismo", para seguidamente apuntalar esa opinión afirmando que, si no lo hacen ellos, lo harán otros y que esa realidad les colocaría en desventaja - lo que no deja de ser cierto en las sociedades corruptas -.

La corrupción sería una consecuencia de la idea de que el fin justifica los medios y, a partir de allí, que todo vale. Sin necesidad de ser expertos en política, ética o moral, un vistazo a la vida cotidiana nos hace intuir que las cosas no pueden ni deben ser así. Si todo vale, nada vale. Es decir, que si todo está permitido, todo perderá su valor. Huérfanas de valores éticos y morales, las sociedades entrarían -como han entrado Nicaragua y otros tantos países- en procesos irremediables de violencia y disolución social y moral. Una espiral autodestructiva y suicida, en la que el país y todas las instituciones estatales quedarían en manos de personas sin escrúpulos y sin moral. En el mejor de los casos, los países se verían condenados a arrastrar su subdesarrollo y a sufrir sociedades duales. En el peor, acabarían como Somalia o Ruanda.

Se ha dicho, y ello es cierto, que la corrupción no es algo nuevo, que acompaña siempre al poder, del que es hija tan ilegítima como inevitable. Que es, incluso, una tendencia natural que se manifiesta no sólo en la política sino en distintos ámbitos de la vida cotidiana. Estos serían los argumentos más utilizados, bien para hacer apología encubierta de la corrupción, bien para intentar explicarla. Sería de ciegos -interesados- no admitir que la corrupción ha estado presente desde tiempos inmemoriales en las sociedades humanas. También debemos rechazar las argumentaciones de quienes sostienen que, siendo "inherente" a la naturaleza humana, no es posible luchar contra ella. Este tipo de alegatos encubre la pretensión de prolongar in secula seculorum las prácticas corruptas.

Las leyes existen, precisamente, porque la sociedad humana no es perfecta y sus miembros requieren de códigos legales y morales para normar su conducta. Se ha dicho que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente. "La teoría y la práctica de la democracia -explica un analista- nacieron de la comprensión exacta de esta naturaleza del poder político y como el medio más racional de poner freno a su irracional tendencia al abuso". A viejos males, nuevos remedios.

Por otra parte, no se puede desconocer que corrupciones hay de diferentes clases y en distintos ámbitos y que, como los ríos, las hay caudales, medianas y más chicas. Hay quienes sostienen que "cuanto más ampliemos el concepto de corrupción menos operativo será su uso y más fácil será que se diluya en la retórica". Esta opinión es válida. No es mi intención predicar una "conversión" del género humano aspirando a triunfar donde otros han sufrido reveses, sino proponer un axioma ético y político.

El que las sociedades persigan y censuren el homicidio no ha significado que el hombre haya dejado de matar. Significa que, quien lo hace, paga por ello. La moral social cree malo matar y la abrumadora mayoría de humanos no matamos. Tampoco robamos. Censurar socialmente la corrupción y perseguirla judicialmente es dar un paso hacia adelante para vivir en sociedades mejores, más sanas y menos pobres.

La más perniciosa de las corrupciones, la que afecta a la vida política y a las instituciones del Estado, es la que podríamos llamar corrupción patrimonial. Este tipo de corrupción, según la definición de Sotelo, "es propia de las sociedades económica y políticamente subdesarrolladas, en las que el poder político, sin control democrático, maneja las finanzas estatales y la economía del país como si fuera patrimonio personal de la cúspide del Estado. La Nicaragua de Somoza y el Marruecos de Hassan son buenos ejemplos de este tipo patrimonial de corrupción". La Nicaragua de hoy también lo es, agregando que ese tipo de corrupción afecta al Poder Legislativo y al Poder Judicial.

Esta corrupción significa, en esencia, la utilización del poder político como medio de enriquecimiento ilícito. Es, según Aragón, "la concepción del poder como un botín a repartir entre los amigos o los fieles, la prevalencia en la mentalidad colectiva del lujo y el dinero fácil sobre la austeridad y la laboriosidad". Otros la han calificado como la privatización del Estado en beneficio del grupo gobernante, la subordinación del poder político a la propiedad privada. La corrupción implica, por lo tanto, el uso del poder político para fines distintos al de la función para la que fue creado, que es la de servir a los intereses generales de la comunidad.

Delincuentes de cuello blanco

La corrupción patrimonial tiene unas características propias. Quien la practica no es delincuente de arrabal ni vive en los barrios marginales. Al contrario, reside en zonas elegantes, es persona conocida y puede incluso que pase y se presente como honrada. Para clarificar aún más el punto conviene recoger aquí los cinco elementos que Sutherland usa para definir lo que llama delincuencia de cuello blanco:

La acción emprendida tiene claras características de delito.
Es llevada a cabo por una persona calificada como respetable.
El que actúa tiene una condición social elevada.
El delito es cometido como extensión de la propia ocupación.
Se basa principalmente en un abuso de confianza.

Juntando esos elementos y aplicándolos al entorno político nos encontraremos, según el barrio en que vivamos, con que alguno de ellos es vecino nuestro y además devoto cristiano, o dedicado político militante del partido tal o del partido cual, que nos sienta a su vera para pontificar sobre cómo sacar al país de la crisis, sin que mencione - o puede que incluso lo haga - combatir la corrupción como una de las medidas más urgentes a tomar.

