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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 248 | Noviembre 2002

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Estados Unidos

El complejo de poder: se acabó el "gringo bueno"

Lo que hace tan alarmante la estrategia de Bush junior son tres elementos, en dosis cualitativamente incrementadas: un anti-multilateralismo agresivo, un militarismo total y un absolutismo moral. Envuelto todo esto en el lenguaje antiterrorista.

Tom Barry

Estados Unidos rebosa poder. Ninguna otra nación ha manejado tan indiscutible poder político, económico, militar, tecnológico, diplomático y cultural sobre tanto territorio en toda la historia de la humanidad. Desde finales del siglo XIX, Estados Unidos comenzó a ser un poder global, primero como socio menor de Gran Bretaña dirigiendo el desarrollo del capitalismo mundial. Después, emergiendo gradualmente en el siglo XX, como poder hegemónico planetario. Tras la Segunda Guerra Mundial el proceso quedó consumado.

Reagan presagió y preparó lo que hoy hace George W. Bush


El ejército de Estados Unidos y su liderazgo resultaron clave para derrotar a Alemania y a las fuerzas del Eje en la Segunda Guerra Mundial. Después de la victoria, como país menos impactado por la guerra en su territorio y en su infraestructura económica, Estados Unidos asumió el protagonismo para establecer el marco de un gobierno global de postguerra. Como la victoria de los aliados no barrió con la competencia entre los dos sistemas, capitalismo y socialismo, el sistema capitalista encontró una nueva coherencia bajo la hegemonía estadounidense al interior de las instituciones financieras, de comercio y de desarrollo recién fundadas al concluir la guerra.

Las naciones capitalistas industrializadas consideraron benigna la hegemonía americana: Estados Unidos manejaba el sistema económico capitalista en beneficio de todos los jugadores mayores, incluyendo a las naciones que integraron el Eje, y brindaba protección y seguridad militar sin exigir retribución financiera. Pronto, la rivalidad ideológica y militar de los años de la Guerra Fría evidenció el alcance geográfico de la hegemonía americana. Las elevadas metas de multilateralismo y de cooperación internacional y las reglas mundiales establecidas por los arquitectos del sistema global de gobierno nacido con la ONU enmarcaron el discurso oficial de los negocios planetarios, mientras el ajedrez político de las superpotencias rivales definía esta etapa. Los blancos, bajo el liderazgo hegemónico de Estados Unidos, y los rojos bajo la influencia imperial de la Unión Soviética, mantuvieron todos los asuntos del mundo firmemente ligados a políticas basadas en el equilibrio de poder.

El equilibrio de poder bipolar mantuvo en un control restringido los unilaterales impulsos intervencionistas de Estados Unidos, forzándolo a confiar en el soft power de la ayuda financiera y de la diplomacia. En los años 80 el freno de esta realpolitik empezó a aflojar en Estados Unidos, cuando ya se sentía cómo se profundizaba el deterioro del poder soviético y la credibilidad de la alternativa socialista. Al mismo tiempo, y beneficiándose de una nueva tendencia fusionista en el pensamiento de la derecha estadounidense, que unía a antisocialistas, militaristas de la seguridad nacional, social-conservadores, ideológos del mercado libre y neoconservadores, la administración Reagan montó su propia ofensiva militar e ideológica.

Su presuntuosa afirmación de que no existe otra alternativa que las democracias de libre mercado, su estrategia de desplazamiento de containment-to-roll back, y un nuevo incremento del complejo militar presagiaron y prepararon la aventura de poder global emprendida hoy por la administración de Bush hijo. Aunque el militarismo de la administración Reagan revivió la misma oposición internacional a la dominación norteamericana que surgió durante la Guerra de Vietnam, reavivando el discurso contra el imperialismo yanqui, la ola mundial de respaldo al liberalismo económico y político americanos fortaleció, en los hechos, la influencia hegemónica de Estados Unidos.

A mediados de los años noventa: vuelve el "America First"

El fin de la Guerra Fría dejó a la política exterior de Estados Unidos sin un legado definido. En ausencia del contenido anticomunista de su política exterior, ningún sector político -izquierda, liberales, centristas, conservadores, derecha- pudo articular persuasivamente una nueva visión para el nuevo compromiso mundial de los Estados Unidos. El nuevo orden mundial propuesto inicialmente por Bush hijo fue recibido con mofa por la derecha americana, considerando que las políticas de multilateralismo afirmativo y de socios estratégicos sólo revivían el internacionalismo liberal de las dos administraciones Clinton.

