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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 220 | Julio 2000

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Centroamérica

¿Democracia en la región? Una década de paradojas

¿Es válido hablar de nuevas democracias en Centroamérica cuando el modelo que se aplica promueve la exclusión económica y política, cuando el mercado margina y la cultura discrimina? La década de los 90 está plagada de contradicciones y paradojas que revelan la persistencia de prácticas y estilos antidemocráticos.

Salvador Martí Puig

La década de los 90 empezó para Centroamérica con buenas noticias y con la atención del resto del mundo puesta en el istmo: el proceso de paz parecía encauzarse. La victoria de Violeta Barrios de Chamorro en las elecciones nicaragüenses de febrero de 1990 significó el fin de la guerra de agresión de Estados Unidos y la desmovilización de "la Contra". Poco después, en 1992, se sellaría en Chapultepec, México, el fin de doce años de guerra civil en El Salvador. Ambos acontecimientos generaron una dinámica conciliadora que desactivó uno de los conflictos regionales más críticos de la década de los 80. Desactivación que llegaría a mejor puerto con la progresiva desmilitarización de Honduras y, en 1996, con la rúbrica de los acuerdos de paz en Guatemala.

Este paisaje difícilmente hubiera sido imaginado, ni por los más optimistas, pocos lustros antes. Tanto la ola de transiciones de dictaduras a regímenes de democracia liberal en El Salvador, Honduras y Guatemala como el triunfo y la rápida erosión de la revolución sandinista sorprendieron a la mayoría de los científicos sociales.


Ni cultura cívica ni modernidad ni independencia

Todas las teorías elaboradas sobre los "cambios de régimen" se han centrado en el estudio de determinados factores (la cultura política, la modernización, la dependencia de la economía) y su previsible cambio. Los estudiosos exponían que si estos tres factores mutaban, también podrían hacerlo los regímenes, abriéndose la posibilidad de que aparecieran sistemas democráticos.

Pero en Centroamérica, el paso de la guerra a la paz, y de la dictadura a la democracia, no vino acompañado de ninguna transformación –en el sentido positivo- de los "factores" en cuestión. Las experiencias represivas y autoritarias en El Salvador, Guatemala y Honduras no han consolidado precisamente una "cultura cívica". La guerra y las políticas económicas implementadas durante los años 80 no condujeron ni a un crecimiento económico equilibrado ni a mayor equidad. Y en cada uno de los países centroamericanos se ha incrementado la dependencia y subordinación -tanto política como económica- a los Estados Unidos y a la comunidad de países donantes.

Fueron dos fenómenos -uno de naturaleza internacional y otro interno- los que, a partir de los 90, transformaron el contexto político de la región centroamericana. Por un lado, la aparición de un mundo unipolar donde desaparecía la "amenaza" soviética -y con ella, la política contrainsurgente promovida por la administración estadounidense- y por otro lado, la profunda deslegitimación -por su ineficiencia y por sus costos morales y sociales- de los regímenes autoritarios y despóticos que habían imperado en El Salvador, Guatemala y Honduras, y el agotamiento -tanto por el acoso estadounidense como por su dinámica polarizadora- de la revolución sandinista en Nicaragua.


Por fin, paz y libertad

A inicios de los años 90, el optimismo imperaba: la democracia liberal era el único desenlace posible en la región. Parecía que, finalmente, después de tantos años de conculcación de libertades y derechos, los centroamericanos gozarían de un orden político respetuoso de las leyes y conforme con los resultados emanados de las urnas. En este contexto, hubo incluso quienes proclamaban ya el fin de uno de los elementos más recurrentes en la vida pública centroamericana: la violencia política. Se trataba, por primera vez en la historia, de la posibilidad de crear una "utopía desarmada", tal como expresó el mexicano Castañeda, en 1994, en su célebre obra.

En medio de un mundo geopolíticamente unipolar, Centroamérica parecía haber conquistado dos de los grandes anhelos de su historia: paz y libertad. Conquistas anunciadas desde una retórica de modernidad -¿postmodernidad quizás?-. ¿Quedaron satisfechas las expectativas generadas? La década de los 90 ha estado repleta de paradojas.


Debilidad institucional en Nicaragua

Aunque la década de los 90 empezó con notable optimismo ante la posibilidad de encauzar los varios procesos de paz gestados a raíz del Acuerdo de Esquipulas II, ya a mediados de 1992 reaparecían viejos fantasmas: el del golpismo en Guatemala y en Honduras, y el de la inestabilidad institucional en Nicaragua.

En Nicaragua, durante el período 1990-96, además de los cambios en el Poder Ejecutivo -tras unas elecciones libres y limpias, aunque no exentas del chantaje de la administración Bush-, se produjeron, de forma simultánea, profundas mutaciones: de la guerra a la paz; de una economía planificada, socializante e intervencionista a una de cariz mercantilista; y de un régimen movilizador y revolucionario de inspiración nacionalista y marxista a otro de carácter liberal-demócrata que apelaba al estado de derecho.

Todas estas trascendentales mutaciones acontecieron en un contexto de intensa polarización política y de una economía al borde del colapso, donde se sucedía una "crisis" tras otra: las huelgas y asonadas que paralizaron el país durante varios meses, entre 1990-92; la violencia y los enfrentamientos armados de recompas, recontras y revueltos; el bloqueo institucional entre el Legislativo y el Ejecutivo durante la segunda mitad de 1992; la crisis de los rehenes en Quilalí y Managua de 1993, los irresueltos conflictos sobre la propiedad; y el conflictivo y tensionante proceso de reforma constitucional de 1995. Todas estas crisis culminaron en las caóticas y desordenadas elecciones de octubre de 1996, cuando el candidato liberal Arnoldo Alemán se hizo con la Presidencia de la República y su Alianza Liberal consiguió una significativa mayoría en la Asamblea Nacional.

