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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 161 | Julio 1995

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Centroamérica

Hogares ampliados y en manos de las mujeres

En Centroamérica, las familias han cambiado profundamente. También se han transformado en estos años los hogares de los centroamericanos. ¿La causa? Defenderse de la violencia política en los 80 y sobrevivir a la crisis económica en los 90.

María Angélica Fauné

A pesar de todos los cambios vividos por las familias centroamericanas en estos últimos años, la región muestra lentitud en cambiar las pautas de fecundidad de los sectores más pobres y con más bajos niveles de educación, que son inmensa mayoría entre las familias emergentes. La tasa de fecundidad de las mujeres centroamericanas sigue siendo alta, más entre las mujeres rurales, con promedio de 4 hijos en Costa Rica, de 8 en Honduras, de 7 en Nicaragua y Guatemala y de 6 en Panamá y El Salvador. Es más elevada aún entre las mujeres indígenas: 6.9 hijos contra 5.8 las ladinas , en el caso de Guatemala.

Entre los factores que más inciden en el descenso de la tasa de fecundidad está el nivel educacional. En toda la región, las mujeres con estudios medios y superiores presentan una tasa de fecundidad menor, con promedios de 2 3 hijos. Las que no tienen ningún grado escolar o sólo los primeros tienen 5 8 hijos. Aún cuando las tasas de fecundidad serán probablemente menores en el siglo XXI, durante muchos años más una parte sustancial de la vida de las mujeres que forman parte de esa inmensa mayoría de familias centroamericanas en situación de pobreza especialmente las mujeres rurales e indígenas , girará en torno al nacimiento y crianza de un número elevado de hijos.

Fecundidad precoz: madres muy jóvenes

El 30% de los niños que nacen en la región centroamericana tienen madres adolescentes menores de 19 años, concentrándose estos nacimientos entre las que tienen 15 17 años. En las zonas rurales y entre la población indígena, la maternidad precoz se da en edades más tempranas aún: entre los 10 17 años.

Las tasas de fecundidad precoz se han elevado en todos los países de la región, incluidos Panamá y Costa Rica. De acuerdo a la Encuesta Nacional de Salud Reproductiva realizada en Costa Rica en 1993, el único grupo de mujeres que aparece aumentando su fecundidad desde 1986 es el correspondiente a las que tienen entre 15 y 19 años con estudios de tres años de primaria o menos. En 1986 registraban una tasa de fecundidad específica de 170. En 1993 ya era de 220. Esto estaría indicando que la fecundidad temprana es característica de las mujeres que viven en extrema pobreza.

En Panamá y según el Boletín de Estadísticas Vitales, la tasa de fecundidad correspondiente a las menores de 15 años se incrementó de 2.5 a 3.1 durante los años 80, iniciándose la maternidad a partir de los 10 años de edad. En El Salvador y en 1988 la tasa estimada era de 138 nacimientos por cada mil mujeres de 15 a 19 años de edad, la más alta de toda América Latina.

Estudios de casos realizados en Costa Rica en 1991 con mujeres refugiadas nicaragüenses y salvadoreñas, urbanas y rurales, permitieron constatar que las jóvenes adolescentes no sólo habían reproducido el patrón de fecundidad temprana de sus madres, sino que habían iniciado su maternidad dos o tres años más pronto que ellas. De acuerdo a los resultados que arrojan las Encuestas Nacionales de Fecundidad de Costa Rica, las relaciones sexuales prematuras sin prevención son las que han contribuido al aumento del embarazo en adolescentes, constatándose que únicamente el 15% de las adolescentes costarricenses había utilizado anticonceptivos en el momento de su primera relación sexual.

Por su carácter de alto riesgo, el embarazo adolescente está entre las primeras cinco causas de muerte de las mujeres centroamericanas. A mediados de los 80, en El Salvador, Guatemala y Nicaragua un 8% de las mujeres entre 15 44 años morían por causas relacionadas con el embarazo y el parto. En Honduras este porcentaje se elevaba a un 16%.

Sexualidad asociada a reproducción

Siempre han sido elevadas las tasas de fecundidad entre la población rural e indígena, dado el predominio de un patrón cultural que asocia sexualidad con reproducción. Las características de la reciente migración urbana, junto con el bajo nivel de instrucción, el hacinamiento y la violencia sexual, explican la extensión de este patrón tradicional entre la población de los barrios marginales de las grandes ciudades.

De acuerdo a este patrón, no se concibe una unión sin hijos. Ante todo, la procreación representa la legitimación social de la identidad masculina y de la femenina. La prueba de la virilidad pasa necesariamente por hacer constar ante la sociedad que se tiene la capacidad de fecundar a una mujer, de embarazarla. Las mujeres viven también su fecundidad como la legitimación de su identidad femenina ante la sociedad. El embarazo es la prueba de que se han "entregado a un hombre".