La izquierda se enfocó casi exclusivamente en una reacción negativa y de oposición al nuevo acuerdo liberal-conservador sobre el libre comercio, mientras alternativamente apoyaba o criticaba el acuerdo centro-liberal sobre el intervencionismo humanitario. La derecha se enfocó también, y ampliamente, en políticas de reacción negativa contra el abierto liberalismo dejado por Clinton y, despojada en gran medida de su esencia anticomunista, en lugar de proponer una nueva visión de la política militar y exterior de los Estados Unidos, se opuso inicialmente a la que existía.

Fue hasta mediados de los años 90 que una nueva visión coherente de la política exterior y militar de Estados Unidos comenzó a tomar forma. Esta perspectiva reunió los intereses tradicionales de los social-conservadores (guerras de cultura, dominación de la Derecha Cristiana), y los de los partidarios del complejo militar-industrial, con las ambiciones neoconservadoras de reasumir el control del aparato de política exterior. Alejada de los debates que seguía el resto del mundo sobre nuevas amenazas internacionales a la estabilidad mundial (cambio climático, conflictos por escasez de recursos, SIDA), la nueva visión de la política exterior y militar norteamericana fue al mismo tiempo simple y grandiosa. Simple: no debe Estados Unidos empantanarse en crisis y en conflictos que demanden un intervencionismo humanitario si no afectan directamente sus intereses y su seguridad nacional. Grandiosa: Estados Unidos debe aspirar a una dominación global y hacer lo que sea necesario para mantener la supremacía americana en todo el mundo. Era el renacimiento del tradicional sentimiento America First que ha atravesado toda la historia de Estados Unidos. Ésta es la agenda que domina con Bush hijo.

11 de septiembre: el triunfo de los supremacistas

Desde una estrategia que se arraiga en el intervencionismo, el aislacionismo, el unilateralismo y el excepcionalismo que han dominado la historia de Estados Unidos, gobierna hoy George W. Bush. Los partidarios de la supremacía (supremacists) que dirigen actualmente la política exterior de Estados Unidos consideran los tratados internacionales y las organizaciones multilaterales como rezagos de una era liberal que impide a Estados Unidos actuar como la superpotencia global que realmente es.

Consistente con esta perspectiva, Bush ha montado un ataque concertado contra todas las estructuras del derecho internacional y de la cooperación mundial nacidas en la postguerra. Su política exterior no concuerda con el idealismo liberal de crear un nuevo orden mundial. La evidente suprema soberanía alcanzada ya por Estados Unidos hace de la tendencia America First de la administración Bush una obviedad más que una ideología.

La agenda radical, claramente articulada y promovida por la línea dura de la administración Bush desde que Bush junior llegó a la presidencia, avanzó aceleradamente después de los actos terroristas del 11 de septiembre de 2001. Y aunque estos ataques no eran los primeros del terrorismo internacional, sí lograron catapultar este problema instalándolo en la conciencia nacional y mundial. Antes del 11 de septiembre, habían abundado todo tipo de expresiones antinorteamericanas por todo el mundo, pero lo que impulsó la guerra contra el terrorismo fue la exitosa intrusión terrorista al interior de los Estados Unidos para atacar los mayores símbolos del poder norteamericano.

A diferencia de estrategias anteriores, en lugar de tratar al terrorismo como un crimen de actores no estatales, como se hizo en el pasado, Estados Unidos convirtió la campaña contra el terrorismo internacional en una guerra, no en una acción política. Es demasiado pronto para evaluar el éxito de esta estrategia para extirpar a los grupos terroristas y para prevenir futuras expresiones de terrorismo antiestadounidense, y es previsible que los historiadores no evalúen la guerra antiterrorista por sus resultados en eliminar a los terroristas internacionales. El significado perdurable de esta guerra residirá muy probablemente en consolidar cambios en la política militar de los Estados Unidos y en desbordar hasta el extremo el complejo de poder que domina este país.

El antiterrorismo garantiza consenso bipartidista y apoyo popular

Estados Unidos tiene una larga historia de demostración de su poder en todas partes del mundo, interviniendo militarmente en cualquier país, aliándose con dictadores y violadores de derechos humanos, y proclamando en todas estas acciones razones de elevada moralidad y la ventaja del omnipotente. Con este estilo y estas justificaciones, lanzó incluso dos bombas atómicas sobre Japón, buscando demostrar lo aplastante de su poderío.