Después de tres años de una administración liberal marcada por graves escándalos de corrupción y de malversación de fondos públicos, a mediados de 1999, la opaca "alianza" entre el círculo del Presidente Alemán y el aparato del FSLN que lidera Daniel Ortega comenzó a dar señales de una progresiva corporativización y de un alejamiento de las instituciones controladas por los nuevos aliados de los ciudadanos y sus anhelos.


Enclaves autoritarios en Guatemala

Cambiemos de país y vayamos a Guatemala. La frágil y vigilada democracia guatemalteca empezó a vislumbrarse ya desde 1990 como un escenario de peligrosa incertidumbre. Una vez desaparecida la urgencia de la administración estadounidense por apadrinar una transición "dirigida", las elecciones presidenciales de enero de 1991 dieron la victoria -en segunda vuelta, con el 68%- a Jorge Serrano Elías, candidato de un partido que quedó como tercera fuerza en el Legislativo -con tan sólo el 15.5% de los escaños- y que se presentó ante los ciudadanos como un outsider de la política con el lema de: ¡Los mismos no!

Serrano se topó muy pronto con el problema de no tener detrás un partido sólido y un equipo que lo respaldaran. Lo que inicialmente pudo ser una ventaja para imponerse en las urnas -una imagen escasamente vinculada a la estructura partidaria tradicional y a la política convencional- se convirtió pronto en una debilidad, al no contar ni con estructuras partidarias de firme implantación territorial ni con una representación mayoritaria en el parlamento. El nuevo Presidente emprendió una política de alianzas erráticas que pronto se resquebrajaron. Esta situación, sumada al incremento de las tensiones en la sociedad guatemalteca, llevaron a Serrano a optar por emular a su homólogo peruano Alberto Fujimori. Fracasó. El intento de "autogolpe" de 1993 se vino abajo ante la gran movilización ciudadana, la indecisión de las élites tradicionales y las presiones internacionales que defendían el mantenimiento del orden constitucional. Serrano fue sustituido por Ramiro de León Carpio.

El régimen guatemalteco tenía aún que superar múltiples retos, la mayoría relacionados con la permanencia de "enclaves autoritarios" y el nulo respeto de los derechos humanos. Y si bien algunos de estos problemas se solucionaron de forma satisfactoria -la firma en diciembre de 1996 de la paz entre la URNG y el gobierno de Alvaro Arzú-, las amenazas de la impunidad no erradicada y la proyección de fuerzas políticas reaccionarias vinculadas al ex-dictador Ríos Montt ponen en peligro la misma existencia del sistema democrático. La victoria del FRG -formación populista fundada por Ríos Montt- en las elecciones de 1999 y la llegada al poder de Alfonso Portillo- abren una vez más múltiples y fundados temores.


Asamblea Legislativa irrelevante en El Salvador

En El Salvador se ha observado cierta estabilidad y fluidez en las relaciones entre las instituciones. Probablemente por la existencia de mayorías parlamentarias -a diferencia de Guatemala- y por la solidez del partido gubernamental -a diferencia de Nicaragua-. Pero también por la irrelevancia y falta de protagonismo que ha caracterizado históricamente a la Asamblea Nacional salvadoreña en la elaboración de la política, realidad que es fruto tanto de los escasos recursos que recibe la Asamblea como de su limitada autonomía frente a los grupos de poder económico y a los ministerios gubernamentales.

En El Salvador, la Asamblea Nacional casi no ejercita las funciones de control político ni de elaboración presupuestaria que le atribuye la Constitución. Y esto no sólo se debe a la ausencia de mecanismos institucionales que lo faciliten, sino también a una cultura política que hunde sus raíces en el autoritarismo y en la sumisión al poder militar. Por ejemplo, respecto a la estricta función de control y a las interpelaciones, en El Salvador se carece de reglamentos y sanciones que garanticen que los funcionarios públicos envíen la información que le solicitan los diputados. Tampoco se dispone de reglamentación sobre las comparecencias de los funcionarios públicos a la Asamblea o de disposiciones jurídicas que sancionen a los funcionarios en el caso de que mientan o tergiversen la información que presentan. La Asamblea tampoco elabora el presupuesto, a pesar del mandato explícito de la Constitución. La mayoría de ARENA en la Asamblea y el verticalismo que ha caracterizado las relaciones Ejecutivo-Legislativo, la falta de técnicos y analistas cualificados, y la ausencia de una oficina especializada en la elaboración del presupuesto, explican que esa función se haya trasladado al Ministerio de Hacienda.


¿Verdaderas democracias?

Pero las debilidades institucionales de las nuevas democracias centroamericanas no se deben solamente a disfunciones de la ingeniería institucional, ni a la torpeza de las élites. Hay causas más profundas. Una de ellas es la generalizada implantación de regímenes democráticos que desarrollan políticas económicas que empeoran las condiciones de vida de amplias mayorías. Se vive un reduccionismo democrático que no sólo pone en cuestión la competitividad efectiva en los procesos electorales -los procesos electorales de Nicaragua en 1996 y los de Guatemala durante toda la década no son, precisamente, ejemplos de limpieza-, o la confección de la agenda que se discute en estos procesos, sino que, entre elección y elección, perpetúa situaciones donde imperan la impunidad, la corrupción pública, la opacidad administrativa y la subordinación del Poder Judicial al Poder Ejecutivo.