Como la prueba necesaria y suficiente de masculinidad y femineidad es incluso más el embarazo que los hijos en sentido estricto, esto explica no sólo el alto nivel de fecundidad que persiste en un amplio sector de mujeres, sino el significado de los hijos y de la misma paternidad. Por eso, en este patrón los hijos no se planifican, sino que son el resultado natural e inevitable de la unión entre un hombre y una mujer, que tienen que probar a través de la procreación su propia identidad.

Da el apellido pero no los reconoce

En Centroamérica el patrón de filiación ha sido y continúa siendo patrilineal: los hijos llevan el apellido del padre. Es éste uno de los patrones que persiste y que no pierde legitimidad social. Sin embargo, la práctica masculina muestra una tendencia contradictoria. Aunque no se pone en discusión el carácter patrilineal como patrón de filiación, no se muestra una efectiva disposición a legalizar, a reconocer esa filiación.

Los datos muestran que la proporción de hijos ilegítimos es muy elevada y muy generalizada, especialmente en el sector rural y en el urbano marginal. En El Salvador, el porcentaje de hijos ilegítimos es uno de los más alto del continente: sobrepasa en un tercio el índice latinoamericano, que es del 41.8%, con el agravante de la tendencia a un incremento anual del 1.5%. Según estimaciones de MIPLAN, en 1980 la proporción de hijos ilegítimos ascendía en El Salvador a un 68%. Aunque la figura de hijos ilegítimos impuesta por los Códigos Civiles haya sido abolida por las nuevas Constituciones Políticas en la mayoría de los países de la región, no sólo se sigue utilizando en los registros oficiales sino que sigue vigente en la práctica masculina.

El patrón de filiación patrilineal tiene otra consecuencia: determina la línea de herencia. En las familias rurales centroamericanas, persiste el patrón histórico de heredar o preheredar a los hijos varones la tierra y el capital (ganado), mientras que a las mujeres, cuando heredan, se les da únicamente la casa/habitación. Así, la única vía por la cual las mujeres pueden acceder a los medios de producción es a través del matrimonio o unión con un varón.

Hogares: residencia de varias familias

Las familias han cambiado. También los hogares. Son numerosos los cambios experimentados en el hogar de los centroamericanos. Hoy, el hogar ya no se presenta como el reducto de la familia nuclear, tal cual lo supone el tipo "ideal" de familia. El hogar es ahora una unidad de residencia ampliada de una o más familias nucleares, que pueden ser completas o incompletas.

Las correcciones que introdujo el Censo de Panamá en 1990 al diferenciar hogar de familia, corroboran este nuevo tipo. En el distrito de San Miguelito el de mayor densidad poblacional de la República se encontró que la mayoría de los hogares cobijaban a más de una familia nuclear, siendo éstas de los más diversos tipos: biparentales, monoparentales, con todos o con parte de los hijos y de las hijas.

Esta modalidad de reestructuración de los hogares que adoptan hoy las familias emergentes centroamericanas, que hacen del hogar un espacio de convivencia y unión de diferentes tipos de familias unidas por lazos de parentesco y de tipo solidario, ha respondido en gran medida a la necesidad de manejar con la mayor eficiencia posible recursos cada vez más escasos. Ha sido también un mecanismo de defensa ante el avance de la violencia político militar de la década de los años 80 y de la violencia social que surge con fuerza en los 90. En la medida en que se ha ido generalizando este patrón de residencia entre las familias pobres que son una inmensa mayoría en la región, se ha ido revirtiendo en gran medida la tendencia a la nuclearización que venían experimentando las familias centroamericanas con el proceso de urbanización y de sustitución de importaciones de los años 70. De hecho, la nuclearidad tiende a perder vigencia como indicador de vida moderna en el contexto regional actual.

Centroamérica aparece caminando en sentido inverso al resto del continente de acuerdo a lo que afirma la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) en 1993: "En la región tiende a predominar la familia nuclear y es previsible que a medida que se desarrollen los países esta tendencia vaya en aumento". La pobreza, junto con la violencia, más que el atraso cultural como se presume generalmente estarían impidiendo que las familias lleguen a constituirse y a consolidarse como familias nucleares.

En estos años, las familias que pasan a estructurar hogares nucleares son las familias indígenas que migran a la ciudad, revirtiendo de este modo lo que ha sido su patrón histórico. Estudios sobre las estrategias de supervivencia de la población indígena residente en la ciudad de Guatemala muestran que las lógicas de subsistencia que desarrollan los grupos indígenas en las ciudades los llevan a conformar familias nucleares, con un promedio de 7.5 miembros por hogar. Por razones de discriminación étnica, no les es posible al llegar a la ciudad recomponer nuevos lazos de solidaridad ampliada como los que tenían en su comunidad de origen, debiendo limitarse estrictamente a los de parentesco directo.

Hogares "ampliados" y no extensos

El patrón histórico de estructuración de los hogares en las familias rurales e indígenas de la región centroamericana se ha caracterizado por iniciarse sobre la base de un patrón de residencia patrilocal. Otro patrón es el de hogar/solar: espacio que sirve de asiento a familias extensas que establecen un intercambio continuo de recursos productivos: tierra, implementos, insumos, agua y mano de obra. En este espacio los lazos de parentesco se amplían a la comunidad.