¿Qué es lo realmente nuevo en la actual estrategia de política exterior y militar? Lo que hace diferente y tan alarmante la nueva estrategia son tres componentes en dosis cualitativamente incrementadas: anti-multilateralismo agresivo, militarismo total y absolutismo moral. Fortaleciendo estas tres corrientes subyace el lenguaje antiterrorista, que ha reemplazado el del anticomunismo como núcleo organizador y unificador. Como lo logró el anticomunismo, el antiterrorismo asegura consenso bipartidista y consigue eco popular, lo que proporciona lógica a alianzas estratégicas con socios indeseables -de Pakistán a Israel-, justifica el incremento de los presupuestos militares y, como ya sucedió en la cuarta década de la guerra fría, ofrece razones para una guerra interminable contra el Mal.

Mientras el antiterrorismo garantiza a la nueva política exterior y militar la movilización popular, asegurar la supremacía de Estados Unidos en todo el planeta es la gran estrategia que provee cohesión estratégica e ideológica al nuevo unilateralismo, al nuevo militarismo y al nuevo moralismo. A finales de los 90 los estrategas neoconservadores iniciaron la discusión sobre la necesidad de que Estados Unidos asumiera que presidía un imperio y que eso le facultaba a emplear sin freno su poder imperial para garantizarse, con el dominio militar, que su bienestar, su cultura y su seguridad nunca serían socavados. Para entonces, les preocupaba mucho que triunfara la alternativa de ejercer una hegemonía benéfica para el mundo, por la sencilla razón de que realmente no existía ya una alternativa al liderazgo global norteamericano. Nadie nos detiene: los supremacists han terminado controlando todas nuestras políticas de compromiso global.

Un anti-multilateralismo agresivo

Las agendas derechistas estadounidenses siempre han destacado abiertamente la amenaza que representan para Estados Unidos las instituciones de un gobierno global, los cascos-azules guardianes de la paz, las agendas multilaterales, los tribunales y tratados internacionales. Durante la administración Reagan, la agenda antimultilateralista llegó tronando desde el belicoso funcionariado de la Casa Blanca. Despojada del anticomunismo como creencia aglutinadora de las distintas fuerzas derechistas, a mediados de los años 90 la derecha populista aplaudió que los ataques contra la ONU y contra todas las formas de gobierno global resonaran profundamente en la población americana, que se sentía ya bajo una creciente amenaza económica y cultural. Rechazando como bazofia liberal el multilateralismo afirmativo de Madeleine Albright, el Congreso Republicano apeló al individualismo de los norteamericanos, con argumentos simultáneos contra el gran gobierno y a favor del unilateralismo.

Para sorpresa de la mayoría de las autoridades de centro-izquierda, la política exterior de Bush hijo se apartó inmediatamente del internacionalismo y conservatismo moderados que caracterizaron la Presidencia de su padre. Siguiendo la agenda de los funcionarios de línea dura designados por él y a la sombra del gabinete derechista que él escuchaba, George W. Bush decidió limpiar la casa. Muy pronto, lanzó una campaña para barrer todos los tratados y acuerdos internacionales que incomodaban los intereses nacionales de Estados Unidos. Sin consumar su posición inicial -sacar a patadas la sede de la ONU del territorio de Estados Unidos-, Bush cortó con firmeza una lista de tratados y convenios internacionales que restringían su libertad de acción, garantizándose al mismo tiempo que los funcionarios nombrados en las agencias y comisiones de la ONU favorecieran sus intereses.

Bush ha arrojado a la basura la "seguridad humana"

Los críticos de estos diferentes ataques al multilateralismo -contra el Protocolo de Kioto sobre el clima, contra el acuerdo sobre el comercio de armas, contra cualquier intento de instituir normas y reglas internacionales- argumentaban que los intereses y la seguridad nacional de los Estados Unidos se verían afectados en el largo plazo. Aún más alarmante, resaltaban la posibilidad de que el resultado neto de todos estos ataques pudiera ser la desintegración de toda la estructura multilateral posterior a la Segunda Guerra Mundial, precipitando así los asuntos mundiales en un mundo "hobbesiano" donde prevalecería el poder y no la razón.