A mayor miseria, mayor corrupción

Para precisar aún más de qué hablamos es necesario recordar algunos elementos históricos. La corrupción política -que llamaremos simplemente corrupción- es un fenómeno relativamente moderno, propio de los sistemas políticos surgidos en los siglos XIX y XX. En los Estados predemocráticos - en todos los del mundo antes del siglo XIX y en la mayoría hasta el presente siglo - la corrupción tenía otra dimensión, por cuanto el Estado como tal no existía. En la época de Maquiavelo, por ejemplo, el Estado era propiedad de grupos reducidos de aristócratas que lo administraban como parte de su patrimonio. Se adquirían, vendían, conquistaban o permutaban territorios, principados y reinos como hoy nosotros vendemos, compramos o alquilamos fincas, casas y automóviles. La confusión entre monarca y Estado la reflejó Luis XIV de Francia en su célebre frase "el Estado soy yo". Y nadie puede robarse a sí mismo.

En el siglo XIX, cuando en Europa y América se extienden las instituciones nacidas de la Revolución Francesa, el Estado tenía una función sumamente restringida y la "democracia", representada por el derecho de voto, estaba reducida a quienes tuvieran posesiones. Esta idea era antigua. Aristóteles consideraba que "el ocio es la madre de la filosofía" y que sin propiedades no había tiempo para el verdadero trabajo. Como señala Crick, "muy pocas veces tuvieron los pobres el privilegio de la ciudadanía". Eran democracias censitarias, en las que únicamente contaban los ricos. Varias constituciones de Nicaragua del pasado siglo establecieron que únicamente los propietarios y hacendados podían votar. Por lo mismo, una de las grandes conquistas del siglo XX ha sido el sufragio universal y el control del Estado por parte de los ciudadanos.

El fortalecimiento del Estado - que pasó a jugar un papel fundamental en todos los ámbitos de la vida ciudadana, entre ellos la economía -, la extensión del derecho de voto a todos los ciudadanos y la consolidación de la democracia, llevaron a la separación total entre el patrimonio público y el privado. Las enormes sumas de dinero y bienes administrados por el Estado, que abarcaban la casi totalidad de los bienes en los países que adoptaron un sistema comunista, serían como el arca abierta, donde los justos se veían tentados a pecar. Por otra parte, en los sistemas dictatoriales, como el somocismo, la corrupción forma parte de la dinámica del sistema, que se mantiene y perdura gracias a la corrupción. Bajo el somocismo, tanto los somocistas como empresarios y oligarquía "opositora" se beneficiaron de la corrupción. El llamado Pacto de los Generales, en 1950, entre Emiliano Chamorro y Anastasio Somoza García es el ejemplo más conspicuo de esa relación.

La falta de libertades impide la denuncia pública y el control ciudadano de los actos ilegales, por lo que la corrupción deviene en total impunidad y en práctica admitida. La lucha contra la corrupción, por lo mismo, es un fenómeno vinculado a la democracia y su persecución y castigo será tanto más enérgica cuanto más sólida sea una democracia. El funcionamiento de las instituciones democráticas, por otra parte, está directamente vinculado a los niveles de desarrollo o subdesarrollo. Cuanto más mísero un país, mayores niveles de corrupción sufrirá. A la inversa, a mayor nivel de desarrollo y libertad, mayor persecución de las prácticas corruptas. Hay coincidencia en los fundadores de la ciencia política en que la corrupción es enemiga del buen funcionamiento e incluso de la propia existencia de las repúblicas. De la misma forma que consideran imprescindible que predominen los intereses públicos sobre los privados. Como decía San Agustín, es el respeto a la ley lo que distingue al Estado de una banda de ladrones y, sin justicia, los reinos no son otra cosa que bandidaje.

¿Derecha o izquierda?

Cada ideología política está dotada en mayor o menor grado de una ética - o preconiza simplemente que carece de ella -. La actitud ante la ética puede ser expresa o desprenderse de los objetivos finales que busca. Tanto Marx como Adam Smith coincidían en que el propósito del capitalismo era la acumulación de riqueza, lo que producía inevitablemente una creciente desigualdad e injusticia. Al capitalista tal situación le parecía inherente a la sociedad humana. Como su motivación principal era continuar acumulando riqueza, las cuestiones morales o éticas, como el sufrimiento humano, el hambre, las enfermedades, no perturbaban su sueño.

La izquierda, por el contrario, asumió desde sus orígenes valores morales como la justicia social, la solidaridad, la lucha contra las desigualdades, la erradicación del hambre y las enfermedades, etc. La oposición entre ambas corrientes ideológicas no sólo se refería a cuestiones políticas y económicas sino, a partir de ellas, a distintos planteamientos éticos y morales. A una escala de valores opuesta, donde el egoísmo de la derecha era respondido por la izquierda con la solidaridad; el afán de enriquecimiento, con el deseo de una justa distribución de la riqueza; la sociedad de clases, con el de la sociedad sin clases; la opresión de la minoría, con la libertad de las mayorías. La posición o actitud que se asuma ante la corrupción es un elemento fundamental que distingue a la izquierda de la derecha. Una distinción que debe ir más allá de disquisiciones semánticas y del discurso demagógico, pues no son pocos los que hablan con la izquierda y escriben con la derecha.

Partiendo de ideas políticas distintas se llega a valores morales y éticos distintos. Dentro del capitalismo la corrupción es moneda de cambio. Afirma Galbraith que "la corrupción es inherente al sistema capitalista porque la gente confunde la ética del mercado con la ética propiamente dicha... Es uno de los fallos más graves del sistema". Si la corrupción es inherente al capitalismo, la honradez debe serlo al socialismo y a toda ideología que se reclame de izquierda. No por dar una nota diferenciadora, de tinte propagandista, sino porque su visión del mundo, de la sociedad y del hombre parten de premisas distintas y en muchos sentidos opuestas.