El esquema de hogares ampliados tan frecuente hoy puede parecer una mera versión actualizada de lo que ha sido este patrón tradicional en el ámbito rural. Sin embargo, el hecho de que los nuevos hogares ampliados se estructuren sobre la base de la solidaridad, sobre la intensificación de los esfuerzos de sus miembros y sobre los aportes provenientes de redes que trascienden los límites del parentesco, los hace diferentes. Son una novedad de estos tiempos neoliberales.

Es la nueva fórmula de hogares ampliados la que permite a las familias emergentes amortiguar el impacto de la crisis y asumir los costos del ajuste estructural que se les ha impuesto y también enfrentar los costos económicos, sociales y sicológicos de la guerra y de la construcción de la paz. Una investigación realizada por AVANCSO en comunidades populares urbanas de Guatemala a inicios de los 90, comprobó que "las redes de sobrevivencia económica y afectiva tienen su base en el núcleo familiar, apoyado en redes más amplias de parentesco y de paisanaje".

Redes de nuevo tipo, lazos solidarios

El rasgo que mejor define la novedad de este patrón de estructuración de hogares ampliados es la extensión de las relaciones de consanguinidad a las de solidaridad. Estudios realizados sobre poblaciones afectadas por la violencia política en algunos países de la región revelan que los procesos de desplazamiento que afectaron a miles de familias, así como el impacto de las medidas de ajuste económico particularmente las que provocaron desempleo masivo son algunos factores que habrían presionado a ampliar los lazos basados en relaciones de parentesco a lazos de tipo solidario. Lo nuevo de este tipo de lazos solidarios es que se construyen sobre una base espacial más amplia que la que supone la comunidad tradicional. La nueva base espacial puede ser comarcal, local o barrial y cruzar las fronteras geográficas del departamento, la provincia o el país.

Los lazos de tipo solidario se originan y se crean sobre la base de lealtades recientes: entre amigos y vecinos enfrentados a situaciones similares. Y estas situaciones similares que sirven de base a la solidaridad sobrepasan el estricto espacio de la familia extensa o de la comunidad propiamente tal. Muchas situaciones de riesgo guerra, masacres, desplazamientos forzosos, desastres naturales, sequías, maremotos, huracanes amplían el espacio de relación de la comarca a la zona.

Las situaciones económicas similares vividas en este período compactación del empleo público, cierre de industrias, no pago de indemnizaciones por desmovilización, incumplimiento en la entrega de tierras o viviendas permiten que el espacio de las relaciones crucen el límite del barrio o la comunidad y abarquen sectores. Las situaciones de discriminación étnica, persecución religiosa o política, masacres a comunidades indígenas por ser consideradas "bases" de la insurgencia, evasión del servicio militar, vinculan a iguales en un espacio mayor, que abarca todo el territorio en que se asienta un pueblo indígena, como sucedió con la Mosquitia.

Las situaciones que les ha tocado vivir a grandes segmentos de la población centroamericana ha dado pie a que muchas familias emergentes establezcan nuevos lazos y nuevas lealtades, en un patrón que combina, bajo una impecable lógica, alianzas económicas y políticas que aseguran la sobrevivencia.

Hogares de residencia móvil

En su esfuerzo por encontrar una estrategia que les asegure la sobrevivencia en el actual contexto socioeconómico y político, las familias emergentes han ido configurando un tipo de hogar que se diferencia diametralmente del tipo de hogar fijo, el que ha prevalecido hasta ahora. Hogar fijo significa que todos los miembros están adscritos a un área fija en la que residen de manera permanente. En base a esto, los hogares fijos se clasifican en: hogares urbanos o rurales, nacionales o extranjeros. El supuesto es que sus miembros son residentes permanentes y no temporales.

Hoy, la migración ha pasado a ser uno de los componentes centrales de las estrategias del rebusque, tanto entre las familias urbanas como entre las rurales. En 1990, el 39% del total de mujeres guatemaltecas habitaba en las ciudades. Cuatro décadas atrás era el 26%. La realidad actual nos lleva a un concepto nuevo del espacio y del tiempo de residencia de los miembros que conforman los hogares emergentes.

El resultado ha sido la configuración de un tipo de hogar móvil, que funciona sobre la base de múltiples combinaciones de movimientos espaciales y de períodos de residencia de sus miembros. De acuerdo a la edad, sexo, oportunidades de empleo, mercadeo y conexiones, los diferentes miembros de la familia se mueven constantemente entre espacios disímiles, que van del rural al urbano, del local al nacional e internacional y en rangos de tiempo variable: diario, semanal, quincenal, meses o años.

Esta es, hipotéticamente, la estructura de un hogar móvil rural:
La madre puede residir en el hogar rural, el padre residir en el hogar y atender la milpa, pero desplazarse durante días a trabajos asalariados en otras fincas medianas o migrar durante temporadas a otras zonas rurales.