La alarma es justificada. La visión de los Presidentes Franklin Roosevelt y Woodrow Wilson a principios del siglo XX, sobre una estructura intergubernamental para prevenir la guerra, promover la paz y la prosperidad y proteger los derechos humanos, está siendo arrojada al basurero de la historia por la administración Bush. Confiado en su hegemonía militar, el gobierno de Estados Unidos cree poder responder unilateralmente a todas las amenazas de seguridad.

Al dejar de lado sus preocupaciones como policía del mundo, para dedicarse a trabajar sólo ante las amenazas contra su propia seguridad, al abandonar el multilateralismo, la administración Bush ha dejado al mundo sin mecanismos internacionales para responder a los problemas no tradicionales de seguridad: resolución de conflictos nacionales, aparición de epidemias, delitos internacionales, degradación ambiental. Los hombres del Presidente que son de línea más dura, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Richard Cheney, sostienen una visión muy tradicional de la seguridad nacional, que deja poco o ningún espacio para incluir amenazas a la seguridad humana, una visión que no permite considerar propuestas para nuevas formas de gobierno mundial que atiendan estas amenazas, consideradas por ellos no muy reales todavía.

Un militarismo total, puro y duro

Desde el final de la Guerra Fría, la influencia del Pentágono en el gobierno de Estados Unidos comenzó a incrementarse, mientras el control del Departamento de Estado sobre la política exterior disminuía continuamente. En los años 90, la política económica exterior se apuntó un triunfo ante la diplomacia tradicional, dando al Departamento de Comercio y al Departamento del Tesoro lugares centrales en los intereses internacionales de los Estados Unidos. Mientras, el Departamento de Estado y su Agencia Internacional para el Desarrollo (AID) estaban siendo reducidos y el poder y las responsabilidades de los comandos regionales del Pentágono intensificaban programas de entrenamiento y ejercicios militares conjuntos. La presencia militar estadounidense se extendió en esos años alrededor del globo, particularmente en Africa, América Latina y Eurasia.

Los años 90 fueron una década enmarcada en dos guerras post-Guerra Fría: la Guerra del Golfo Pérsico y la Guerra de Yugoslavia. En ambos conflictos de esa nueva era, el ejército de Estados Unidos encontró nuevas libertades para actuar sin temor a la reacción soviética, y sin las consabidas críticas anti-intervencionistas en casa. De hecho, progresistas y liberales estaban entre los principales defensores de un ejército estadounidense más afirmativo, especialmente en los casos que ameritaban la llamada intervención humanitaria.

Desde esta plataforma, los militaristas de la seguridad nacional (hawks) han tomado el control de la política externa y militar en la administración Bush. Perspectivas estratégicas, cambios doctrinales, vastos incrementos en el presupuesto militar para la defensa interna, y un trato excluyente hacia los defensores tradicionales del soft power caracterizan hoy el nuevo militarismo en auge en el gobierno norteamericano.

Deleitándose en su superioridad militar, la administración Bush ha dejado atrás las reservas de un pensamiento estratégico basado en el equilibrio de poder y los acuerdos de seguridad común. En lugar de la realpolitik que caracterizó la estrategia de política exterior conservadora, Estados Unidos se ha orientado a la machtpolitik, al ejercicio del poderío militar puro, libre de normas internacionales, tratados o alianzas. Se acabó el gringo bueno. Esta estrategia de la machtpolitik hace eco a la retórica de la derecha y a las metas del complejo militar-industrial que quiere la paz por medio de la fuerza.

Base doctrinal: la suma de todos los miedos

Los actuales cambios doctrinales se derivan lógicamente de esta perspectiva del juego del poder. En lugar de que los funcionarios del Pentágono diseñen una doctrina militar "bajo amenaza", se trata ahora de un acercamiento basado en posibilidades. Así, en lugar de identificar una amenaza real e inminente a la seguridad nacional para actuar, lo que se persigue es una superioridad militar permanente que garantice capacidad para frustrar cualquier ataque imaginable.

En realidad, esta doctrina no surge de la administración Bush hijo. La han estado desarrollando desde principios de los 90 los estrategas militares y cabilderos del complejo militar en búsqueda de un nuevo "coco" que reemplazara a la desintegrada Unión Soviética. Esta doctrina es una aproximación a lo que un analista de la Defense Intelligence Agency identifica como la suma de todos los miedos. El primer objetivo de esta doctrina, previsto en la Defense Policy Guidance -preparada en 1992 bajo la supervisión de Paul Wolfowitz y I.L. Libby- era prevenir el resurgimiento de un nuevo rival.