La sociedad entiende esa diferencia y ese entendimiento explica por qué, ante casos de corrupción, reacciona de manera distinta si afecta a miembros o gobiernos de izquierda o de derecha. Si aparecen involucrados personajes de derecha la sorpresa es mínima, pues no suelen engañarse respecto a ellos. Como concluía un analista refiriéndose a la derecha británica: "No se trata tan sólo de que los conservadores sean egoístas. Es que no son nada más. El hecho horrible de la amoralidad explica en gran parte el estilo conservador".

La reacción suele ser vehemente cuando son gobiernos o personajes de izquierda los involucrados. Los casos de corrupción que afectaron a dirigentes y funcionarios del Partido Socialista francés fueron una de las causas fundamentales de su aparatosa derrota electoral en 1993. El dramático retroceso del PSF entre el electorado lo explicaba así el redactor jefe de Le Nouvel Observateur: "Los ciudadanos no perdonan a la izquierda haber fracasado en los asuntos en los que esperaban diferencias sustanciales respecto a la derecha: una gestión ética de la vida pública y la lucha contra el paro". En España, el PSOE naufragó bajo sus incoherencias, una de las cuales ha sido la proliferación de casos de corrupción en sus filas. En Italia, el Partido Socialista desapareció del mapa político al estallar multitud de escándalos de corrupción con su secretario político, Bettino Craxi, en el centro de ellos.

Cuando la gente vota a un partido de derecha sabe lo que vota. Que use el erario público para su beneficio estaría dentro de lo que espera de él, pues votante y votado comparten en esencia el tótem del capitalismo: el lucro sin límites. Sin embargo, el votante de izquierda busca justamente lo contrario: a un político que administre honestamente los bienes del Estado y los use para reducir las desigualdades. Esa es la causa por la que reacciona con suma indignación cuando el corrupto es, o dice ser, de izquierda. La burla es mayor por cuanto la confianza en su ética fue un factor decisivo al momento del voto. De ahí que el daño que un corrupto hace a un partido sea más grave en los partidos de izquierda que en los de derecha. Si la ética es un elemento fundamental de la izquierda, una seña de identidad inherente, la pérdida de la misma la deja en particular desamparo y, en términos más prácticos, en desventaja electoral respecto a la derecha. Suprimidas las diferencias esenciales entre una y otra fuerza, y dado que la derecha suele tener más horas de gobierno, muchos creen preferible que gobiernen los que ya se han enriquecido que no los que carecen de riqueza, pues éstos caerán con mayor voracidad sobre el erario público. Esta idea no es nueva sino que, por el contrario, ha sido la dominante en épocas pretéritas. Montesquieu comentaba: "Un Estado libre tiene la ventaja de que los ingresos están mejor administrados; pero ¿y cuando están peor? En un Estado libre no hay favoritos; pero cuando en lugar de favorecer a los amigos y parientes de un príncipe, hay que enriquecer a los amigos y parientes de cada uno de los que forman parte del gobierno, todo está perdido".

El empobrecimiento de la nación

No existe una corrupción de izquierdas y una corrupción de derechas, como no existe un asesino bueno y un asesino malo. La corrupción, al significar saqueo del Estado en beneficio de particulares, sustrayendo bienes públicos en perjuicio del pueblo, es una práctica que toda fuerza de izquierda, o que sea simplemente honesta, debe combatir con energía y sin vacilaciones. Precisamente ése es uno de los valores fundamentales de la izquierda frente a la derecha. A éstos no les importa sustraer riqueza del Estado o aprovecharse del Estado para su propio enriquecimiento, aunque las acciones que realicen redunden en perjuicio público. Subastan empresas públicas en licitaciones amarradas por medio de comisiones; suscriben contratos falseados para obtener sobornos; quiebran empresas públicas para venderlas a precio de saldo, que luego compran usando testaferros; se reparten los créditos del Estado para no invertir sus propias ganancias, que son evadidas del país hacia bancos extranjeros. La lista es interminable.

El producto final de la corrupción generalizada es el empobrecimiento de la nación. Cuando menos, un tercio de la deuda externa latinoamericana es producto de la corrupción. El resultado es el cierre de escuelas, de hospitales y centros de salud, la pérdida de puestos de trabajo, el abandono del campo y, finalmente, la corrupción de la sociedad entera. Cuando el mal se extiende a todo el cuerpo social el Estado entra en descomposición. Tal es la situación presente de Nicaragua.

Bertrand Russell afirmaba en una disertación en 1949: "Desde que la humanidad inventó la esclavitud, siempre han creído los poderosos que podían alcanzar su dicha por medios que implicaban dolor para otros". El capitalismo condena, en el presente, a dos tercios de la humanidad a la esclavitud del subdesarrollo y la miseria, que es el peor de los dolores humanos, para disfrutar su dicha y prosperidad.

Una forma de terrorismo económico

En los países explotados del Tercer Mundo una minoría corrupta, en unión simbiótica con las clases dominantes del Primer Mundo, pasea ufana su riqueza mal habida entre la más abrupta miseria. Representan a la derecha nacional y mundial. En las barracas, las favelas, las barriadas, están sus víctimas. ¿Puede ser de izquierda quien comparte con ellos los frutos de la corrupción y pasea por las mismas calles la riqueza mal habida y llega en vehículo de precios prohibitivos a predicar igualdad, solidaridad y justicia? ¿"Socialismo en jaguar", como ironizaban en España sobre un diputado del PSOE, abogado de un empresario que había estafado a decenas de familias humildes y que, en pago por los servicios prestados, le había regalado un automóvil de 70 mil dólares? ¿Se puede a la vez ser vil y corrupto y de izquierda?