La democratización política es muy difícil si no va acompañada de una democratización de toda la sociedad y de la reducción de las profundas brechas económicas y culturales que hoy cruzan los países centroamericanos, y la mayoría de los países latinoamericanos. La democracia es un régimen que se integra en torno a valores y a actitudes compartidas, y la concertación política es una quimera cuando el mercado margina y la cultura discrimina. En estas latitudes, ¿es posible hablar de democracia cuando, desafiando su etimología, este modelo promueve la exclusión social, económica y política? Muchos teóricos han empezado a curarse en salud y han acuñado nuevos conceptos, como el de democracia delegativa para definir este tipo de regímenes "democráticos".

En cuanto al papel de los actores externos, es importante resaltar que el contexto internacional en que han florecido los regímenes democráticos centroamericanos es un mundo unipolar bajo la hegemonía de Estados Unidos. El desplome del imperio soviético, el aislamiento de Cuba y la derrota en las urnas -previo acoso militar- de la experiencia sandinista, dejó sin coartada al discurso antidemocrático. Aun olvidando el proclamado triunfalistamente "fin de la historia", el modelo liberal democrático apareció en Centroamérica no sólo como el único homologable, sino como el único posible. Quizás está aquí la clave para interpretar el entusiasmo de las administraciones Bush y Clinton con los regímenes democráticos. Quizás por esto la invasión de Haití para reinstaurar al derrocado Presidente Aristide y la negativa a apoyar las veleidades golpistas de los militares hondureños o de Jorge Serrano en Guatemala.


"Olvido" de Estados Unidos: ¿beneficioso o nocivo?

El marco geopolítico resultante del desvanecimiento de la guerra fría supuso un nuevo orden regentado por la administración estadounidense. En ese orden nuevo la lectura de los conflictos centroamericanos cambió notablemente. Si la posición internacional de Centroamérica antes de los años 90 se leía a tenor de la hipotética amenaza de la actividad insurgente al statu quo, a partir de la década de los 90 la lectura fue otra y la postura injerencista de Washington cambió radicalmente.

Con la victoria electoral, en las elecciones nicaragüenses de febrero 90, de la coalición antisandinista; con la firma de los acuerdos de Chapultepec entre el FMLN salvadoreño y el gobierno de ARENA en enero de 1992; y con la desactivación de la guerrilla guatemalteca y la firma de la paz en diciembre 96, la región perdió importancia estratégica para los Estados Unidos hasta quedar parcialmente olvidada y marginada.

Está por ver hasta qué punto este relativo "olvido" es beneficioso o nocivo para Centroamérica. Hay quienes tildan este olvido de traición. Y hay quienes piensan que una disminución de la presión internacional puede suponer la revitalización y el desarrollo de proyectos políticos y económicos en otra clave, más nacional.


Élites: permiso a la democracia

¿De dónde proviene tanto entusiasmo para con la democracia? Hay quienes argumentan que es la institucionalidad democrática la única que garantiza la estabilidad política, canaliza pacíficamente las demandas de la ciudadanía y acota las posibles transformaciones a la agenda de políticas que imponen las instituciones económicas multilaterales. Ciertamente, comparada con los regímenes autoritarios que dominaban hasta ayer la escena política centroamericana la reinstauración de las democracias representativas ha traído enormes beneficios. Pero no se puede olvidar que estas nuevas democracias no se reinstauraron hasta que las élites nacionales percibieron la evaporación de cualquier modelo alternativo que pudiera cuestionar el statu quo, y que no las "permitieron" hasta haber asesinado, desaparecido, exiliado, desmoralizado a quienes abogaron por un cambio político radical.

Está por ver qué actitud tendrán las élites cuando, en las generaciones venideras, aparezcan nuevamente en el marco institucional democrático opciones políticas alternativas, radicales y transformadoras que compitan electoralmente con ciertas posibilidades de ganar.


Con la democratización llegó el neoliberalismo

Hasta mediados de la década de los 80, la mayoría de los países de América Latina adoptaron una estrategia de desarrollo económico basado en la sustitución de importaciones. Esta estrategia -que suponía una notable intervención del poder público en el proceso industrializador- tuvo una notable diversidad. En algunos países, el Estado mantuvo un destacado rol en la economía, a partir de políticas social-reformistas como en Costa Rica, o corporativistas como en la Nicaragua sandinista. En otros países, regímenes autoritarios desarrollaron políticas monetaristas y librecambistas, como en El Salvador o Guatemala.

Fue a partir de la década de los 90 que en todos los países, tanto las coordenadas institucionales como las socioeconómicas, acabaron por converger. En los 90 no sólo se vivió en Centroamérica una ola de democratización, sino que se abandonaron las estrategias económicas estatistas y reguladoras para seguir dos directrices: la adopción de políticas neoliberales de corte fondomonetarista, y la apertura de las economías hacia el exterior.

Las políticas neoliberales de corte fondomonetarista se establecieron sobre los heredados cimientos negativos de la década perdida, caracterizada por las restricciones de crédito impuestas por la crisis de la deuda externa y por el decrecimiento económico. La aplicación de las políticas neoliberales supuso giros: de la gestión de la demanda a la incentivación de la oferta, y de la creación de excedente público a la confianza en los beneficios privados como único factor creador de bienestar colectivo. Giros tan drásticos se dieron a la par que se reducían los márgenes de maniobra nacional de todos los países debido a la rígida condicionalidad impuesta por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.