Para asegurar esta supremacía militar infinita, el Pentágono quiere -y está consiguiendo- colosales sumas de dinero. El mayor incremento en el presupuesto militar desde los años de Reagan que se ha producido ahora, provee abundancia de fondos que "heredar" al sistema de guerra tradicional y nuevas y mayores asignaciones para sistemas transformativos, incluyendo misiles para la defensa nacional, diseñados para asegurar la supremacía militar hasta en un muy lejano futuro. Los contribuyentes norteamericanos estamos armando hasta los dientes a nuestros militaristas, aún cuando ellos no sean capaces de apuntar a ninguna amenaza real contra nuestra seguridad.

El "derecho de prioridad" expresa una vocación de guerra

En cumplimiento de esta doctrina de supremacía, el Presidente Bush hijo escandalizó a la comunidad internacional cuando anunció, durante un discurso en West Point en junio 2002, que Estados Unidos se estaba deshaciendo de sus viejas doctrinas de contención y disuasión para asumir el derecho de prioridad. Esto significa no esperar a ser atacado, sino prevenir agresiones golpeando primero, no sólo a redes terroristas sino a naciones enteras.

Por su parte, Richard Falk advirtió que Estados Unidos está exigiendo derecho para abandonar restricciones y reglas desarrolladas pacientemente a través de siglos. A hombros de esta nueva doctrina de prioridad está en desarrollo una doctrina de armas nucleares, como se esboza en la Nuclear Posture Review de la administración Bush. Desconociendo medio siglo de esfuerzos para restringir la proliferación y el uso de armas nucleares, Estados Unidos plantea estar considerando usar armas nucleares contra cinco países no nucleares si ellos desarrollaran, más allá de su capacidad disuasiva, otras armas de destrucción masiva. A la par, Estados Unidos perfecciona su nuevo arsenal de armas nucleares convencionales dirigidas.

Hoy más que nunca antes, el militarismo de los Estados Unidos no tolera rivales, valida la guerra de el que pega primero y desdeña las estructuras que garantizan estrategias de prevención de conflictos y de negociación. El nuevo militarismo americano no acepta consejos de los diplomáticos, sólo tiene en cuenta el de los comerciantes de armas. Como ya se observa y se admite, el Departamento de Guerra de Rumsfeld no hace vidrieras, no se cuida de esos detalles, sino que acelera el disco duro, perdiendo el enfoque de la construcción de un soft power nacional, y el de las misiones de pacificación.

Ya el candidato Bush lo había anunciado en Citadel en 1999, cuando rechazó enfáticamente el papel de Estados Unidos en la pacificación: Ésa no es ni nuestra fortaleza ni nuestra vocación. En cumplimiento de esta "vocación de guerra", el Pentágono suprimió a principios de 2002 su pequeño Peace Keeping Institute. Eliminando otras iniciativas e incluyendo la consulta suplementaria de la política exterior tradicional en el Departamento de Estado, el gobierno norteamericano está minando deliberadamente las capacidades del soft power.

Un absolutismo moral en "la Guerra contra el Mal"

Durante dos siglos e invariablemente, nuestros líderes han fundado las iniciativas exteriores y militares de Estados Unidos en el idealismo político. Esta arraigada práctica de revestir los compromisos internacionales de Estados Unidos con los valores de libertad, democracia y derechos, está siendo interpretada ahora como internacionalismo liberal. La política exterior de Bush hijo rechaza explícitamente los imperativos del internacionalismo liberal, a pesar de estos valores. ¿Cuál es la diferencia entre la nueva agenda de supremacía -que corroe las profundas raíces morales de Estados Unidos- y el sentido de una misión mesiánica? En vez de valores políticos liberales, los supremacists que hoy dirigen la política exterior de Estados Unidos están más cómodos con los contrastes morales severos. De ahí, su afición por vincular la misión política exterior del país al conflicto apocalíptico entre el Bien y el Mal.

Este nuevo absolutismo moral guía la transición: desde el objetivo de la guerra contra las redes terroristas internacionales hasta una confrontación más amplia con las naciones que conforman el Eje del Mal. Esta moral a gran escala de la política exterior de Bush ha sido también utilizada para justificar su meta final: dominar el Mal rechazando cualquier preocupación por los medios empleados para lograrlo. Tal fin justifica cualquier medio. Aliarse con regímenes opresivos, atropellar los derechos humanos como condición para recibir ayuda norteamericana, violar las convenciones del derecho internacional, provocar "cambios de régimen" y golpear siempre primero: son todos medios aceptables en la interminable guerra contra el Mal.