La corrupción siempre será expresión de mezquino egoísmo, de miseria moral y una forma particularmente grave de terrorismo económico. El terrorismo común, sea practicado por organizaciones extremistas o por un Estado, mata abiertamente a inocentes. Su expresión es dramática, visible. Vinculamos rápidamente la causa y el efecto. La bomba, los muertos, los huérfanos. La corrupción actúa de otra manera. Esta forma de terrorismo es indirecta, muchas veces invisible, por lo mismo más pérfida. No vincula directamente causa y efecto. Pero mata a muchísimas más personas inocentes. Las mata cerrando hospitales, encareciendo las medicinas, reduciendo el acceso al alimento, limitando el agua potable disponible, manteniendo el analfabetismo. También condena a países enteros al subdesarrollo, la intervención y la dependencia extranjera.

Nunca podrá corresponder a una ideología de izquierda, por más que quien la practique haga profesiones de fe, desayune con bollos en forma de estrella roja y lleve colgado de su pecho una efigie de Sandino, de Carlos Marx o del Che, o las tres juntas. Si la corrupción es inherente al capitalismo, la honestidad debe serlo de la izquierda, en cualquiera de las dimensiones que ésta adquiera, sea socialismo, comunismo, socialdemocracia o una versión nacional: el sandinismo. De esta conclusión se llega a una consecuencia: las fuerzas de izquierda deben abanderar, con coraje y decisión, la lucha contra la corrupción y los corruptos. Para ello es imprescindible dotarlas de códigos éticos y de capacidad para sancionar las conductas irregulares, reconocer los desaciertos y asumir los errores.

Código internacional vs. corrupción

Cuando en la vida política las fuerzas de izquierda se corrompen, equiparándose a las de derecha, la política pierde su sentido, pues deja de ser una pugna de ideas para convertirse en un pugilato entre mafias. Italia es el ejemplo más reciente e inmediato de la desaparición de partidos políticos como consecuencia de la corrupción. El caso más notable, el del PSI, cuyo ex-líder, Craxi, huyó de la justicia refugiándose en Túnez, donde de previo había realizado inversiones apropiadas para un feliz retiro. Pero no fue el único partido en desaparecer. El otro fue la aparentemente incombustible Democracia Cristiana, partido cuya descomposición interna le llevó de gobernar Italia por 40 años a convertirse en una fuerza politica de tercer orden, hasta ser formalmente disuelta y su herencia repartida entre distintos herederos, dando paso a un período de caótica incertidumbre. El desprestigio, sin embargo, no arrastró a los herederos del Partido Comunista Italiano -hoy dividido en Partido Democrático de Izquierda y Refundación Comunista-, que permaneció al margen del panorama de corrupción que invadió Italia después de la II Guerra Mundial y que estalló tras el fin de la guerra fría. Todos los partidos corruptos desaparecieron del mapa político italiano, una suerte que es de desear sufran otros partidos que comparten el mal ejemplo.

En Europa y otras regiones del mundo la lucha contra la corrupción se ha extendido a casi todas las esferas de la vida política nacional y ha llegado a foros internacionales. Las noticias sobre el tema han proliferado en los medios de prensa y, ante el rechazo ciudadano, muchos gobiernos y partidos se han apresurado a adoptar leyes y normas anticorrupción. Por ejemplo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que reúne a los 24 países más industrializados del mundo, prepara un código de conducta contra la corrupción internacional. El presidente de Venezuela propuso, ante la IV Cumbre Iberoamericana en 1994, equiparar a los corruptos con los narcotraficantes. El Consejo de Europa aprobó en junio de 1994 un convenio internacional contra la corrupción en Francia y un comité parlamentario, tras un informe de 650 páginas, aprobó en noviembre de 1994 medidas de choque contra la corrupción. El Primer Ministro chino, Li Peng declaró ante la Asamblea Nacional Popular, en marzo de 1995, que eliminar la corrupción es "cuestión de vida o muerte" para China.

¿Por qué hay en distintas partes del mundo una reacción tan enérgica contra la corrupción y los corruptos? Varias son las causas y varían según países y regiones. En Europa, la desaparición de la URSS y el fin de la guerra fría liberó fuerzas que, so pretexto de la lucha contra el "expansionismo soviético", no podían levantar cabeza. Ese mismo pretexto permitía tratar con tolerancia las prácticas corruptas, cuya expresión más dramática se alcanzó en Italia. La desaparición del "enemigo" provocó la desaparición de los pretextos. Nada justificaba ya el enriquecimiento ilícito a costa del Estado.

Pero también está el hecho de que, al desaparecer bruscamente la escala de valores forjada en torno a la lucha entre capitalismo y comunismo, quedó, como dice Lipovetsky, "un vacío moral... Hemos glorificado el triunfo, el dinero y los derechos propios, mientras las nociones de deber, servicio público y sacrificio han desaparecido prácticamente". Remoralizar la vida pública aparecía casi como un imperativo social, pues la proliferación de las conductas corruptas amenazaba la existencia del sistema democrático. El que una parte importante de los escándalos afectara a gobiernos y partidos de izquierda (PSI, PSF y PSOE y los gobiernos de España y Francia) contribuyó a la profundización del debate.