Un ajuste económico generador de crisis

El nuevo modelo neoliberal no sólo afectó las políticas económicas. Provocó la desregulación masiva de los mercados de trabajo y la descapitalización de los servicios de salud, educación y vivienda social, sin que se generara ningún tipo de programa compensatorio en políticas de garantía de rentas. Después de una década, el efecto fundamental de estas políticas ha sido el incremento de la dualización social: países "de dos velocidades" donde una minoría avanza aceleradamente y la mayoría va imparablemente hacia atrás.

Este proceso de precarización, generalizado en toda América Latina, se ha vivido aún con mayor gravedad en los países centroamericanos, con excepción de Costa Rica. En el istmo, el ajuste se llevó a cabo en una situación donde la relación promedio entre deuda externa y PIB doblaba la tasa latinoamericana (74% frente al 36%), y donde los términos de intercambio de los productos de la región se habían deteriorado en un 40% en los últimos 15 años. A ambas realidades negativas hay que sumar el contexto de la postguerra, con los problemas de la reconstrucción, de la desmovilización de los ejércitos insurgentes y de la reducción de las Fuerzas Armadas.

La crisis provocada por el ajuste está reflejada en las estadísticas elaboradas por Naciones Unidas y publicadas anualmente en el Informe de Desarrollo Humano del PNUD. Destacan las cifras referidas al Indice de Desarrollo Humano (IDH), que incluye, además de la renta per cápita, los niveles de analfabetismo, el acceso a servicios sociales, la mortalidad infantil y la distribución del ingreso. En la región hubo un rápido descenso en todos estos indicadores sociales. Todos los países centroamericanos -a excepción de Honduras- sufrieron un deterioro en el IDH entre 1990-96, siendo el caso nicaragüense el más dramático, sólo comparable internacionalmente con el de Irak, país que en esos mismos años sufrió una guerra devastadora y el bloqueo de Naciones Unidas.

En cuanto a las políticas de apertura económica al mercado internacional, cabe señalar la reactivación de viejos proyectos de integración económica regional y la discusión de proyectos para la creación de un mercado común a nivel hemisférico, el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA).

Los efectos de este proceso aperturista han sido contradictorios: la concentración geográfica de las exportaciones se ha incrementado; la participación de Estados Unidos ha crecido notablemente; la composición de las exportaciones ha continuado, en gran medida, basándose en productos tradicionales. Las exportaciones de la región han seguido dependiendo básicamente de productos primarios, lo que hace que sus ingresos continúen siendo muy vulnerables a crisis externas, de carácter económico o meteorológico. El caso más grave es el del catastrófico paso del huracán Mitch por la región en octubre 98. El rastro apocalíptico dejado por el huracán fue, sobre todo, un indicativo de la precariedad y vulnerabilidad en que vive sumergida la mayor parte de la población centroamericana.


Resultado inesperado de la guerra

El nuevo escenario político en Centroamérica -los regímenes liberal-democráticos- no fue el objetivo de ninguno de los conflictos bélicos que vivió la región. Para la izquierda -aglutinada en torno a organizaciones guerrilleras- el orden deseado fue siempre la revolución, la transformación social, económica y política. La izquierda centroamericana mostraba su entusiasmo por el régimen cubano, más que por cualquier otro del continente, mientras que la derecha, encabezada por la oligarquía criolla y patrocinada de forma incondicional por la administración norteamericana, siempre se mantuvo anclada en una concepción autoritaria y elitista y nunca -hasta finales de la década de los 80- dejó de pensar en un retorno, aunque algo remozado, al "viejo orden". Los nuevos regímenes liberal-democráticos nacidos del desenlace bélico no podían satisfacer plenamente a ninguno de los dos bandos que se enfrentaron en una guerra encarnizada.

Aunque ha habido notables cambios en la conducta de las élites políticas -las cúpulas de las antiguas guerrillas o los reciclados dirigentes de la rancia derecha reaccionaria-, la capacidad de desarrollar políticas de gobierno ha sido una tarea casi exclusiva de la derecha, pues desde las primeras elecciones celebradas en los tres países que sufrieron la guerra hasta la fecha, han sido las formaciones políticas conservadoras -bajo diversos mantos partidistas- las que han obtenido repetidas victorias en las urnas.


La derecha no ha cambiado

En cuanto a las políticas de gobierno, por ahora sólo la derecha ha tenido oportunidad de demostrar su quehacer. Es precisamente por esto que podemos afirmar que, desde la administración, la derecha no ha cambiado las perniciosas y seculares tendencias a la exclusión y al empobrecimiento de grandes colectivos. Más bien las ha profundizado.

La "transformación" de la derecha, desde posturas profundamente reaccionarias y autoritarias hacia la adopción de conductas civilistas, defensoras de la democracia liberal y del "libre mercado", no han significado cambios verdaderamente. No siempre quienes se definen o proclaman "demócratas" lo son, y el que hayan aceptado la "democracia" no debe atribuirse a una transformación en sus valores, sino a una decisión estratégica fruto de la percepción de que el nuevo sistema político les permite, aún con mayor comodidad que antes, defender y promover sus intereses.

Al otro lado del espectro político está la izquierda, que también ha sufrido notables transformaciones. Una de las más sorprendentes es su cambio de postura respecto al orden imperante. Si el orden injusto -la existencia de factores estructurales como la persistencia de la pobreza, la injusta distribución de la propiedad o el perverso reparto de la riqueza- justificó la activación y la prolongación del conflicto armado a lo largo de una década, una vez firmados los acuerdos de paz, el centro de las preocupaciones de la izquierda ha gravitado en torno a aspectos institucionales.

