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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 255 | Junio 2003

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Cuba

La gobernabilidad en la transición incierta de Cuba

Cuba está de nuevo en el centro del debate en América Latina y en el mundo. Son muchos los análisis que obvian las características de la transición que Cuba vive desde hace más de una década. Datos de esa incierta transición explican mejor que nada lo qué está ocurriendo, lo ocurrido en marzo y abril, y lo que puede ocurrir.

Haroldo Dilla Alfonso

Este escrito abunda más en preguntas que en respuestas. Incluso cuando afirmo algo, lo que intento es proponer hipótesis que sirvan para una meditación más exhaustiva sobre la actual situación cubana, sus múltiples paradojas y sus fascinantes interrogantes. No posee la dudosa virtud del discurso seguro. Tampoco es un ensayo ideológicamente neutro. La evaluación crítica que expone parte de una aspiración socialista que no se identifica con prácticas específicas de la Revolución Cubana ni con los reclamos del discurso oficial y de sus intelectuales auxiliares.

Aquí el socialismo es previsto como una meta de equidad social, desarrollo sostenible en términos ambientales, democracia política y un respeto irrestricto a los derechos civiles y políticos que validan la ciudadanía. En palabras del marxismo clásico, una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos (Marx y Engels, 1876).

El texto aparece dividido en cuatro partes. En la primera, algunas definiciones funcionales imprescindibles. La segunda intenta en breve espacio explicar cuáles han sido las bases históricas de la gobernabilidad revolucionaria en Cuba. La tercera analiza los cambios producidos en términos sociales y políticos como consecuencia de la crisis y de la recomposición del modelo de acumulación. La cuarta desliza algunas interpretaciones sobre el contenido de las políticas gubernamentales y sus incidencias en el futuro inmediato.

DOS PALABRAS CLAVE

El título de este texto contiene al menos dos palabras -gobernabilidad y transición- que han merodeado por igual los más sofisticados cuerpos teóricos y los más profanos discursos políticos, lo que ha repercutido en una flexibilidad de usos que siempre merece algunas aclaraciones. Siendo imposible, por razones de espacio, producir aquí una discusión más acabada sobre sus significados, explicaré mis propias definiciones funcionales.

El término gobernabilidad es uno de los más contradictorios del léxico politológico contemporáneo. Inicialmente, tal y como fue estampado por la sociología conservadora en los años 60, la gobernabilidad aparecía inequívocamente como una relación de poder entre gobernantes y gobernados, que en condiciones óptimas, garantiza que los gobernados actúen según las normas y procedimientos formalmente consagrados. Se trataría de una situación relativa e inestable de equilibrio entre las demandas sociales diversas y las capacidades de procesamiento institucional de un sistema político, lo que no se limita a las acciones administrativas y de políticas públicas positivas, sino también a las capacidades de respuestas negativas (obliteración o represión de demandas) y de producción ideológica-cultural e informativa.

La discusión sobre este término y sus limitaciones para abarcar una noción más amplia del arte del gobierno, conllevó a su sustitución en la politología anglosajona por otro -governance- que daba cuenta de otros factores como la calidad de las políticas públicas en relación con el bienestar general, la democracia, el medio ambiente, etc. La carencia de un sustituto similar en castellano ha producido una revisión del término gobernabilidad, por lo que frecuentemente pareciera como si se estuviera hablando de una misma cosa y en realidad se habla de cosas diferentes.

GOBERNABILIDAD: UNA RELACIÓN DE PODER

Usaré gobernabilidad remitido a la primera definición: como una relación de poder. Aun cuando reconozco que esa gobernabilidad se obtiene finalmente mediante pactos, alianzas y acuerdos que operan en la esfera política in strictu sensus, su viabilidad está condicionada en términos sistémicos por una serie de factores.

El primero de ellos es sin lugar a dudas la existencia de un patrón de acumulación capaz de satisfacer no sólo los requerimientos del capital, sino toda la reproducción material de la sociedad, y en esa medida, también producir movilidad social ascendente, o al menos, generar expectativas creíbles al respecto en sectores significativos de la población subordinada. Otro, no menos relevante es el funcionamiento de mecanismos eficientes de control social y político (instituciones, normas y procedimientos) capaces de administrar tanto la inclusión como la exclusión.

Por último, todo esquema de gobernabilidad requiere de una producción ideológica y cultural que explique la existencia de un interés general y legitime las instituciones públicas que le encarnan. En resumen, un continuo sistémico capaz de establecer los filtros (afirmativos, represivos-coactivos o ideológicos) para procesar las demandas y controlar las inclusiones y exclusiones en función de la legitimidad del sistema y de la protección de la acumulación. Vista de esta manera, la gobernabilidad puede ser considerada como el reflejo en el ámbito estrictamente político de la hegemonía-dominación (en términos gramscianos), y por consiguiente estaría fuertemente condicionada por el predominio del consenso entre los sectores sociopolíticos dominantes (capaces de articular una “dirección ético-política”) y del consentimiento de los dominados.

ÚNICA “TRANSICIÓN” EN CUBA: HACIA EL CAPITALISMO

¿Qué sentido tiene el término transición en la Cuba actual? La revolución cubana iniciada en 1959 fue una revolución marcada por tres metas muy claras: el desarrollo económico, la justicia social y la autodeterminación nacional. De ahí sus rasgos socialistas y su natural adscripción al campo este-europeo y en la medida en que era el bloque mundial más proclive a ofrecerle un espacio de protección sin alterar sus metas básicas. Durante los años 60, y en la medida en que avanzaba el proceso de socialización, fue una revolución fuertemente orientada al socialismo, siempre acotada por el subdesarrollo de la sociedad cubana y por las amenazas de agresión externa.

A partir de los años 70, con la inserción al bloque soviético, el proceso de socialización se congeló definitivamente y la revolución quedó constreñida a un proceso de modernización e independencia nacional con fuertes rasgos socialistas en las esferas de la distribución y el consumo. No fue, sin embargo, una revolución socialista -y por consiguiente tampoco lo fue su modelo político resultante- en la misma medida en que fue insuficiente para promover una auténtica alternativa viable anticapitalista. Ello explica que, junto a rasgos altamente positivos en el campo social o en su política internacional, la sociedad cubana se haya caracterizado por rasgos autoritarios y de intolerancia francamente deplorables, exacerbados pero no justificados por la agresividad norteamericana, y que acerca su estilo político más al caudillismo latinoamericano que a las extintas gerontocracias “socialistas” soviéticas.

La carencia de un “modelo propio” al cual referir la realidad social cubana explica los zigzagueos del discurso oficial en los últimos cuarenta años cuando se trata de definir al propio sistema cubano, sea en identificación con algún modelo externo -como sucedió con la URSS- o sea en contraposición a cualquier modelo externo, como sucedió en los años 60 y sucede en la actualidad. También explica las especulaciones vergonzantes de la sociología cubana, que recurre a sofismas como la transición al socialismo alternativo posible (Espina 2000) o como al menos imaginativo proceso de reordenamiento y transición socialista preconizado por Hernández (1998).