La corrupción de la vida pública, de políticos y gobiernos, puede acabar invadiendo toda la sociedad y hacer añicos un sistema político. Como expresó Maquiavelo, "los defectos de los pueblos tienen su origen en los príncipes" y la permisividad ante el mal acaba arrastrando a las sociedades democráticas. En las dictaduras hay corrupción, pero la naturaleza del sistema no permite que salga a luz. Es más, la corrupción suele ser uno de los medios de que se vale el dictador para prolongar la dictadura.

En Nicaragua tenemos un testimonio de cuarenta años. Las democracias suponen lo contrario. El control del poder y la libertad de expresión son los medios de que se vale la sociedad para combatir la corrupción. El principio de legalidad y la igualdad en la aplicación de las leyes son los pilares en los que se asienta la convivencia social y el funcionamiento del Estado. Consecuentemente, como dice Aragón, "cuando la corrupción prolifera, lo que se pone de manifiesto no es sólo que se esté corrompiendo la vida política, sino algo más grave: que lo que se está corrompiendo es el propio sistema democrático, en cuanto que no están funcionando debidamente los mecanismos de control del poder". En otras palabras, allí donde la corrupción campea a sus anchas, la democracia es un remedo y los gobiernos una asociación legalizada de delincuentes de cuello blanco.

Agujeros en la conciencia

La conversión del Estado en botín de los gobernantes no puede tolerarse sin poner en peligro todo el sistema. El ejemplo más reciente lo tenemos en Rusia, país que después del suicidio de la URSS cayó en un hasta ahora imparable proceso de disolución. La sociedad rusa ha quedado a merced de las mafias y el país postrado, como si recién emergiera de una guerra prolongada. La democracia es una parodia y la economía un pozo sin fondo que se ha tragado más de 90 mil millones de dólares de asistencia externa, el 40% de los cuales han sido desviados hacia el exterior. Mientras tanto, el salario mínimo oscila entre los 10 y 15 dólares y proliferan las enfermedades y el hambre. En esas condiciones no hay programa económico que pueda funcionar.

Pero hay más razones. Resumía el escritor Federico Amat que "la falta de valores morales e ideológicos crea agujeros en la conciencia colectiva, y esos agujeros se llenan de inmundicia y de vanidad". Y dice Mario Benedetti: "Cuando la corrupción se convierte en costumbre genera inevitablemente una falsa ética: quien se resiste a entrar en el juego sucio es un débil, un tímido, un estúpido. La escéptica comprobación de Séneca -`Los que antes fueron vicios ahora son costumbres'- podría ser un diagnóstico de este fin de siglo". En una sociedad así no funciona la ley, sino el dinero. Y no hay seguridad para nadie. Tal está sucediendo ahora en Nicaragua.

¿Qué puede hacer la sociedad civil?

¿Qué puede hacer la sociedad civil para defenderse a sí misma? La primera respuesta es la de movilizarse para crear conciencia ciudadana sobre la magnitud del problema. En sociedades democráticas o que aspiran a serlo, la denuncia pública es un factor que incide en las elecciones. Los votos son el instrumento de defensa ciudadana. Una segunda tarea es la creación de conciencia si ésta, como sucede hoy en Nicaragua, es débil o no conoce o no mide la profundidad del mal.

Crear conciencia es una tarea ardua que requiere de trabajo cotidiano e incesante. Una sociedad necesita valores-guía que sirvan para no extraviarse, como el hilo de Ariadna en el laberinto del minotauro. Esos valores pueden ser obtenidos de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y del convencimiento de que, para lograr un mundo más solidario y fraterno, la política debe realizarse dentro de unos parámetros mínimos de ética y, en primer lugar, en la lucha contra la corrupción.

La exigencia de que los políticos cumplan sus tareas con honestidad y transparencia no implica, como recuerda Adela Cortina, que queden "encargados de dictaminar qué es bueno y qué malo: ser representante político confiere legitimidad política, pero ni remotamente autoridad moral. Los políticos no tienen mayor autoridad moral que cualquier ciudadano normal y corriente. En muchas ocasiones y frente a muchos ciudadanos, bastante menos".

En Nicaragua todo esto resulta una labor harto compleja. Cada persona puede tener su propia ética, es indudable, pero en un mundo donde los medios de comunicación tienen un peso creciente en la formación de valores, no puede dejarse todo a una labor introspectiva. Las organizaciones de la sociedad civil, a través de su labor pública, pueden contribuir poderosamente a fortalecer los valores éticos y a combatir la corrupción. La sociedad somos todos y la administración del patrimonio nacional debe ser del interés de todos. Denunciar, discutir, proponer. El campo es extenso.

En países del Tercer Mundo las razones de preocupación no son sólo éticas sino, muy especialmente, de supervivencia. La corrupción ha sido la norma de la vida política y la honestidad la excepción. Buena parte de la miseria que abate a los países pobres no tiene su origen en la explotación que sufren por los países ricos, sino en su propia incapacidad de generar administraciones honestas. De la venalidad de los funcionarios se han aprovechado los países ricos, que han hecho del soborno, el peculado y el cohecho un modus operandi en sus relaciones con países como Nicaragua.

Cuando cursaba mis estudios de Comercio Exterior, en 1978, en el Ministerio de Comercio de España, una de las exposiciones versaba sobre el soborno a funcionarios latinoamericanos. No he podido olvidar esa clase, pues el expositor, con varias décadas de experiencia en nuestro continente, explicaba que era imprescindible para las empresas destinar una cantidad de dinero para sobornar - el expositor nunca utilizó esa palabra - a funcionarios venales, sin lo cual las puertas no se abrían y los contratos tampoco. Explicó también que las empresas que no entraban en ese juego quedaban en desventaja respecto de otras. Esa era y sigue siendo en buena medida la imagen exterior de los funcionarios públicos latinoamericanos. Como tales aparecen citados en distintos libros de economía y comercio internacional. Una fama, por demás, ganada a pulso.