No deja de ser paradójico que las mayores mutaciones acaecidas en la derecha y en la izquierda centroamericana desde la eclosión de la crisis de los 80 hayan acontecido en el marco de la institucionalidad del Estado y en el de la simbología, la organización y el carácter de las organizaciones que lideraron el enfrentamiento armado. No se dieron mutaciones en el marco de la transformación del tejido social ni en el de la estructura de la propiedad de la tierra ni en el del reparto equitativo de los activos económicos.

Cabría preguntarse si, en Centroamérica, este confuso paisaje de la otrora izquierda insurgente –que a lo largo de toda la década ha cruzado acusaciones y denuncias entre sus dirigentes- es el incipiente inicio de proyectos políticos claramente diferenciados de lo que en su momento fueron sus programas revolucionarios, o si la confusión es un capítulo más de la ya tradicional y estéril dinámica centrífuga de las élites políticas de izquierda. Con todo, como muy bien apunta Torres-Rivas, los partidos difícilmente se dividen por las bases, sino por las élites. Y por muy diversas cuestiones: desde la politiquería y la ambición de algunos, hasta la confrontación entre los sectores más radicales y los que piensan en estrategias electorales marcadas por la moderación y las alianzas. En cualquier caso, los esfuerzos realizados por las organizaciones ex-guerrilleras para insertarse y apuntalar el Estado de Derecho no son nada desdeñables.


La mutación de la izquierda insurgente

No es fácil hacer un balance del poder transformador de la izquierda centroamericana al finalizar una década tan crítica. A la hora de hacer el balance de los cambios acontecidos en el seno de lo que un día fue la izquierda insurgente tendríamos que tener en cuenta, como mínimo, tres aspectos: su transformación organizativa, la mutación de su mundo simbólico y su stock propositivo.

La polémica obra de Castañeda quizá acertó al titular la coyuntura de la izquierda latinoamericana que se abría con la década de los 90 con la frase La guerre est finie. Otra cuestión es si, además de abandonar los elementos simbólicos vinculados al mundo de la lucha político-militar, la izquierda también desechará códigos y conductas propios de esta lucha: ciertas formas de sectarismo y de intolerancia. Uno de los retos de la nueva izquierda está en la capacidad de crear consensos y de seducir a amplios sectores de la población, más empobrecidos que nunca antes. Es precisamente de este reto del que se deriva la cuestión de la "oferta propositiva". Parece necesario que las nuevas formaciones de izquierda elaboren un programa que cumpla con tres elementos esenciales: que sea razonable, que sea capaz de ser visto como alternativa de poder y que sea transformador. Obviamente, todas estas tareas no son simples ni se consiguen con recetas, sino con un minucioso análisis de la realidad y de los cambios que se han dado en las relaciones entre el Estado y la sociedad, y entre el Estado y la economía. De esto dependerá valorar si la mutación acontecida en la izquierda tuvo o no razón de ser. Ya existen experiencias de municipalidades gestionadas por la izquierda que pueden empezar a dar luces sobre la dirección de la actual mutación.


La nueva "burguesía armada"

En la "nueva institucionalidad" centroamericana hay que hablar también de un actor que hasta la década de los 80 fue el central: las Fuerzas Armadas, históricamente garantes del orden y muchas veces gestoras directas de los asuntos públicos. De los ejércitos, se dice, han mutado de naturaleza. Ante la irrupción de la amenaza insurgente, se produjo la paradoja -en El Salvador y en Guatemala- de que mientras los militares cobraban aún una mayor centralidad en la conducción del país, perdían la función de titulares del gobierno.

Pero no todo ha sido adverso para los cuerpos armados de la región. Ciertamente, han visto disminuir su centralidad en la dirección pública de los asuntos nacionales, pero el acceso que tuvieron durante la década de los 80 a una cantidad ingente de recursos -a través de los nutridos presupuestos de los programas contrainsurgentes- los convirtió en un nuevo sector de poder económico: la "burguesía armada". Aunque hoy ha disminuido su capacidad de influencia directa en las esferas del gobierno -tampoco cabe ser demasiado optimista, sobre todo en el caso guatemalteco-, es preciso señalar el incremento exponencial de su incidencia económica, hecho nada desdeñable si se tiene en cuenta que hablamos de países que todavía están atravesando el largo camino de la reconstrucción de sus economías de postguerra.


¿Países modernizados?

Del análisis de los tres actores -élites de derecha, grupos de izquierda y ejércitos- resulta la persistencia de notables deficiencias y disfunciones en el proceso de apertura, democratización y modernización del Estado iniciado en la región, durante el enfrentamiento militar y después de él. Son muchos los interrogantes. Por un lado, los discursos en defensa del estado de derecho, la legalidad y la libre competencia coexisten con el mantenimiento de prácticas corporativas y estilos clientelistas. La retórica sobre la reforma del incipiente estado de derecho convive con la manipulación de los presupuestos gubernamentales para alimentar lealtades políticas. La exaltación de las virtudes del mercado se conjuga con los comportamientos rentistas. Por otro lado, la retórica democrática sobre la igualdad de oportunidades y el trato equitativo ante los tribunales de justicia se ve constantemente desautorizada por la realidad. En cada uno de los países centroamericanos, conocer a alguien en el gobierno, tener amigos con poder económico o ser de buena familia, continúan constituyendo activos muchísimo más importantes que la titularidad abstracta de derechos y capacidades individuales rubricados en las nuevas Constituciones reformadas.