Teniendo en cuenta todo esto, la única dirección reconocible de lo que pudiéramos llamar una transición en Cuba es hacia el capitalismo. No lo hace, sin embargo, de manera lineal, ni como una simple vuelta a un punto de partida que las franjas derechistas de la oposición interna y de la emigración fijan en la realidad que existía en 1958, idealizada por ellas. La revolución cubana ha producido un proceso inusitado de movilidad social, de socialización de valores, ha acumulado procesos participativos y ha establecido anclajes institucionales que serán activos valiosos en cualquier escenario futuro. Y que no sólo pudieran permitir al país un mejor aprovechamiento del entorno económico mundial a partir de innegables ventajas competitivas sistémicas, sino también actuar como reservorios de un capital político y social para la formulación de alternativas anticapitalistas en el futuro.

RECURSOS DE LA GOBERNABILIDAD: UNA EXCEPCIONAL SOBERANÍA EXTERNA

Desde 1959 y durante tres décadas, la clase política revolucionaria contó con recursos políticos excepcionales. Tuvo a su favor una dinámica óptima de cuotas de soberanía “externa” e “interna”. En el primer sentido, la ruptura con Estados Unidos -aún con todos sus riesgos militares, económicos y políticos- significó la erradicación del principal factor histórico de coacción de la soberanía nacional y al mismo tiempo alimentó el consenso político emergente con justificadas motivaciones nacionalistas. Ciertamente implicó, en función de la supervivencia político militar del proceso, la alianza con la Unión Soviética. Posteriormente, la inserción orgánica al bloque este-europeo, y en consecuencia, también el sacrificio de los rasgos más lozanos de la revolución.

Dejando esta última consideración a un lado, habría que reconocer que la Unión Soviética era una potencia tan distante como extraña, y que en términos de puro realismo político se trataba de una alianza que arrojaba muchas más ventajas que desventajas. Cuba recibió cuantiosos recursos de todo tipo que le permitieron desarrollar una briosa política social, una proyección internacional descomunal en relación con la verdadera dimensión política de la isla y enfrentar exitosamente la amenaza americana. Sin lugar a dudas, el Estado nacional cubano fue desde entonces mucho más autónomo en términos geopolíticos que lo que nunca lo había sido antes, y con seguridad que lo que nunca lo será en el futuro.

ENORMES CUOTAS DE SOBERANÍA INTERNA: DOS CONDICIONES EXCEPCIONALES

El dato más relevante para los fines de nuestro análisis es que la clase política contó con un grado de autonomía interna que han tenido pocos regímenes políticos en el continente y que estaba apoyada en dos condiciones sui generis. La primera de ellas era una abrumadora asimetría de capacidades políticas entre gobernantes y gobernados. No debemos olvidar que la dinámica del proceso revolucionario había generado no solamente la emigración de la burguesía, sino también de buena parte de los profesionales de las clases medias y de los intelectuales, y en términos políticos había liquidado no solamente a la derecha, sino también a la izquierda moderada.

La sociedad insular resultante era un cuerpo social en proceso de recomposición y por consiguiente caracterizado por un bajo nivel de universalización y reflexividad social. Sorprendidas ante un falso pero creíble dilema de un sistema social justo y equitativo o un régimen político garante de los derechos civiles y políticos y del funcionamiento democrático, las masas populares optaron por la primera variante. La aversión -o cuando menos indiferencia- de la población cubana a una restauración democrático-liberal fue una constante que hallaron reiteradamente los principales estudios sociológicos y antropológicos llevados a cabo durante los años 60 y los primeros años 70 por figuras como Maurice Zeitling, Paul Sweezy, Oscar Lewis, Martha Harnecker, etc.

Las insuficiencias de las nuevas clases sociales en el poder se expresaban no sólo en las incapacidades para operar eficientemente la economía insular -como lo reflejaba la angustia expresa de Ernesto Guevara en sus años cubanos- sino también para producir las bases de un orden político democrático superior. El resultado no pudo ser otro que una muy alta concentración de la autoridad política -uso aquí autoridad en un sentido absolutamente weberiano- y un radicalismo voluntarista que la hostilidad norteamericana y el aislamiento regional se encargaron de atizar.

La segunda de esas condiciones era la posesión por el Estado de un estatus cuasi monopólico en la asignación de recursos, la producción ideológico-cultural y la regulación sociopolítica. En la esfera económica, la asignación y propiedad estatales predominaron de manera abrumadora con la limitación del mercado a usos funcionales muy estrictos y el constreñimiento de la propiedad privada a unos pocos guettos económicos.

El arribo de los subsidios soviéticos determinó una peligrosa pero muy cómoda situación política en la que la reproducción material de la sociedad dependía menos de factores económicos básicos, como la productividad o la eficiencia, que de las relaciones políticas con el bloque soviético. Su forma institucional más destacada fue la promulgación de planes de desarrollo severamente centralizados, voluntaristas y burocratizados donde había muy poco espacio para el debate de alternativas.

UNA IDEOLOGÍA DE ALTA CREDIBILIDAD Y UNA CONSTANTE MOVILIZACIÓN POPULAR

Al mismo tiempo, el Estado fue capaz de producir ideología de alta credibilidad sin competidores medianamente eficientes. La producción ideológica revolucionaria pudo fácilmente sortear los retos de las interpelaciones de “lo bueno”, “lo existente” y “lo posible” y presentar al nuevo régimen enrolado en una marcha teleológica cuyo plano discursivo era congruente con una matriz material de crecimiento económico, distribución equitativa y seguridad nacional.

Los núcleos duros del discurso ideológico reforzaban una situación de fusión de la potestad y de la autoridad de los nuevos dirigentes, y tendían a presentar el curso normal de los acontecimientos como un resultado del quehacer de las leyes universales de la historia. Las políticas aparecían ante las personas comunes como productos de la propia comunidad social y por consiguiente inapelables, al tiempo que se les hacía muy difícil percibir la fragilidad moral de la ley positiva. La obligación política que todo régimen supone era realizada como una obligación autoasumida.

Por último, los dirigentes cubanos entendieron la necesidad de producir un encuadramiento de sus bases sociales que les permitiera una rápida y efectiva movilización popular ante cualquier peligro de agresión externa, de desestabilización interna o simplemente para encarar tareas económicas y sociales de carácter masivo. Esto se logró inicialmente mediante las llamadas organizaciones sociales y de masas -concebidas como las típicas correas de transmisión entre el Partido y la sociedad- y a partir de 1976, con el establecimiento del sistema municipal, de un programa de reuniones y asambleas barriales que permitía al estado cubano, a pesar de su alta centralización, permanecer abierto a los flujos de demandas y recibir información efectiva para el trazado de políticas públicas en función de sus bases sociales.

