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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 242 | Mayo 2002

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Centroamérica

Somos territorios de delincuencia en ascenso

La delincuencia crece a diario en cada uno de nuestros países y nos enfrenta ante graves dilemas que comprometen el futuro. Nos coloca ante dos vías: castigar o prevenir. Para prevenir con éxito tenemos que ir a fondo en las causas de la espiral de la delincuencia. La otra vía, castigar, “criminalizar a los pobres”, puede destruir nuestras sociedades.

Bernardo Kliksberg

Los índices de criminalidad de Centroamérica y de toda América Latina se han disparado en las dos últimas décadas. Según señala la revista “The Economist”, todas las ciudades de la región son hoy más inseguras que diez años atrás.

CLIMA DE ALERTA EN ASCENSO

La ciudadanía tiene una sensación de inseguridad en la gran mayoría de los centros urbanos. Incluso ciudades consideradas tradicionalmente “seguras” han visto rápidos deterioros en la situación. El problema aparece en todas las encuestas de opinión como uno de los que más preocupan a la población. Existen ciudades donde porcentajes significativos de la población han tenido la experiencia de un asalto, un robo en un taxi, u otras formas de ataque delictivo. La población se pregunta con ansiedad qué está sucediendo, cómo puede enfrentarse, qué puede esperarse.

Estos climas de alarma generalizada son propicios a la aparición de tesis extremas, que encuentran receptividad ante la desesperación que surge de amplios sectores que desean resultados rápidos. A pesar del apremio, es imprescindible mejorar la calidad del debate actual sobre un tema tan importante. Se hacen necesarios análisis basados en evidencia seria sobre las características del problema. Es indispensable contar con estudios objetivos que superen las consignas sobre los factores que están impulsando estos inquietantes desarrollos. Es preciso también tener en cuenta la vasta experiencia internacional al respecto. Sólo sobre la base de un acercamiento profundo a la complejidad del problema, será posible diseñar soluciones que tengan efectividad real.

UNA VERDADERA EPIDEMIA

Los datos disponibles no dejan lugar a dudas sobre la gravedad del tema. Se estima que en América Latina, la población sufre 30 homicidios por año cada 100 mil habitantes. Es una tasa que multiplica por seis la de los países que tienen una criminalidad moderada, como la mayoría de los países de Europa Occidental. La magnitud de la criminalidad en la región, ha determinado que sea considerada “epidémica”: la instalación de un problema estructural que se está propagando.

Las tendencias son muy preocupantes. En los años recientes las tasas tienden a ascender. Los estudios del BID y de otras organizaciones indican que América Latina es hoy la segunda zona con más criminalidad del mundo después del Sahara Africano. En la encuesta Latinbarómetro 2001, realizada en 17 países de la región, cuatro de cada cinco entrevistados dijeron que la delincuencia y la drogadicción habían aumentado mucho en sus países en los últimos tres años. El porcentaje es superior al que se obtuvo en 1995 en una edición similar de la encuesta: 65%.

Más alarmante aún: dos de cada cinco señalaron que ellos o un miembro de su familia habían sido objeto de un delito en los últimos doce meses.

Prestigiosas instituciones internacionales, como la Organización Panamericana de la Salud, consideran que la criminalidad de la región es un problema central de salud pública. Las estadísticas señalan que, entre otras consecuencias, se ha transformado en una de las principales causas de muerte de población joven. En algunos países ha contribuido, en algunos períodos, a la reducción demográfica de la población joven de ciertos niveles de edad.

GASTOS COLOSALES EN SEGURIDAD

La reacción frente a un fenómeno que amenaza directamente la vida cotidiana de buena parte de la población ha sido de envergadura. Datos recientes del BID (2001) estiman que Brasil gasta anualmente entre los fondos públicos, destinados a seguridad, y los gastos privados para garantizarla, 43 mil millones de dólares anuales, lo que representa el 10.3% del PIB nacional. En ciudades como Río de Janeiro y Sao Paulo, el número de homicidios cada 100 mil habitantes dobla casi la muy elevada media de toda la región. El gasto que se dedica a seguridad en Brasil es mayor que toda la riqueza producida en un año por una de las economías más vigorosas de la región, la de Chile. En Colombia, la dedicación de recursos públicos y privados a seguridad es aún mayor. Se estima que se gasta en este rubro el 24.7% del PIB. En Perú, la asignación de recursos de la economía, a este rubro, significa el 5.3% del PIB.