El camino a la bancarrota

El propósito del código de conducta contra la corrupción internacional que promueve la OCDE establecería que dentro de los países industrializados se castigue como delito el soborno de funcionarios extranjeros. El promotor de la iniciativa fue Estados Unidos, único país desarrollado cuyas leyes prohiben tal práctica -ignoro si son respetadas o no-. El motivo que impulsa a Estados Unidos no es ético, sino comercial, pues sus empresas, debido a la prohibición, se encuentran en desventaja al momento de competir con las demás, y el soborno actúa de hecho como una traba al libre comercio. Para remediar la desigualdad se propone homogeneizar las legislaciones, extendiendo la prohibición a toda la OCDE.

Gracias a la corrupción, los empresarios extranjeros firman contratos millonarios gracias a los cuales obtienen concesiones leoninas para la explotación de recursos naturales, o que les permiten colocar mercadería de baja calidad, vender medicinas de caducidad inminente o que han sido prohibidas en sus países de origen, o comprar empresas públicas a precio de saldo. El actual gobierno de Nicaragua ofrece un catálogo amplio de actos de corrupción, que llenan los medios nacionales.

Las formas de corrupción son múltiples. La deuda ex- terna de los países del Tercer Mundo, particularmente de América Latina, ha tenido en la corrupción una de sus causas principales. El desvío de préstamos a bancos extranjeros; la evasión de capitales propios gracias a las palancas del poder; la aprobación de inversiones inútiles para el país, pero jugosas en comisiones -como los teléfonos celulares en Nicaragua, mientras el país muere de hambre- o la adjudicación a dedo de contratas públicas a empresas incompetentes son algunas de las causas que explican cómo países con recursos abundantes -como Venezuela- se encuentran en virtual bancarrota y mantienen a gran parte de su población en la miseria.

Tiene razón el presidente venezolano Rafael Caldera al pedir que se equipare a los corruptos con los narcotraficantes. Vis a vis, y sin que ello signifique algún tipo de justificación de ese execrable delito, debe señalarse que ha sido mayor y más profundo el daño causado por la corrupción en América Latina que el causado por el narcotráfico. La corrupción histórica y la miseria por ella alimentada abonaron el camino para el acelerado desarrollo de tal lacra. En algunos países la confusión entre políticos y narcotraficantes hace imposible distinguir unos de otros.

Ineficiencia, despilfarro, corrupción

Algunos ejemplos darán una idea de la magnitud que han tenido las prácticas corruptas en la economía de los países pobres solamente en el aspecto del endeudamiento externo. El gobierno de Filipinas contrató en la década de los 80 la construcción de una central nuclear en Bataan, con un costo de 2 mil 200 millones de dólares. La planta jamás entró a funcionar pues había sido construida en zona sísmica, lo que no impidió que Filipinas tuviera que pagar 350 mil dólares diarios en concepto de intereses por el préstamo otorgado para construir la central. Entre 1976 y 1985 la fuga de capitales en México ascendió a la exorbitante suma de 53 mil millones de dólares, equivalente al 70% de los préstamos netos obtenidos. La fuga de capitales en Venezuela en esos mismos años fue de 30 mil millones de dólares, superior al total de préstamos recibidos. ¿Qué economía o sistema económico puede soportar tales sangrías y desmanes? El resultado, a la vuelta de los años, está a la vista. Países en bancarrota: México dixit.

El impacto de la corrupción no queda ahí, sino que se extiende a los campos más insólitos. Uno de ellos alcanza niveles extremos: el comercio de armas. Exprimir los exiguos presupuestos para compra de armamentos tan innecesarios como obsoletos, ha sido uno de los negocios más boyantes. Según World Priorities Institute, organización norteamericana: "Los países pobres gastaron en los años 80 un 23% más en conseguir armas extranjeras que la cantidad que recibieron de los países ricos como ayuda al desarrollo". En Centroamérica, en los últimos años, a pesar de la desaparición de los conflictos que afectaron la región, los gastos militares han continuado aumentando, particularmente en El Salvador, Honduras y Guatemala.

Si los países pobres no exportadores de petróleo no hubieran gastado en armas entre 1972-82, su deuda externa sería entre un 20-25% menor. Es más, si los gastos en armas se hubieran mantenido en los mismos niveles que en los años 60, el conjunto de las naciones menos desarrolladas habría ahorrado suficiente dinero como para financiar el pago de cerca de las dos terceras partes de su extraordinaria deuda. No fue éste el caso de Nicaragua. La militarización del país fue consecuencia de la política de agresión norteamericana, no de un militarismo como el que imperaba en el continente.

La mala utilización y el derroche de créditos extranjeros llevó en 1994 a una organización tan poco caritativa como el Banco Mundial a controlar de forma más estricta los créditos otorgados para la construcción de infraestructuras, lo que permitiría un ahorro de 55 mil millones de dólares. Según los expertos del Banco Mundial, los países que aspiren a alcanzar un mayor nivel de desarrollo deberán hacer frente a la escasa eficiencia, el despilfarro y la corrupción.