RELACIONES PATERNALISTAS-CLIENTELISTAS Y UNA UTOPÍA SUBSIDIADA

En resumen, la gobernabilidad revolucionaria se basó en una alianza social asimétrica entre una clase política extremadamente poderosa y los sectores populares en proceso de recomposición. Durante décadas, esta relación funcionó eficazmente. Los sectores populares eran beneficiados con políticas sociales sustanciales, un consumo personal notablemente equitativo y expectativas reales de movilidad social ascendente. A cambio, se le pedía una lealtad sin fisuras hacia una clase política que organizaba el bien común, la defensa nacional y que, aún cuando gozaba de un estatus privilegiado en términos de consumo, no marcaba una brecha insultante respecto a la mayoría de la población. Debe anotarse que aunque esta relación política argumentaba a favor de la unidad de toda la población, tal unidad sólo se conseguía en el top de la clase política, pues la fragmentación sociopolítica era precisamente una condición para la administración de la gobernabilidad. Esto era visible, por ejemplo, en los esquemas de participación que funcionaron en ese período.

De aquí se configuraba una relación paternalista-clientelista permanentemente asediada por la propia movilidad social que el sistema generaba. Y por consiguiente, era un esquema de gobernabilidad asentado sobre bases frágiles que comenzaron a resquebrajarse desde mediados de los años 80 y mostró toda su debilidad cuando desde 1990 se perdieron los apoyos externos que facilitaban esta suerte de utopía subsidiada.

EL PROBLEMA CARDINAL: LA EROSIÓN DE LAS ALIANZAS TRADICIONALES

El problema cardinal que enfrenta la dirigencia política cubana desde los años 90 es cómo prevenir el resquebrajamiento de la alianza social del proyecto revolucionario y, en consecuencia, como revertir la tendencia al estrechamiento de sus bases sociales y en particular, de las franjas de consenso activo. El problema es hacerlo sin afectar sustancialmente su condición de administrador cuasi-monopólico de la reproducción social, y solamente ceder cuotas de autoridad allí donde esa cesión es redituada inequívocamente en función de la continuidad del proyecto de poder político.

Es este el caso, por ejemplo, de la relación con el capital extranjero y sus asociados nativos o de la promulgación de políticas preferenciales en materia migratoria, de ingresos, de acceso a la información, etc, para determinados sectores -la tecnocracia ligada al capital extranjero o la élite artística e intelectual-, lo que ciertamente ha pasado a ser una aberrante situación de fragmentación, distribución inequitativa y administración discrecional de los derechos ciudadanos por parte del Estado cubano a cambio de lealtad política.

Es una realidad difícil de entender apelando a los patrones estándares de la racionalidad política. Es una dinámica extraña que combina al discurso antiimperialista más estoico con el protagonismo de una verdadera horda de negociantes de toda índole -a los que una vez el Presidente cubano llamara en un exceso retórico los burgueses solidarios-; que somete a la población cubana a una incesante y costosa movilización política sin que pueda percibirse una efectividad de esas acciones respecto a sus fines declarados; que reclama con total justicia el derecho de los cubanos a disentir del pensamiento único neoliberal al mismo tiempo que niega ese derecho a la gente común en relación con el pensamiento único oficial, o que en un escenario de carencia dramática de recursos, incrementa los gastos destinados a convertir a los habitantes de la isla en las personas más cultas del planeta.

Sin embargo, si no tomamos a las personas por sus palabras -recordando aquel consejo de Marx a los economistas de su época-, estas acciones poseen una racionalidad política no declarada y mucho más trascendental para los fines de la gobernabilidad que rescatar con movilizaciones populares y con discurso al niño Elián González de sus parientes de Miami o lograr que los cubanos comunes y corrientes lean más asiduamente a Marcel Proust.

CON LA CRISIS: EXTENSIÓN DE LA POBREZA Y AUGE DE LAS OPINIONES

Lo que la crisis, y sobre todo la reforma económica, pusieron sobre el tapete fue algo más que la contracción del excedente económico o la aceptación de dinámicas sociales poco deseables. Fue la alteración de un esquema de gobernabilidad que dependía de la cantidad y calidad de los “bienes políticos intercambiables” en manos del Estado y en sus relaciones con el cuerpo social.

Es un hecho real que la crisis ha provocado un constreñimiento de recursos, y por consiguiente, ha incidido en la extensión de la pobreza y el subconsumo a una parte significativa de la población cubana, aunque ello no se traduzca necesariamente en los niveles de exclusión social que se viven en América Latina ni adquiera los ribetes de pobreza extrema del continente.

Es innegable que esta realidad no sólo ha incrementado la desmovilización política debido al lógico descontento que genera el empobrecimiento, sino que también contribuyó decisivamente a resaltar las identidades particulares de los sujetos que habían madurado y se habían beneficiado de la movilidad social revolucionaria. Y en especial, cuando la clase política, sumida en su propio estupor, toleró la emergencia de espacios relativamente autónomos de organización y opinión, la sociedad cubana fue cruzada por un clima inédito de debate donde cada uno, a su manera, trató de ajustar cuentas con un pasado que a esas alturas parecía irreconocible, a la vez que imaginar el mejor de los mundos posibles. La cuestión de la emergencia en Cuba de un sujeto social capacitado, complejo y diverso merece una consideración mayor de lo que se ha hecho en los estudios cubanológicos de cualquier signo o ideología. Valga sólo anotar que éste ha sido, sin lugar a dudas, el principal logro de la revolución cubana.

LA CRISIS HACE EMERGER EL MERCADO Y HACE SURGIR UN NUEVO ESTAMENTO

Pero más relevante que la crisis en sí -y por tanto, menos coyuntural y más sistémico-, es el dato de que el esquema emergente de acumulación orientado a la inserción de la economía nacional en la economía mundial capitalista, con las exigencias hacia el plano nacional que esto implica, impide la reproducción de las condiciones de relativa prosperidad equitativa proveídas por el Estado durante muchos años, que fueron las que fundamentaron el esquema de gobernabilidad.

No es casual que aunque la economía cubana haya estado creciendo desde 1995, este crecimiento no haya logrado afectar positivamente y de manera significativa los índices de consumo, y que las mejorías reportadas están posiblemente más influidas por factores externos -como es el caso de las remesas familiares- que por las asignaciones estatales. En un estudio realizado por un equipo dirigido por mí en un municipio cubano pude constatar que las ventas de los productos de la canasta subsidiada experimentaron su mayor disminución entre los años 1996 y 1998 (cerca de un 50%) y habían permanecido estáticas desde entonces hasta el año 2000. Aunque existen diferencias regionales en los esquemas de distribución de los productos subsidiados por la “libreta”, no existen razones para pensar que se trate de una excepción.

El modelo de acumulación emergente impone, además, otras condiciones sociales, como es el hecho de que millones de personas comienzan a reproducir sus vidas prescindiendo parcialmente de los servicios estatales, y sobre todo que comienzan a creer -seguramente con un excesivo o ingenuo optimismo- que pudieran obtener una vida de más calidad si el Estado se abstuviera de una intervención que hoy les parece excesiva.