El gasto en seguridad está subiendo fuertemente en casi toda la región. En economías como las latinoamericanas que están luchando duramente para conseguir tasas de crecimiento que superen el 3-4% anual, dedicar proporciones tan importantes del producto nacional a este problema implica un peso fenomenal para la economía y una sustracción en gran escala de recursos que se necesitan con apremio para actividades productivas.

INDAGANDO CAUSAS

¿Por qué tan preocupantes tendencias? ¿Qué ha llevado a estas sociedades a tales niveles de desarrollo de la delincuencia, catapultándolas a convertirse en algunas de las más riesgosas de todo el planeta? ¿Por qué a pesar de la enorme inversión en seguridad pública y privada y del fuerte crecimiento de la población carcelaria, las tasas de criminalidad no están retrocediendo sino por el contrario han aumentado?

El tema es de gran complejidad, y requiere ser abordado desde diversas perspectivas. Son imprescindibles análisis desde la economía, el desarrollo social, la cultura, la educación, los valores y desde otras dimensiones. Además, el fenómeno debe desagregarse. Hay diversos circuitos de criminalidad operando en la región. Uno muy relevante que ha crecido notablemente, según todos los indicios, es el vinculado a la droga, problema mundial, de múltiples implicancias y ampliamente estudiado. Pero buena parte de la criminalidad común tiene otras características. Son delitos cometidos en una alta proporción por jóvenes. Su tasa asciende, y forman parte desafortunadamente de la crónica periodística diaria de casi todas la sociedades de la región.

POR TAN ALTAS TASAS DE POBREZA

Es imposible dejar de observar que sin dejar de lado variables históricas, culturales, demográficas, y otras, los índices de la criminalidad centroamericana y latinoamericana han subido paralelamente al deterioro de los datos sociales básicos en las ultimas décadas.

Según señalan los análisis de la CEPAL, en América Latina la pobreza ha crecido en términos tanto absolutos como relativos. Las cifras indican que el número de pobres es hoy mayor que en 1980. Asimismo, ha subido el porcentaje que los pobres representan en el conjunto de la población, acercándose ya a ser la mitad de la población total. Se han elevado las tasas de desempleo abierto, que hoy promedian el 11%.

Los análisis del PREALC de la OIT (1999), subrayan que otro desarrollo muy preocupante es la degradación de la calidad de los trabajos disponibles. Cerca del 60% de la mano de obra activa trabaja hoy en el sector informal, la gran mayoría en tareas autogeneradas para sobrevivir, con pocas posibilidades de futuro, sin apoyo tecnológico ni crediticio. Como consecuencia de todo ello, la productividad de estos trabajos es de un cuarto a un tercio de la productividad de los puestos de trabajo en la economía formal. Los ingresos de los informales han tendido a reducirse. Ganan cada vez menos en poder adquisitivo, y trabajan más horas.

A todo ello se suman graves problemas de cobertura y acceso de amplios sectores de la población a servicios adecuados de salud pública y educación y a la vivienda. Uno de cada cinco partos se hace sin asistencia médica de ningún tipo, lo que lleva a una tasa de mortalidad materna que es cinco veces la que existe en el mundo desarrollado. El deterioro social se expresa también en deficiencias nutricionales severas. Según el Panorama Social de la CEPAL 2000, la tercera parte de los niños de América Latina de menos de dos años de edad, están hoy en situación de “alto riesgo alimentario”.