Algunas de las hijas jóvenes especialmente madres adolescentes pueden migrar a la ciudad en busca de trabajo, emplearse como domésticas pasando a residir parte del tiempo en un hogar urbano, y regresar cada quince días al hogar rural donde permanecen dos o tres días. Los hijos menores pueden residir o no permanentemente en el hogar rural paterno/materno, o pasar períodos en otros hogares rurales cercanos o lejanos.

Otras hijas pueden desplazarse desde la madrugada y durante todo el día al casco urbano de la ciudad más cercana a trabajar en las nuevas empresas agroindustriales o en la maquila y regresar por las noches al hogar rural. Los jóvenes pueden residir en el hogar rural, pero migrar durante períodos de tiempo meses, temporadas a otras zonas rurales del país, de países vecinos, o a los Estados Unidos cosechas de café, corte de caña, vendimia en California o a pueblos cercanos o a la ciudad a emplearse durante temporadas en la construcción y regresar constantemente al hogar rural.

Y ésta es, hipotéticamente, la estructura de un hogar móvil urbano: Parte de los miembros de la familia pueden residir de forma permanente en el mismo hogar, pero con una estadía irregular y caótica, dependiendo de los tiempos de espera hasta obtener empleo o del tipo de trabajo que se encuentre, que puede ser en la ciudad o en zonas rurales donde están ubicadas bananeras, empresas forestales u otras. Otros miembros pueden desplazarse de manera temporal por razones de estudio y regresar al hogar urbano cada quince días o una vez por mes o migrar por períodos largos a los Estados Unidos (seis meses, un año). Otros pueden ser parientes o conocidos de origen rural que llegan a residir al hogar urbano temporalmente, como escala para asentarse en la ciudad o para migrar a los Estados Unidos.

Las clasificaciones de hogar rural y hogar urbano pierden significado en este tipo de hogares. Todos tienen algo de urbano y de rural, de nacional y de internacional, dependiendo del tiempo de permanencia de los diferentes miembros que circulan constantemente en una compleja trayectoria. Aunque los factores relacionadas con el crecimiento natural de los hijos influye en esta movilidad, se constata que es principalmente la urgencia de encontrar una estrategia de supervivencia y reproducción de la familia la que hace del hogar una unidad de residencia ampliada.

Cuánto duran las uniones conyugales

El carácter duradero y permanente de la unión conyugal constituye uno de los rasgos fundamentales del tipo "ideal" de familia. Sobre este carácter se hace descansar la estabilidad familiar. En Centroamérica, las estadísticas nacionales no disponen de estimaciones detalladas acerca del índice de duración de la primera unión. Se limitan básicamente a registrar el número de divorcios o separaciones anuales. A partir de este dato se puede calcular la tasa de divorcialidad, pero no se puede medir la relación entre emparejamiento y desemparejamiento, lo que daría una visión más aproximada acerca del comportamiento de la estabilidad conyugal.

Las posibilidades de contar con un registro real de la disolución de las uniones son también limitadas, porque no siempre se declara o se legaliza la ruptura del vínculo conyugal o de la unión, especialmente en el caso de las uniones de hecho. En Panamá, país donde está legalizado el divorcio, las parejas no siempre lo inscriben. Entre otras razones, para evadir el Registro Público. Una idea de la magnitud que puede tener el problema de la subestimación de las cifras lo ilustra el caso de El Salvador: es el país que presenta la tasa más alta de jefatura femenina de hogares (31%), estando el 95% de estas mujeres sin pareja declarada. Pero, sorprendentemente, sólo el 5% de ellas se declaran separadas.

El panorama encontrado en otro tipo de investigaciones muestra que Centroamérica se aleja significativamente de lo esperado por el tipo "ideal" de familia. Las diferentes modalidades de unión se muestran cada vez menos duraderas y estables y contrariamente a lo que se presupone, contraer el vínculo matrimonial legal no aparece como una garantía de la estabilidad familiar. Ni las familias basadas en el matrimonio formal se muestran absolutamente estables, ni son intrínsecamente inestables las clasificadas como uniones de hecho.

Las estadísticas nacionales registran un aumento creciente de la inestabilidad conyugal. Las cifras de Panamá y Costa Rica son muy elocuentes, considerando el peso que en estos dos países tienen las uniones legales, en relación al resto de los países del istmo. De acuerdo al último Censo de Panamá, la tasa de divorcialidad sufre un incremento sustancial. Durante el primer quinquenio de los 80 asciende de 59.8% a 73.8%. En 1989 las estimaciones señalan que de cada 10 mil parejas 82.1 se divorcian. El abandono por parte del marido de los deberes de esposo y padre aparece como una de las causas principales.

En Costa Rica, a pesar de ser el país con la tasa más baja de divorcios, la relación entre nupcialidad y divorcialidad tiende también a inclinarse hacia el divorcio. Mientras en 1975 había 2.2 divorcios por cada 100 matrimonios, en 1991 esa relación era de 15.3.