Muchos analistas coinciden en señalar la trágica ironía -a la que la política y la historia son muy proclives- de que en Nicaragua, El Salvador y Guatemala los procesos de democratización recientes, logrados con la quiebra del antiguo orden por movilizaciones populares y embates revolucionarios hayan devuelto el gobierno a los representantes de la más rancia oligarquía, embarcada en partidos de derecha de nuevo cuño en El Salvador (ARENA) y en Guatemala (PAN), y peor aún, en Nicaragua, a algunos de los artífices de la contrarrevolución (Alianza Liberal). Las condicionalidades fijadas por los organismos financieros internacionales, (FMI, BID y Banco Mundial) acentúan el sesgo de clase en las políticas económicas y consolidan las posiciones de poder de las élites, "modernizadas" únicamente en cuanto a su integración en el mercado, aunque no respecto a sus actitudes para con los demás sectores de la sociedad. ¿Hasta donde llega la casualidad?


Apoyan la democracia, rechazan sus resultados

La realidad centroamericana de los años 90 también ha sido un espacio en el que han emergido manifestaciones portadoras de esperanza y creatividad, sobre todo, entre la ciudadanía. Recobrados los derechos civiles, ha surgido una galaxia de movimientos sociales y de formaciones partidarias que, hasta entonces, habían permanecido en la clandestinidad.

La vida política en democracia ha supuesto bastante más que la legalización de los partidos y la consolidación de instituciones representativas. A finales de la década de los 90, muchos ciudadanos y ciudadanas centroamericanas tenían más confianza en las organizaciones sociales, en las organizaciones eclesiales y en los medios de comunicación que en los partidos, los tribunales de justicia o el Legislativo. Según datos del Latinobarómetro de 1997, iglesias, ONGs y medios inspiran en toda América Latina un grado promedio de confianza en el 47% de la población, frente al 18% que inspiran partidos, poderes e instituciones.

A pesar de todo, en Centroamérica, el rechazo a los actores políticos no ha supuesto aún el desprestigio del sistema democrático. Al contrario: según datos de 1997, el 56% de los centroamericanos preferían el sistema democrático y sólo el 13% preferían uno autoritario. Otra es la opinión cuando se explora el grado de satisfacción ante los rendimientos de las "democracias realmente existentes". Sólo un 25% de los entrevistados dicen estar satisfechos. Las razones de esta aparente paradoja entre el apoyo al sistema político y el descontento ante sus resultados puede explicarse principalmente por el recrudecimiento de los problemas de la vida cotidiana que experimenta la mayoría de la población.


Lo público irrumpe en lo privado: nuevos actores

Ha sido la creciente dificultad para resolver los problemas y salir adelante lo que ha ido quebrando las esferas que separaban lo privado de lo público. La profunda crisis económica, los despidos masivos de empleados públicos y los drásticos recortes de los servicios sociales, decisiones tomadas en la esfera pública, han irrumpido con fuerza en el ámbito de lo doméstico. Y es esto lo que ha activado a actores sociales -especialmente a las mujeres- que antes se habían manifestado de forma subordinada a otros protagonistas de la acción colectiva.

La politización de la vida privada ha implicado necesariamente una redefinición de las relaciones entre la esfera de lo público y la de lo privado, creando una renovada capacidad de expresión de nuevos sujetos sociales: actores agrupados en torno a identidades sociales básicas (los movimientos de mujeres, de jóvenes, de indígenas, o confesionales), a intereses específicos (las redes ecologistas o ambientalistas) o a necesidades elementales que es preciso satisfacer (las asociaciones comunales o de pobladores, las agrupaciones de deplazados y desmovilizados, las ollas comunales). La mayor visibilidad social de colectivos populares que luchan y demandan -con mucha mayor autonomía que antes- un espacio donde ejercer sus derechos ante ejecutivos que marginan y excluyen es un elemento destacable en la nueva realidad centroamericana.

En la década de los 80, con la eclosión de los procesos revolucionarios en la región, el conflicto político dio a esos actores, por primera vez en la historia, visibilidad social. Durante los años de guerra, su movilización -muchas veces de forma dependiente o canalizada- dio como fruto un incremento de su sentimiento de eficacia política. Aumentó su confianza en la organización y les dio el conocimiento de las
ventajas derivadas de trabajar y presionar unidos.

Es precisamente desde esta perspectiva que cabe introducir en los países centroamericanos –sobre todo en Nicaragua- una variante clave en su vida política: una cultura política movilizadora y combativa nacida como fruto del período revolucionario. Este período, a pesar de sus limitaciones y errores, impactó en el imaginario de numerosos colectivos sociales que ahora no se resignan a la pasividad ante los embates neoliberales dictados desde el Ejecutivo por las élites encaramadas en la cúpula de la nueva institucionalidad.


Conciencia de ciudadanía

Sería ingenuo imaginar que la historia ha llegado a su fin. Tampoco en Centroamérica. Aunque siempre habrá lugares en donde se refugie el conformismo, la posibilidad de nuevas luchas sociales es casi tan previsible como necesaria para superar los enclaves autoritarios y las prácticas excluyentes que aún persisten y que sesgan y bloquean el contenido del adjetivo democrático en las viejas y nuevas instituciones de los países centroamericanos.

Una de las características más relevantes de la década de los 90 ha sido la progresiva recuperación -aunque no definitiva ni completa- del sentimiento de muchas centroamericanas y centroamericanos de ser "ciudadanos de pleno derecho". Esta recuperación -en algunos países ha sido un estreno- ha supuesto una alambicada lucha. Una lucha tenaz que se ha librado gracias a la permanencia de un imaginario que visualiza un mundo mejor y más justo, de un mito persistente sobre la posibilidad de crear un país donde todo el mundo tenga un lugar bajo el sol. El que se encuentre o no ese país nos indicará cómo podremos catalogar definitivamente la década de los 90.