LA ZONA DEL PLANETA CON MAYORES DESIGUALDADES

La pobreza latinoamericana no tiene explicaciones fáciles. No obedece a la escasez de recursos naturales o a grandes guerras como en África. Se trata de una zona privilegiada, de inmensas reservas de materias primas estratégicas, grandes posibilidades de generación de energía barata, excelentes potenciales para la producción agropecuaria, y una muy buena ubicación geoeconómica. Los factores naturales están a favor. Tampoco ha sido escenario de guerras cruentas como Europa o África.

El deterioro social está ligado a múltiples factores, pero uno de los más influyentes, según indican numerosas investigaciones, es el aumento de las polarizaciones sociales, que ha llevado a considerar a América Latina el continente más desigual de todo el planeta. El 10% más rico de la población tiene 84 veces el ingreso del 10% más pobre, y la región presenta el peor coeficiente de desigualdad en la distribución de los ingresos. Asimismo, registra pronunciadas desigualdades en el acceso a la tierra y a otros bienes de capital, en la posibilidad de obtener créditos y en el campo educativo. Según estudios del BID (1999), mientras la escolaridad promedio de los jefes de familia del 10% más rico de la población es de doce años, la del 10% más pobre es de cinco años. Esta brecha de siete años va a tener efectos muy graves en las oportunidades de conseguir trabajo, en lo que unos y otros van a ganar, y en otros múltiples planos de la vida.

La desigualdad aparece como la traba fundamental para que en la región pueda darse un crecimiento económico sostenido. La acentuación de las polarizaciones sociales ha tenido también como consecuencia la crisis que experimentan los estratos medios en diversos países. Este sector de la sociedad clave para el desarrollo, se ha visto muy afectado en las dos últimas décadas. Caso paradigmático es el de Argentina, poseedora históricamente de una amplia clase media. Se calcula que siete millones de argentinos dejaron de ser clase media en la década de 1990-2000, pasando a ser pobres. Pero no sólo es en Argentina, por toda la región ha crecido significativamente un nuevo estrato social indicador de movilidad descendente: los “nuevos pobres”.

EL AMARGO SABOR DE LA EXCLUSIÓN

Las amplias desigualdades generan, como es notorio, agudas tensiones sociales. La población las resiente con fuerza en las encuestas de opinión. Tiene conciencia de su envergadura y las considera en forma ampliamente mayoritaria, injustas e inaceptables. La convivencia de privaciones agudas por la pobreza y las amplias brechas sociales crean un clima social de alta conflictividad potencial.

En ese clima se están dando los desarrollos actuales en materia de delincuencia. Sin caer en simplificaciones, es imposible dejar de observar que este clima crea una serie de condiciones propicias a esos desarrollos de modo directo e indirecto. Una de las más estudiadas recientemente es la sensación de amplios sectores de que han pasado a ser excluidos, que se hallan fuera de los marcos de la sociedad. Los estudios disponibles permiten ver como algunos componentes de este proceso de deterioro social inciden directamente sobre el aumento de la criminalidad. Se observan significativas correlaciones estadísticas en tres áreas, que no agotan de ningún modo la causalidad de la criminalidad pero que aparecen como claves para entenderla.

EL EXTENDIDO DESEMPLEO JUVENIL

La primer área ha sido estudiada con frecuencia. Hay una correlación clara entre el ascenso de la delincuencia y las tasas de desempleo juvenil. Análisis de los últimos años en varias ciudades de los Estados Unidos demuestran claramente que el descenso de las tasas de delincuencia ha tenido como razón esencial los buenos niveles en las tasas de empleo y en el aumento de los salarios mínimos de la economía. En América Latina la tendencia ha sido inversa. Las elevadas tasas de desempleo general son aún mucho mayores entre los jóvenes. En muchos países el desempleo juvenil duplica y hasta triplica la tasa de desempleo promedio, superior al 20% en buena parte de la región.