Como es usual en el modus operandi del mercado, se trata de una diversidad de actores que incluye a decenas de miles de microempresarios -urbanos y rurales-, a cientos de miles de cooperativistas, a millones de personas que dependen para su sobrevivencia de remesas de familiares emigrados, a un sector más reducido de gerentes de empresas nacionales descentralizadas o mixtas, a integrantes de la élite intelectual y a actores mercantiles privados que han logrado en ocasiones atesorar sumas considerables de dinero y eventualmente de capital.

Más allá de que todas estas personas comparten el paradigma mercantil, entre ellas existen distinciones. Porque mientras la abrumadora mayoría apenas logra una sobrevivencia más holgada, las franjas superiores se constituyen en lo que he denominado un incipiente estamento tecnocrático-empresarial.

HA APARECIDO EN EL ESCENARIO CUBANO UN NUEVO Y SINGULAR ACTOR SOCIAL

El surgimiento de este estamento es probablemente el dato más relevante de la historia social cubana del último decenio. No existen estudios sobre el tema y difícilmente puedan hacerse en el actual contexto. Pero es perfectamente conocido que unos centenares de cubanos poseen una cantidad muy alta de los depósitos bancarios. Los datos son escasos pero sugerentes. Hacia 1996, por ejemplo, los informes del Banco Nacional de Cuba reportaban que el 13% de las cuentas bancarias acaparaban el 85% de los ahorros. Sólo dos años antes, la misma proporción de ahorristas sólo controlaba el 77%. Un estudio realizado sobre la base de una encuesta de hogares reportaba que mientras el quintil inferior de la población se conformaba con el 7% del ingreso, el quintil superior disfrutaba del 58%, y el coeficiente de Gini arrojaba un índice de 38, con una muy discreta mejoría en la segunda mitad de los años 90. Aun si este dato fuera al menos aproximadamente fiable, la sociedad cubana continuaba siendo la más igualitaria de América Latina en términos de ingresos o consumo individual. Sin embargo, era ya tanto más desigual que algunas sociedades capitalistas, desarrolladas y subdesarrolladas.

Es perfectamente conocido que muchos de los centenares de cubanos con una situación privilegiada son en realidad copropietarios -o simplemente propietarios- de las firmas extranjeras de las que supuestamente son empleados o que operan negocios en el área del turismo que desbordan con mucho las estrechas limitaciones impuestas a las microempresas. Y que lo hacen con una impunidad político-legal totalmente incompatible con el clima ideológico imperante en la isla, a menos que se admita la existencia de un estanco muy selectivo de permisividad por parte del gobierno cubano.

En la misma medida en que este sector proviene fundamentalmente de la clase política y se ha formado de sus políticas en curso, no resulta contestatario, e incluso pudiera afirmarse, que en su paulatina consolidación como clase, presiente que el mantenimiento del actual status quo le protege de competidores superiores que pudieran hacer su aparición en un escenario de mayor apertura económica. En el actual status quo se sienten más seguros: todo el capital transnacional asentado en la isla es afectado por una relación biunívoca con la clase política, que le ofrece protección para su desarrollo y condiciones para la acumulación a cambio de excedentes económicos imprescindibles para la reproducción del proyecto de poder.

La singularidad de este nuevo actor social en el escenario cubano es que por primera vez el apoyo principal de este actor proviene de su vinculación al mercado mundial, goza de una alta capacidad de producción ideológico-cultural y posee una dinámica expansiva y absorbente respecto a la clase política tradicional. Y aun cuando de forma diferida, posee también una representación política propia en las más altas instancias de tomas de decisiones. Por razones obvias, se proyecta hacia el futuro como un bloque social hegemónico.

ESTADO: RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TAMBIÉN IRRACIONALIDAD E INERCIA

Esta creciente diversificación y estratificación de la sociedad cubana es un dato básico incidente en la gobernabilidad, en sus formas y métodos y en el complejo lugar del Estado en todo ello. El Estado cubano ha adoptado una posición firme en defensa del consumo social de la población, lo que ha atenuado los efectos del empobrecimiento y evitado en buena medida la exclusión. Con ello, el Estado cubano ha retenido un principio básico de todo Estado: su compromiso universal con la prosperidad social, cuestión muy relevante en un contexto internacional de renuncias a este principio insoslayable del quehacer público.

De igual manera, el Estado ha defendido la factibilidad de su rol como propietario y proveedor directo de bienes y servicios, otro elemento loable en el marasmo de retórica antiestatista que predomina hoy en la política mundial. Todo ello supone costos y tensiones adicionales para el Estado cubano -en términos fiscales, administrativos, etc.- pero es un tipo de costo inseparable de una gestión responsable por el bien común.

Sin embargo, esta voluntad positiva pierde eficacia y credibilidad cuando es subsumida en una aspiración de control burocrático que penetra cada intersticio de la vida cotidiana. Por consiguiente, el Estado asume una cantidad abrumadora de demandas que sólo puede satisfacer precariamente al precio de la irracionalidad económica y política. Y al mismo tiempo, oblitera el despliegue de iniciativas individuales, coacta los espacios de libertad y tolerancia y limita la calidad de la participación democrática.

Al renunciar a producir una reforma sistémica que, aún estableciendo candados preventivos de la injerencia norteamericana y garantes de las conquistas sociales, ampliara los espacios de actividad económica individual y cooperativa y del debate público e inclusión política de la diversidad social existente, la dirigencia cubana ha optado por una simple práctica agregativa compatible con su inercia política. Con esta agregación intenta dar respuesta tanto a las exigencias de la acumulación -y la necesaria inclusión del sector tecnocrático empresarial emergente- como a las demandas sociales.

EL ESTRECHAMIENTO DE LAS BASES SOCIALES: ¿QUÉ SIGNIFICA SER “REVOLUCIONARIO”?

En 1994, justamente en el año en que más dura resultaba la vida cotidiana y cuando se produjo la crisis de los balseros, la reputada firma encuestadora Gallup realizó una encuesta en las calles cubanas que preguntaba a los entrevistados su adscripción a una lista de posiciones políticas. El resultado fue que un 48% se auto calificaba de revolucionarios, un 11% como comunistas y otro tanto como socialistas, mientras que solo un 23% se consideraba opuestos al sistema. Datos concluyentes: sólo una minoría mantenía un estado de ánimo antisistema. No quedaba clara la distinción que pueda hacer un cubano común entre ser revolucionario, socialista o comunista. Probablemente los dos últimos términos sean indistinguibles en términos ideológicos, y expresan un sector de compromiso firme con el sistema. Pero habría que reconocer que la preferencia mayoritaria por el término revolucionario ofrece al menos un resquicio de dudas, sobre todo cuando había disponibilidad de opciones más militantes.

En este sentido, ser revolucionario pudiera estar referido al reconocimiento de las conquistas sociales y patrióticas de la revolución y a una definición antitética respecto a la negación de esa obra por quienes son “contrarrevolucionarios”. De cualquier manera, no debemos olvidar que durante los últimos 150 años ha existido en la historia de Cuba una tendencia a identificar la virtud política con la condición de ser “revolucionario”.