En América Latina, la "burguesía" - poco o nada tiene que ver con la de los países desarrollados - ha sido devota creyente del capitalismo y su más ferviente defensora. Pero Michel Albert expresa en su libro Capitalismo contra capitalismo: "Ciertamente, no basta con establecer el capitalismo en un país para lanzarlo por el camino del desarrollo económico. Se requiere también un mínimo de reglas y, por lo tanto, un Estado eficaz y sin corrupción".

Un mínimo de reglas

El "mínimo de reglas" es imprescindible para que funcione el sistema. La cuestión está en los niveles de tolerancia. En los países subdesarrollados el capitalismo es más primitivo o, si se quiere un término más elegante, menos sofisticado. A mayor subdesarrollo, mayor corrupción y capitalismo más primitivo. Eso no quiere decir que, en términos generales, el capitalismo funcione mejor en unos países pobres que en otros. Muchas veces la diferencia está en el volumen del robo. Se pueden robar más cantidades en un país rico como Brasil que en Nicaragua. Pero, sin reglas mínimas, lo que impera es la ley de la selva y el daño provocado por la corrupción se hace mayor: hay niveles y niveles de corrupción. En las sociedades democráticas avanzadas los mecanismos de control funcionan, manteniendo ese "mínimo de reglas" que impiden el derrumbamiento del sistema.

En España, el mayor escándalo de corrupción de los últimos años se refiere al caso de Luis Roldán, ex-director general de la Guardia Civil, que aprovechó su cargo para apropiarse ilegalmente de unos 40 millones de dólares. Es una cantidad importante y sería difícil encontrar a una persona que la rechazase, si por un casual alguien se la ofreciera. Basta para vivir una vida holgada hasta la inevitable muerte y es suficiente, si es bien administrada, para dejar a los hijos confortablemente. Sin que ello implique minusvalorar la gravedad de la conducta de Luis Roldán, la cantidad es una gota de agua dentro del presupuesto de España, que gasta anualmente 20 mil millones de dólares sólo en importar legalmente automóviles de lujo. El dinero sustraído no obliga a cerrar escuelas o a reducir la disponibilidad de medicinas. La alarma social no obedeció al impacto de la cantidad robada en la economía, sino a que la sociedad española no parece dispuesta a tolerar conductas de tal naturaleza.

Es cuestión de supervivencia

Los casos de corrupción en los países desarrollados, donde normalmente funcionan los controles del poder, no inciden especialmente en el desarrollo y la riqueza. Es distinto en Nicaragua, país subdesarrollado, carcomido por la deuda externa, con una permanente escasez de divisas y con la población sumida en el desamparo.

Imaginemos una situación corriente: el país logra obtener un crédito por 40 millones de dólares, después de remover cielo y tierra. Las necesidades son tan grandes que la cantidad es una gota de agua en el desierto. Bien administrado, ese dinero podría aliviar distintos problemas. Pero el dinero es usado en parte para importar bienes de lujo, que satisfacen a la minoría gobernante. Otra cantidad se destina a préstamos a los grandes propietarios, que los usan para financiar sus empresas, evitando así invertir sus ganancias de años anteriores, que previamente han sido depositadas en bancos extranjeros. Otra parte la gasta el gobierno en un proyecto de antenas parabólicas, para que los hijos del único tercio adinerado del país puedan recibir los canales de televisión norteamericanos. Un último resto es empleado en importar cervezas en lata, aunque la escasez de medicinas provoque un brote de sarampión o cólera... Aunque el préstamo fue obtenido a nombre del país y, aunque no se haya empleado en el desarrollo del mismo, debe ser pagado con el sudor y las lágrimas de los dos tercios de la población que no han recibido ningún beneficio.

El dinero mal administrado y sustraído de las arcas públicas causa un daño directo y evidente a la población, sumida cada día que pasa en peores condiciones de vida, mientras la minoría privilegiada mejora las suyas en sentido proporcionalmente inverso. La deuda externa ha aumentado, pero no ha aumentado la capacidad del país de generar riqueza. La corrupción es principal causa que mantiene al país en el subdesarrollo, es un factor determinante de la pobreza de dos tercios de la población.

En Italia la corrupción llegó a extremos muy altos, pero no en contra del desarrollo del país. De hecho, en los 40 años posteriores a la II Guerra Mundial, la economía italiana creció y se consolidó hasta formar parte del selecto grupo de los siete países más industrializados del mundo. Caso contrario es el de las naciones latinoamericanas. La voracidad de las clases dirigentes las hizo incapaces de diferenciar entre los intereses privados y los nacionales. La corrupción se implantó como moneda corriente y la profesión de fe capitalista se redujo a la acumulación sin escrúpulos de capital. No hubo respeto a una reglas mínimas para que esa acumulación no acabara arrastrando a los países a una catástrofe. Esa misma voracidad las llevó por caminos distintos a los europeos. En Europa occidental las clases dirigentes incorporaron a grandes segmentos de la población a los beneficios del desarrollo, generando consenso en torno al modelo político, económico y social. En Latinoamérica se mantuvo el apartheid económico y se recurrió a la violencia indiscriminada y a la intervención extranjera para mantener un sistema de privilegios basado en la corrupción. Los resultados están a la vista.

Corrupción: hipoteca del poder

Sin confianza alguna en el sistema que ellos mismos han creado - tal vez porque se conocen bien -, las burguesías latinoamericanas han usado y siguen usando a sus países de origen para acaparar riqueza, que después es "en Miami enterrada". Las cifras macroeconómicas no bastan para ocultar la realidad. La reciente bancarrota de México es la mejor prueba del fracaso de un sistema en el que las clases dirigentes separan completamente su prosperidad de la prosperidad general del país. En caso de conflicto entre ambas sacrifican al país, como han sacrificado a Nicaragua. Para los países subdesarrollados, luchar contra la corrupción no es una cuestión opcional, sino una vía sin alternativas, una necesidad de supervivencia.