Los salarios mínimos, por otra parte, han perdido marcadamente su poder adquisitivo. Esto significa que un amplio sector de la población joven no tiene posibilidades de insertarse en la economía, o sólo puede alcanzar ingresos que las colocan muy por debajo del umbral de la pobreza.
El potencial explosivo de estas situaciones es muy amplio. Se hace aún más intenso cuando el desempleo es por períodos prolongados, forma de desempleo típica hoy en la región. Según los análisis del premio Nobel de Economía Robert Solow, los desempleados en estas condiciones tienden a abandonar del todo la búsqueda de trabajo. Su autoestima personal está muy dañada por la situación de desempleo, su personalidad se resiente y deciden no buscar trabajo para evitar nuevos rechazos que puedan afectarlos aún más cuando se sienten tan vulnerables. También tienden a retraerse socialmente.

EL DETERIORO FAMILIARY LA VIOLENCIA EN EL HOGAR

Una segunda área de correlaciones intensas es la que vincula deterioro familiar con delincuencia. Una investigación realizada en Estados Unidos sobre criminalidad juvenil examinó la situación familiar de una amplísima muestra de jóvenes en centros de detención juvenil. Verificó que más del 70% provenía de familias desarticuladas, con padre ausente. En América Latina, un estudio en una de las sociedades con mejores récords sociales como es Uruguay, encontró similar correlación. Dos terceras partes de los jóvenes internados por delitos venían de familias con un solo cónyuge al frente.

La familia es una institución totalmente social decisiva en la prevención del delito. Si una familia funciona bien, impartirá valores y ejemplos de conducta en las edades tempranas que serán después fundamentales cuando los jóvenes se encuentran ante encrucijadas y tengan que elegir. Si la familia entra en proceso de desarticulación deja de cumplir esa función.

En Centroamérica y en América Latina esta institución clave en la acción antidelictiva está sufriendo severos deterioros bajo el impacto de la agravación de la pobreza. El fenómeno es complejo, pero las cifras indican que numerosas familias pobres y de clase media sufren tensiones extremas y privaciones económicas graves ante períodos de desempleo prolongado que terminan por desarticular la familia. Se estima que más del 20% de las familias de la región son hoy núcleos donde sólo ha quedado al frente la madre. Se trata en su gran mayoría de mujeres pobres, que defienden con gran coraje a sus hijos pero que deben hacerlo en condiciones durísimas. También están ascendiendo en toda la región los índices de violencia doméstica, realidad que responde a múltiples razones, una de ellas, de alta incidencia, el gran estrés socioeconómico que sufren numerosos hogares. La violencia en el interior del hogar puede convertirse en un estimulante agudo de la insensibilización ante el ejercicio de la violencia en el exterior del hogar.

LA CRISIS EN LA EDUCACIÓN

Una tercera correlación es la observable entre niveles de educación y criminalidad. La tendencia estadística que ya no admite excepciones es ésa: si aumentan los grados de educación de una población, descienden los índices delictivos. A pesar de importantes esfuerzos en materia educativa, los problemas en América Latina son aún agudos.

Si bien se ha conseguido que la gran mayoría de los niños se matriculen en primaria, casi un 50% deserta antes de completarla. Asimismo, son altas las tasas de repetición. La deserción y la repetición están vinculadas a la pobreza, que lleva a que más de 17 millones de niños y niñas latinoamericanos menores de 14 años trabajen obligados por la necesidad. A ellos y a quienes padecen de desnutrición y otras carencias les resulta muy difícil cursar estudios. El promedio de escolaridad de la región es de solo 5.2 años, menor que los años de una primaria completa. Estos tres grupos de causas -alto desempleo juvenil, familias desarticuladas y bajos niveles de educación- están gravitando silenciosamente día a día sobre las tendencias en materia de delincuencia. A su vez, forman parte del cuadro más general de pauperización de la región.

Resulta imposible no vincular, por ejemplo, el aumento de la criminalidad en la Argentina, hace décadas una sociedad con índices muy bajos, con el hecho de que según se estima la población pobre pasó de ser de un 5% a inicios de los 70, a ser un 41% actualmente y a que las desigualdades crecieron pronunciadamente en la década de los 90.