ELECCIONES Y EMIGRACIONES: ¿QUÉ DICEN LOS NÚMEROS?

En 1993 y 1998 se realizaron elecciones nacionales en Cuba. En ambos casos, sin permitir ninguna propaganda contraria, el gobierno realizó una intensa campaña a favor no solamente de la concurrencia a las urnas, sino también de que los electores votaran unido, es decir por todos los candidatos propuestos en las boletas, sobre la base de que sólo así se podía votar por la patria, la revolución y el socialismo. Los datos electorales son muy similares en ambos años. El 88% de los cerca de 8 millones de votantes potenciales hizo un voto unido y la abstención fue irrisoria. El resto -unas 800 mil personas (10-12%)- no votó, votó en blanco, anuló sus boletas o no votó “unido”. No hay razones para creer que todas ellas sean opositoras. Si contáramos a quienes anularon sus boletas o votaron en blanco -un acto más destacado de protesta-, el número ascendería a cerca de 300 mil personas (4%), una minoría poco trascendente.

En el sistema cubano, las elecciones de diputados nacionales se basan en listas cerradas de candidatos seleccionados por comisiones electorales presididas por los sindicatos. Se presenta sólo un candidato por puesto a ocupar y el ciudadano tiene el derecho a votar por todos o por una parte de los puestos. Si un candidato recibe menos del 50% de los votos válidos emitidos, no resulta elegido. Técnicamente no hay posibilidades de votar contra todos los candidatos, pues la boleta sería considerada no válida.

¿Significan estos resultados que la abrumadora mayoría de personas que votaron “unido” representa una franja de consenso activo? Sería una afirmación poco fundamentada. Para muchos ciudadanos y ciudadanas, hay muchas más razones para votar que para abstenerse: facilidad del acto de votar, que sólo consume unos diez minutos en colegios electorales ubicados a pocos metros de las viviendas; evitar presiones sociales y políticas; cultura cívica; o simplemente rutina. E incluso, una razón para votar “unido” es que los candidatos son regularmente personas con arraigo en los distritos o con méritos sociales suficientes como para ser considerados buenos representantes.

Si recurrimos a las estadísticas disponibles acerca del número de personas que solicitaron visas para emigrar a los Estados Unidos en 1998 -unas 732 mil de entre cerca de dos millones y medio clasificables para la aplicación- entonces no queda más remedio que aceptar que una parte de los votantes que ejercieron el sufragio por la patria, la revolución y el socialismo estaban aspirando a emigrar al país capitalista por excelencia, enemigo histórico de la patria y empeñado desde hace cuarenta años en derrocar a la revolución.

Más que ofrecer aquí una respuesta, mi intención es problematizar un asunto que tiene mucho que ver con la sicología social del cubano y su alta capacidad de simulación frente al poder desde los lejanos tiempos del Espejo de Paciencia. Y sobre todo, ofrecer la hipótesis de que las perspectivas de la gobernabilidad del sistema cubano están más relacionadas con un desplazamiento axiológico que con una quiebra consciente y radical de las lealtades políticas.

En una encuesta desarrollada en 1997 por Guillermo Milán 1998), en una muestra reducida de habitantes de la capital (137) pero con cierto grado de representatividad, encontró que un 20% de los entrevistados manifestaron total desconfianza en la capacidad del sistema político actual para resolver los problemas nacionales, mientras otro 26% tuvo exactamente la opinión opuesta.

Más significativo aún es que un 47% prefirió centrar la solución de esos problemas en esfuerzos individuales sin referencias al sistema político como tal. Debe tenerse en cuenta que en La Habana siempre son mayores los índices de descontento explícito. Seguramente, las cifras de apoyo activo serían mayores en las provincias y en las ciudades menores.

CONSENSO ACTIVO Y CONSENSO PASIVO: QUIÉNES SON Y DÓNDE ESTÁN

A partir de aquí, es posible adelantar otra consideración hipotética: la sociedad cubana comienza a experimentar un proceso de polarización de actitudes y conductas en uno de cuyos extremos se sitúa un sector minoritario y atomizado de oposición antisistema, mientras que el otro lo ocupa otro sector también minoritario, pero eficazmente organizado, de consenso activo. En el centro, la franja mayoritaria está ocupada por aquellas personas que han optado por soluciones individuales, más temerosa de un cambio incierto que de todas las precariedades del presente y seducida por las expectativas de ascenso que siempre el mercado ofrece aunque muy pocos realmente logren un acceso conveniente.

A la altura de la información disponible es difícil una caracterización sociodemográfica de estos sectores.

Tentativamente es posible adelantar, por ejemplo, que el sector de apoyo activo se compone fundamentalmente de dos tipos de personas. En primer lugar aquellas que, por sus edades, niveles educacionales o sentimientos políticos, no desean cambio alguno ante el temor de que todo cambio puede ser peor que el presente y anhelan un retorno a la situación previa a 1989. Es presumible que aquí yace un sector social remanente de personas con menor nivel educacional, de más edad, con condiciones de vida que requieren una fuerte protección estatal y dadas a la aceptación del patrón carismático de autoridad, pues, huelga apuntar, se trata de un sector esencialmente fidelista. En segundo lugar, se trata de aquellas personas con posiciones elevadas en el actual sistema político y económico, para las que un cambio puede producir una degradación inmediata de estatus. Aquí se encuentran, por supuesto, la mayor parte de la burocracia estatal tradicional, también los nuevos tecnócratas, quienes asumen, con sobradas razones, sus incapacidades para competir ventajosamente en un mercado abierto. Este sector es hoy minoritario, aunque suficientemente organizado como para ofrecer un apoyo evidente al sistema.

Más heterogénea resulta la franja mayoritaria de consenso pasivo, y por esta misma razón más difícil de describir y más peligrosa políticamente cualquiera de sus expresiones. Se trata de una mayoría poblacional que ha optado por soluciones individuales aún cuando se vean compelidas a participar en acciones colectivas de apoyo, sea por instinto de conservación, por presiones sociopolíticas o sencillamente porque el acto de apoyar es mucho menos costoso que el de no-apoyar. Sin lugar a dudas el desplazamiento de esta franja es clave para el futuro político del país y un agravamiento de las condiciones de vida -ya de por sí notablemente precarias- pudiera producir una traslación hacia posiciones antisistema.

¿Y LOS DISIDENTES?

El sector antisistema se nutre de los desgajamientos del sector mayoritario del consenso pasivo. Su composición pudiera estar marcada por la presencia en mayor escala de jóvenes y personas con niveles educacionales superiores. Pero si observamos los expedientes de vida de los principales activistas disidentes no es difícil advertir que en muchos casos se trata de personas que tuvieron posiciones medias relevantes en el régimen político o lazos familiares con la élite y que por diversas razones han sufrido una degradación de sus estatus. Este sector, sin embargo, no solamente no crece significativamente sino que no ha logrado una implantación organizativa y programática.