Para poder luchar contra la corrupción hay que tener las manos limpias. No ser un santo que baja de los altares. Simplemente ser una persona que parte de que la base de la riqueza de un país es el trabajo honesto y esforzado de sus habitantes, no el saqueo de los dineros públicos. No hay ilicitud alguna en vivir de manera holgada. Si nos quitaran el aliciente de obtener con nuestro trabajo satisfacciones que consideramos importantes nos quitarían las ganas de trabajar. Pero debemos hacerlo dentro de unas reglas mínimas y un mínimo de ética. La cuestión está en los medios que se utilicen para alcanzar la holganza. Si es el trabajo, bienvenida sea. Si la corrupción, nunca, porque ello significa sacrificar al país.

La corrupción hipoteca el poder y lo hipoteca para el presente y para el futuro. Quien se ve con las manos atadas por vicios pretéritos tiene atado también su futuro. En un congreso de las Juventudes Socialistas, celebrado en Madrid en 1990, se afirmó que "La hipoteca del poder es la corrupción". El que corrompe desde el poder deja hipotecado ese poder, pues el corrompido sabe del corruptor. Se pone entonces en marcha un mecanismo perverso: yo te dejo robar a ti para que tú me dejes robar a mí. Ni tú me acusas a mí ni yo te acuso a ti: entre bueyes no hay cornadas.

¿También corrupto el sandinismo?

Esa es la práctica no escrita de las clases políticas latinoamericanas. Esa es la norma de conducta de cierta clase política en Nicaragua. ¿El sandinismo también en el juego? ¿Todos sumergidos en la misma miasma, en nombre de Sandino, el incorruptible? ¿No habrá esperanza para Nicaragua? La ética no es cuestión de iglesias. Es una necesidad social.

La admisión y el encubrimiento de prácticas corruptas es un acto de lesa patria y de lesa revolución. Se fue a la insurrección para acabar con un régimen anti-nacional y corrupto e imponer uno nacionalista y honesto, no para sustituirlo por un sistema que le imite en traición y corrupción. Si se abandonan esas banderas, Nicaragua habrá sido víctima del mayor engaño de su historia. Un engaño que le habría costado dos guerras y 100 mil muertos, amén de los ingentes daños materiales y las secuelas trágicas de huérfanos y discapacitados, de familias rotas y desplazados. Un precio demasiado alto para volver a los mismos vicios.

Si se admite la corrupción casi todo el sacrificio habrá sido estéril. Solamente habría servido para modificar la composición de la oligarquía, aumentada por los nuevos ricos surgidos del período sandinista, que obtuvieron su riqueza por vías similares a las utilizadas por la oligarquía, es decir, a través del empobrecimiento de Nicaragua y la explotación de los humildes y desamparados. Sería una segunda inmolación de Sandino, más cruel y devastadora.

"La corrupción no es inevitable", afirmó en enero de 1993 el presidente del Senado italiano, Giovanni Spadolini. Efectivamente, no lo es y las sociedades que se han empeñado en combatirla han logrado reducirla a niveles mínimos. Ello requiere de la voluntad política de los partidos pero, sobre todo, de la actitud que asuma la sociedad ante la corrupción. El talante de buena parte de los partidos de Nicaragua no permite pensar que puedan unirse en una campaña para erradicarla. La tarea debe corresponder a las fuerzas progresistas del país. A los hombres y mujeres honestos que no se resignan a ser gobernados por delincuentes de cuello blanco, ni a ver al país eternamente sometido al expolio ni a su gente en la miseria. Ahora que se habla y discute de utopías, propongo ésta: erradicar la corrupción de Nicaragua, elevar la ética social, ser más éticos nosotros.

Tarea de todos, tarea urgente

El éxito, sin embargo, dependerá de la suma de dos elementos. Uno, que podríamos llamar material, que sería un cuerpo de leyes suficientes para tipificar como delitos las prácticas corruptas. El otro, que sería el espiritual, supondría que la sociedad considere la honestidad como un valor político en sí mismo. Y es que las leyes, por sí mismas, son insuficientes. "Cuantas más leyes, más ladrones" decía Lao Tse. Un programa contra la corrupción, por lo tanto, debe combinar la acción legal con la acción social y la educación ciudadana. La actuación de una Fiscalía Especial contra la Corrupción, con la difusión de la honestidad como un valor en sí mismo y como una medida imprescindible para soñar un futuro para Nicaragua. Si damos ese paso habremos avanzado décadas.

Obviamente, para que una campaña contra la corrupción prospere requiere, además de voluntad política, gozar de credibilidad. "No basta ser creyente, hay que ser creíble". No vale esgrimir valores éticos frente a los demás si somos incapaces de practicarlos en nuestras propias circunstancias. Sin tener en orden la propia casa no se puede mandar al vecino que ordene la suya. Conviene no olvidar que las mejores ideas, defendidas por personas inadecuadas, devienen en ideas desvalorizadas.

Pocos retos hay tan grandes para Nicaragua. Sin embargo, es un reto sin alternativas. La lucha contra la corrupción es un asunto de Estado, de salud pública. Erradicarla es, debe ser, algo más que un punto en un programa político. Es una imperiosa necesidad nacional, un lugar sin retorno, si realmente se quiere un futuro digno y más justo para Nicaragua.

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