LA VÍA PUNITIVA

¿Qué hacer frente a una situación que constituye una amenaza concreta para la vida cotidiana en las grandes ciudades y que deteriora profundamente la calidad de vida de la gente? ¿Cómo enfrentar la escalada de la criminalidad, agravada año tras año en la última década? ¿Qué hacen otras sociedades? Si bien hay una gama enorme de propuestas, es posible diferenciar dos grandes posiciones que tienen representación muy fuerte en el debate público en la región.

La primera, la que podríamos llamar “la vía punitiva”, pone el énfasis en adoptar urgentemente medidas de acción directa. Aboga por aumentar el número de efectivos policiales, dar mayor discrecionalidad a la policía, modificar los códigos penales para reducir las garantías que “obstaculizan” el trabajo policial, aumentar el gasto en seguridad. Plantea bajar la edad de imputabilidad, hacer responsables y encarcelables a los niños desde edades muy tempranas. Incluso, llega a proponer hacer responsables de sus delitos a los padres. En versiones muy extremas de esta tesis, ha aparecido en algunos países lo que diversos organismos de derechos humanos nacionales e internacionales han denunciado como la ejecución extrajudicial de delincuentes o sospechosos y hasta grupos de exterminio organizados. Se propugna castigar muy duramente cualquier falta, sosteniendo que la mejor educación para el joven delincuente es el castigo duro.

LA VIA PREVENTIVA

La otra posición, que podría denominarse “la vía preventiva”, señala que el camino anterior es equivocado y está llevando a lo contrario de lo que busca. Aunque obtiene algunos efectos de corto plazo, son siempre aparentes y pasajeros. A mediano y largo plazo los índices delictivos siguen subiendo. La posición es expuesta con gran vigor, y amplia evidencia empírica entre otros por Louis Wacquant en una obra reciente, “Las cárceles de la miseria” (Ediciones Manantial, 2000). Wacquant, renombrado Investigador del Colegio de Francia y Profesor Asociado de la Universidad de Berkeley, analiza los datos, el debate mundial, los estudios de las principales universidades y centros de todo el mundo y plantea que la punición da resultados muy pobres.

De hecho, la población carcelaria de los países que la practican crece rápidamente, y es lo que está sucediendo en América Latina. Esto genera lo que denomina un Estado hipertrofiado en el área de la represión que no disminuye los delitos. Al revés, subraya, “es sabido que el encarcelamiento además de afectar prioritariamente a las capas más desprovistas, desocupados, precarios, extranjeros, es -en sí mismo-una tremenda máquina de pauperización. Al respecto, es útil recordar sin descanso las condiciones y los efectos deletéreos que la detención tiene en la actualidad, no sólo sobre los reclusos sino también sobre sus familias y sus barrios”.

Destaca Wacquant que a América Latina se le está “vendiendo” una visión no correcta de la realidad. Y que, por ejemplo, no se conoce mayormente en la región la experiencia de las ciudades de Estados Unidos que realmente han tenido más logros en una reducción seria de la delincuencia, como San Diego y Boston, que optaron por un enfoque netamente preventivo, haciendo participar a toda la comunidad y a las Iglesias en la lucha contra la delincuencia y desarrollaron vigorosos programas de apoyo a los jóvenes desfavorecidos. Su ejemplo ha sido adoptado por múltiples ciudades americanas y tienen una tasa de policías por habitante mucho menor que las ciudades que enfatizaron la vía punitiva.

Advierte Wacquant que en el ascenso de la delincuencia hay varios desarrollos interrelacionados: el retiro del Estado de la economía en diversos países, el debilitamiento en ellos del Estado social, el crecimiento de una masa creciente de excluidos ligado a estos dos factores, y la aparición, como alternativa, de lo que llama el “Estado penitenciario”.

