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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 244 | Julio 2002

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Internacional

Somos responsables del drama del "niño-sol"

Niños y niñas sin ningún derecho en el Sur. Y niños y niñas con todos los derechos en el Norte (... y también en muchos hogares privilegiados del Sur). ¿Qué sociedades se construyen con "niñas-sol"? ¿Qué adultos serán en el futuro los "niños-sol"?

Claude Piron

Un lamento se escucha regularmente en nuestras sociedades occidentales: los jóvenes de hoy son individualistas, no tienen motivaciones profundas, son violentos, obsesionados por las apariencias, por parecer y no por ser. Una de las explicaciones para este fenómeno es el lugar ambivalente que el niño y la niña ocupan en nuestras sociedades. Los colocamos en el centro de nuestro universo. Y a la vez y muy a menudo, no los dejamos enfrentarse solos a sus pulsiones egocéntricas. Sin dejar de poner de relieve los aspectos positivos del nuevo lugar que ocupan hoy en día niños y niñas, es necesario profundizar en la realidad contradictoria de lo que podemos llamar el "niño-sol".


De no ser nadie a ser el centro


Hasta el siglo XX el niño y el joven apenas existían. Eran considerados adultos en pequeño, seres de un estatus inferior, como las mujeres o los proletarios, gente desprovista de cualquier especificidad. La idea de que un niño es alguien importante en sí mismo no se le ocurría a nadie. La pedagogía consideraba a niños y niñas recipientes vacíos que era necesario llenar, y las primeras revistas infantiles de fines del siglo XIX estaban fundamentalmente dedicadas a darles consejos moralizantes. El centro de toda la célula social lo ocupaba el hombre varón, adulto y de buena posición social. Ese hombre era el sol. La mujer, el obrero, la empleada doméstica, también el niño y la niña, eran planetas que gravitaban a su alrededor.

Actualmente, las sociedades occidentales han entronizado al niño en el centro del sistema, otorgándole la posición del sol. Sus padres se inclinan ante él, como la luna y las estrellas lo hacían ante el sol en el sueño bíblico de José. Al niño se dedican miles de textos. Toda clase de instituciones se ocupan exclusivamente de él. Productores y comerciantes lo cortejan. Los catálogos de lujo de las ventas por correspondencia le dedican tanto espacio como a los adultos. Y los bancos los incitan al llegar a la juventud a abrir cuentas que les faciliten manejar su propio dinero.

Un día, cuando yo era pequeño, subía al tranvía cuando una mano me agarró firmemente del brazo para frenarme. Una voz masculina, cordial pero llena de autoridad, acompañaba el gesto: "Primero hay que dejar subir a las damas." Aquel señor mayor que me había puesto en mi lugar, un desconocido, me sonrió con una mirada llena de afecto. No me sentí ofendido, no fue una amonestación que me humillara, fue sólo una información útil para orientar mi conducta futura y, aunque un poco avergonzado, mi más clara experiencia fue que aquel hombre me tenía en cuenta, me reconocía. Qué contraste con esta otra actitud que observé hace poco en un autobús. Una mujer de unos cuarenta años subió con una niña de diez, visiblemente saludable. Tras ellas, subió una anciana septuagenaria. En el bus sólo había un asiento libre. La madre le hizo una señal a su hija para que se sentara y la niña lo hizo sin vacilar un momento. La señora se quedó de pie. Y la anciana también. ¿Quién creerá que el mensaje que esta madre le transmite a su hija, tan frecuentemente repetido a diario va en la dirección de construir una sociedad sana?


El egocentrismo infantil requiere de autoridad y firmeza


El comportamiento respetuoso hacia las personas ancianas que encontramos en la mayoría de las sociedades tradicionales es una señal de madurez afectiva. Una sociedad funciona mejor y ofrece un marco vital más agradable cuando una mayoría de sus miembros accede a esa madurez, que implica haber superado el egocentrismo infantil, punto de partida de nuestra visión del mundo. El niño pequeño es un centro de percepción. Se percibe a sí mismo como el punto hacia el que converge todo lo que ve, siente o escucha. Si él se tapa los ojos con las manos y no ve a nadie, cree que nadie lo ve a él. Como desconoce el hecho de que cada persona es diferente y ocupa un punto distinto en el espacio, el niño proyecta su situación sobre el conjunto del mundo exterior. Por la misma razón, un niño de tres años que ya sabe distinguir su derecha de su izquierda no logra entender que en la persona que tiene enfrente la derecha y la izquierda están invertidas respecto de las suyas.