Uniones que se rompen cíclicamente

La inestabilidad de las uniones se presenta como un fenómeno bastante generalizado también en amplios sectores de las zonas urbanas y rurales de la región. Investigaciones específicas realizadas en Nicaragua y El Salvador revelaron que la inestabilidad de las uniones constituye un rasgo estructural, lo que motivó una serie de estudios de casos en profundidad. Permitieron constatar que la inestabilidad de las uniones, además de ser estructural tiene un carácter cíclico. La trayectoria responde a la lógica de unión ruptura unión ruptura, que se repite de forma reiterada durante el curso de la vida de hombres y mujeres. Otros estudios llevados a cabo en Honduras y El Salvador identificaron el mismo fenómeno.

Sin embargo, hay que tener presentes las importantes diferencias que existen en el comportamiento masculino y femenino, especialmente en relación a la ruptura de la unión. De acuerdo a los testimonios recogidos, son las mujeres las que aparecen estableciendo uniones sucesivas de corta duración, precedidas de rupturas sucesivas hechas efectivas a partir del abandono físico del hombre.

Este ciclo hace que la mujer vea la ruptura como un hecho obvio, a diferencia de la unión que para ella tiene siempre un carácter siempre incierto. Tan es así que las mujeres pueden declararla socialmente utilizando un término que ellas mismas han acuñado: "el me dejó". Evidencian así que son los hombres los que deciden la ruptura. Dadas las pautas que regulan el comportamiento reproductivo de estos sectores, cada unión significa para la mujer nuevos embarazos. Y cada ruptura, hijos de diferentes padres biológicos que crecerán juntos sin la presencia del varón.

Este patrón de inestabilidad estructural y cíclica no ha sido realmente reconocido ni registrado por las estadísticas nacionales ni sectoriales. Por su grado de generalización y por sus implicaciones sería vital comenzar a reconocerlo a la hora de definir las políticas sociales.

Los resultados que arroja la última Encuesta Nacional de Salud Reproductiva de Costa Rica (1994) son un buen llamado de atención sobre el carácter estructural que ha ido adoptando la inestabilidad conyugal. Al medir la duración de la primera unión se encontró que el 12% de las parejas dejan de vivir juntas antes del quinto aniversario. Entre aquellas mujeres que se casaron hace por lo menos 30 años, un 45% de ellas ya no convive con su primer esposo, cifra que en 1976 era menor: el 38%. En relación al fenómeno de uniones múltiples, se observó que entre las mujeres menores de 30 años, la proporción de las que habían tenido uniones sucesivas era de un 10% y de un 14% entre las mayores de esa edad.

La infidelidad masculina

Desde la perspectiva de las mujeres centroamericanas la causa fundamental de la corta duración e inestabilidad de las uniones es la infidelidad de los hombres, considerada como un rasgo estructural de la conducta sexual y afectiva del varón. Desde este enfoque, la inestabilidad conyugal que tiene su origen en la transgresión masculina del patrón monogámico de relaciones conyugales va asociada generalmente con la irresponsabilidad paterna. Ambos factores infidelidad e irresponsabilidad están en la base de la inestabilidad familiar, lo que cuestiona de forma drástica la concepción androcéntrica tan generalizada que atribuye a la incorporación masiva de las mujeres al mercado de trabajo el aumento de la inestabilidad familiar.

Al mismo tiempo, se observa que la violencia y la crisis económica de todo este último período han venido a sumar nuevas y mayores presiones a la vida cotidiana y a las relaciones de las parejas. Estas presiones se derivan en gran parte de la dificultad que muestran los hombres para readaptarse a nuevas circunstancias que implican desde su óptica patriarcal la pérdida del estatus y del poder asignado y adquirido, particularmente en el caso de hombres que tuvieron una activa participación política y militar a causa de la guerra.

Las investigaciones realizadas por FIDEG en Nicaragua (1994) acerca del impacto de la crisis en las familias nicaragüenses muestran un mayor grado de conflicto a nivel de la pareja por el incremento del alcoholismo masculino, justificado como desahogo ante la imposibilidad de encontrar empleo y de acostumbrarse a la vida civil y por los celos crecientes ante el trabajo que las mujeres realizan, con ausencias más prolongadas del hogar. Las investigaciones llevadas a cabo en El Salvador proporcionan una idea del impacto del conflicto y de la crisis económica en la estabilidad de las uniones, observándose un incremento sustantivo en las categorías que significan ruptura del vínculo o desintegración familiar.

Romper la unión = abandonar los hijos

La práctica generalizada de hacer efectiva la ruptura del vínculo conyugal a través del abandono físico ha ido configurando un patrón de ruptura masculino. Este se caracteriza en lo fundamental por ir acompañado de otras conductas como la irresponsabilidad paterna y la expropiación de los bienes y recursos que conforman el patrimonio familiar. Conductas que también son transgresoras de los deberes recíprocos establecidos en las leyes.

Desde la perspectiva masculina, la ruptura del vínculo da licencia para abandonar las responsabilidades con los hijos y para recuperar por la vía de la expropiación los bienes que conforman el patrimonio familiar. Conductas que se legitiman y justifican en la creencia arraigada y naturalizada socialmente de que los hombres son los jefes de la familia y por esto, los dueños de sus bienes y recursos, con derecho a decidir sobre su uso y destino.