Es un dato elemental que al régimen cubano le ha sido menos costoso reprimir a esta oposición organizada que tolerarla, lo que habla de su débil inserción social. Y aunque se puede argumentar que su débil inserción está en relación directa con la represión y el control político, es poco probable que esta oposición logre una mayor representatividad social si no logra abandonar su discurso maximalista y despectivo de la memoria colectiva respecto a un proceso político de virtudes innegables al que millones de personas dedicaron sus vidas con entusiasmo. Debe anotarse que la entrada de la iglesia católica en la escena implica un cambio de calidad, en la medida en que es la única institución con vocación pública organizada a nivel nacional.

EN LA POBLACIÓN CUBANA: INDIVIDUALISMO, DESPOLITIZACIÓN Y ANOMIA

La sociedad cubana experimenta hoy un grado de exclusión política superior a la exclusión económica y social, lo que incide directamente en un estrechamiento de la base social del sistema.

La respuesta social más extendida a la crisis y a la recomposición económica no es la oposición al sistema o al régimen político, sino el individualismo, la despolitización y la anomia social. Según Milán (1998), entre 1990 y 1995 el número de suicidios en Cuba había mantenido una proporción -considerablemente alta- de 20 personas por cada 100 mil habitantes, proporción que se duplicaba en personas mayores de 40 años.

La violencia criminal reportada a la policía había ascendido en un 55%. Se habían producido 2 millones de hechos delictivos, 300 mil de ellos con uso de violencia. Un cuarto de millón de personas había pasado por prisiones y un millón y medio por los tribunales de justicia. Otro autor apunta que si tomáramos el decenio 1948-58 como dato base (100), la tasa de delitos en Cuba fue de 61 en 1981-84, de 87 en 1985-88, y de 169 en el quinquenio 1989-1994. La corrupción cotidiana en Cuba es un fenómeno que se extiende en un clima permisivo francamente alarmante.

La emigración es otra fórmula de sobrevivencia que, por el carácter ilegal de muchas de sus vías y por la anatematización oficial que supone, adopta ribetes anómicos. Muestra además una distribución nada aleatoria, sino concentrada en sectores sociales muy significativos para la sociedad. Entre 1990 y 1995 emigraron de Cuba unas 142 mil personas, el 75% de ellas hacia los Estados Unidos. La mayor parte de estos emigrantes eran hombres, trabajadores, de una edad cercana a los 30 años y habitantes de la ciudad de La Habana. El potencial migratorio expresado en las convocatorias que realiza la Oficina de Intereses de Estados Unidos en Cuba fue de 190 mil personas en 1994, 496 mil en 1996 y 732 mil en 1998, todo ello -dados los requisitos que impone esta convocatoria- sobre aproximadamente un 25% de la población cubana actual, que rebasa ligeramente los 11 millones de personas.

Todas estas situaciones son perfectamente administrables en un plazo considerable sin afectar la continuidad política, aun cuando ello se logre siempre con un equilibrio frágil y en detrimento de la calidad de la gobernabilidad. En este sentido, las políticas desarrolladas por los “núcleos duros” del gobierno cubano cobran sentido de racionalidad.

LA RECOMPOSICIÓN DE LA CLASE POLÍTICA: MÁS CONTRADICCIONES

Probablemente el período 1989-1995 estuvo cruzado por más contradicciones dentro de la clase política y más rupturas de la élite que lo que se puede inferir del triunfalista discurso oficial. En 1988 la sociedad fue estremecida por las ruidosas Causas 1 y 2, que llevaron a la cárcel o al paredón de fusilamiento a figuras muy prominentes de los cuerpos militares y de seguridad. En 1993 la monocorde Asamblea Nacional de Poder Popular tuvo que posponer importantes decisiones acerca de la puesta en marcha de una política anticrisis debido a la falta de consenso dentro de la propia élite. Algunas de las figuras emergentes más destacadas de la política local tuvieron un breve itinerario que culminó en la defenestración política, como fueron los conocidos casos de Carlos Aldana y de Roberto Robaina. Pero probablemente ningún dato es tan ilustrativo como la inestable composición mostrada por los órganos máximos de dirección política, y en particular por el Buró Político del Partido (BP).

Entre 1975 y 1986 el BP mostró una sorprendente estabilidad en su composición. Estaba compuesto entonces por trece miembros plenos, a la vez miembros del Consejo de Estado, por lo general avalados por historiales insurreccionales o por posiciones directivas en el mismo aparato partidista. La única figura relevante en el área económica era una persona estrechamente vinculada a la Unión Soviética y sus organismos de cooperación. Este fue, sin lugar a dudas, el período de mayor continuidad y concentración de la autoridad política de una élite que controlaba directamente todas las instituciones.

El Consejo de Estado -compuesto por un número cercano a las 25 personas- constituye el máximo órgano colegiado del poder estatal. Es elegido por la Asamblea Nacional, a la que representa entre sesiones. Dado que la Asamblea sólo se reúne por pocos días dos veces al año, el Consejo es de hecho el órgano legislativo, tarea que realiza mediante la promulgación de decretos. Defino élite política de una manera muy funcional: aquellos integrantes de la clase política que tienen asiento en el BP y al menos en uno de los dos órganos top del Estado: el Consejo de Estado y el Consejo de Ministros. Y aclaro que toda la información que brindo aquí sobre la composición de estas instituciones está tomada del periódico Granma y de otros boletines públicos emitidos por el gobierno cubano.

DOS PIEZAS VITALES: LOS MILITARES Y LOS TECNÓCRATAS

En el III Congreso del Partido Comunista que tuvo lugar en 1986 se produjo la salida del BP de más de la mitad de sus efectivos -muchos de ellos líderes históricos- y su sustitución por cuadros provinciales y representantes de organizaciones sociales y de masas. El siguiente BP, formado en 1991 al calor del IV Congreso, experimentó otra renovación de más de la mitad de sus miembros. Se produjo una nueva salida de figuras históricas y se acentuó el ingreso de tres tipos de personas: dirigentes provinciales, ministros de ramas económicas y militares. De un total de 25 miembros, 3 podían ser considerados figuras históricas (dados sus historiales revolucionarios), 4 eran dirigentes del aparato del partido, 4 eran militares (uno de ellos el diseñador del sistema empresarial de las fuerzas armadas), 5 eran dirigentes de la rama económica, 6 eran dirigentes provinciales y 3 representaban otras actividades. Catorce miembros del BP eran a su vez miembros del Consejo de Estado.

Desde cierto punto de vista, puede considerarse esta renovación un dato positivo, en la medida en que dejaba entrever una voluntad regenerativa de una clase política sólo sometida al escrutinio electoral de manera muy mediatizada. Pero si atendemos a las características del régimen político cubano, habría también que admitir que los cambios experimentados en 1986, y sobre todo los de 1991, reflejan la inestabilidad y la recomposición de la dirigencia en un período crítico. Y no es casual que si analizamos la continuidad de las figuras desde 1986 -cuando comienzan a producirse cambios- hasta hoy, veríamos que sólo permanecen siete dirigentes. En realidad, solamente tres -dos militares y un dirigente provincial- si exceptuamos a las cuatro figuras -Fidel y Raúl Castro, Juan Almeida y José Ramón Machado-, que han subsistido en sus posiciones desde 1975.