Entenderlo todo en función de sí mismo es, al inicio de la vida, un comportamiento normal. En una sociedad tradicional, no tardan mucho en sentir que su lugar no es central, el niño y la niña, al principio egocéntricos, que no ocupan el lugar del sol. Pero también se dan cuenta muy pronto que el lugar secundario que se les asigna no tiene nada de dramático: las señales de amor que reciben son suficientemente numerosas para sentir que no ser centro no significa ser abandonado.

Desde hace algunas décadas, en la sociedad occidental ha venido produciéndose un fenómeno inverso. Puestos en el centro por toda la sociedad, el niño y la niña se sienten herederos de derechos reales. Muchos padres saben tomar distancia de esta corriente tan influyente, y logran evitar que su progenie se considere el centro del universo. Pero son más numerosos los niños y niñas rodeados de adultos desamparados, agotados por trabajos estresantes, desorientados sobre sus responsabilidades de educadores en un mundo pródigo en consejos contradictorios. Estos niños no se benefician de las señales de afecto de las que tienen necesidad ni tampoco de la autoridad firme, pero amorosa, que les garantizaría sentirse seguros interiormente. Privados del afecto y de la firmeza a las que tienen auténtico derecho, se sienten compelidos a ejercer de manera abusiva las prerrogativas que les confiere el haber sido colocados en la posición de reyes del universo.

Invitado a una casa, escuché a mi anfitriona preguntarle a su hijo de nueve años a la hora del aperitivo: "Y tú, Juanito, ¿qué quieres tomar?" "Un Martini", le respondió el niño. Y la madre le sirvió un vaso de Martini. Mirando mi sorpresa, me explicó con una sonrisa radiante: "¡Le gusta tanto!" En una zapatería, vi un día a un padre tratando de resistirse a la demanda de su hijo, que le había echado el ojo al par de Nikes más caros de la colección. El padre le explicaba que no tenían dinero, que él estaba sin trabajo, que la situación laboral de su mamá era incierta. Pero el niño no lo escuchaba. Que las palabras de su padre expresaran la realidad que él debía de tener sensatamente en cuenta, le importaba un pito. "Ésos son los que yo quiero", le insistía en el tono de un Rey Sol diciendo: "El Estado soy yo". El padre suspiró, agarró los zapatos y fue a pagarlos a la caja.


Ni todos los derechos ni todas las responsabilidades


Ya Freud nos explicó que la madurez aparece cuando pasamos del principio del placer al principio de realidad. Qué difícil es resistir las muy poderosas fuerzas que en nuestra sociedad conspiran para mantener al joven y a la joven instalados en el principio del placer. Y si se dejan llevar por esta corriente, nunca podrán percibir cuál es su verdadero lugar en el mundo. Sentirán sus deseos como derechos y se resistirán a desocupar el centro, a admitir que no son el sol.

En muchas familias, en torno a este pequeño sol gravitan planetas que carecen de conciencia de las necesidades esenciales que el joven y la joven experimentan. Y aunque ciertamente estos adultos se preocupan de la salud de cuerpo, de su formación intelectual, de la satisfacción de sus necesidades básicas, ninguno tiene en cuenta la necesidad que tienen el niño y la niña de ser colocados en su lugar, lo que quiere decir no estar en el lugar de quien tiene todos los derechos ni tampoco en el lugar de quien no tiene ningún derecho. Tampoco en el lugar de quien debe asumir todas las responsabilidades solo. Y es que una de las paradojas de la posición solar es que al niño se le hace con mucha facilidad responsable de administrar su propia vida a una edad en la que aún no tiene la madurez que para hacerlo necesita.

Muchos padres, incapaces de ver lo esencial, intentan ocultar esta carencia aturdiendo al niño y a la niña con actividades. Cuántos niños y niñas de seis, siete años, se ven sometidos a una carrera desenfrenada, yendo de la escuela al curso de inglés y de allí a la clase de danza, a la del instrumento musical, al yoga y a la natación, privados de tiempo para soñar o para jugar con un palo y piedras, con juguetes que ellos mismos inventan o fabrican. Cuántos niños y niñas se ven aturdidos por una abundancia de explicaciones y de informaciones que sobrecargan su inteligencia, y que terminan facilitándoles únicamente hacer realidad sus caprichos, sin tener que chocar nunca con barreras inconmovibles, las únicas que forman y fortalecen la voluntad. Así, estos jóvenes reyes viven su posición central como una total ausencia de límites en la que cargan con una pesada mochila de datos a la vez que con una inmensa frustración.