En gran medida, estas conductas han sido respaldadas históricamente por las disposiciones contenidas en los Códigos Civiles de la región. Al revisar la legislación vigente en relación al régimen económico del matrimonio y de la unión de hecho, se constata que tiene efectos discriminatorios en contra de las mujeres, puesto que la norma imperante ha llevado a que los bienes se inscriban a nombre del varón. Prueba de esto es que únicamente el 10% de las mujeres centroamericanas son propietarias de los bienes inmuebles registrados en los países del área.

Todo esto ha contribuido a reforzar el patrón de conducta masculina y a la hora de disolverse el matrimonio o la unión de hecho, la mujer resulta despojada de los bienes que los dos adquirieron durante la unión. Se parte de la premisa de que ellas no contribuyen a la creación del patrimonio familiar porque a su trabajo no se le reconoce valor económico.

Toda ruptura sigue siempre una misma trayectoria que aparece descrita en los testimonios de las mujeres de esa inmensa masa que conforman las empobrecidas familias urbanas marginales y rurales: el hombre abandona a la mujer, le quita la casa y la tierra, abandona a los hijos y se los deja a la mujer, pero les quita la ayuda o la pensión.

Muchas rupturas son encubiertas

Diferentes estudios plantean la hipótesis de la existencia de otra modalidad de ruptura de la unión: ésta queda oculta con la finalidad expresa de mantener formalmente unida a la familia, dando la apariencia de que no hay separación, aunque de hecho exista. Se le puede denominar ruptura encubierta o estabilidad aparente. Esta modalidad no está registrada en las estadísticas, pero los diferentes testimonios y relatos de mujeres recopilados en la región permiten inferir que su magnitud puede llegar a ser mayor o igual que la de los indicadores de divorcio y separación.

Es una modalidad que tiene connotaciones e implicaciones sicológicas mucho más graves para las mujeres, que son las que en la práctica soportan este desdoblamiento, esta esquizofrenia entre la vida privada y la vida pública.

Generalmente, este tipo de ruptura está ligada al establecimiento por parte del hombre de relaciones eventuales o permanentes con otras mujeres, con las cuales puede incluso conformar familias paralelas. La separación no se materializa ni se formaliza tanto por convencionalismos sociales como por conveniencias económicas: no dar mal ejemplo a los hijos, temor a la estigmatización social que padece la mujer sola o separada, razones económicas y de vivienda, evitar la condena religiosa de la separación o temor de la mujer al cambio y a la soledad. En estos casos, el hombre puede seguir fungiendo como jefe de la familia y asumir incluso su representación pública.

Para efectos de registro, éstas cada vez más numerosas familias son clasificadas como estables y las parejas no aparecen contabilizadas bajo la categoría de disueltas en los registros de divorcios y separaciones, lo que contribuye a hacer invisibles muchas de las causas estructurales que están en la base de la creciente inestabilidad familiar.


¿Quién es el jefe del hogar?

De acuerdo al tipo de familia "ideal", la organización de las familias debe seguir un modelo patriarcal y jerárquico, organizarse en torno a un jefe hombre que es quien ejerce la autoridad sobre todos los miembros que conforman la familia y viven en el mismo hogar. La categoría jefe de hogar la que utilizan las estadísticas y los registros nacionales reproduce exactamente el sesgo vertical y patriarcal que está implícito en este concepto.

La revisión de las definiciones de jefatura de hogar más utilizadas en los registros nacionales, incluida la que da el Diccionario Multilingüe de la Organización de las Naciones Unidas muestra que todas ellas contemplan por lo menos uno de estos elementos para establecer quién es jefe del hogar: 1) la persona reconocida como tal por el resto de los miembros, 2) la persona que aporta la mayor parte del ingreso familiar, 3) la que toma decisiones, 4) la que ejerce autoridad sobre los miembros de la familia o del hogar, 5) la que permanece en el hogar.

Uno de los patrones de estructuración y organización que en Centroamérica ha sufrido sin duda cambios drásticos es el de jefatura de hogar. La figura del hombre como principal proveedor y responsable de la manutención del hogar ha sido la columna vertebral de la identidad masculina y del patrón cultural que ha regido históricamente las obligaciones y deberes de los cónyuges y que ha sido consignado y reglamentado en los Códigos Civiles, Constituciones Políticas y hasta en los actuales Códigos de Familia. Pero las estadísticas regionales muestran una tendencia al aumento creciente de hogares con jefatura femenina. En Costa Rica, el incremento fue del orden del 150% entre 1973 y 1992. Las proporciones más elevadas de hogares con jefatura femenina se registran en El Salvador (27%) y Nicaragua (24%).