El BP configurado en 1997 y en funciones hasta el 2002 confirmó la tendencia de composición del anterior y redujo el ritmo de recambio a una cuarta parte de sus efectivos. A las cuatro figuras se sumaron 5 militares, 4 dirigentes económicos, 6 dirigentes provinciales, 2 dirigentes del aparato partidista y 4 dirigentes políticos de diversas naturalezas. En total, ocho personas tenían asiento tanto en el BP como en los consejos de Estado y de Ministros: dos dirigentes históricos, dos militares, dos dirigentes económicos, y otros dos dirigentes estatales.

La recomposición de la élite política cubana se había logrado a partir de la consolidación de una presencia mayoritaria relativa de dos componente vitales para el futuro: militares y tecnócratas, las dos piezas claves para la garantía del nuevo modelo de acumulación.

REACTIVOS, DEFENSIVOS Y CORTOPLACISTAS CON SERVICIOS SOCIALES Y NACIONALISMO

Si exceptuamos todo lo concerniente a la modernización de los aparatos económicos de gestión pública y a la apertura al capital extranjero, la política interna cubana ha estado caracterizada por ser esencialmente reactiva, defensiva y cortoplacista, y dirigida a dos fines principales: la contención del estrechamiento de sus bases sociales y la cooptación subordinada de los sectores emergentes. Esta política pudiera resumirse en cinco aspectos.

Primer aspecto: conservación de los servicios sociales tradicionales de salud, educación, cultura y seguridad social, y de un mínimo de consumo personal subsidiado. Éste sigue siendo el principal recurso político de consenso. Aunque la crisis ha afectado seriamente la calidad de algunos de estos servicios, siguen siendo un paradigma para el mundo subdesarrollado. Es presumible que estos gastos sociales enfrentarán dificultades mayores en el futuro dada la escasez de recursos y las demandas de la acumulación, y también por la satisfacción de un consumo crecientemente más sofisticado por parte de los sectores de “nuevos ricos”. Otra limitante surge cuando se confronta el hecho de que en medio de una constricción de recursos muy severa y del deterioro de los servicios básicos, el gobierno cubano, en sus típicas reacciones de “fugas hacia delante”, pone en marcha planes sociales muy complejos y costosos al costo de la irracionalidad de la gestión pública.

Segundo aspecto: extrema polarización del discurso oficial en torno a un tema clave: el nacionalismo. En un primer plano este nacionalismo se expresa en contraposición a Estados Unidos y su política hegemónica, pero también en relación con un mundo ante el cual Cuba se presenta así misma como la única alternativa digna en el poder, de manera preferente ante las poco edificantes democracias latinoamericanas. Esta ofensiva ideológica tiene un fuerte valor emocional en una población con un alto sentido patriótico y una no menor autoestima nacional. Pero solamente es efectiva en el corto plazo y en relación con el sector minoritario de consenso activo.

Por otra parte, es un discurso confuso y contradictorio, que se mueve entre la necesidad de alimentar el consenso interno y al mismo tiempo, la de ajustarse de alguna manera a los requerimientos de la política mundial. Es un discurso que, en última instancia, anatematiza muchos fenómenos en el plano internacional omitiendo que buena parte de ellos ya son parte de la vida cotidiana de los cubanos. Es finalmente un discurso que sirve de sostén a una práctica que, cualquiera que sea su justificación defensiva ante la injerencia norteamericana, conduce a situaciones diplomáticas muy delicadas con los consiguientes costos políticos y económicos.

REDUCIR LOS ESPACIOS DE DEBATE Y COOPTAR A VARIOS SECTORES

Tercer aspecto: constreñimiento de espacios para el debate público y para la existencia de ideas alternativas. En un primer plano esto se expresa en la represión de los pequeños grupos antisistema. Pero también incluye a sectores intelectuales que, aún desde posiciones socialistas, han mostrado un lado crítico considerado no tolerable. El Caso del Centro de Estudios sobre América en 1996 es solamente el resultado más conocido de un proceso que ha implicado la disolución o neutralización de ONGs, asociaciones, grupos en formación, o simplemente personas que habían mostrado cierta beligerancia renovativa. Al actuar de esta manera, el Estado cubano priva a la sociedad de ideas y prácticas renovadoras y cierra los espacios para organizaciones populares autónomas que podrían constituir en el futuro piezas políticas claves para la defensa de los avances sociales, culturales y políticos de la revolución. Y en consecuencia, allana el camino para una restauración capitalista sin contrapartes efectivas.

Cuarto aspecto: políticas diferenciadas de cooptación de sectores vitales para la reproducción del proyecto de poder (tecnócratas, militares) o fuertemente corporativizados y de alto significado simbólico (artistas, élite profesional). Esto ha producido una distribución asimétrica de los derechos civiles en términos migratorios, informativos, salariales, etc. Pero al mismo tiempo, esta cooptación implica límites severos para el desarrollo de estos sectores, en particular porque los condena al confinamiento en términos públicos y económicos. Ello explica también la reticencia de la clase política cubana para continuar con la reforma empresarial de la única manera que ésta puede ocurrir -incrementando los niveles de autonomía de las empresas y sus gerentes- o en general, de la reforma económica, mediante la apertura de espacios a la pequeña y mediana empresa, lo que produciría una desfragmentación de los mercados en beneficio de los actores independientes que actúan en él.

LAS FUERZAS ARMADAS: GARANTÍA DE LA CONTINUIDAD

Quinto aspecto de la actual política: afirmación institucional de la Fuerzas Armadas como la columna vertebral de la continuidad. Aunque legalmente el estatus dominante en el sistema político cubano corresponde al Partido Comunista, y el Partido sigue siendo con su medio millón de afiliados una fuerza política considerable, es evidente que ha pasado a un segundo lugar en la vida política del país. Sus órganos colectivos de dirección prácticamente no funcionan, su último Congreso fue un simple acto de legitimación de las políticas en curso y sus funciones se distinguen cada vez menos de las funciones administrativas. De cualquier manera, cualquier transición política en Cuba pondría al Partido Comunista en un primer plano de discusión.

La situación de las Fuerzas Armadas es diferente. En realidad, las Fuerzas Armadas cubanas son la institución estatal más respetada, sea por su eficacia en la defensa nacional, por su innegable récord militar positivo externo o por su enrolamiento efectivo en acciones sociales de alta sensibilidad. Al mismo tiempo, son ellas las que han proveído a la sociedad de un modelo de organización empresarial y de apertura económica en los tiempos de mayor incertidumbre. Ningún cambio político en Cuba será posible sin el concurso de las Fuerzas Armadas. Pero al mismo tiempo, nada de su probada eficiencia en estos campos específicos sugiere capacidad para ofrecer un modelo de organización societal y político viable.