Criamos adolescentes frustrados


En las familias arrastradas por esta corriente dominante, la adolescencia, período de la vida siempre difícil aun en condiciones ideales, exaspera la frustración y refuerza la convicción de ser invulnerables, sentimiento muy propio de cualquiera que se sienta Sol y Rey. Cuando se les ha criado así, ¿debe sorprendernos que un joven australiano prenda fuego a los bosques porque le da la gana, que un joven americano o europeo ametralle a sus compañeros y a sus profesores en la escuela para experimentar nuevas emociones, que un joven francés extorsione o abuse de niños más pequeños? ¿Debe sorprendernos que el comportamiento sexual de las jóvenes o la manera de conducir una moto o un vehículo los jóvenes estén totalmente desprovistos del sentido de la responsabilidad, lo que implicaría haber salido antes del egocentrismo, una etapa aún pendiente en sus vidas?

Para entender lo que les está pasando, el adolescente y la adolescente consideran que los adultos les reprochan ser como son y actuar como actúan. Y experimentan cualquier crítica como profundamente injusta. No dejan de tener alguna razón: son víctimas. Sin poder explicitarlo, porque todas estas situaciones las viven como sumergidos en una espesa y confusa niebla, el muchacho y la muchacha sienten que nunca tuvieron aquello de lo que tenían necesidad. Tenían necesidad de ayuda para poder pasar del egocentrismo a la aceptación de su verdadero lugar en el mundo. Tenían necesidad de que les enseñaran el arte de asumir las propias frustraciones.

Tenían necesidad de ser guiados por una mano tan cariñosa como firme, que en un clima de respeto mutuo y de amor no les tolerara transgredir los límites definidos. Tenían necesidad de silencio y de vivir situaciones en las que poder desplegar su creatividad. Y en vez de eso, los inundaron de juguetes y los hartaron de espectáculos televisivos que no dejaron ningún lugar a su imaginación creadora. Tenían necesidad de padres que estuvieran cerca de ellos educándolos, pero sus padres adoptaron la fácil solución de confiarle esta tarea trascendental a educadores profesionales.


Ser o tener, soñar o consumir


Aplastados por una publicidad que explota su falta de defensas y en la que el mensaje predominante es "Exige esto y serás feliz", los niños y las niñas viven en una sociedad al servicio del dinero. El anuncio comercial mata lo maravilloso, del mismo modo que la imagen impuesta mata las armonías espontáneas que nacen de la escucha atenta. Hay dos generaciones. Hace años, el elefante Babar entrenó a los niños en un mundo fantástico, en un universo imaginario, estimulante y reconfortante. Ese mundo activaba el hemisferio derecho de sus cerebros. Después, apareció la línea de perfumes Babar, los calcetines Babar, las camisetas Babar, que arrancaron al simpático elefante del mundo de los sueños y las fantasías para instalarlo en el calculador hemisferio izquierdo de sus cerebros. ¡Y se acabó lo maravilloso!

El éxito de los libros de Harry Potter puede explicarse como una compensación ante tan terribles frustraciones. Pero, Mammon, el dios del dinero, no tardó en precipitarse sobre este "mago salvador". Y tras los libros vino la película, la imagen impuesta que impide soñar, seguida de una interminable caterva de objetos y accesorios vendibles con la imagen de Harry Potter, asegurando así que lo mítico y lo fantástico sean devorados por la insignificancia cotidiana. Pobre sociedad la nuestra, que no busca más que sustituir, en una terrible operación esterilizadora, al niño asombrado ante lo maravilloso por el consumidor niño-sol.

Se esconde tras todo esto otro gran peligro. Cuando no se puede ser, uno busca tener. El pedófilo busca la infancia que nunca tuvo. Y al no poderla encontrar en el nivel del ser, la quiere poseer. Queriendo reencontrar sus primeros años atrapa a un niño o a una niña, los priva de su infancia, causándoles un grave daño sicológico que será bien difícil de reparar. Al abusar sexualmente de un niño o de una niña los arranca de su verdadero lugar en el mundo. Al niño y la niña, que son sujetos, los convierte en objetos.


Cada uno está seguro de su inocencia


¿Tendremos que admitir que la sociedad humana funciona al modo binario con el que funcionan los niños más pequeños, poseedores de una inteligencia que no puede manejar más que conceptos opuestos, extremos y simétricos, una inteligencia que siempre evoluciona con movimientos pendulares que van de un extremo al otro? El niño, la niña, han pasado muy recientemente de estar en la nada a estar en el centro, sin que les hayamos sabido dar su justo lugar, ubicado en alguna parte entre estos dos extremos.