Reestimaciones realizadas en los años 90 elevan aún más estas cifras. En Guatemala, se calcula que el total de hogares con jefatura femenina es de un 46.6%, lo que en términos absolutos equivalía a unos 751 mil hogares. En Nicaragua, la Encuesta de Nivel de Vida de 1993 muestra que de un total de 600 mil hogares que existían en el país ese año, el 28% tenía una mujer como jefa de familia. Existe una tendencia creciente a la feminización de la jefatura de hogar. El fenómeno tiende a ser más urbano que rural, prevaleciendo el estatus civil de solteras, separadas y abandonadas en las jefas de hogares urbanos y el de viudas o abandonadas en las jefas rurales. En todos los países de la región el peso de los hogares con jefatura femenina es mayor en las zonas urbanas: el 37% en Nicaragua, el 31% en El Salvador, el 27% en Honduras y el 24% en Costa Rica. La proporción es mayor aún en algunas áreas metropolitanas: en el distrito de San Miguelito, en ciudad Panamá, los hogares jefeados por mujeres llegan al 40%.

La categoría de jefe de hogar tiene una clara connotación patriarcal, expresada en el origen mismo de esta realidad. El estatus de jefe de hogar es asignado socialmente: se le atribuye a los hombres en virtud de su condición genérica, independientemente del hecho de estar o no cumpliendo con las obligaciones que esa jefatura implica.

En cambio, las mujeres sólo adquieren el estatus de jefa de hogar en ausencia del marido o compañero. Son jefas sólo en los casos en que se presenta una situación de fuerza mayor que impide al hombre ejercer la jefatura. Así, el reconocimiento de las mujeres como jefas de hogar no está necesariamente ligado a que en la realidad desempeñe las funciones y obligaciones tradicionales de la jefatura de hogar. Es una jefatura condicionada: tiene que darse la ausencia de la figura masculina.

Este sesgo patriarcal no sólo presenta problemas para el reconocimiento de las mujeres como jefas de familia, sino también hace que las propias mujeres no se reconozcan como tales cuando están desempeñando ese papel. Al estar condicionada la jefatura femenina a la ausencia física de la figura masculina, ésta tiene un carácter absolutamente circunstancial. Basta que aparezca una figura masculina adulta en el hogar: hijo mayor, yerno, padre, suegro, cuñado, etc., para que la mujer no sea reconocida como jefa ni se reconozca ella misma como tal. Aunque esté de hecho actuando como jefa de hogar sosteniendo económicamente el hogar , se tiende a identificar cualquier figura masculina presente como jefe de esa familia.

Jefas de hogar cada cierto tiempo

El peso que tiene el patrón masculino de relaciones hace que en una vasta y amplia gama de familias urbanas y rurales las mujeres se conviertan cíclicamente en jefas de hogar. Lo son después de cada ruptura por ausencia del hombre, pero pierden de forma cíclica este estatus después de cada nueva unión en la que vuelve a aparecer la figura masculina.

Si las rupturas cíclicas y el abandono son características estructurales en una amplia gama de familias, la jefatura de hogar femenina necesariamente tiene también este mismo carácter cíclico. Esto significa que una proporción incalculable de mujeres centroamericanas asumirán este rol varias veces durante el curso de sus vidas. En la práctica cotidiana, las mujeres constituyen así una especie de ejército de reserva invisible, siempre listas y dispuestas a tomar el lugar de jefe de hogar que el hombre deja por cualquier razón o circunstancia y siempre listas a regresar a su estatus de ama de casa al momento que una figura masculina retoma el lugar y la posición de jefe de familia.

El mandato social y moral que pesa sobre las mujeres, derivado de su función "sagrada" de madres, es lo que está en la base del eficaz funcionamiento de este ejército de reserva y del carácter estructural que tiene la jefatura de hogar femenina. Las mujeres no tienen licencia para dejar de cumplir las funciones de asegurar el mantenimiento de los hijos, ni para dejar de asumir esa función cuando los hombres deciden interrumpirla o abandonarla.

Mujeres: padres y madres

Desde la perspectiva de las mujeres, la irresponsabilidad paterna y el abandono constituyen los factores fundamentales que las llevan a asumir el papel de jefa de hogar. De "padre y madre", como dicen ellas, indicando que ser jefa de hogar significa pasar a asumir obligaciones que le corresponden a los hombres, sin dejar de cumplir las que le han sido asignadas en su calidad de mujeres y madres.

Los fenómenos macroeconómicos y políticos que han marcado a Centroamérica en los últimos años han contribuido a profundizar la tendencia hacia la feminización de la jefatura de hogar. La migración desproporcionada hacia las ciudades, la desintegración familiar por migraciones internas o externas y la incapacidad o irresponsabilidad del hombre para cumplir con sus obligaciones de esposo y padre han influido de manera determinante en elevar la proporción de hogares jefeados por mujeres en el área urbana.

La violencia sociopolítica, causante de viudez y desarraigo, convirtió a un gran número de mujeres rurales en jefas de hogar. El caso de Guatemala es, sin duda, uno de los ejemplos más dramáticos. Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas, la proporción de mujeres viudas pasó de 8% en 1981 a 9.6% en 1987. Del total de las mujeres que se declararon jefas de familia en el área rural, la mitad había asumido esa jefatura al quedar viudas a causa de la violencia política. En El Salvador en 1992, un 80% de las familias desarraigadas tenía a mujeres como jefas de familia por razones de viudez o por abandono por parte del hombre.