ES MÁS BARATO EDUCAR QUE REPRIMIR

La presión social ante el ascenso de los hechos delictivos es muy grande en América Latina. Se crea así un terreno fácil para la aparición de propuestas demagógicas que ofrecen salidas rápidas. Ante el miedo y la incertidumbre, la tesis punitiva tiene amplias posibilidades de prosperar. Sin embargo, es necesario mirar más lejos y tener en cuenta seriamente la experiencia mundial.

A pesar del incremento acelerado de los gastos en seguridad pública y privada en los países de la región, y de la “flexibilización” de garantías jurídicas y procesales en muchos casos, la ola delictiva no retrocede. Es necesario inferir que estas políticas no están tocando las causas de fondo. Exceptuando los circuitos delictivos que son empresas criminales organizadas -como el de la droga y otros, que requieren una respuesta contundente de la sociedad, que tiene todo el derecho a defenderse de ellos-, una parte importante de los delitos está estrechamente ligada al cuadro general de deterioro social y al crecimiento de la pobreza y la desigualdad. Atacar los factores estratégicos requiere que las sociedades inviertan mucho en aumentar las oportunidades ocupacionales para los jóvenes, en crear espacios para los millones de jóvenes que están hoy fuera del mercado de trabajo y del sistema educativo, en expandir sus posibilidades de acceso a actividades culturales y deportivas, en desarrollar políticas sistemáticas de protección a la familia y en fortalecer la educación pública.

Joseph Stiglitz, ex-Vicepresidente del Banco Mundial y Premio Nobel de Economía, ha señalado que de acuerdo a estudios de costos, en el caso de Estados Unidos, arrestar a un delincuente joven, juzgarlo y encarcelarlo, es mucho más costoso que haber invertido para que tuviera la posibilidad de contar con una beca para estudiar, con la diferencia notable de que lo segundo reduce la tasa de criminalidad, y lo primero no. El mismo razonamiento parece, según los datos, tener plena validez en América Latina.

Éste es un desafío que debería concitar una acción colectiva. Estado y sociedad civil deben sumar sus esfuerzos para llevar adelante un gran esfuerzo concertado de acción comunitaria orientado a crear oportunidades de trabajo y desarrollo para los desfavorecidos.

CRIMINALIZAR LA POBREZA: GRAVÍSIMO ERROR

Si se olvida, como se está haciendo en diversos países centroamericanos y latinoamericanos, un debate a fondo sobre las causas estructurales de las alarmantes tendencias delictivas, se concentrará la acción en la mera punición y se pondrán entre paréntesis derechos básicos del sistema democrático para facilitarla. Se está corriendo un gravísimo riesgo. Se está avanzando en un camino que, de hecho y aún sin proponérselo, está “criminalizando la pobreza”. Esto significa que los desfavorecidos pasarán a ser vistos crecientemente como “sospechosos en potencia” que deben ser encerrados tras barreras protectoras.

Un líder indígena del continente explicaba recientemente que ellos son los más pobres de los pobres. Y afirmaban que cuarenta millones de latinoamericanos que viven en pobreza extrema -entre ellos, los indígenas- están teniendo la impresión de que se ha implantado un nuevo delito que él llamaba “portación de cara”. Con frecuencia, son indagados o vistos -incluso detenidos- con una suspicacia causada sólo por su rostro y por su aspecto. Sería muy terrible para el perfil de una sociedad libre y plena de oportunidades a la que aspiran los pueblos de la región que quienes más sufren el deterioro económico y social, en lugar de ser apoyados y ayudados, sean discriminados y aislados.

Centroamérica y América Latina se hallan en una verdadera encrucijada histórica ante el angustiante problema del ascenso de la delincuencia. ¿Por qué camino optarán? ¿El que va en la dirección de la criminalización de la pobreza, o el que conduce a la integración social? Corresponde profundizar en este debate trascendental, reemplazar las consignas prejuiciadas y los efectismos por datos serios, apuntar a las causas estructurales del problema, y tener en cuenta que lo que en definitiva se está jugando es nada menos que la calidad moral básica de nuestras sociedades.

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