Lo peor de la situación actual es que los intereses individuales se han amparado tras esta revolución copernicana, y son estos intereses mercantiles -las fuerzas del dinero- las que determinan los trazos que marcan el ambiente de nuestra sociedad. Hoy, quienes tienen más dinero son quienes tienen también la capacidad y los medios para influir más decisivamente en la cultura masiva. Concentrados en sus propios intereses, no se preocupan por las consecuencias que sus opciones tienen en el conjunto de la sociedad. Si uno les dijera a quienes producen y emiten programas de dibujos animados violentos de la mañana a la noche o a los organizadores de desfiles de moda infantil que de este modo están fabricando el desencanto y la frustración de las generaciones de mañana, nos mirarían como locos, o al menos como exagerados demagogos. Y es que cada quien, individualmente, está seguro de su inocencia. Sin embargo, las opciones de ese conjunto de "inocentes" determinan un clima de efectos perversos. Estados Unidos, donde la población infantil constituye un enorme mercado, es un país plagado de terribles dramas causados por la llegada al escenario social del niño-sol.


Hay logros en esta revolución copernicana


Toda esta reflexión no es más que una de las caras de la moneda. Que los niños y las niñas hayan salido de la sombra en donde los tenía escondidos la sociedad de antaño para interesarse por ellos, para escucharlas, para tenerlos en cuenta, es una mutación positiva de un alcance enorme para la humanidad. Los sicólogos escolares a los que actualmente pueden dirigirse los niños cuando tienen problemas o los números telefónicos que tantas jóvenes pueden marcar para compartir de forma anónima y a una voz amiga sus angustias, sabiendo que serán escuchadas sin ser juzgadas, representan avances innegables. Todos los logros en el campo de la pedagogía para fomentar el despertar sensorial, para una mejor comprensión de las formas en que los niños experimentan lo que dicen y lo que hacen los adultos, al igual que un mejor diagnóstico de problemas infantiles y juveniles que en otros tiempos pasaban largamente desapercibidos, son verdaderos triunfos, muy valiosos para asegurar una mejor vida a las generaciones futuras.

Los beneficios derivados del nuevo lugar que el niño y la niña han alcanzado en nuestra sociedad son realmente innumerables. Pensemos en la actuación de payasos, embajadores de la risa, en los hospitales infantiles; en el redescubrimiento del valor de los cuentacuentos, que reviven la magia de la tradición oral; en la introducción del entrenamiento en auto-hipnosis para aliviar el dolor de niños enfermos que no pueden ser calmados con ningún medicamento. Pensemos en tantos espectáculos gratuitos para la población infantil, en la adaptación al lenguaje y al desarrollo infantil y juvenil de tantas obras maestras de la literatura, en tantas escuelas en las que se hacen esfuerzos para enseñar a niños y a niñas a escucharse mutuamente, y a descubrir así el arte de la democracia en la práctica y en la vida diaria. Son muchísimos los avances que estamos viviendo, y todos ellos tendrán consecuencias que deben alentarnos. Es también alentador el gran número de padres que comprenden hoy mejor que antes lo que sus hijos necesitan y se esfuerzan en asegurarles una educación digna de este nombre.


¿Optimistas o pesimistas?


Aunque todas estas evoluciones positivas mejoran en gran medida a una sociedad, no forman parte del rostro más visible de la nuestra. ¿Qué porcentaje representan todos estos elementos positivos en el conjunto de la realidad social? ¿Ofrecen un contrapeso suficiente a los efectos perversos que observamos en el rostro más visible de nuestra sociedad? Resulta muy difícil medirlo. Los pesimistas confunden a toda la sociedad con su rostro más visible. Los optimistas piensan que los avances que no hacen ruido son mucho más importantes, y que las familias donde niños y niñas se benefician de una educación sana, la que conduce a una maduración afectiva, son mucho más numerosas que lo que podría parecer con una mirada superficial.

Programado en sus millones de años de evolución para identificar lo que no funciona, lo que no sirve, para así aportar los correctivos necesarios y hacer los cambios para que funcione bien, el cerebro humano se concentra naturalmente, con facilidad, en lo negativo, considerando lo que va bien y lo que funciona como algo adquirido, parte de sí mismo. Es imposible poner de acuerdo a pesimistas y a optimistas. Lo que sí podemos hacer es tener esperanza. Y concretar esa esperanza actuando, cada uno en su pequeño espacio de mundo, para favorecer las tomas de conciencia individuales que puedan ir enfrentando las tendencias más nocivas de la sociedad actual. Alentar el egocentrismo es suicida.

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