Nos creemos faro luminoso de valores planetarios

El contenido America First del supremacismo de Bush hace eco y da relieve a la ciudad sobre la colina, esa estructura simbólica que apuntaló las creencias de los Puritanos de América, tal como fue articulada en 1630 por John Winthrop, el primer gobernador de Massachusetts. Durante más de tres siglos, nuestra sociedad ha continuado creyendo en su propia transcendencia moral, aunque nuestra ciudad sobre la colina haya sufrido ya tan notables renovaciones.

Durante buen tiempo, nuestra visión de ser faro moral del mundo explicó las tendencias aislacionistas de Estados Unidos en sus relaciones con Europa. En el siglo XX, especialmente después del comienzo de la Guerra Fría, los valores morales de nuestra ciudad santa fueron vendidos y admirados como esencia de los principios occidentales. Interpretaciones neoconservadoras de la historia, como el Fin de la Historia y el Choque de Civilizaciones, fortalecieron la convicción norteamericana de que nuestra noratlántica cultura judeo-cristiana expresaba lo mejor de la civilización humana y planetaria. Con el reciente auge del pensamiento de la supremacía, Occidente contra el resto del mundo, la imaginación americana se ha volcado hacia los principios de America First y del excepcionalismo. Nuestro nuevo absolutismo moral mira hoy a los europeos como relativistas morales, oportunistas políticos y débiles socios atemorizados de pronunciar el nombre del Mal.

John Winthrop, alguien que desde el pasado lejano puede hablar con autoridad a la supremacista arrogancia de los Estados Unidos, advertía ya en su tiempo que podríamos fallar al hacer de nuestra ciudad sobre la colina un modelo de esperanza y de virtud, tratando falsamente con nuestro Dios. Si así lo hacíamos, decía como admonición, podríamos ser maldecidos.

¿Llegamos ya a un punto crítico? La respuesta la tiene nuestro pueblo

Estados Unidos está padeciendo un complejo de poder que distorsiona las prioridades nacionales. Arropado en la convicción de su supremacía, el gobierno estadounidense fragua sus nuevas directrices de política exterior ignorando el soporte de la retroalimentación global, de la reacción y del impacto de su unilateralismo agresivo.

Las políticas, como la historia misma, están marcadas por ciclos y oscilaciones pendulares. Puede ser que los recientes cambios en la política exterior y militar de Estados Unidos sean el punto crítico para la próxima administración o para el Congreso. Pero las políticas y la historia están también marcadas por puntos críticos cuando la confluencia de los eventos y la intervención humana ocasionan cambios fundamentales en el predominio de ideologías y sistemas. La creación de un marco multilateral para manejar los asuntos globales al final de la Segunda Guerra Mundial fue ciertamente uno de los principales puntos críticos de nuestro tiempo. ¿Será la agenda de supremacía de la actual administración Bush, con su desprecio por la cooperación internacional, con su principio la paz por medio de la fuerza, y con su interminable guerra contra el Mal un momento político pasajero? La claridad de visión y la determinación de la línea dura que rodea a Bush, ¿han establecido ya el marco ideológico y operativo para las relaciones internacionales en los comienzos del siglo XXI? ¿O esta agenda imperial puede retroceder?

En muy gran medida, la respuesta a estas preguntas dependerá de la voluntad de los estadounidenses de ir más allá de su intenso sentimiento de victimización por las secuelas del 11 de septiembre de 2001. Dependerá de la capacidad que tenga nuestro pueblo de comprometerse en una seria búsqueda espiritual que le permita profundizar en su complejo de poder para superarlo. Sólo con estas dos humildades, Estados Unidos podrá recobrar la capacidad de ejercer su poder responsablemente.

INVESTIGADOR DEL INTERHEMNISPHERIC RESOURCE CENTER DE NUEVO MÉXICO (www.irc-online.org)
Y CODIRECTOR DE FOREIGN POLICY IN FOCUS
(www.fpif.org). CON ESTE TEXTO PARTICIPÓ EN EL SEMINARIO CENTROAMERICANO DE ANÁLISIS DE LA REALIDAD ORGANIZADO POR LOS JESUITAS DE CENTROAMÉRICA. EL PROGRESO, HONDURAS. 9-11 SEPTIEMBRE 2002.

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