Más responsables, más pobres

El 85 97% de las mujeres centroamericanas que son jefas de familia se declaran sin pareja. Los hombres jefes de familia, en cambio, tienen mayoritariamente pareja. Diversos estudios realizados en Nicaragua, Honduras y Costa Rica ratifican la tendencia al predominio de la jefatura femenina en las familias extensas y de la jefatura masculina en las familias nucleares. A ello se suma el hecho de que la mayoría de las mujeres jefas de hogar ejercen esta función no sólo sin pareja conviviente, sino con hijos o familiares dependientes a su cargo. En Nicaragua esta cifra se eleva al 85%. En cambio, los hombres jefes de hogar sin pareja no tienen en general otros hijos dependientes a su cargo.

De acuerdo a la Encuesta de Nivel de Vida de Nicaragua (1993), en los hogares con jefatura femenina no sólo hay un mayor número de hijos, sino también una mayor presencia de otros familiares: madres/abuelas, padre/anciano, inválidos. Los hijos representan el 61% del total de miembros de estas familias, mientras que en los hogares con jefatura masculina, este porcentaje es del 45%. Nietos: 12% contra un 9%. Padres/suegros, hermanos/cuñados: 5%, mientras que en los hogares con jefatura masculina representaban sólo el 2%.

Mujeres: desventajas en todo

Las estadísticas revelan también la existencia de condiciones diferentes para las mujeres jefas de hogar en relación a los hombres jefes de hogar en lo que respecta a la participación económica y a las posibilidades de obtener un ingreso que les permita sostener el hogar. Las tasas de participación económica resultan extremadamente diferentes. El último Censo de Honduras (1988) registra una tasa de participación económica de las mujeres jefas de apenas 33.6% en relación a un 96.2% en el caso de los hombres jefes, siendo mayor la participación económica de las jefas de hogares urbanos (44%) en relación a las jefas de hogares rurales (21.6%).

Estas mujeres jefas de hogares urbanos han tenido prácticamente como única alternativa de empleo el sector informal urbano. En el caso de Ciudad Guatemala, el 34% de las mujeres insertas en el sector informal son jefas de hogar. En El Salvador, la mayoría de mujeres jefas de hogar (81%) del universo de hogares pobres sobrevive en el sector informal urbano. El 33% se ubica en el área metropolitana de San Salvador.

Al igual que el resto de la población femenina económicamente activa, las mujeres jefas de hogar urbanas sólo han tenido acceso a ocupaciones de baja productividad, especialmente en la categoría de trabajos "por cuenta propia" vendedoras ambulantes, empleadas domésticas , con excepción de Panamá y Costa Rica, donde encuentran mayores posibilidades de obtener un empleo como asalariadas. La precariedad de las ocupaciones y la inestabilidad del ingreso de las mujeres jefas de hogar contribuye a la pauperización de estos hogares.

Las mujeres rurales jefas de hogar enfrentan serias dificultades para acceder a tierra y crédito. La evaluación de la Reforma Agraria de El Salvador muestra que del total de mujeres jefas de hogar, la Reforma Agraria benefició únicamente al 45% de ellas. En cambio, el 86% de los hombres jefes de hogar fueron beneficiados con tierra y crédito. Esta desigual situación se repite en el caso de las mujeres desplazadas que son jefas de hogar. El 80% de las familias desplazadas tienen una mujer como jefa de familia. La mayoría no tiene tierra ni recursos para producir, y no fueron contempladas estas necesidades en los acuerdos de paz.

En toda la región se observa una relación positiva entre tasas de participación económica de las mujeres y nivel de instrucción de las mismas. Pero en los sectores más empobrecidos las mujeres jefas de hogar tienen un nivel mínimo de instrucción, incluso mucho más bajo que el de los hombres jefes, lo que significa un obstáculo mayor para acceder a mejores empleos e ingresos. Los datos de Honduras muestran que el 87% de las jefas de hogar urbanas declaradas inactivas no tenían ningún nivel de instrucción o la primaria incompleta, cifra que se eleva al 98.7% en el caso de las mujeres jefas de hogares rurales. En los hogares en situación de extrema pobreza de Nicaragua, las diferencias en los niveles de analfabetismo entre jefas y jefes de hogar eran significativas: el 14% de las mujeres jefas eran analfabetas y el 11% en el caso de los hombres.

En un contexto en el que persisten los estereotipos de la cultura patriarcal, persisten también las condiciones adversas y desiguales en las que se desarrolla la jefatura de casi más de un tercio de los hogares centroamericanos, encabezados hoy por mujeres. Sin embargo, los planificadores continúan definiendo las políticas públicas y asignando recursos bajo el supuesto de que el hombre es el jefe de la familia. O asumiendo, desde una concepción claramente androcéntrica, que los hogares jefeados por mujeres son pobres y vulnerables precisamente por eso: por tener una mujer como jefa de familia.

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