LA INEVITABLE APERTURA AL MERCADO Y EL FIN DEL BLOQUEO

Otros datos pudieran ser agregados a este balance. Pero difícilmente alterarían una conclusión: el carácter cortoplacista de este juego político plantea posposiciones de situaciones problemáticas pero no sus soluciones o prevenciones. El primero de estos datos, como en todo el curso de los años 90, es una permanente causa de estrés. Se trata de la inevitable verdad de que una recuperación económica sostenida solo podrá obtenerse al precio de una mayor apertura de los espacios de mercado, y por consiguiente, de la inevitable cesión de poderes decisorios a sus agentes, en detrimento de la persistente vocación de la clase política a ejercer un control total. Al iniciarse el año 2002 la situación era aún más compleja por la recesión de la economía capitalista mundial y por la devastación causada en la isla por el huracán Michelle sobre el 45% del territorio nacional, lo que según cálculos oficiales supuso pérdidas materiales por cerca de 1 mil 800 millones de dólares.

El segundo dato es el curso del bloqueo y de la agresividad norteamericana contra la revolución. Éste es un dato de varias décadas, tantas como la propia historia revolucionaria. A partir de los años 90 la presión norteamericana hacia Cuba se ha redoblado. Un ejemplo está en la promulgación en 1996 de la Ley Helms Burton, un acto tan carente de legalidad como de ética. Sin embargo, hay que anotar que la clase política cubana ha sido muy hábil en el manejo de esta amenaza externa, sea disminuyendo sus efectos y llevando a Estados Unidos a más de un callejón sin salida en sus relaciones con la isla, o usando el conflicto como argumento para la movilización y el mantenimiento del consenso sobre bases nacionalistas.

Sin embargo, el factor de mayor estrés no reside en el mantenimiento del bloqueo, sino en que cada vez es más evidente que estamos transitando a su final, en la misma medida en que Cuba comienza a ser un mercado interesante para los negocios norteamericanos. La política cubana ha sido precisamente incentivar este interés como una vía para lograr una normalización de relaciones sin condicionamientos previos (lo que le brindaría una situación menos apretada en cualquier escenario de negociación, y de alguna manera seguiría así la estrategia de Vietnam, y al mismo tiempo aprovechar la aparición de agujeros en el bloqueo para ampliar los espacios internos de legitimidad, presentándolos a la población como logros de la política cubana y de la movilización popular, de lo cual el caso del niño Elián González ha sido un ejemplo palmario.

EL ENVEJECIMIENTO DE LA DIRIGENCIA

Pero aún cuando se obtuviera un escenario de negociación absolutamente provechoso para las autoridades cubanas, el final del bloqueo marcaría el final de un tipo específico de política y conduciría a una despolarización del sistema político cubano. Precisamente, un escenario en que una parte de la clase política -educada en un clima de confrontación e incapaz de actuar en otras condiciones- se tendría posiblemente que acoger al retiro. Por supuesto que un escenario así no omite probables retrocesos, algunos de ellos potencialmente dramáticos, particularmente cuando tenemos al frente de la administración norteamericana a un equipo ultraconservador y empeñado en una “cruzada antiterrorista” de consecuencias impredecibles, pero todas ellas nefastas.

El tercer factor de estrés es el envejecimiento del liderazgo histórico de la revolución y su inevitable desaparición del escenario público. Ciertamente, el sistema cubano posee mecanismos regulativos de sucesión, incluso dada la condición de que la misma persona que ocupa el segundo lugar en el Partido, también lo ocupa en el Estado, y es a su vez la cabeza de la institución estatal más coherente y prestigiosa: las Fuerzas Armadas. Pero el sistema político cubano está organizado a partir de una fuerte concentración de la autoridad carismática y es innegable que una buena parte del apoyo activo que aún goza el proceso político está basado en la lealtad a Fidel Castro.

Esto no significa que la retirada pública del liderazgo cubano conduciría al caos político. En Cuba existen instituciones y actores suficientes para rearticular -o al menos para negociar con alta capacidad- los escenarios. Sólo que esa rearticulación no podrá hacerse ya con el recurso de la autoridad carismática, invaluable como factor de consenso y de unidad de la clase política durante los últimos cuarenta años. E inevitablemente habría que imaginar otras formas de hacer la política.

¿LA ÚNICA OPCIÓN POSIBLE? UNA SECUENCIA DE OPORTUNIDADES PERDIDAS

Al incursionar en este tema, como en la mayoría de los asuntos políticos relacionados con Cuba, lo hago a sabiendas de que corro el riesgo de someterme a las polarizaciones que caracterizan al sistema político cubano y a la interpretación académica en torno a él. Y también, el de ser interpretado con el mismo rasero. El tema de la gobernabilidad en Cuba es -desde cierto punto de vista- el tema de la continuidad del proyecto de liberación nacional y orientación socialista que ha estado en el poder durante más de cuarenta años a pesar de la brutal hostilidad norteamericana. No hay espacio en Cuba para una crisis de gobernabilidad que no implique un reemplazo sistémico.

Pero no necesariamente el reemplazo sistémico tendrá que transitar por una crisis de gobernabilidad. Hoy ese reemplazo está en marcha, y funciona como una paulatina adscripción a las normas de la economía mundial capitalista, mediante la generación de actores orgánicos a este proceso, que resultan y seguirán resultando los ganadores por excelencia del ajuste y la apertura económicos. Pudiera pensarse que ha sido la única opción posible. Y en muchos sentidos es cierto.

Pero es también cierto que la dirigencia cubana ha obliterado la emergencia de aquellos espacios autónomos de organización popular en la economía y la política que hubieran podido refractar las tendencias dominantes en pos de la preservación y desarrollo de los rasgos socialistas del sistema, incluyendo en ellos una auténtica democracia participativa y pluralista. Al no hacerlo, la clase política cubana sacrificó sus proclamadas metas socialistas por la continuidad de su proyecto de poder burocrático. Pudo hacerlo con probable éxito en 1986, cuando la sociedad cubana esperó algo novedoso de una convocatoria a un enrumbamiento positivo de la revolución. También pudo hacerlo en 1991, cuando la sociedad cubana vivió el debate público nacional más democrático de su historia.

Posiblemente había alguna posibilidad de hacerlo en 1994, tras la crisis de los balseros y cuando se comenzaban a sentir los rigores del ajuste económico. Una lamentable secuencia de oportunidades perdidas.

EL LEGADO DE ESTA REVOLUCIÓN

Hoy la revolución cubana y sus voceros políticos e intelectuales asumen su bancarrota de manera vergonzante y la restauración capitalista es inevitable. Nada de esto puede interpretarse como una pérdida histórica de cuarenta años para la nación cubana, tal y como proclaman en sus soledades las franjas derechistas de la emigración y de la oposición interna. Al contrario, han sido cuarenta años de realizaciones sociales, culturales y políticas sin precedentes que la historia, siempre más receptiva que sus actores, sabrá revalidar. Y para los que creemos en la superioridad de la opción socialista, será también un legado, tan contradictorio como sugerente.

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