Gobernabilidad: el test

El resultado que pretende la política es, en última instancia, conseguir un grado razonable de cohesión de la sociedad mediante la canalización de demandas, la regulación de conflictos y la implementación de políticas públicas. Cada política pública significa una serie de intervenciones en un ámbito conflictivo de la vida social, intentando someter el conflicto a cierto control, mediante la redistribución de recursos de todo tipo y recurriendo -si conviene- a la coacción. El resultado agregado de cualquier política pública repercute sobre los equilibrios sociales existentes, para reforzarlos o para modificarlos.

Cuando este resultado produce una relativa cohesión entre los grupos y los individuos de una misma sociedad, puede hablarse de la gobernabilidad de una comunidad. Por el contrario, si la actividad política se revela incapaz de producir la cohesión indispensable, la sociedad en cuestión se hace ingobernable. En la gobernabilidad reside la prueba de fuego –el test- de un sistema político.

Contrariamente, la ingobernabilidad se produce cuando se desarregla el mecanismo político de ajuste y reajuste. Como consecuencia, no emite las respuestas esperadas y por eso, el conflicto o la tensión inicial -que sigue sin resolverse- se agrava, hace aumentar la presión que descarga sobre todo el sistema y, finalmente, lo bloquea o lo descompone. La gobernabilidad depende de la aptitud de un sistema para dirigir o regular los conflictos colectivos, seleccionando las políticas públicas más eficaces. La incapacidad para dar con ellas acumula problemas y agudiza tensiones.

El rendimiento gubernamental puede valorarse atendiendo a los resultados obtenidos en ámbitos sociales donde se producen las principales discrepancias o tensiones colectivas: distribución de la renta, nivel de desempleo, gasto público en políticas sociales, grado de violencia política, integración de la mujer y de las minorías en la vida política, etc. Se trata de una valoración a medio y largo plazo, que tiene en cuenta la evolución de determinados indicadores sociopolíticos. La gobernabilidad -o la ingobernabilidad-
se mide por el grado de ajuste conseguido entre las necesidades sociales expresadas y los resultados obtenidos por las políticas que el sistema genera para responder a esas necesidades.


Gobernación: un nuevo concepto

El debate renovado sobre la gobernabilidad de los sistemas políticos se ha visto transformado con la puesta en circulación de un nuevo concepto, que pretende aportar una nueva perspectiva: el concepto de gobernación. La literatura generada por los consultores y asesores de las organizaciones internacionales -que ha mantenido una notable relevancia en el diseño de las agendas políticas de los países centroamericanos- ha puesto en vigencia, desde los años 80, el concepto de gobernación.

El concepto surge de esta percepción: en los últimos lustros, la capacidad de dar satisfacción a las demandas sociales no sólo es atribuible a la acción de las instituciones políticas, sino al efecto combinado de la intervención de un conjunto más amplio de actores. Esta nueva aproximación puso en circulación -a través de entidades financieras internacionales como el Banco Mundial o el FMI, y de algunos académicos y dirigentes políticos- el término inglés governance, que traducimos por gobernación.


Gobernar sin gobierno

¿Qué se entiende por gobernación? A diferencia de la coordinación por el mercado -basada en la presunta armonía espontánea de los intercambios económicos- o de la coordinación por la política -fundada en la imposición jerárquica desde el poder-, la gobernación equivale a un control de los procesos sociales mediante la interacción constante entre agentes de todo tipo. La gobernación no sólo depende de instituciones o reglas formales, sino que brota de un intercambio y un ajuste continuos entre sujetos colectivos e individuales, tanto públicos como privados. Este proceso no presupone la existencia de un centro director -desde el que se ejerza poder político u otro tipo de liderazgo-, sino que se configura como una red de intercambio de recursos. Hay quien dice que gobernación equivaldría a la actividad de coordinar sin coordinador o a gobernar sin gobierno.

Teniendo en cuenta el concepto de gobernación, la definición y el resultado final de cualquier política no sería sólo el efecto de un gobierno que la propone y la aplica con un propósito deliberado. Sería, por el contrario, la consecuencia casi espontánea de la interacción constante entre agentes sociales de todo tipo. De esta interdependencia se desprendería finalmente la gobernación de un determinado ámbito de la problemática social. También en el ámbito internacional puede comprobarse la existencia de dos fenómenos que refuerzan el recurso al concepto de gobernación: por un lado, hay grandes cuestiones internacionales que se resuelven sin contar con la existencia de un "gobierno mundial" y, por otro lado, son muchos los actores que intervienen en ese proceso. Así, la regulación de grandes problemas globales -medio ambiente, desarme, desarrollo, seguridad- no estaría ya en manos de uno o de varios gobiernos, sino en la capacidad de autocoordinación de todos los muchísimos y variadísimos actores implicados.

Según esta perspectiva, sólo aceptando estos presupuestos podrá darse respuesta a los problemas y tensiones de las sociedades contemporáneas. En su versión más extrema, la tesis de la gobernación tiende a coincidir con las fórmulas políticas del Estado mínimo y la paralela hegemonía del mercado.

La idea de gobernación deja en un segundo plano el papel del gobierno y del sistema de instituciones públicas en su conjunto. ¿Se niega con esto efectivamente al sistema político una posición preferente o central en estas redes autoorganizadas? ¿Debe entenderse que el ajuste espontáneo entre los actores sociales hace innecesaria la existencia de un poder vinculante?


A la sombra de la política

Buena parte de los análisis basados en el concepto de gobernación siguen reservando un lugar a las instituciones políticas. Pero ya no es un lugar central. No es el puesto de mando, desde donde se controlaría la acción de los demás sujetos colectivos. En este planteamiento, la función del sistema político es menos dirigista: en lugar de actuar en situación de monopolio o de exclusiva, se esfuerza por favorecer y estimular la intervención de otros actores sociales, identificando oportunidades e incentivando la constitución de alianzas entre actores públicos y privados. Se le reconoce una posición de primus inter pares entre una pluralidad de actores interdependientes.

Al mismo tiempo, y en beneficio de la cohesión general, se atribuye a la autoridad política la facultad de actuar como árbitro en las disputas que puedan surgir en el seno de la red. La gobernación representaría un sistema de autocoordinación que se desarrollaría a la sombra de la política.

Esta revisión del papel de las instituciones políticas y de la política misma tiene consecuencias para la democracia. Si muchas decisiones de proyección social dejan de ser imputables a un sujeto o a una institución y pasan a ser el resultado casi espontáneo de la acción combinada de múltiples actores, ¿a quién pediremos cuentas por los efectos de esta acción? ¿Quién asumirá la responsabilidad por sus resultados, positivos o negativos? Los actores -públicos y privados- de la red pueden llegar a traspasarse las responsabilidades de unos a otros en una rueda sin fin, sin que nadie pague finalmente por las consecuencias negativas de las decisiones.


Balance de los 90: impunidad e irresponsabilidad

Todo esto es vital para todos los países del globo, pero aún con mayor intensidad para los empobrecidos y atravesados por las desigualdades y por la impunidad. Y son precisamente la irresponsabilidad pública y la impunidad los fenómenos más trágicos de la década de los 90 en Centroamérica. Ambas realidades se manifiestan abiertamente en el incremento de la inseguridad pública, sea por la delincuencia común o por las violentas secuelas de la postguerra; y en la negligencia de las autoridades a la hora de enjuiciar a los responsables de los crímenes de Estado perpetrados durante los 80 y bien documentados en los informes de la Comisión de la Verdad en El Salvador o en el informe de Recuperación de la Memoria Histórica en Guatemala.

El acelerado incremento de la delincuencia callejera -y la aparición masiva de pandillas o maras juveniles que emulan el vandalismo que sus homólogas realizan en los barrios periféricos de las ciudades norteamericanas-, constatan las consecuencias socioeconómicas de las drásticas políticas de ajuste y han supuesto un duro golpe para los colectivos más desamparados. En esta misma línea hay que situar el fenómeno de los niños, niñas y adolescentes de la calle. Los estratos más débiles de la sociedad centroamericana no sólo han cargado con la peor parte del nuevo modelo, sino que han terminado por ganarse el estigma de ser los más peligrosos, violentos y anómicos en el nuevo mapa social centroamericano, donde se combina un paisaje desgarrado -propio de la post-guerra- con un nuevo paisaje adornado por instituciones que cuentan cada vez con menos arraigo y autoridad.


Centroamérica: urgencia de política

La "ausencia" de lo público bajo una sospechosa apariencia de "modernidad" supone una notable involución en la institucionalidad en los sufridos países centroamericanos. Para contrarrestar estos riesgos y asegurar que las arduas conquistas de la democracia -recién estrenada en esta región- no se disuelvan en un esquema de libre concurrencia entre desiguales hay que contar al menos con dos condiciones. La primera, reinventar mecanismos capaces de hacer efectiva la responsabilidad de quienes deciden, devolviendo al sistema político su papel de garantía de la cohesión social. La segunda, la extensión del principio de responsabilidad democrática a todos los nudos o polos de la red: económicos, culturales, administrativos, asociativos...

¿Es hora en Centroamérica de la gobernación, como sustitución de la política democrática? En un entorno -tanto nacional como global- donde subsisten -y en algunos casos, se agudizan- las desigualdades entre individuos, entre colectivos y entre comunidades, la política conserva su razón de ser, y es quizás más necesaria que nunca como un seguro contra la desintegración social. Y es de esta "política" de la que tiene urgencia Centroamérica. ¿Cómo puede hablarse de instituciones que regulan conflictos cuando éstas son frágiles y vulnerables? ¿Qué solidez y liderazgo pueden tener las élites políticas en la representación de los intereses de las mayorías cuando la realidad nos muestra el abismo que media entre élites y mayorías? ¿A quién cabe pedir responsabilidades por la dinámica de creciente exclusión social y polarización económica en cada uno de los países centroamericanos? ¿Cómo hablar de democracia cuando las instituciones nunca fueron centrales en la vida política y hoy son instrumentos faltos de poder y autoridad?


Los años 90: década ¿de qué?

Las respuestas a todas estas cuestiones son de vital importancia porque lo que se espera de la política es que contribuya a mantener en la sociedad un grado razonable de cohesión y la proteja contra el riesgo de la desintegración. Si la política es democrática, debe perseguir además que la cohesión social se base en equilibrios cada vez más favorables a la igualdad de oportunidades vitales para todos los ciudadanos. La respuesta que se dé a estos retos nos va a indicar con qué tipo de sustantivo cabe narrar la década de los 90 que ha concluido en Centroamérica. ¿Década de paz? ¿De apatía? ¿De democratización? ¿De exclusión? ¿O de olvido?

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